Love Is (Not) a Battlefield

La escena transcurre más o menos de la misma forma siempre: se reúnen las mujeres alrededor de una bebida (cualquiera sirve, ya sea la cerveza o el té) como en un consejo sagrado y en un rito de cantos expulsan a los demonios que las acechan: los hombres. El mantra a repetir mientras se alcanza la catarsis: “los hombres son unos cretinos” (“cerdos” e “idiotas” también sirve). El fuego de los ánimos se atiza entretanto con anécdotas que confirman su condición de moradores del otro lado de la trinchera.

Desde hace relativamente poco y sin querer me he encontrado conformando un punto de esta circunferencia humana, callada, escuchando mientras doy sorbos pausados a lo que sea que haya en el vaso de turno. La detalles del último desaire se han perdido en el humo de los meses que pasan mientras las mujeres barren las cenizas con escobas mojadas, dibujando surcos negros reteñidos con declaraciones de resentimiento que cada vez cobijan a más hombres hasta englobar a todo aquel que se identifique con los tornillos y no con las tuercas.

Formando una cuerda desde mis ojos hasta su rostro está sentada la mujer que siempre había sido acechada por los hombres hasta el día que pudo contar once meses sin recibir siquiera una mirada. Amenazada en su trono de abeja reina, decide señalar a las que por el momento tienen mejor suerte que ella y las intenta destruir con los únicos insultos que considera efectivos contra una mujer: aquellos que tienen que ver con su físico. Salen a relucir amoríos poco agraciados olvidados hace tiempo y opiniones que nadie pidió acerca de marcados rasgos masculinos en un rostro femenino. Como si fuera poco, la reina sale a pontificar, pocillo de chocolate en mano, sobre los cinco, diez o veinte criterios que toda mujer debería tener en cuenta al elegir a su acompañante masculino. Que lo debe aprobar la familia, que lo deben aprobar las amigas, que debe ser emprendedor y otra sarta de virtudes que ni ella debió evaluar la última vez que le pasó alguien por la hipófisis. Yo sólo me hago la que atiende—no sé siquiera si estoy asintiendo en señal de entender su valiosísimo consejo mientras hago sopitas con la tostada.

De otro sector del anillo emerge la que hace de todos los hombres un mismo hombre, aquella que se solidariza con las tragedias de sus hermanas y de todas concluye que la culpa es del miserable que se largó. No cabe en su mente la posibilidad de una historia un poco más complicada que la de un tipo lleno de maldad que seduce, toma, usa y desecha a su indefensa pareja, tan dechada de virtudes compatibles con cualquier galán. Ella le entregó su amor incondicional y el imbécil ¡así le paga! Así son todos y por eso los odiamos. Puede que jamás se esclarezcan las verdaderas causas de un rompimiento, pero el dedo acusador siempre señalará al hombre que pierde su rostro individual para convertirse en una acumulación de decepciones propias y ajenas. A veces la coraza de esta mujer se resquebraja un poco para revelar un mundo de inseguridades en el que los defectos que ella dice achacarle al Hombre Universal en realidad son palabras que disfrazan otros defectos, propios y absolutamente insoportables. Lo peor de todo es que ni siquiera se trata de verdaderas carencias sino de mensajes que ella les ha creído a pies juntillas a la televisión y las revistas.

No entiendo de dónde viene este miedo a la soltería, palabra que a sus oídos parece sinónima de soledad. Soledad última y definitiva, una celda amarga llena de gatos y sombrillas de varillas caídas. No hay un límite de edad para hacerse a una pareja, ¿o sí? De todas maneras no habrá posibilidad de encontrarla si se pretende elegirla con desespero de entre una manada de seres idénticos y repugnantes. Yo abogaría más bien por confiar en las coincidencias afortunadas, en una persona que en este momento anda en el lugar más insospechado—al otro lado de la pared, tal vez, asistiendo a una charla que por azar se eligió omitir—. No es un hombre en el sentido de esos que salieron en el último lote de cretinos de los que tanto hablan. Es él, simplemente él. O ella. Una persona tan compleja e impredecible como ellas mismas.

[ Pigeon — Jump, Little Children ]

(Sittin’ on) The Dock of the Bay

Habría una manzana en la mesa, de no ser porque no poseo mesa y las manzanas me parecen frutas aburridas. Cuando vemos películas nos extrañamos de ver a la gente caminar grandes distancias dentro de su apartamento para alcanzar la puerta. Dan un paso y otro y otro y otro y nada que terminan de atravesar el pasillo, qué envidia.

