天国の思い出 (I)

Hace tiempo me dio un dolor de estómago insoportable. Ocurrió mientras sacaba la visa japonesa. Al salir de la embajada, pensando tontamente en mis (ya inexistentes) responsabilidades académicas decidí aguantármelo y volver a la universidad. Como el dolor aumentó en vez de cesar cuando intenté distraerlo haciendo tareas en alguna mesa del edificio Au, tomé un Transmilenio de regreso a casa. En el camino—que se sentía eterno—llamé a mi madre para contarle mi entuerto y busqué mis llaves para tenerlas listas al arribo, pero cuál no sería mi sorpresa al tantear entre la maleta y darme cuenta de que las había dejado olvidadas. Desesperada, llamé a Himura. Varios minutos después—pero muchos menos de los que me esperaba—, el estudiante de física me encontró sentada con las piernas cruzadas en el antejardín de mi casa. Entonces tomó mi maleta y me la hizo usar como almohada, cubriéndome con su saco a modo de cobija y evitando que el sol me diera en la cara haciéndome sombra con su propio torso. Así permaneció hasta que llegó mi madre a abrir la puerta.

[ Miss Halfway — Anya Marina ]

Cortlandt Street-World Trade Center

Con la intención de pasar un rato buscando rebajas en Century 21, Minori y yo entramos a la estación de subterráneo del Rockefeller Center. Tras observar el mapa de rutas, Minori me encomendó la tarea de despertarlo cuando llegara la hora de bajarnos, en Cortlandt Street.

Las estaciones se adivinaban todas iguales bajo la tierra, todas oscuras cavernas de acero con direcciones en letra Helvetica y sus nombres en mosaico. Minori había desistido ya de apoyar su cabeza sobre mi hombro y descansaba contra un vidrio fisurado. Mientras tanto, yo sacaba Combos de mi cartera, uno por uno hacia mi boca. De repente el tren redujo su velocidad y, después de pasar una larga hilera de cinta roja de peligro, pude divisar a través de la ventana los remanentes de lo que alguna vez fuera una estación de subterráneo. Barandas desprendidas de sus escaleras y galletas de cemento con baldosines blancos yacían en el suelo. En una pared, como recuerdo de lo que otrora constituyera aquel polvoroso rompecabezas, aún permanecía el mosaico: “Cortlandt St.” Era una visión siniestra e inexplicable. “¿Y si en cualquier momento se nos cayera un montón de escombros en el camino y quedáramos atrapados como en las películas?”, pensé inocentemente.

Salimos a la luz en Rector Street, cerca del edificio de la Bolsa de Nueva York. Confuso, Minori pidió una explicación.
—No pudimos bajarnos en Cortlandt porque la estación se ve como después de la guerra—, bromeé.

Tras caminar unas cuantas cuadras, encontramos un gran vacío azul en medio de los rascacielos. A nivel del suelo, una cerca gigantesca y un par de grúas daban fe de la hercúlea labor que suponía llenar aquel vacío.
—¿Este es… el lugar?—pregunté, entre temerosa e incrédula.
—Este es. Cuando vine con mi padre, en 2003, él dejó flores al lado de la cerca.

Retiré la vista de aquel angustiante abismo en el cielo. Justo al lado había una entrada clausurada: Cortlandt St.

[ A Matter of Trust — Billy Joel ]

Hacia el centro de Santa Marta

El conductor de la buseta nos vio avanzar a paso lento hacia la carretera. El cielo era de un azul pastel deslumbrante, de esos cuya cualidad blancuzca deriva precisamente del sol picante que los gobierna. Acostumbrados al afán bogotano, le dimos un vistazo desesperanzado y continuamos la marcha.
—¿Van al centro?—preguntó el conductor.
—¡Sí!—exclamamos con ojos brillantes.
—¡Al centro!—repitió a modo de invitación, provocando que cambiáramos nuestro ritmo cansado por una carrerita.

A pedido de una señora cuyo disgustado acento la delataba como forastera, el bus desistió de modificar su ruta y se metió por una callecita estrecha. No contenta con que su deseo hubiera sido satisfecho tras someter a todos los pasajeros a un discurso sobre por qué mantener los trayectos establecidos, la mujer se deshizo en improperios contra los partidarios de la abreviación del trecho. Poco después se bajó frente a una tienda, pero desde el andén siguió repartiendo insultos. Entonces los ocupantes del bus se lanzaron a chiflar, ulular y gritarle “¡loca! ¡loca!” con visible deleite. Segundos después de que la turba se hubiera apaciguado, se oyó un comentario quedo sobre los cachacos y su extraño modo de pensar.

En el antejardín deprimido de una casa, una anciana aprovechaba el desnivel para usar el andén de la calle como almohada y dormir plácidamente. “Qué vida, ¿no?” comentó el ayudante del conductor desde la puerta de la buseta. La señora hizo un gesto apacible, se acomodó y siguió durmiendo.

