Tic en el ojo

Ya no sé cuántas veces he venido a escribir para poco después abandonar la silla en busca del futón y la brisa de la ventana. No tengo intención de escribir algo coherente y ordenado.

Esta mañana un temblor interrumpió un sueño en el que aparecía John Cameron Mitchell ya no recuerdo en qué circunstancias. Esta vez no hubo crujido al empezar, sólo empezó a mecerse todo cada vez más duro. Lo que hizo a este terremoto diferente de los que había sentido antes es que el movimiento se sentía más largo, como si tomara más tiempo mecerse de extremo a extremo. El escritorio es demasiado ruidoso y chirria como lavadora vieja. Los temblores acá me dejan con una sensación de impotencia. No puedo hacer absolutamente nada respecto del movimiento de nada menos que la tierra, así que mejor me quedo recostada esperando a que pase. Lo único que me preocupa es el espejo de cuerpo entero que cuelga de la pared y la golpea una y otra vez.

Llevo varios días con un tic en el ojo y mi cuello cruje cuando giro la cabeza. No sé qué es lo que me tiene tan nerviosa. Mi profesor dice que lograré calmarme una vez tenga planeado mi futuro, pero creo que lo único que consigo intentando planear una vida como la mía es aumentar la tensión. Lo cierto es que hay algo más allá de lo laboral y académico detrás del tic y el cuello crujiente, pero no puedo revelárselo a Miyamoto Sensei. Para ustedes lectores debe ser completamente transparente.

No tengo mucho más que decir. Anoche me reuní con Azuma y pasamos la mayor parte de la velada en silencio. Comí raspado de fresa con leche condensada del combini y luego nos quedamos escuchando música en mi apartamento hasta que empecé a cabecear. Entonces apareció John Cameron Mitchell creo que tras bambalinas en un teatro grandísimo y luego hubo un terremoto magnitud 7,2 en la prefectura de Iwate.

[ Take Your Mama Out — Scissor Sisters ]

The Fashion – Like Knives

Mi hermana se conecta a MSN, me saluda y en un momento dado me dice “tienes que escuchar esta canción”. Siempre es música de cuya existencia jamás me habría enterado si no hubiera sido por ella. De todas maneras no hay manera de que yo me entere de nada nuevo, musicalmente hablando, salvo por las pantallas gigantescas en Shinjuku o Shibuya anunciando los últimos hits de la radio. Como el ruido es grande y no puedo discernir ninguna melodía en la calle, anoto un par de nombres al azar en mi celular y luego busco a ver si el video acompaña una canción digna de escuchar más de una vez.

Nunca le he preguntado a mi hermana de dónde saca la música que me muestra. Aun cuando sabe que yo me inclino más por la onda viejuna, siempre me asegura que el link de YouTube que me está enviando apunta a algo buenísimo. Y en efecto, así es; rara vez falla. En esta ocasión me ha inyectado energía para toda la semana con la banda danesa The Fashion y su ‘Like Knives’, una canción de esas que lo levantan a uno y le dicen desde los primeros redobles de la batería ‘al diablo con todo, a bailar o a correr’. Quisiera saber de dónde proviene toda la energía que desprende este tema—¿son las guitarras? ¿son las voces repitiéndonos “you’re so out of control”?—, pero creo que no hay un punto específico. Cada elemento es igualmente responsable de generar una intranquilidad frente al escritorio que se traduce en ganas irreprimibles de salir corriendo por las calles y saltar, perder el control para que la letra nos conmine a recuperarlo mientras la música sugiere que no lo hagamos.

Quién sabe con qué saldrá mi hermana la próxima vez que la encuentre conectada: yo me hallo a la espera. Mis dedos prematuramente inquietos tamborilean sobre el escritorio, atentos.

春日4丁目24番地

bajo la lluvia
una lata vacía
es un cascabel

[ At Last — Etta James ]

Zoom Back Camera!

Acabo de ver La montaña sagrada, de Alejandro Jodorowsky. No me termino de reponer del trip.

[ Honey Honey — Feist ]

Love Is (Not) a Battlefield

La escena transcurre más o menos de la misma forma siempre: se reúnen las mujeres alrededor de una bebida (cualquiera sirve, ya sea la cerveza o el té) como en un consejo sagrado y en un rito de cantos expulsan a los demonios que las acechan: los hombres. El mantra a repetir mientras se alcanza la catarsis: “los hombres son unos cretinos” (“cerdos” e “idiotas” también sirve). El fuego de los ánimos se atiza entretanto con anécdotas que confirman su condición de moradores del otro lado de la trinchera.