El clima mejora y a medida que se hace más húmedo nos damos cuenta de cómo nos convertimos en blanco de silencios incómodos y miradas sospechosas. No me dignaré buscar una explicación detallada a este fenómeno: todo se remonta al día que me enfrenté a esa persona y no cedí a sus caprichos. Ahora da lo mismo uno más, uno menos. Ya me volví antipática y todo. No sé si comprendan esto, pero dentro de mi coraza me siento mucho más libre que tras la máscara sonriente que requiere aquel círculo social. Aprecio el silencio de esta nueva vida: las pocas palabras que a través de él se filtran tienen mucho más peso que el ruido de las risas vacías.

(Señorita: si usted saluda a todos los presentes menos a mí y me ignora deliberadamente durante toda la conversación no haga un show porque no le estoy sonriendo al vacío.)

Tengo gafas nuevas y queratitis. Todavía no recuerdo bien cómo me veo, tengo que mirarme al espejo para saber qué tipo de decisión tomé esa tarde en la óptica frente a mi reflejo borroso.

Son las cuatro de la mañana y ya está amaneciendo. No sé cómo pretendo volver a dormir si en menos de una hora el sol estará acosando mi cara. Y este azul intenso de las ventanas me dice que va a brillar bien fuerte…

[ Change Is Gonna Come — Otis Redding ]

עוד יום

¿Cómo hablar de un artista cuyo nombre me resulta imposible de leer? ¿Cómo hablar de una canción cuyo título es a mis ojos un dibujo grabado de derecha a izquierda? No me atrevería a reproducir con mi garganta y labios uno solo de los sonidos que este artista misterioso grabó: no sé pronunciar su letra, no sé qué traduce y estoy completamente segura de que el sólo intento de tararear la melodía sería despojarla de su encanto mediante una imitación burda y rudimentaria.

Hace mucho no me estremecía tanto con una canción como cuando hice clic distraídamente en un letrero en hebreo que aparecía en el Muxtape de un amigo y me encontré con un piano y una voz que me hicieron resquebrajar por dentro. No fue necesario entender lo que decía para comprender algo que trascendía todas las palabras, algo que me desgarraba y al mismo tiempo era el bálsamo para esa herida abierta en mi alma. Todo estaba en la música.

Deseo dar un poco más de información sobre el autor y el tema mismo, pero buscar en Wikipedia la lectura romana de aquel nombre hebreo (יונתן רזאל) ha resultado infructuoso—lo único que consigo es ver una página como a través del espejo por el cual las letras se convierten en ángulos y apóstrofes. Copio y pego su nombre una y otra vez en Google, a ver qué sale. Comparo la imagen que arroja la búsqueda con la que muestra last.fm: creo haber identificado al cantante. Sin embargo, la canción es lo más difícil. Busco la discografía de este cantante y justo esa canción no sale en su álbum de 2007, que es el que se puede bajar (pagando una módica suma, por supuesto). Google no ofrece servicio de traducción del hebreo, y al parecer no existe un traductor automático para este idioma.

De pronto encuentro un documento de Google: “500 palabras en hebreo”. Sin saber por dónde empezar, adónde ir ni por qué rayos sigo en esta búsqueda, me pongo a hojear el documento, comparando caracteres en la lista y su pronunciación con la frase que más se repite en la canción. ¡Oh, sorpresa! עוד (“‘ôd”): “still, once more, again.” יום (“yôm”): “day.”

El artista se llama—para los que no podemos leer hebreo—Yonatan Razel. La canción, Ôd Yôm (“otro día”, según mi pobrísima traducción; agradecería una mano amiga que sepa hebreo para aclararla). Saberlo es toda una revelación para mí; sin embargo, ésta no tiene nada que ver con lo que siento al escucharlo. Es claro que todo está en la música.

Anne Koedt, apuntes sueltos

“The Myth of the Vaginal Orgasm” (1970) es un artículo de Anne Koedt que describe cómo la sexualidad femenina ha sido erróneamente definida en términos del placer masculino. Hace parte del material de lectura de una de mis clases y estuvimos discutiéndolo esta semana.

