Hacia el centro de Santa Marta

El conductor de la buseta nos vio avanzar a paso lento hacia la carretera. El cielo era de un azul pastel deslumbrante, de esos cuya cualidad blancuzca deriva precisamente del sol picante que los gobierna. Acostumbrados al afán bogotano, le dimos un vistazo desesperanzado y continuamos la marcha.
—¿Van al centro?—preguntó el conductor.
—¡Sí!—exclamamos con ojos brillantes.
—¡Al centro!—repitió a modo de invitación, provocando que cambiáramos nuestro ritmo cansado por una carrerita.

A pedido de una señora cuyo disgustado acento la delataba como forastera, el bus desistió de modificar su ruta y se metió por una callecita estrecha. No contenta con que su deseo hubiera sido satisfecho tras someter a todos los pasajeros a un discurso sobre por qué mantener los trayectos establecidos, la mujer se deshizo en improperios contra los partidarios de la abreviación del trecho. Poco después se bajó frente a una tienda, pero desde el andén siguió repartiendo insultos. Entonces los ocupantes del bus se lanzaron a chiflar, ulular y gritarle “¡loca! ¡loca!” con visible deleite. Segundos después de que la turba se hubiera apaciguado, se oyó un comentario quedo sobre los cachacos y su extraño modo de pensar.

En el antejardín deprimido de una casa, una anciana aprovechaba el desnivel para usar el andén de la calle como almohada y dormir plácidamente. “Qué vida, ¿no?” comentó el ayudante del conductor desde la puerta de la buseta. La señora hizo un gesto apacible, se acomodó y siguió durmiendo.

Después de seguir un par de meandros, el bus emergió de nuevo en la carretera y continuó su camino entre los cactus y los balnearios. Un infante detrás de nosotros seguía una lancha remolcada desde su ventana, anunciando con un emocionado “¡baco, baco!” cuándo la podía ver y un sosegado “ya” cuándo no. Pronto desapareció el paisaje semidesértico y nos vimos rodeados de concreto hirviente y colectivos repletos. No pasaría mucho tiempo antes de bajarnos cerca de una intersección de puentes conocida como el “puente araña”. Horas después, al regreso, mi madre se lo mencionaría a un taxista como “el pulpo”.

[ Un jour, un enfant — Frida Boccara ]

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