Desde hace relativamente poco y sin querer me he encontrado conformando un punto de esta circunferencia humana, callada, escuchando mientras doy sorbos pausados a lo que sea que haya en el vaso de turno. La detalles del último desaire se han perdido en el humo de los meses que pasan mientras las mujeres barren las cenizas con escobas mojadas, dibujando surcos negros reteñidos con declaraciones de resentimiento que cada vez cobijan a más hombres hasta englobar a todo aquel que se identifique con los tornillos y no con las tuercas.

Formando una cuerda desde mis ojos hasta su rostro está sentada la mujer que siempre había sido acechada por los hombres hasta el día que pudo contar once meses sin recibir siquiera una mirada. Amenazada en su trono de abeja reina, decide señalar a las que por el momento tienen mejor suerte que ella y las intenta destruir con los únicos insultos que considera efectivos contra una mujer: aquellos que tienen que ver con su físico. Salen a relucir amoríos poco agraciados olvidados hace tiempo y opiniones que nadie pidió acerca de marcados rasgos masculinos en un rostro femenino. Como si fuera poco, la reina sale a pontificar, pocillo de chocolate en mano, sobre los cinco, diez o veinte criterios que toda mujer debería tener en cuenta al elegir a su acompañante masculino. Que lo debe aprobar la familia, que lo deben aprobar las amigas, que debe ser emprendedor y otra sarta de virtudes que ni ella debió evaluar la última vez que le pasó alguien por la hipófisis. Yo sólo me hago la que atiende—no sé siquiera si estoy asintiendo en señal de entender su valiosísimo consejo mientras hago sopitas con la tostada.

De otro sector del anillo emerge la que hace de todos los hombres un mismo hombre, aquella que se solidariza con las tragedias de sus hermanas y de todas concluye que la culpa es del miserable que se largó. No cabe en su mente la posibilidad de una historia un poco más complicada que la de un tipo lleno de maldad que seduce, toma, usa y desecha a su indefensa pareja, tan dechada de virtudes compatibles con cualquier galán. Ella le entregó su amor incondicional y el imbécil ¡así le paga! Así son todos y por eso los odiamos. Puede que jamás se esclarezcan las verdaderas causas de un rompimiento, pero el dedo acusador siempre señalará al hombre que pierde su rostro individual para convertirse en una acumulación de decepciones propias y ajenas. A veces la coraza de esta mujer se resquebraja un poco para revelar un mundo de inseguridades en el que los defectos que ella dice achacarle al Hombre Universal en realidad son palabras que disfrazan otros defectos, propios y absolutamente insoportables. Lo peor de todo es que ni siquiera se trata de verdaderas carencias sino de mensajes que ella les ha creído a pies juntillas a la televisión y las revistas.

No entiendo de dónde viene este miedo a la soltería, palabra que a sus oídos parece sinónima de soledad. Soledad última y definitiva, una celda amarga llena de gatos y sombrillas de varillas caídas. No hay un límite de edad para hacerse a una pareja, ¿o sí? De todas maneras no habrá posibilidad de encontrarla si se pretende elegirla con desespero de entre una manada de seres idénticos y repugnantes. Yo abogaría más bien por confiar en las coincidencias afortunadas, en una persona que en este momento anda en el lugar más insospechado—al otro lado de la pared, tal vez, asistiendo a una charla que por azar se eligió omitir—. No es un hombre en el sentido de esos que salieron en el último lote de cretinos de los que tanto hablan. Es él, simplemente él. O ella. Una persona tan compleja e impredecible como ellas mismas.

[ Pigeon — Jump, Little Children ]

(Sittin’ on) The Dock of the Bay

Habría una manzana en la mesa, de no ser porque no poseo mesa y las manzanas me parecen frutas aburridas. Cuando vemos películas nos extrañamos de ver a la gente caminar grandes distancias dentro de su apartamento para alcanzar la puerta. Dan un paso y otro y otro y otro y nada que terminan de atravesar el pasillo, qué envidia.

El clima mejora y a medida que se hace más húmedo nos damos cuenta de cómo nos convertimos en blanco de silencios incómodos y miradas sospechosas. No me dignaré buscar una explicación detallada a este fenómeno: todo se remonta al día que me enfrenté a esa persona y no cedí a sus caprichos. Ahora da lo mismo uno más, uno menos. Ya me volví antipática y todo. No sé si comprendan esto, pero dentro de mi coraza me siento mucho más libre que tras la máscara sonriente que requiere aquel círculo social. Aprecio el silencio de esta nueva vida: las pocas palabras que a través de él se filtran tienen mucho más peso que el ruido de las risas vacías.

(Señorita: si usted saluda a todos los presentes menos a mí y me ignora deliberadamente durante toda la conversación no haga un show porque no le estoy sonriendo al vacío.)

