[ Island in the Sun — Weezer ]
- Ayer en consejería me dijeron que al parecer estoy viendo más materias de mi opción que de mi carrera. Cuando le conté a mi mamá, me preguntó si no le respondí a la coordinadora “es que me gusta más la opción que la carrera”. No habría sido muy descabellado decirlo.
- Molière me hizo reír. En francés. Todavía no puedo creerlo.
- Y cuando leí la segunda comedia en español (por el afán), ya no me dio risa.
- El monitor de Historia de la Comedia me detuvo camino al pupitre y me preguntó muy serio, “Tú no eres de Literatura, ¿verdad?”
- No es la primera vez que algo así pasa. Hace unas semanas estaba hablando con El Payé y otro literato, y el otro me dijo de repente, “y a todas estas, ¿tú qué estudias?”
- Se rumora que Monique y yo hemos sido forzadas a estudiar Literatura.
- Bueno, no somos Monique y yo sino “dos amigas de Margarita”. El día que alguien en el departamento nos reconozca como algo más que sombras será… nunca.
- ¿Y de cuándo a acá la Literatura es una de aquellas carreras rentables y prestigiosas que un padre desalmado recomendaría a sus hijos por el bien de su futuro?
- Le leí un par de poemas en inglés a Himura (Dickinson, Frost) y casi me pongo a llorar. ¿Por qué no me quedé en mi remedo de universidad del Midwest haciendo algo que me gustaba y en lo que me iba bastante bien?
- Kotae: porque yo creí que me iba a ir mejor aquí.
- Kotae 2: la soledad de los barquitos sobre el Mississippi me tenía muy mal.
- Kotae 3: mi mamá dijo que yo me quedé allá un semestre más sólo por Minori.
- Kotae 4: esa beca tenía poca cara de beca.
- Consuelo: aquí leo mucho más que allá.
- Consuelo 2: estoy aprendiendo japonés (como alumna oficial, no colada en una clase para niños).
- Consuelo 3: ya no estoy condenada al sobrepeso eterno.
- Consuelo 4: Himura. [Espacio reservado para cursilerías.]
- Pero: sucede que el español no me gusta. Ni siquiera lo pronuncio bien — me han dicho muchas veces que tengo una especie de acento.
[ Lambada — Kaoma ]
A mi tío no lo quería nadie en la familia. No tenían ni un ápice de fe en que algún día pudiera llegar a ser algo, así que se empeñaron en que no fuera nada. Le hicieron la vida imposible metiéndole en la cabeza que no servía para absolutamente nada y que era un estorbo en la casa paterna. Así, cuando mi tío terminó el servicio militar, se recluyó en la finca de mi abuelo, por allá por las selvas del Magdalena Medio.
Cuando alcancé la edad suficiente para ir a la finca descubrí que en su vida de ermitaño se había llenado de revistas de esas que traen montones de datos curiosos, libros y fósiles. Subiendo por la quebrada que abastece de agua la casa se encuentran amonitas de todos los tamaños; algunas con la carne petrificada, otras con capas como hamburguesas grises, una tan grande como lo era mi antebrazo a los nueve años. Aún conservo un pesado ejemplar que él me consiguió en una de sus expediciones a la quebrada.
Hace un par de semanas, después de no pestañear durante dos horas (estaba viendo Jesus Christ Superstar en cine) fui al Hospital Militar a visitar a mi abuelo, quien se hallaba convaleciente por una neumonía. Supe en el camino que mi tío había regresado a la ciudad, quién sabe por cuánto tiempo, y que se encontraba en el hospital esa tarde. Confieso que me dio un poco de miedo volver a verlo —¿Habría cambiado? ¿Me reconocería? ¿Me trataría bien? —, pero la charla de reencuentro transcurrió tranquilamente. Estaba sorprendido por la aparición del Transmilenio, se perdía por las calles, tenía frío. No obstante, la verdadera sorpresa me la llevaría ayer cuando, después de la celebración del cumpleaños de mi abuela, llevaríamos a mi tío a mi casa a pasar un rato. Himura llegó poco tiempo después. Íbamos a salir un rato, pero al fin nos quedamos en la sala. La conversación que sostuvimos durante varias horas revelaba a un hombre que parecía no haberse desprendido nunca del mundo ampliamente intercomunicado. No existía comentario alguno que mi tío no supiera complementar/refutar acertadamente. No había tema que él no supiera manejar, o dentro del cual su conocimiento se redujera a lo que habría aprendido dieciséis años atrás. Himura quedó sorprendido, y yo no lo estaba menos. ¿Cómo alguien con un acceso tan limitado al conocimiento sabía más que muchas de las personas que uno encuentra todos los días caminando entre periódicos, revistas, televisores y computadores?
