One

Para Sada Abe no era ningún secreto eso que usted está pensando y no me quiere decir. Lo veo sentado a mi lado con el cuchillo en la mano y la sonrisa en la boca, ambos igualmente afilados, y sé perfectamente el porqué de lo que se avecina. Sé que usted, como ella, quiere tomarse hasta el último sorbo de mi ser, darle golpecitos como a un vaso de yogur y lamer la crema de los bordes con fruición. Dejar una cáscara vacía, si es que aún queda algo para los buitres.

Nunca había visto una mirada como la suya, explorándome de esa manera apenas me rendí ante las únicas palabras suyas que no recuerdo. Sus pupilas se habían convertido de repente en agujeros negros, tratando de devorar la última onda de luz reflejada sobre mi piel, cada protuberancia, cada pliegue, cada cavidad.
—¿Todo esto es mío? —exclamó con aparente inocencia.
Hubo un silencio breve mientras se dibujaba una leve, seductora sonrisa en su boca.
—Sí… —me oí decir.
Extraviada en la ternura que ingenuamente percibí en su voz lo dejé escribir su nombre en mi pecho con un pincel negro. Inmediatamente, para mi confusa sorpresa, se dispuso a reteñir aquellos burdos caracteres con las uñas. No entiendo por qué, arrobada por la emoción, le permití apoderarse de mí y marcar lo que ahora le pertenecía —ya lo había afirmado —. Lo dejé trazar con el pincel el contorno rosáceo e instantáneo de su mano sobre mi espalda, sobre mis mejillas. Lo dejé saborear el jugo ferroso de mis labios amoratados y lavarse las manos con mis lágrimas.
—No dejaré perder nada suyo. Usted es toda mía; pronto seremos uno —, decía suavemente mientras sus dientes distraían alguna incognoscible preocupación con mis uñas.

—Tenerlo todo no es suficiente —me informó usted finalmente —. No se puede pensar que se lo tiene todo si sólo se tiene lo bello. Quiero sus defectos también.
—¿Por qué?
—Porque nadie se da cuenta de lo que estos encierran. Todos los esconden, los descartan, los ignoran. Pero yo ya le dije, la amo y la amo toda. Usted es más bella cuando no hay que compartirla.
Así empezó una serie de pequeñas y dolorosas incisiones que, uno a uno, se han ido llevando todos mis lunares. Casi inconsciente lo observo e intento preguntarle por qué. Pero usted, masticando lentamente, ya me lo ha dicho.

Sada Abe aderezó con su propia salsa el sukiyaki que recibió en el hotel donde transcurrió aquella semana de desenfreno y se lo dio de comer a Ishida. Al final sería él quien terminaría devorado. No había sido suficiente tener su vida dentro de sí, su sangre bombeando desesperada como puñetazos hacia una puerta, explotando en un torrente de rabiosa espuma dentro de sí. Para hacerlo suyo, era necesario despojarlo de sí mismo, acabar con él.

Tiempo después apareció la policía en la habitación de aire denso, algo rancio. Había algo escrito con sangre sobre el torso del cadáver tendido en el piso. La opaca y fría piel era un pergamino hermoso cubierto de brillante tinta roja… y ella caminaba sonriente por las estrechas calles con un húmedo premio guardado en la mitad del pecho.

“Sada and Ishida, now one”, leyeron los guardias desconcertados mientras el calor ya desvanecido del miembro cortado afirmaba que entre ella y él ya no cabía ningún vacío.
¿Qué se va a llevar usted, ahora que ya no me queda nada?

Tarde o temprano mi corazón dejará de palpitar en su mano y perderá su color. Adóbelo a su gusto y consúmalo al desayuno; siéntalo deshacerse en sus entrañas, piense en cómo se distribuye por sus intestinos y arterias. Sepa de una vez por todas que soy suya, únicamente — y de la más furiosa manera —suya. Que no puedo ser más suya porque ahora soy usted.

Now one.

Esta pieza, segunda entrega de La tiranía del lector, llega a ustedes gracias al gentil aporte de Engel Atreyu, quien nos sugiere desde la Ciudad de las Luces: “¿Por qué somos tristes cuando lo tenemos todo? ¿Por qué es usted asi? ¿Qué nos hace tan diferentes a todos?… En resumen, hable de la belleza de los malos sentimientos y defectos”. Admito que reduje el tema a la primera y última instrucciones, pero también admito —con orgullo —que este escrito estuvo a punto de llevarme a una grata obsesión. Estoy feliz de haberlo hecho, feliz de haberlo terminado.

