El psicodélico mundo infantil de réplicas deliberadas y atracciones anacrónicas no agoniza. Entre sus paredes se aloja un embrujo que obliga a quien lo visita a experimentar una extraña sensación de placidez, un “no era tan patético como yo pensaba” pese a ser consciente de que lo que se está viviendo es una experiencia estéticamente chocante, como de un grave y retorcido onirismo. Se recorren caminos infinitamente largos y aislados de toda vía de escape por turbios riachuelos y lagos, y cuando la angustia al fin le lleva la delantera al cansancio, aparece de la nada un chirriante juego metálico de colores curiosamente lleno de niños y adultos. Uno no entiende qué puede haber de emocionante en un aparato que felizmente ostenta su falta de cualquier ingrediente que pueda asegurar un ápice de emoción. Aún así, uno hace fila distraídamente y, como todos, termina deshecho en grotescas risotadas que continúan aún cuando se han dado cinco vueltas y los ruidosos jalones ya han sido completamente asimilados por el cuerpo. Las caras de aburrimiento que acompañan a los viajeros en la mañana se convierten en inexplicables sonrisas. ¿Qué tenía de divertido todo esto?, se pregunta uno a la salida mientras contempla la humilde majestuosidad del viejo lugar y se aleja sin pensar en un pronto o siquiera posible regreso. Este parque, como los sueños, se apodera por completo de la mente de quien en él se halla y la maneja a su ridículamente benévolo antojo. Como los sueños, es un escenario borroso que se revive un par de veces en la vida, siempre cuando uno menos lo espera, repetido con levísimas variaciones.
[ Tengo — Sandro de América ]