Tengo gafas nuevas y queratitis. Todavía no recuerdo bien cómo me veo, tengo que mirarme al espejo para saber qué tipo de decisión tomé esa tarde en la óptica frente a mi reflejo borroso.

Son las cuatro de la mañana y ya está amaneciendo. No sé cómo pretendo volver a dormir si en menos de una hora el sol estará acosando mi cara. Y este azul intenso de las ventanas me dice que va a brillar bien fuerte…

[ Change Is Gonna Come — Otis Redding ]

עוד יום

¿Cómo hablar de un artista cuyo nombre me resulta imposible de leer? ¿Cómo hablar de una canción cuyo título es a mis ojos un dibujo grabado de derecha a izquierda? No me atrevería a reproducir con mi garganta y labios uno solo de los sonidos que este artista misterioso grabó: no sé pronunciar su letra, no sé qué traduce y estoy completamente segura de que el sólo intento de tararear la melodía sería despojarla de su encanto mediante una imitación burda y rudimentaria.

Hace mucho no me estremecía tanto con una canción como cuando hice clic distraídamente en un letrero en hebreo que aparecía en el Muxtape de un amigo y me encontré con un piano y una voz que me hicieron resquebrajar por dentro. No fue necesario entender lo que decía para comprender algo que trascendía todas las palabras, algo que me desgarraba y al mismo tiempo era el bálsamo para esa herida abierta en mi alma. Todo estaba en la música.

Deseo dar un poco más de información sobre el autor y el tema mismo, pero buscar en Wikipedia la lectura romana de aquel nombre hebreo (יונתן רזאל) ha resultado infructuoso—lo único que consigo es ver una página como a través del espejo por el cual las letras se convierten en ángulos y apóstrofes. Copio y pego su nombre una y otra vez en Google, a ver qué sale. Comparo la imagen que arroja la búsqueda con la que muestra last.fm: creo haber identificado al cantante. Sin embargo, la canción es lo más difícil. Busco la discografía de este cantante y justo esa canción no sale en su álbum de 2007, que es el que se puede bajar (pagando una módica suma, por supuesto). Google no ofrece servicio de traducción del hebreo, y al parecer no existe un traductor automático para este idioma.

De pronto encuentro un documento de Google: “500 palabras en hebreo”. Sin saber por dónde empezar, adónde ir ni por qué rayos sigo en esta búsqueda, me pongo a hojear el documento, comparando caracteres en la lista y su pronunciación con la frase que más se repite en la canción. ¡Oh, sorpresa! עוד (“‘ôd”): “still, once more, again.” יום (“yôm”): “day.”

El artista se llama—para los que no podemos leer hebreo—Yonatan Razel. La canción, Ôd Yôm (“otro día”, según mi pobrísima traducción; agradecería una mano amiga que sepa hebreo para aclararla). Saberlo es toda una revelación para mí; sin embargo, ésta no tiene nada que ver con lo que siento al escucharlo. Es claro que todo está en la música.

Anne Koedt, apuntes sueltos

“The Myth of the Vaginal Orgasm” (1970) es un artículo de Anne Koedt que describe cómo la sexualidad femenina ha sido erróneamente definida en términos del placer masculino. Hace parte del material de lectura de una de mis clases y estuvimos discutiéndolo esta semana.

Primer momento
(En el que se comprende por qué no existen los estudios de género en Japón.)
Profesora: Cuando vayan a deshacerse de estas copias, no las boten en cualquier parte. Táchenlas. No sea que alguien las encuentre y piense ‘en qué clase les ponen a leer estas cosas’…

A grandes rasgos el artículo plantea lo siguiente: Según Freud (misógino por excelencia), el orgasmo clitoriano era cosa exclusiva de la adolescencia y debía desaparecer tras la iniciación de la vida sexual al ser transferido a la vagina, donde supuestamente se sentían orgasmos “más maduros” por medio de la penetración. El resultado de la creencia en esta teoría fue un elevadísimo número de casos de frigidez, problema para el que él recomendaba tratamiento psiquiátrico, ya que obedecía a una falta de ajuste mental de la paciente a su rol ‘natural’ como la mujer. La causa de esta renunciación a la femineidad: envidia del hombre. (Ahora, de cómo rayos llegó Freud a esta conclusión traída de los cabellos, no tengo la más remota idea.)