[ El hombre divertido — Wilfrido Vargas ]

De nombres y longanizas

El muerto se llamaba Oscar. Era demasiado gordo y malacaroso como para que lo llamaran Oscarín u Osquítar. Era Oscar. Ló único fuera de la casa que me lo recordaba eran los premios que se llamaban igual que él, pero él era demasiado gordo comparado con el muñequito dorado que recibían tan felices los ganadores, esos actores de ojos azules y piel como de oro también. Pude haberlo llamado “gordo”, pero el apodo a él lo ofendía pero mucho, y todavía recuerdo el dolor del golpe que me dio en el cachete con una longaniza bien larga que él no se había acabado la primera y última vez que intenté convencerlo con indirectazos de que se arreglara un poquito más, así fuera por los clientes. Esa vez lo había llamado Chivito.

No es divertido ver la misma cara como de perrito dormido todos los días, y peor aún, tener que llamarla por el mismo insípido par de sílabas cada vez que se la necesita. Es cierto que pude haberlo llamado por su nombre y apellido, pero de sólo pensar en “Tibaitatá” se me cansaba la lengua haciendo callada los ruidos de tanta t. Su segundo apellido tampoco era de gran ayuda.

Así que le seguí sirviendo su buena longanicita con su buena morcillita y un par de papitas criollas —de ésas que de lo calientes se deshacen ellas y se le deshace a uno la boca —sagradamente todos los días a las doce y media del día con el televisor blanco y negro encendido en las noticias o, cuando éste fallaba, el radio en la emisora de los boleros. Finalmente le dio el tan esperado ataque cardíaco —quién lo manda a no pedir verdura y dejarme el cuchuco de espinazo para que se lo comiera el perrito de la vecina. Esas venas parecían chunchullos, según me cuentan. A mí eso ya no me importa.

Vendí el taller y le regalé el televisor a la vecina que tiene una hija que gusta mucho de los premios y la farándula y esas cosas. ¿Que por qué? Es que me cansé mucho de esas misas que me tocaba organizar en nombre del Oscar, y todas las vecinas se me acercaban a darme el pésame y en las paredes del parque y del salón comunal había una cantidad de letreros recordándome que yo también tenía que ir a las misas y a las ventas de empanadas para recaudar fondos para el despacho parroquial. Yo ya no quería más de eso. Que el Oscar por aquí que tan bueno que era que el Oscar por allá. Demasiado tuve yo que aguantarme durante tantos años. Demasiado me pringué las manos —que bien bonitas sí eran cuando yo estaba jovencita —haciéndole sus benditas longanizas del almuerzo. Y que la gente me recuerde por él y no por mí misma, no, eso no se justifica.

Entonces me vine a este barrio y me compré este apartamentico con lo que me salió del taller y del aparatejo ese. Aquí ya nadie me conoce. Aquí nadie sabe del Oscar y como yo no tengo parientes en esta ciudad, pues no tuve que cambiarme el nombre a “vda. de” ni nada. Yo no soy viuda de nadie. Mis manos están quemadas fue por un accidente que tuve de niña, no me pregunte más.

¿Que si estoy feliz? Claro, desde que conocí al Percherón, a mi Panchito querido. Él sí da para no aburrirse nunca de llamarlo. Como es bien grandote y bien fuerte lo llaman en el minimercado El Percherón, aunque los compañeros del equipo de micro lo llaman El Murallas. Parece que cuando era niño lo llamaban Paco. Bien simpático debía ser, no he visto fotos. Yo no le digo Paco porque con ese bigotón tiene cara es de Panchito, o Panchito Corazón, según el caso, pero las viejitas que pasan camino a la iglesia los domingos le dicen “¡Adiós, Paquito!” con un cariño…

Gracias al corresponsal Himura por la primera sugerencia para la serie La tiranía del lector. Su tema: ¿Por qué decide una viuda dejar de serlo y cambiar a su amado por una persona que tiene más apodos que futbolista?” Hacía rato no me divertía tanto escribiendo.