Después de seguir un par de meandros, el bus emergió de nuevo en la carretera y continuó su camino entre los cactus y los balnearios. Un infante detrás de nosotros seguía una lancha remolcada desde su ventana, anunciando con un emocionado “¡baco, baco!” cuándo la podía ver y un sosegado “ya” cuándo no. Pronto desapareció el paisaje semidesértico y nos vimos rodeados de concreto hirviente y colectivos repletos. No pasaría mucho tiempo antes de bajarnos cerca de una intersección de puentes conocida como el “puente araña”. Horas después, al regreso, mi madre se lo mencionaría a un taxista como “el pulpo”.

[ Un jour, un enfant — Frida Boccara ]

Instrucciones para el padre de mis hijos

  1. Los niños no escucharán nada relacionado con “el efecto Mozart”. Si Mozart ha de sonar en la casa, que sea porque constituye parte del gusto musical común.
  2. Tampoco escucharán versiones infantiles de los clásicos del rock. Hasta ahora nadie ha desarrollado un trauma por conocer a Queen demasiado temprano pero creo que más de uno, niño o adulto, lo hará si todo el día está oyendo dirín dirín dirín.
  3. Las paredes son para rayarlas. Se comprarán rollos de papel craft y se usarán en los pasillos y las habitaciones de los niños.
  4. No se les obligará a matricularse en actividades extracurriculares ni cursos de vacaciones. Si el niño no quiere jugar fútbol, no quiere jugar fútbol. Si la niña no quiere bailar ballet, no es el fin del mundo.
  5. Se les llevará a lugares extraños, laberínticos y sicodélicos. A raíz de la desafortunada remodelación de Colsubsidio de la 26, se meditará profundamente alrededor de este tema con suficiente antelación.
  6. A la niña se le permitirá jugar con carritos y al niño con muñecas. Lo que decidan después es cosa de ellos.
  7. No habrá fiestas de 15. Entiéndase por fiesta de 15 aquella en la que figuran cisnes de hielo, tronos de satín y encaje color curuba, ceremonia de cambio de tenis a zapatos de tacón, declaraciones alusivas al paso de niña a mujer y los temas “Mi niña bonita” y “El camino de la vida”.
  8. No se tomarán fotografías de los niños desnudos de la cintura para abajo. Evitémosles futuros sonrojos frente a amigos y familiares. Todo o nada.
  9. Ninguna pregunta será juzgada demasiado tonta. Si no sabemos la respuesta, la averiguaremos juntos.
  10. Se privilegiará el absurdo por sobre todas las cosas. Las conversaciones normales y la seriedad no serán el fuerte de nuestra familia.

[ Amor cibernético — Mariflorcita del Perú ]

La rénovation de la memoire

Un día me desperté con el recuerdo de una bicicleta parqueada a un costado de la plaza central de Villa de Leyva en una tarde lluviosa. Pese a que había pasado mucho tiempo desde aquel instante, mi boca aún conservaba el sabor de un pie de guayaba bajado con tinto. Entonces decidí que era hora de renovar la memoria, de convertirla en un nuevo conjunto de reminscencias con las cuales sentir el paso de la brisa sobre los tejados y las copas de los árboles en Tsukuba. Pagué una cantidad exorbitante de dinero a un ente desconocido y me senté sobre el futón a esperar.

Los días se sucedieron, no como en las películas donde las sombras de los rascacielos giran como cabezas haciendo un ejercicio de calentamiento de cuello mientras sus entrañas se llenan de minúsculos destellos, sino con la lentitud de lo inconmensurable. Las tardes bañaban los árboles de una inexplicable tinta ambarina que lentamente se iba colando entre los resquicios de la tierra hasta apagarse por completo. Nadie podía garantizar que el día siguiente no fuera la repetición en cámara lenta del anterior.

No obstante el ocasional desespero, el tiempo supo seguir su marcha certera. Ahora hay un maletín negro en una esquina de mi habitación. Es como una pequeña versión petrificada de mí misma, aguardando con las piernas cruzadas, un codo sobre la rodilla y el mentón sobre la palma. Voy a cerrar los ojos un rato. Cuando los abra me veré arrastrándolo escaleras abajo, por sobre el andén irregular, cruzando una calle y luego otra, hacia la parada de bus. Ese será el día más largo del año, durmiendo la tarde para abrir los ojos nuevamente en la mañana—una nueva oportunidad de comprobar que estoy viviéndolo, de subrayar aquella fecha en la que la noche sólo habrá caído cuando del otro lado de un vidrio lejano vea un par de ojos chispear de súbito al encontrar los míos. Entonces la renovación de los recuerdos habrá comenzado.