No obstante, la evidencia médica apunta hacia el clítoris como el órgano responsable del orgasmo femenino, ya que el interior de la vagina es tan sensible como cualquier otro órgano interno, es decir, casi nada. Pero entonces, si es así, ¿por qué tanto empeño por ocultar los verdaderos fundamentos de la sexualidad femenina? Bueno, entre otras razones porque en términos de placer haría del pene no una necesidad biológica sino una opción, amenazando así la institución heterosexual y abriendo un abanico de posibilidades para las relaciones humanas, hasta entonces estrictamente definidas como hombre-mujer.

Segundo momento
(En el que se comprende por qué el feminismo no parece ir para ningún Pereira.)
Yo: … Entonces la profesora nos contaba que en Japón muy pocas mujeres saben que el orgasmo vaginal [como lo define Freud] no existe, que sólo ocurre por el clítoris. ¿Tú sabías?
Compañera no-japonesa: Por supuesto que sabía, si he leído mucho la Cosmopolitan.

La Cosmopolitan sería un ejemplo perfecto de los alcances del mito: los consejos sexuales que provee están encaminados única y exclusivamente a complacer a una contraparte masculina y se encuentran centrados en la penetración, negando así además toda visibilidad a las relaciones homosexuales. Una revista de tanto alcance entre la población femenina ha contribuido en gran parte a perpetuar el heterosexismo y los estereotipos sobre roles de género. En una era donde el conocimiento debería ser mucho más accesible las mujeres aún carecemos de información adecuada sobre nuestro propio cuerpo. Mientras esto suceda, cualquiera puede llenarnos la cabeza de dudas y culpas que nos perjudican y mantienen oprimidas ante una sociedad a todas luces machista.

Me pregunto si el famoso punto G tiene algo que ver con este mito, si es un intento de reclamar la penetración como centro del placer sexual femenino en vista de la inminente apropiación del clítoris.

[ I’m Going Slightly Mad — Queen ]

Anarchy in the Ukulele

El ukulele, ese cómico aparatejo musical. ¿Cómo pensar en un instrumento de cuerda más pequeño que un charango y no inflar las mejillas en un sofocado intento de risa? ¿Cómo no reír si las únicas imágenes que evoca son las de un hombre hawaiiano de cliché recostado contra una palmera y Tiny Tim con su terrorífica cara blanca y vocecita de dibujo animado antiguo?

Claro, yo pensaba exactamente de esa manera… hasta que un buen día me encontré con la Ukulele Orchestra of Great Britain. No fue sino oírlos tocar el tema de The Good, the Bad and the Ugly para captar mi atención por completo. “¿Habré sido injusta con el ukulele?”, me preguntaba insistentemente aquella noche tras verlos rendir una versión de ‘Life on Mars?’ en la que se sobreponían muchas canciones sobre la melodía de Bowie.

Me quedé dormida con las manos extendidas hacia el teclado y en mis sueños una pareja de músicos ventilaba sus rencillas ante la audiencia. Uno era altísimo y se dirigía a una mujer llamada Hester, quien parada sobre una silla rasgueaba ukuleles que pasaban bajo sus manos en brazos de otros varios músicos, entre ellos una mujer robusta que caminaba por el escenario con uno verde y uno rojo, diminutos. “You don’t bring me flowers…”, se quejaban indignados mientras las cuerdas volaban de un lado a otro y la valquiria esperaba su turno de acercarse.

Desperté sacudida por los espasmos de mis propias carcajadas.

Butterfly, Flutterby

Butterfly Boucher era un nombre que reposaba entre mis archivos como un misterio sin resolver. ¿De dónde vendría aquella banda cuya vocalista hablaba de corazones que se derriten cuando se dejan solos? No llegué a saberlo sino hasta que se me ocurrió buscar más música del grupo—que resultó no ser ningún grupo, ni siquiera un seudónimo.

Butterfly Boucher recibió su nombre por sugerencia de una amiga de la familia y aprendió a leer con los letreros en la vía mientras recorría Australia en una camioneta con sus padres y seis hermanas, cada una con un nombre más peculiar que el anterior. De aquella singular infancia hasta 2007 ocurre un salto. Butterfly vive en Estados Unidos y su primer disco, Flutterby, está cargado de una energía que evoca largos recorridos, el pasar de la eterna cinta de asfalto. Hay algo que se parece moverse constantemente en sus canciones.

No debería tomarme por sorpresa el saber que Butterfly toca prácticamente todos los instrumentos en su disco y que las versiones finales de los temas que allí se encuentran son los mismos demos que ella llevó a la disquera. Al fin y al cabo ella se ha dedicado a grabar música por su cuenta desde los diez años. No obstante, persiste en mí una sensación de anonadamiento y verdadera admiración al pensar que alguna vez estuve convencida de que Butterfly Boucher—la dueña absoluta de la voz, del ritmo, de la energía—era toda una banda.