[ Many Miles Away — The Police ]

Viva la tiranía

De manera experimental me gustaría someterme a la tiranía del lector. Por eso me comprometo a escribir sobre los cinco primeros temas que propongais como comentarios a este mensaje. Cualquier tema, por absurdo que sea (y contra más absurdo, mejor)
No quiero dejar pistas.
Veremos que sucede. (Portnoy)

—Yo también quiero hacer lo de la tiranía del lector.
—Deberías.
—No; saldrían cosas malísimas.
—Hazlo.
Y bien, yo también quiero jugar aunque me tomó todo el día de ayer llegar a la decisión de no dejar el plan en el aire, como sucede con casi todos mis planes. No garantizo grandes resultados fuera de la diversión o angustia que pueda yo experimentar al escribir sobre un tema específico y totalmente alocado. Los cinco primeros temas (tal vez incluya más dependiendo del interés que estos susciten en mi blanquecina mente) que dejen en mis comments serán desarrollados quién sabe de qué manera en los siguientes posts de este blog.

No esperen nada de mí. Pero nada es nada. Bueno, esperen que yo cumpla la promesa con sus comments, así que adelante y golpéenme bien duro en el considere.

[ Creep — Stone Temple Pilots ]

Acompañando la conversación con este sabroso tema

Conseguí el plugin de Winamp para MSN Messenger 7.0 (gracias, Alfa; no aguanté las ganas y me metí a mess.be). Ahora todos los que me tienen en lista pueden darse cuenta de varias cositas, entre ellas:

  • La absurda cantidad de ejemplares de punk, oi, death metal, balada vallenata, reggaetón y Mauricio & Palo de Agua (en esta casa se le da gusto a todo el mundo) por los que tengo que pasar para llegar a alguna canción que se halle de acuerdo con mi estado de ánimo.
  • Cómo un solo título puede quedarse en mi nick durante mucho, mucho tiempo.
  • La recurrencia de clásicos de la balada romántica iberoamericana en mi sesión de Messenger.
  • Cómo algunos ejemplares deleznables de los géneros anteriormente mencionados no parecen pasar tan rápido como deberían. (Los ejemplos sobran: compruébelo usted mismo, amigo interlocutor.)
  • Cómo algunos clásicos que sí merecen ser escuchados pasan raudos simplemente porque no concuerdan con mi estado de ánimo.

¿Le gusta lo que oigo? ¿Le gusta lo que no oigo pero se hace evidente en mi computador? Avíseme y con gusto se le hace llegar. Hacemos envíos a todos los rincones del planeta. ¿Opina que hay alguna joya musical que yo deba poseer? Avíseme y se le hace campito en mi hermoso y ya no tan nuevecito disco duro destinado exclusivamente para esos menesteres. Y una cosa más: Windows Media Player apesta.

[ Monkberry Moon Delight — Paul McCartney ]

Me gusta mucho Molière, pero manipular fotos rústicamente para perder tiempo me gusta mucho más.

[ Island in the Sun — Weezer ]

Qué literata tan literata

  • Ayer en consejería me dijeron que al parecer estoy viendo más materias de mi opción que de mi carrera. Cuando le conté a mi mamá, me preguntó si no le respondí a la coordinadora “es que me gusta más la opción que la carrera”. No habría sido muy descabellado decirlo.
  • Molière me hizo reír. En francés. Todavía no puedo creerlo.
    • Y cuando leí la segunda comedia en español (por el afán), ya no me dio risa.
  • El monitor de Historia de la Comedia me detuvo camino al pupitre y me preguntó muy serio, “Tú no eres de Literatura, ¿verdad?”
    • No es la primera vez que algo así pasa. Hace unas semanas estaba hablando con El Payé y otro literato, y el otro me dijo de repente, “y a todas estas, ¿tú qué estudias?”
  • Se rumora que Monique y yo hemos sido forzadas a estudiar Literatura.
    • Bueno, no somos Monique y yo sino “dos amigas de Margarita”. El día que alguien en el departamento nos reconozca como algo más que sombras será… nunca.
    • ¿Y de cuándo a acá la Literatura es una de aquellas carreras rentables y prestigiosas que un padre desalmado recomendaría a sus hijos por el bien de su futuro?
  • Le leí un par de poemas en inglés a Himura (Dickinson, Frost) y casi me pongo a llorar. ¿Por qué no me quedé en mi remedo de universidad del Midwest haciendo algo que me gustaba y en lo que me iba bastante bien?
    • Kotae: porque yo creí que me iba a ir mejor aquí.
    • Kotae 2: la soledad de los barquitos sobre el Mississippi me tenía muy mal.
    • Kotae 3: mi mamá dijo que yo me quedé allá un semestre más sólo por Minori.
    • Kotae 4: esa beca tenía poca cara de beca.
    • Consuelo: aquí leo mucho más que allá.
    • Consuelo 2: estoy aprendiendo japonés (como alumna oficial, no colada en una clase para niños).
    • Consuelo 3: ya no estoy condenada al sobrepeso eterno.
    • Consuelo 4: Himura. [Espacio reservado para cursilerías.]
    • Pero: sucede que el español no me gusta. Ni siquiera lo pronuncio bien — me han dicho muchas veces que tengo una especie de acento.

