Nunca había visto una mirada como la suya, explorándome de esa manera apenas me rendí ante las únicas palabras suyas que no recuerdo. Sus pupilas se habían convertido de repente en agujeros negros, tratando de devorar la última onda de luz reflejada sobre mi piel, cada protuberancia, cada pliegue, cada cavidad.
—¿Todo esto es mío? —exclamó con aparente inocencia.
Hubo un silencio breve mientras se dibujaba una leve, seductora sonrisa en su boca.
—Sí… —me oí decir.
Extraviada en la ternura que ingenuamente percibí en su voz lo dejé escribir su nombre en mi pecho con un pincel negro. Inmediatamente, para mi confusa sorpresa, se dispuso a reteñir aquellos burdos caracteres con las uñas. No entiendo por qué, arrobada por la emoción, le permití apoderarse de mí y marcar lo que ahora le pertenecía —ya lo había afirmado —. Lo dejé trazar con el pincel el contorno rosáceo e instantáneo de su mano sobre mi espalda, sobre mis mejillas. Lo dejé saborear el jugo ferroso de mis labios amoratados y lavarse las manos con mis lágrimas.
—No dejaré perder nada suyo. Usted es toda mía; pronto seremos uno —, decía suavemente mientras sus dientes distraían alguna incognoscible preocupación con mis uñas.
—Tenerlo todo no es suficiente —me informó usted finalmente —. No se puede pensar que se lo tiene todo si sólo se tiene lo bello. Quiero sus defectos también.
—¿Por qué?
—Porque nadie se da cuenta de lo que estos encierran. Todos los esconden, los descartan, los ignoran. Pero yo ya le dije, la amo y la amo toda. Usted es más bella cuando no hay que compartirla.
Así empezó una serie de pequeñas y dolorosas incisiones que, uno a uno, se han ido llevando todos mis lunares. Casi inconsciente lo observo e intento preguntarle por qué. Pero usted, masticando lentamente, ya me lo ha dicho.
Sada Abe aderezó con su propia salsa el sukiyaki que recibió en el hotel donde transcurrió aquella semana de desenfreno y se lo dio de comer a Ishida. Al final sería él quien terminaría devorado. No había sido suficiente tener su vida dentro de sí, su sangre bombeando desesperada como puñetazos hacia una puerta, explotando en un torrente de rabiosa espuma dentro de sí. Para hacerlo suyo, era necesario despojarlo de sí mismo, acabar con él.
Tiempo después apareció la policía en la habitación de aire denso, algo rancio. Había algo escrito con sangre sobre el torso del cadáver tendido en el piso. La opaca y fría piel era un pergamino hermoso cubierto de brillante tinta roja… y ella caminaba sonriente por las estrechas calles con un húmedo premio guardado en la mitad del pecho.
Tarde o temprano mi corazón dejará de palpitar en su mano y perderá su color. Adóbelo a su gusto y consúmalo al desayuno; siéntalo deshacerse en sus entrañas, piense en cómo se distribuye por sus intestinos y arterias. Sepa de una vez por todas que soy suya, únicamente — y de la más furiosa manera —suya. Que no puedo ser más suya porque ahora soy usted.
Now one.
Esta pieza, segunda entrega de La tiranía del lector, llega a ustedes gracias al gentil aporte de Engel Atreyu, quien nos sugiere desde la Ciudad de las Luces: “¿Por qué somos tristes cuando lo tenemos todo? ¿Por qué es usted asi? ¿Qué nos hace tan diferentes a todos?… En resumen, hable de la belleza de los malos sentimientos y defectos”. Admito que reduje el tema a la primera y última instrucciones, pero también admito —con orgullo —que este escrito estuvo a punto de llevarme a una grata obsesión. Estoy feliz de haberlo hecho, feliz de haberlo terminado.
[ El hombre divertido — Wilfrido Vargas ]