Primer momento
(En el que se comprende por qué no existen los estudios de género en Japón.)
Profesora: Cuando vayan a deshacerse de estas copias, no las boten en cualquier parte. Táchenlas. No sea que alguien las encuentre y piense ‘en qué clase les ponen a leer estas cosas’…

A grandes rasgos el artículo plantea lo siguiente: Según Freud (misógino por excelencia), el orgasmo clitoriano era cosa exclusiva de la adolescencia y debía desaparecer tras la iniciación de la vida sexual al ser transferido a la vagina, donde supuestamente se sentían orgasmos “más maduros” por medio de la penetración. El resultado de la creencia en esta teoría fue un elevadísimo número de casos de frigidez, problema para el que él recomendaba tratamiento psiquiátrico, ya que obedecía a una falta de ajuste mental de la paciente a su rol ‘natural’ como la mujer. La causa de esta renunciación a la femineidad: envidia del hombre. (Ahora, de cómo rayos llegó Freud a esta conclusión traída de los cabellos, no tengo la más remota idea.)

No obstante, la evidencia médica apunta hacia el clítoris como el órgano responsable del orgasmo femenino, ya que el interior de la vagina es tan sensible como cualquier otro órgano interno, es decir, casi nada. Pero entonces, si es así, ¿por qué tanto empeño por ocultar los verdaderos fundamentos de la sexualidad femenina? Bueno, entre otras razones porque en términos de placer haría del pene no una necesidad biológica sino una opción, amenazando así la institución heterosexual y abriendo un abanico de posibilidades para las relaciones humanas, hasta entonces estrictamente definidas como hombre-mujer.

Segundo momento
(En el que se comprende por qué el feminismo no parece ir para ningún Pereira.)
Yo: … Entonces la profesora nos contaba que en Japón muy pocas mujeres saben que el orgasmo vaginal [como lo define Freud] no existe, que sólo ocurre por el clítoris. ¿Tú sabías?
Compañera no-japonesa: Por supuesto que sabía, si he leído mucho la Cosmopolitan.

La Cosmopolitan sería un ejemplo perfecto de los alcances del mito: los consejos sexuales que provee están encaminados única y exclusivamente a complacer a una contraparte masculina y se encuentran centrados en la penetración, negando así además toda visibilidad a las relaciones homosexuales. Una revista de tanto alcance entre la población femenina ha contribuido en gran parte a perpetuar el heterosexismo y los estereotipos sobre roles de género. En una era donde el conocimiento debería ser mucho más accesible las mujeres aún carecemos de información adecuada sobre nuestro propio cuerpo. Mientras esto suceda, cualquiera puede llenarnos la cabeza de dudas y culpas que nos perjudican y mantienen oprimidas ante una sociedad a todas luces machista.

Me pregunto si el famoso punto G tiene algo que ver con este mito, si es un intento de reclamar la penetración como centro del placer sexual femenino en vista de la inminente apropiación del clítoris.

[ I’m Going Slightly Mad — Queen ]

Anarchy in the Ukulele

El ukulele, ese cómico aparatejo musical. ¿Cómo pensar en un instrumento de cuerda más pequeño que un charango y no inflar las mejillas en un sofocado intento de risa? ¿Cómo no reír si las únicas imágenes que evoca son las de un hombre hawaiiano de cliché recostado contra una palmera y Tiny Tim con su terrorífica cara blanca y vocecita de dibujo animado antiguo?

Claro, yo pensaba exactamente de esa manera… hasta que un buen día me encontré con la Ukulele Orchestra of Great Britain. No fue sino oírlos tocar el tema de The Good, the Bad and the Ugly para captar mi atención por completo. “¿Habré sido injusta con el ukulele?”, me preguntaba insistentemente aquella noche tras verlos rendir una versión de ‘Life on Mars?’ en la que se sobreponían muchas canciones sobre la melodía de Bowie.

Me quedé dormida con las manos extendidas hacia el teclado y en mis sueños una pareja de músicos ventilaba sus rencillas ante la audiencia. Uno era altísimo y se dirigía a una mujer llamada Hester, quien parada sobre una silla rasgueaba ukuleles que pasaban bajo sus manos en brazos de otros varios músicos, entre ellos una mujer robusta que caminaba por el escenario con uno verde y uno rojo, diminutos. “You don’t bring me flowers…”, se quejaban indignados mientras las cuerdas volaban de un lado a otro y la valquiria esperaba su turno de acercarse.