[ Lambada — Kaoma ]

Tooi mado kara seken wo miemasu…

A mi tío no lo quería nadie en la familia. No tenían ni un ápice de fe en que algún día pudiera llegar a ser algo, así que se empeñaron en que no fuera nada. Le hicieron la vida imposible metiéndole en la cabeza que no servía para absolutamente nada y que era un estorbo en la casa paterna. Así, cuando mi tío terminó el servicio militar, se recluyó en la finca de mi abuelo, por allá por las selvas del Magdalena Medio.

Cuando alcancé la edad suficiente para ir a la finca descubrí que en su vida de ermitaño se había llenado de revistas de esas que traen montones de datos curiosos, libros y fósiles. Subiendo por la quebrada que abastece de agua la casa se encuentran amonitas de todos los tamaños; algunas con la carne petrificada, otras con capas como hamburguesas grises, una tan grande como lo era mi antebrazo a los nueve años. Aún conservo un pesado ejemplar que él me consiguió en una de sus expediciones a la quebrada.

Hace un par de semanas, después de no pestañear durante dos horas (estaba viendo Jesus Christ Superstar en cine) fui al Hospital Militar a visitar a mi abuelo, quien se hallaba convaleciente por una neumonía. Supe en el camino que mi tío había regresado a la ciudad, quién sabe por cuánto tiempo, y que se encontraba en el hospital esa tarde. Confieso que me dio un poco de miedo volver a verlo —¿Habría cambiado? ¿Me reconocería? ¿Me trataría bien? —, pero la charla de reencuentro transcurrió tranquilamente. Estaba sorprendido por la aparición del Transmilenio, se perdía por las calles, tenía frío. No obstante, la verdadera sorpresa me la llevaría ayer cuando, después de la celebración del cumpleaños de mi abuela, llevaríamos a mi tío a mi casa a pasar un rato. Himura llegó poco tiempo después. Íbamos a salir un rato, pero al fin nos quedamos en la sala. La conversación que sostuvimos durante varias horas revelaba a un hombre que parecía no haberse desprendido nunca del mundo ampliamente intercomunicado. No existía comentario alguno que mi tío no supiera complementar/refutar acertadamente. No había tema que él no supiera manejar, o dentro del cual su conocimiento se redujera a lo que habría aprendido dieciséis años atrás. Himura quedó sorprendido, y yo no lo estaba menos. ¿Cómo alguien con un acceso tan limitado al conocimiento sabía más que muchas de las personas que uno encuentra todos los días caminando entre periódicos, revistas, televisores y computadores?

Mañana volverá al aislamiento de la casita puertoboyacense. Le pregunté cuándo volvería a la ciudad, dijo que no sabía: “es que Bogotá no me llama la atención”. Jamás comprenderé por qué nadie en esa casa quiso conocerlo de verdad, por qué mi tía habla de lo caro que llegará el recibo del agua por los escasos diez días que pasó en el lugar que le debería pertenecer. Me pregunto si algún día yo, irremediablemente sentada frente a lo que debería ser la eterna fuente de la información, conoceré una fracción del mundo que él ha logrado vislumbrar entre las bandadas de pericos que vuelan al atardecer y la ceiba gigantesca en cuya copa anidó alguna vez un águila.

Ciertamente lo único que puedo afirmar en este momento, con los puños crispados de rabia e impotencia, es que lo extrañaré muchísimo. Lo admiro de verdad.

[ Sinner Man — Nina Simone ]

"El que en Bogotá no ha ido con su novia a Monserrate…"

Hoy decidí no ir a clase de Historia de la Comedia y más bien dedicarme a hablar un ratito con mi hermanita, cuyo estómago resentido no la dejó ir al colegio. En el transcurso de la conversación le mostré las fotos del famoso ascenso de The Open List a Monserrate. Después me dediqué a detallarlas, ya que cuando el hecho era novedad yo estaba furiosa por razones ajenas al evento y a TOL y no quise poner mucha atención a nada que tuviera que ver con el centro de Bogotá.