Mañana volverá al aislamiento de la casita puertoboyacense. Le pregunté cuándo volvería a la ciudad, dijo que no sabía: “es que Bogotá no me llama la atención”. Jamás comprenderé por qué nadie en esa casa quiso conocerlo de verdad, por qué mi tía habla de lo caro que llegará el recibo del agua por los escasos diez días que pasó en el lugar que le debería pertenecer. Me pregunto si algún día yo, irremediablemente sentada frente a lo que debería ser la eterna fuente de la información, conoceré una fracción del mundo que él ha logrado vislumbrar entre las bandadas de pericos que vuelan al atardecer y la ceiba gigantesca en cuya copa anidó alguna vez un águila.
Ciertamente lo único que puedo afirmar en este momento, con los puños crispados de rabia e impotencia, es que lo extrañaré muchísimo. Lo admiro de verdad.
[ Sinner Man — Nina Simone ]
Hoy decidí no ir a clase de Historia de la Comedia y más bien dedicarme a hablar un ratito con mi hermanita, cuyo estómago resentido no la dejó ir al colegio. En el transcurso de la conversación le mostré las fotos del famoso ascenso de The Open List a Monserrate. Después me dediqué a detallarlas, ya que cuando el hecho era novedad yo estaba furiosa por razones ajenas al evento y a TOL y no quise poner mucha atención a nada que tuviera que ver con el centro de Bogotá.
Es extraño darse cuenta de cómo uno observa las mismas fotos de las mismas personas con otros ojos. Uno observa y se sorprende a sí mismo buscando ese personaje que no solía representar sino un rostro más, una sombra que tal vez no aparecería aquella tarde entre los bloquecitos de concreto, la vaga descripción sacada de una larga lista tal vez ya anticuada y que ahora se había llenado de minúsculos detalles, texturas, lunares, cicatrices. Uno más, camuflado entre la multitud, detrás de los protagonistas de cada escena, pero eclipsándolos a todos a través de un par de pupilas que espían su pasado atentamente.
Ahora me pregunto cómo habría sido todo si yo hubiera estado ahí. Sé que todos modos no habría ido —a no ser que, tal vez, la causa de mi rabia no se hubiera presentado. Hace poco supe que él había hecho algo por frenar las lágrimas de desesperación que me llevaron a dormir a las 5.30pm un viernes. No puedo estar más agradecida y sonrío al pensar en ello, aún si todavía quiero golpearme contra las paredes de sólo pensar que esa oportunidad no se volverá a presentar jamás. Especialmente con el desvío que tomé y del que no me arrepiento.
Sólo recuerdo que la noche anterior hablamos hasta altas horas de la noche. Ése sería un preludio de las larguísimas conversaciones que tendríamos pronto, y que desembocarían de un modo aún no esclarecido del todo en la maldita cursilería que me atormenta en este mismísimo instante, la misma que se convierte en burradas como este torrente de palabras pegajosas y hostigantes como el dulce de uchuva. Pero hmmm, qué rico es el dulce de uchuva, especialmente con Rice Krispies y leche.
[ One Trick Pony — Nelly Furtado ]
… hasta que acabe con la paciencia de su mirada imperturbable.
[ The Blower’s Daughter — Damien Rice ]
En vista de las ganas inmensas que tengo de quedarme oyendo música en el computador de atrás de la casa —con el cual no puedo usar MSN normal —, hoy hablaré sobre la señora de la tienda cerca de mi universidad que se niega a venderme una Pony Malta grande. Siempre que tengo sed y tengo la grandiosa idea de atiborrarme de la famosa bebida de campeones, la señora asesina mi sueño y mi buen genio. Ya ha sucedido dos veces.
Primer intento:
Olavia Kite: Buenas, ¿me da una Pony Malta grande?
Señora: Pero tiene que tomársela aquí adentro.
OK: ¿No me la puede servir en un vaso?
S: Me tendría que comprar el vaso.
(Estupefacta y confundida, Olavia se decide por una Pony Malta pequeña y se va, decidida a no volver jamás.)
Segundo intento (porque todos merecen una segunda oportunidad):
Olavia Kite: Buenas, ¿cuánto vale la Pony Malta grande?
Señora: $800.
OK: ¿$800?
S: Sí, pero la pequeña. La grande no se la vendo porque estoy en hora de almuerzo.