Desperté sacudida por los espasmos de mis propias carcajadas.

Butterfly, Flutterby

Butterfly Boucher era un nombre que reposaba entre mis archivos como un misterio sin resolver. ¿De dónde vendría aquella banda cuya vocalista hablaba de corazones que se derriten cuando se dejan solos? No llegué a saberlo sino hasta que se me ocurrió buscar más música del grupo—que resultó no ser ningún grupo, ni siquiera un seudónimo.

Butterfly Boucher recibió su nombre por sugerencia de una amiga de la familia y aprendió a leer con los letreros en la vía mientras recorría Australia en una camioneta con sus padres y seis hermanas, cada una con un nombre más peculiar que el anterior. De aquella singular infancia hasta 2007 ocurre un salto. Butterfly vive en Estados Unidos y su primer disco, Flutterby, está cargado de una energía que evoca largos recorridos, el pasar de la eterna cinta de asfalto. Hay algo que se parece moverse constantemente en sus canciones.

No debería tomarme por sorpresa el saber que Butterfly toca prácticamente todos los instrumentos en su disco y que las versiones finales de los temas que allí se encuentran son los mismos demos que ella llevó a la disquera. Al fin y al cabo ella se ha dedicado a grabar música por su cuenta desde los diez años. No obstante, persiste en mí una sensación de anonadamiento y verdadera admiración al pensar que alguna vez estuve convencida de que Butterfly Boucher—la dueña absoluta de la voz, del ritmo, de la energía—era toda una banda.

Estamos mal, muy mal

¿En qué clase de hoyo oscuro y fétido de ignorancia estamos sumidos los colombianos como para que todo el cuerpo estudiantil de un colegio se una en una manifestación de rechazo hacia dos de sus compañeras por ser lesbianas? ¿En qué valores puede basarse una moral que aplaude la intolerancia rampante y la disfraza de dignidad? ¿En qué debería afectarles a estas mil quinientas niñas la vida privada de dos más?

Hechos como estos son los que mantienen a Colombia en un profundo caos irredento. Hoy en día hasta el amor es excusa para el odio.

(La noticia aquí.)

[ Tire Swing — Kimya Dawson ]

Qué cosas

La primera vez que fui finalista del Concurso de Ortografía El Tiempo me regalaron unos patines en línea (por pasar a la final) y unos vídeos de la National Geographic (por perder). En uno de ellos los cocodrilos enfrentaban una sequía durísima y al final todos se morían. La segunda vez, me dieron una grabadora (por pasar a la final) y un tarro (por perder). Bueno, según ellos era una cápsula del tiempo en la que uno debía guardar evidencia de cómo era la vida de uno en ese entonces y mantenerla sellada hasta el año dos mil algo, pero en realidad no difería de una lata de galletas salvo en las dimensiones. En el tarro guardé unas ciruelas rellenas de arequipe que me regaló María del Carmen en el colegio y años después, en el dos mil algo, las encontré y me las comí. No estaban descompuestas; al contrario, estaban buenísimas.

Este año al ganador y las finalistas les dieron blogs en eltiempo.com. Pero como el ganador usó su premio para decir que el pabellón de Japón en la Feria del Libro está malísimo, el post desapareció por arte de magia.

[ While We’re in Love — Ivy ]

Baloncesto vs. Basketball

No sé cuánto tiempo llevo sin hablar sin Himura. Pueden ser dos días como puede ser una semana. Desde que se le dañó el computador todo se ha invadido de un intenso silencio. No obstante, no me alarmo. Ya se está acabando abril; luego viene Gianrico de visita y para cuando se vaya será la mitad de mayo. Después me concentraré en evadir mis estudios hasta última hora y mágicamente será julio. Entonces podremos sentarnos en el sofá del estudio de mi casa y leer la Muy Interesante.

A veces, ya sea en el sofá o en Skype, hablamos de las cosas que nos diferencian. La más importante (además de que él hace la cama mientras yo la tiendo), es que él estudió en un colegio donde jugaban baloncesto y yo en uno donde se jugaba basketball. Eso dice mucho en una sociedad tan superficial y pendiente de las apariencias como la bogotana—¡Oh, no! ¡Recuerdos del colegio! ¡Vienen en avalancha, en estampida furiosa! ¡Huyan!