Es extraño darse cuenta de cómo uno observa las mismas fotos de las mismas personas con otros ojos. Uno observa y se sorprende a sí mismo buscando ese personaje que no solía representar sino un rostro más, una sombra que tal vez no aparecería aquella tarde entre los bloquecitos de concreto, la vaga descripción sacada de una larga lista tal vez ya anticuada y que ahora se había llenado de minúsculos detalles, texturas, lunares, cicatrices. Uno más, camuflado entre la multitud, detrás de los protagonistas de cada escena, pero eclipsándolos a todos a través de un par de pupilas que espían su pasado atentamente.

Ahora me pregunto cómo habría sido todo si yo hubiera estado ahí. Sé que todos modos no habría ido —a no ser que, tal vez, la causa de mi rabia no se hubiera presentado. Hace poco supe que él había hecho algo por frenar las lágrimas de desesperación que me llevaron a dormir a las 5.30pm un viernes. No puedo estar más agradecida y sonrío al pensar en ello, aún si todavía quiero golpearme contra las paredes de sólo pensar que esa oportunidad no se volverá a presentar jamás. Especialmente con el desvío que tomé y del que no me arrepiento.

Sólo recuerdo que la noche anterior hablamos hasta altas horas de la noche. Ése sería un preludio de las larguísimas conversaciones que tendríamos pronto, y que desembocarían de un modo aún no esclarecido del todo en la maldita cursilería que me atormenta en este mismísimo instante, la misma que se convierte en burradas como este torrente de palabras pegajosas y hostigantes como el dulce de uchuva. Pero hmmm, qué rico es el dulce de uchuva, especialmente con Rice Krispies y leche.

[ One Trick Pony — Nelly Furtado ]

… hasta que acabe con la paciencia de su mirada imperturbable.

[ The Blower’s Daughter — Damien Rice ]

La imposible Pony Malta

En vista de las ganas inmensas que tengo de quedarme oyendo música en el computador de atrás de la casa —con el cual no puedo usar MSN normal —, hoy hablaré sobre la señora de la tienda cerca de mi universidad que se niega a venderme una Pony Malta grande. Siempre que tengo sed y tengo la grandiosa idea de atiborrarme de la famosa bebida de campeones, la señora asesina mi sueño y mi buen genio. Ya ha sucedido dos veces.

Primer intento:
Olavia Kite: Buenas, ¿me da una Pony Malta grande?
Señora: Pero tiene que tomársela aquí adentro.
OK: ¿No me la puede servir en un vaso?
S: Me tendría que comprar el vaso.
(Estupefacta y confundida, Olavia se decide por una Pony Malta pequeña y se va, decidida a no volver jamás.)

Segundo intento (porque todos merecen una segunda oportunidad):
Olavia Kite: Buenas, ¿cuánto vale la Pony Malta grande?
Señora: $800.
OK: ¿$800?
S: Sí, pero la pequeña. La grande no se la vendo porque estoy en hora de almuerzo.
(Aquí transcurren dos segundos en los que Olavia se pregunta qué rayos tiene que ver la hora del almuerzo en una tienda visiblemente exenta de clientes con una venta que, aunque humilde, representa cierta ganancia. Mientras tanto le señala a Himura una almojábana marca Topotoropo.)

Empiezo a creer que la señora no saca esas excusas en balde. Ver que la fila de botellas pequeñas del dorado líquido disminuye paulatinamente mientras que aquellas grandes y gastadas permanecen añejándose en el refrigerador me hace pensar que ella, la tendera que es amable cuando se le pide cualquier producto que no sea Pony Malta, es una adicta que secretamente roba las botellas grandes y se las toma en la mitad de la noche. Cree que nadie se atrevería a beber tanta malta, por lo cual se mantiene confiada en el ejercicio de su oficio. Sin embargo, cuando yo aparezco con mi sed de elefante ella se desespera y saca sus excusas bizarras, que son eficaces simplemente por inverosímiles. No es posible que alguien desee su elixir de vida tanto como ella. No; tiene que haber una manera de espantar a la competencia. Cuando me ve retirarme con la cabeza gacha y los míseros 250 mL de Pony Malta, suspira aliviada y sigue observando con provocación enfermiza sus preciosas botellas de vidrio castaño, a la espera de que caiga un manto negro sobre el frío centro de la ciudad. Sólo entonces se reirá de los clientes entristecidos que no probarán la felicidad como ella y beberá con un rostro transfigurado, casi extático, el licor de oro que a ambas nos embruja.

[ Where the Wild Roses Grow — Nick Cave & Kylie Minogue ]