[ Into the Mystic — Van Morrison ]

La hora de Jeff Goldblum

En este momento no me puedo concentrar en nada. De por sí escribir representa un esfuerzo enorme por mantenerme en un solo sitio en vez de bailar una canción graciosa de Aleks Syntek. De todos modos estoy asintiendo rítmicamente, aún si ya no es Aleks Syntek sino Marco Antonio Muñiz el que me hace menear mi cabello recogido en una cola de caballo.

La historia que me dispongo a relatar tiene que ver con un dato sobre mí misma que había olvidado hace tiempo y tuve que recordar a la fuerza en el peor momento. Oh sí, no es más que una anécdota de reunión, uno de esos sucesos que no tienen mayor importancia que su cualidad humorística al momento de narrarlos. Si se acompaña con muecas y grandes gesticulaciones, aún mejor.

Pues bien, queridos radioescuchas, entro yo a contarles—vaso en mano—cómo el mediodía de hoy salí de mi primer examen del semestre, dispuesta a pasar el receso de almuerzo sumergida (y si no, al menos vadeando) en los textos necesarios para el siguiente. Como no había comido nada desde hacía ya varias horas, tuve la brillante idea de tomar algo lácteo para aguantar hasta salir de clase y así no pagar todo un almuerzo, ya que al fin y al cabo tenía más nervios que hambre. En la máquina expendedora de bebidas en el pasillo había un producto nuevo: “Cappuccino con canela. Dos veces más sabor y polifenol”. Sin lograr entender aún cuál es la obsesión de los japoneses con el polifenol, abandoné la idea de la cocoa helada de siempre y vacié el contenido de la lata sin pena ni gloria. Luego contesté el mensaje de un sempai que me invitó a cenar anoche y le di un último vistazo al dibujo de una mujer desnuda con cabeza de cisne que hice en alguno de aquellos momentos insufribles de la clase. A juzgar por la cantidad de intentos de figura humana en mis notas, este no ha sido un buen comienzo de año escolar.

Cuando sonó el timbre me encontré con un examen de libro abierto: podíamos disponer de copias y notas a nuestro antojo. Las hojas de respuesta circularon por el salón y se dio inicio a la prueba. Entonces sucedió lo que jamás esperé… o que podría haber previsto de haber dado un pequeño y oportuno vistazo al pasado:

Tengo un recuerdo de mi clase de francés en un salón del edificio R en Los Andes. Era justo el salón que tiene a la entrada el letrero de madera de la fábrica de sombreros que antiguamente albergaba. Al frente se encontraba en esa época un Oma y un buen día se me ocurrió tomarme un tintico antes de clase. Tal vez lo acompañé con torta de mora, tal vez no. Hasta entonces yo me preciaba de sufrir una curiosa reacción al tomar café: en vez de despertarme, éste me adormecía. Sin embargo, en esa precisa ocasión la cafeína decidió surtir su efecto normal, inclusive exacerbado. Exageradamente alerta y activa como Jeff Goldblum en La mosca, no pude concentrarme en toda la clase. Este estado no duraría mucho, pues apenas terminó la clase y me embarqué en un Transmilenio caí en un pesado sueño, como si alguien hubiera halado de mi ánimo hasta convertirlo en una cuerda tensa y de pronto la hubiera soltado.

Volviendo al día de hoy, les pediré que llamemos al siguiente espacio La hora de Jeff Goldblum, con Olavia Kite como artista invitada. Observamos un grupo de estudiantes sentados en viejos pupitres llenando calmadamente una hoja más bien grande. El obvio silencio se ve interrumpido abruptamente por un chirrido. Luego viene un golpe, seguido del aleteo de una hoja de papel que intenta planear infructuosamente. Inmediatamente buscamos la fuente del desorden: el salón se encuentra aparentemente ocupado por japoneses cautelosos a cada lado. Ah, el centro, cómo olvidarlo. La extranjera del curso. Jorobada y ladeada frente a una mesa coja, Olavia acomoda una y otra vez sus piernas demasiado largas enfundadas en ridículas medias pantalón de tie-dye. Al mismo tiempo la mitad superior de su cuerpo intenta tomar unos papeles, tan sólo para dejarlos caer pesadamente. Sus manos de motor eléctrico abusan de un portaminas y un borrador, trabando el primero y partiendo el segundo. Las hojas no dejan de caer a su alrededor. Pronto al efecto estimulante se agrega el diurético, completando así la transformación de la Srta. Kite en un ser que se retuerce en su puesto mientras lucha contra objetos que no puede sostener e ideas que no se aclaran del todo en su cabeza. Hela ahí, reducida a una patética imitación de las primeras etapas de un personaje repugnante del cine ochentero.