Si he de ser justa, debo aceptar que no todo fue malo en el colegio. En noveno me hice a los derechos sobre un tablero de acrílico y cada día ponía una cita en él. “Everybody loves you when you’re sixfoot underground” (John Lennon), es la única que recuerdo ahora. También tuve derechos parciales sobre el tablero de atrás y lo llenaba de dibujitos de mis amigas y símbolos de Om. Ese fue el mismo curso en el que tres niñas nos pusimos a bailar mientras cantábamos Amigo de Roberto Carlos en plena clase de geometría (“pa paaara papara papaaaara, pa paaara papara papaaara…”). También fue el año en que Valeria fue a Canadá con un grupo del colegio y se cortó la mano en la nieve, tiñéndola toda de rojo. Yo nunca vi eso, pero la imagen que me hice del relato es inolvidable. Ahora que lo pienso, por cada paseo que le ofrece el colegio a sus alumnas, una debe resultar herida. Una vez, como en cuarto o quinto de primaria, fuimos a una finca ecológica y Juliana se peló el dedo meñique cual papa con una hoz. De Villa de Leyva, pocos años después, todas volvimos completas—sólo ligeramente desnutridas gracias al excelente servicio del hotel. Después prohibieron las salidas ecológicas por miedo a la guerrilla, y fue la hora de viajar a Estados Unidos. Cuando yo fui, Carolina, la mayor del grupo, se enterró una astilla gigantesca en pleno escenario y tuvo que bailar cumbia descalza aguantando el dolor. Creo que alcanzó a dejar un caminito de sangre por el pasillo. ¿Y yo? Yo bien, gracias.

(Pequeño paréntesis para llorar por mi defectuosa memoria al no recordar cuál de todas las niñas de mi curso era la que les llamaba “mocos de elefante” a las granadillas.)

¿En qué iba? ¡Ah, sí! Ahora que estoy lejos del asunto me doy cuenta de la nula importancia que debería tener el colegio del que uno sale. Sin embargo, la triste realidad es que frente a una entrada de Los Andes conocí a alguien que no esperaba mucha amabilidad de mi parte sólo porque esa persona jugaba baloncesto y yo basketball. Pero bueno, eso es Bogotá y es inevitable, así como es inevitable ir al complejo comercial Andino-Atlantis-Retiro vestido con la ropa que tenga más visible la marca a poner cara de puño. Lo verdaderamente increíble es enterarse uno de que en Tianjin, China, algún compatriota haya tenido la desfachatez de preguntar de qué colegio salió la visitante (y por demás completa desconocida) que llegaría de Japón en unas semanas.

(Creo que ya recordé quién era la de las granadillas. No estoy del todo segura, pero es factible que lo sea.)

Hace poco salió en la revista SoHo una sección de guerra de colegios, pero tuvieron que cancelarla pronto porque como que todo el mundo se iba tomando el asunto demasiado a pecho. Igual las diatribas estaban pésimas. Yo no recuerdo cuál era nuestro colegio enemigo… No sé siquiera si teníamos un colegio amigo. Oh, por cierto; acabo de recordar que anoche soñé que pensaba escribir con nostalgia en el blog que este año participaría por última vez en el coro de Uncoli (Unión de Colegios Internacionales). Sin embargo, en realidad yo terminé el bachillerato hace casi seis años y no puedo estar más lejos de Bogotá.

Temo que para lo único que me ha servido verdaderamente mencionar mi colegio ha sido para entrar al coro de Los Andes. El director preguntó, yo respondí y la respuesta le simpatizó. Sin embargo, me salí como al mes por privilegiar mi almuerzo sobre los ensayos. Muy poco después Himura asistiría a un concierto de dicho grupo para ver a una amiga suya, pero como las cosas no debían suceder entonces, yo no estuve allí y no nos cruzamos. La hora de hablar de diferencias, del baloncesto que él practicaba y el basketball del que yo huía, habría de llegar mucho más adelante.

[ Bubbly — Colbie Caillat ]

¿Por qué me dicen las revistas que mi cuerpo debe ser plano y duro y anguloso? Las mujeres somos suaves

Si por la bota de mi pantalón se asoman pelitos cuando me siento en el piso, me he convertido en un ser repulsivo del que todos deben huir.