(Aquí transcurren dos segundos en los que Olavia se pregunta qué rayos tiene que ver la hora del almuerzo en una tienda visiblemente exenta de clientes con una venta que, aunque humilde, representa cierta ganancia. Mientras tanto le señala a Himura una almojábana marca Topotoropo.)
Empiezo a creer que la señora no saca esas excusas en balde. Ver que la fila de botellas pequeñas del dorado líquido disminuye paulatinamente mientras que aquellas grandes y gastadas permanecen añejándose en el refrigerador me hace pensar que ella, la tendera que es amable cuando se le pide cualquier producto que no sea Pony Malta, es una adicta que secretamente roba las botellas grandes y se las toma en la mitad de la noche. Cree que nadie se atrevería a beber tanta malta, por lo cual se mantiene confiada en el ejercicio de su oficio. Sin embargo, cuando yo aparezco con mi sed de elefante ella se desespera y saca sus excusas bizarras, que son eficaces simplemente por inverosímiles. No es posible que alguien desee su elixir de vida tanto como ella. No; tiene que haber una manera de espantar a la competencia. Cuando me ve retirarme con la cabeza gacha y los míseros 250 mL de Pony Malta, suspira aliviada y sigue observando con provocación enfermiza sus preciosas botellas de vidrio castaño, a la espera de que caiga un manto negro sobre el frío centro de la ciudad. Sólo entonces se reirá de los clientes entristecidos que no probarán la felicidad como ella y beberá con un rostro transfigurado, casi extático, el licor de oro que a ambas nos embruja.
[ Where the Wild Roses Grow — Nick Cave & Kylie Minogue ]
Como parte de un favor sin importancia, alguien me acompañó a la piñata de cumpleaños de una primita hace un tiempo. Contrario a lo que yo esperaba (aburrimiento y desesperación de su parte al hallarse irremediablemente en una fiesta infantil con recreacionistas y títeres), mi escolta se hizo el payaso, ayudó a repartir ponqué en platicos de Bob Esponja, cantó una variedad inconcebible de aires musicales colombianos y canciones de plancha con mis tías y me dejó pensando.
No sé, por un lado, por qué le dije que pasara a una reunión familiar (de todos los planes posibles, ¡una reunión familiar!) en vez de devolverlo muy amablemente por el mismo camino por el que habíamos llegado al casi oculto destino, y por el otro… Jamás imaginé qué clase de conexiones harían mis neuronas al oír a una persona de mi generación cantar muy a gusto las canciones que yo también cantaría de muy buena gana.
Ayer recordamos una canción del buen Sandro mientras buscábamos un helado bajo el sol de agujas del mediodía. Por primera vez en muchísimo tiempo sentí que el mundo giraba como debía, que el cambio era bueno. Sin embargo, ello no parece ser del todo aceptable para mi triste alma acostumbrada a lo lenta, silenciosa y deliciosamente fatal.
Todavía recibo su imperturbable mirada con incredulidad. Todavía no me es del todo comprensible cómo esa mano gigantesca decidió buscar la mía pequeñísima una tarde cualquiera. Todavía miro a mi alrededor y busco demasiado exhaustivamente el origen de la sutil sonrisa que automáticamente aparece si de repente (¿por qué? ¿¡por qué!?) pienso en él.
[ Reflecting Light — Sam Phillips ]
Me tapo la boca con la mano para no decir lo que quisiera. Las mejillas se me inflan y tengo que poner la otra mano encima para contener las palabras. Generalmente tengo algo atorado en la garganta que me hace supremamente silenciosa o víctima de la verborragia (a ver si se afloja solito). Esta vez todo fluye, pero no lo puedo dejar escapar.
Ya vendrá el momento.
[ The Reflex — Duran Duran (en la mente una y otra vez) ]
Creo que tengo problemas graves.
[ She — Elvis Costello ]
La ciudad existe.
A este lado hay hortensias y niños en uniforme, mausoleos en ruinas y poetas valientes que declaman versos malos para irse a Buenos Aires durante cuatro días.
A ese lado hay un cinema, una exposición de grabado chino, bolitas de tamarindo y un río verde que hace ruido como de olas cuando se cuela entre la tubería que lo guía.
El cielo es de ese azul que siempre parece filtrado, como si la atmósfera llevara gafas oscuras permanentemente.
La ciudad existe… y yo hasta ahora me vengo a dar cuenta.
Gracias por abrirme los ojos.
[ City Girl — Kevin Shields ]