El timbre suena: la hora se ha acabado y hay que deshacerse de la hoja de respuestas. Si Olavia lograra correr al baño una vez terminara su labor, ¿desaparecería el temible ser que parece invadirla? A juzgar por la siguiente clase, no. La estudiante habla como si estuviera dictando un telegrama y se ríe demasiado duro. Quién sabe hasta cuándo durará esta presencia desagradable, esta poco desarrollada posesión artrópoda.

El círculo en el que Olavia prometía una buena anécdota se ha venido reduciendo: el vaso que trae contiene café y lleva más de media hora tratando de llegar al punto de una tonta historia sobre sus exámenes. Con risas fingidas o sinceros y secos “qué mal” se van alejando y la dejan preguntándose por qué en esta ocasión el suplicio no termina rápido y de sopetón como aquel día en Los Andes, por qué las manos invisibles del actor-insecto imaginario no sueltan la cuerda de una buena vez.

[ Feel So Free — Ivy ]

Tic en el ojo

Ya no sé cuántas veces he venido a escribir para poco después abandonar la silla en busca del futón y la brisa de la ventana. No tengo intención de escribir algo coherente y ordenado.

Esta mañana un temblor interrumpió un sueño en el que aparecía John Cameron Mitchell ya no recuerdo en qué circunstancias. Esta vez no hubo crujido al empezar, sólo empezó a mecerse todo cada vez más duro. Lo que hizo a este terremoto diferente de los que había sentido antes es que el movimiento se sentía más largo, como si tomara más tiempo mecerse de extremo a extremo. El escritorio es demasiado ruidoso y chirria como lavadora vieja. Los temblores acá me dejan con una sensación de impotencia. No puedo hacer absolutamente nada respecto del movimiento de nada menos que la tierra, así que mejor me quedo recostada esperando a que pase. Lo único que me preocupa es el espejo de cuerpo entero que cuelga de la pared y la golpea una y otra vez.

Llevo varios días con un tic en el ojo y mi cuello cruje cuando giro la cabeza. No sé qué es lo que me tiene tan nerviosa. Mi profesor dice que lograré calmarme una vez tenga planeado mi futuro, pero creo que lo único que consigo intentando planear una vida como la mía es aumentar la tensión. Lo cierto es que hay algo más allá de lo laboral y académico detrás del tic y el cuello crujiente, pero no puedo revelárselo a Miyamoto Sensei. Para ustedes lectores debe ser completamente transparente.

No tengo mucho más que decir. Anoche me reuní con Azuma y pasamos la mayor parte de la velada en silencio. Comí raspado de fresa con leche condensada del combini y luego nos quedamos escuchando música en mi apartamento hasta que empecé a cabecear. Entonces apareció John Cameron Mitchell creo que tras bambalinas en un teatro grandísimo y luego hubo un terremoto magnitud 7,2 en la prefectura de Iwate.

[ Take Your Mama Out — Scissor Sisters ]

The Fashion – Like Knives

Mi hermana se conecta a MSN, me saluda y en un momento dado me dice “tienes que escuchar esta canción”. Siempre es música de cuya existencia jamás me habría enterado si no hubiera sido por ella. De todas maneras no hay manera de que yo me entere de nada nuevo, musicalmente hablando, salvo por las pantallas gigantescas en Shinjuku o Shibuya anunciando los últimos hits de la radio. Como el ruido es grande y no puedo discernir ninguna melodía en la calle, anoto un par de nombres al azar en mi celular y luego busco a ver si el video acompaña una canción digna de escuchar más de una vez.

Nunca le he preguntado a mi hermana de dónde saca la música que me muestra. Aun cuando sabe que yo me inclino más por la onda viejuna, siempre me asegura que el link de YouTube que me está enviando apunta a algo buenísimo. Y en efecto, así es; rara vez falla. En esta ocasión me ha inyectado energía para toda la semana con la banda danesa The Fashion y su ‘Like Knives’, una canción de esas que lo levantan a uno y le dicen desde los primeros redobles de la batería ‘al diablo con todo, a bailar o a correr’. Quisiera saber de dónde proviene toda la energía que desprende este tema—¿son las guitarras? ¿son las voces repitiéndonos “you’re so out of control”?—, pero creo que no hay un punto específico. Cada elemento es igualmente responsable de generar una intranquilidad frente al escritorio que se traduce en ganas irreprimibles de salir corriendo por las calles y saltar, perder el control para que la letra nos conmine a recuperarlo mientras la música sugiere que no lo hagamos.

Quién sabe con qué saldrá mi hermana la próxima vez que la encuentre conectada: yo me hallo a la espera. Mis dedos prematuramente inquietos tamborilean sobre el escritorio, atentos.

春日4丁目24番地

bajo la lluvia
una lata vacía
es un cascabel

[ At Last — Etta James ]

Zoom Back Camera!

Acabo de ver La montaña sagrada, de Alejandro Jodorowsky. No me termino de reponer del trip.

[ Honey Honey — Feist ]