Como parte de un favor sin importancia, alguien me acompañó a la piñata de cumpleaños de una primita hace un tiempo. Contrario a lo que yo esperaba (aburrimiento y desesperación de su parte al hallarse irremediablemente en una fiesta infantil con recreacionistas y títeres), mi escolta se hizo el payaso, ayudó a repartir ponqué en platicos de Bob Esponja, cantó una variedad inconcebible de aires musicales colombianos y canciones de plancha con mis tías y me dejó pensando.
No sé, por un lado, por qué le dije que pasara a una reunión familiar (de todos los planes posibles, ¡una reunión familiar!) en vez de devolverlo muy amablemente por el mismo camino por el que habíamos llegado al casi oculto destino, y por el otro… Jamás imaginé qué clase de conexiones harían mis neuronas al oír a una persona de mi generación cantar muy a gusto las canciones que yo también cantaría de muy buena gana.
Ayer recordamos una canción del buen Sandro mientras buscábamos un helado bajo el sol de agujas del mediodía. Por primera vez en muchísimo tiempo sentí que el mundo giraba como debía, que el cambio era bueno. Sin embargo, ello no parece ser del todo aceptable para mi triste alma acostumbrada a lo lenta, silenciosa y deliciosamente fatal.
Todavía recibo su imperturbable mirada con incredulidad. Todavía no me es del todo comprensible cómo esa mano gigantesca decidió buscar la mía pequeñísima una tarde cualquiera. Todavía miro a mi alrededor y busco demasiado exhaustivamente el origen de la sutil sonrisa que automáticamente aparece si de repente (¿por qué? ¿¡por qué!?) pienso en él.
[ Reflecting Light — Sam Phillips ]