Un plan de acción

Esto no se puede quedar así. ¿Creen que me voy a quedar cruzada de brazos cuando acabo de perder al amor (de los últimos tres años y medio) de mi vida? Las películas y las canciones me han enseñado que cuando es necesario hay que saltar tapias, cruzar potreros, sabotear ceremonias nupciales y hasta cambiar de dirección la rotación de la Tierra. Necesito un plan de acción.

Podría comprar un tiquete aéreo a Bogotá y ausentarme de clase una semana sin avisarle a nadie. Después de pasar el jetlag en mi casa, tomaría un Transmilenio hasta Teusaquillo, contrataría un trío de cuerda en Camucol y me le plantaría frente a su sitio de trabajo cantando éxitos de Daniel Santos hasta que vuelva a creer en el poder de mi amor y me bese tiernamente ante las miradas emocionadas de los transeúntes.

Ahorrémonos al trío de Camucol; mejor lo dejo para que todo el mundo huya lacrimoso de “El camino de la vida” en la siguiente fiesta familiar. Compro un repuesto para la cuerda rota de la guitarra chiquinquireña (¿por qué tuvo que reventarse en agosto?) y voy sola en bus. Tengo que llevar el instrumento en su estuche para que no crean que voy a pedir plata.

Desde los escalones que dan a la calle se puede ver la cara de quien atiende a través de la vidriera. Podría ser él—no quiero mirar así como estoy, regurgitando el corazón. No sé qué diablos hago con una guitarra a la espalda, si la falta de práctica me ha hecho olvidar casi todo lo que sabía. No practiqué ni nada; ahora me va a tocar improvisar con el escaso repertorio que me queda… ¿Un vals peruano?

Aún si la música nos unió la primera vez, con este folclórico fracaso no lo hará una segunda. La guitarra se queda ahí y la cuerda puede esperar hasta julio próximo. Mejor entremos por la vía gastronómica: le haré galletas. Deliciosas galletas de chocolate en una bolsita o un frasco. Si funcionan en San Valentín deben funcionar en cualquier otra fecha, o si no ¿para qué se esfuerzan tanto mis compañeras de clase cada febrero?

A quién engaño; cualquiera podría hacer galletas, inclusive de sabores más exóticos que el chocolate. Además, teniendo en cuenta que jamás cociné en su presencia, no me creería ni en un millón de años que esas galletas son de mi autoría. De todas maneras a él lo que le gusta son los bizcochos de mora de los hare krishna. El amor desesperado soporta muchas cosas, pero ninguna de ellas incluye convertirse a una religión donde toca andar por la calle con una pandereta para aprender un secreto culinario.

Quizás la salida más simple es la más usada por el cine romántico: llegar, simplemente llegar adonde se encuentre y enfocar la cámara en mi pinta de haber cruzado océanos y pasado penurias por él y solo por él. Eso lo derretiría instantáneamente, especialmente si cargo con el equipaje directamente desde el aeropuerto y cae un aguacero monumental. Nada mejor para los entuertos sentimentales que un escenario oscuro y emparamado, un escenario capaz de despertar compasión en el más duro de los corazones. Por favor pongan a sonar “Reunited” de Peaches & Herb mientras bailamos en la calle.

Pero heme aquí ahora, de vuelta al mismo lugar donde fui olvidada ya no recuerdo cuándo. No me tomó más de un pestañeo regresar; las películas también se vuelven un gran rectángulo negro y todos se levantan a seguir con sus propias historias, si acaso con una chispa de esperanza en que al menos el imposible final feliz pueda transferirse a la suya. Creo que mejor voy a afinar la guitarra que tengo aquí—uno nunca sabe cuándo necesitará un plan de acción musical. Al menos uno de escape.

[ Sanar — Jorge Drexler ]

El gran agujero negro de la falta de feeling

Con motivo de la puesta en marcha del Gran colisionador de hadrones del CERN le envié un mensaje de texto a un compañero de clases con quien me he encontrado un par de veces para cenar. En él le preguntaba qué haría en caso de enterarse de la existencia de un agujero negro causante del fin del mundo en Europa.

Su respuesta, acompañada de un muñequito corriendo, fue: «saltaría al agujero negro».

Hoy tenemos planeado ver un par de películas juntos, pero ya no estoy tan segura de querer ir.

[ Baby James — Casey Dienel ]

天国の思い出 (II)

Una de las muchas veces que fui a Chicago con Minori decidí grabar nuestras voces cantando “Woman”, de John Lennon, en el camino. Hacíamos un buen conjunto, él haciendo la voz más alta y yo la más baja mientras los troncos grises pasaban raudos ante la mirada de su pequeño auto negro. El casete quedó archivado en alguna repisa de mi casa, pero el recuerdo permaneció intacto durante mucho tiempo, invocando una sonrisa cada vez que afloraba. Sin embargo, con el pasar de los años y el resentimiento esta escena se desvaneció.

Seis años después, en Nueva York, Minori me invitó a un karaoke. Él alabó mis rendiciones de “Nothing Compares 2 U” y “No More ‘I Love You’s'” y yo quedé boquiabierta con las notas que alcanzaba en quién sabe qué canción de visual-kei. Mi extrañeza y admiración ante su rango vocal me avergüenzan un poco ahora que recuerdo que su voz cantante no era ningún misterio para mí. Supongo que yo quise hacer de él un completo desconocido tras romper con él, pero bajo las luces de Times Square supe que éramos los de siempre. Muchos años y un amor después, pero los de siempre.

Una madrugada sentí cómo me cubría con una cobija mientras dormía en su sofá, el cual ocupé para mantenerme alejada de él. Aún no nos entendemos, o al menos yo opté por no volver a entenderlo a él, pero aún ante mi mala cara me ofreció el trozo de pizza con más camarones mientras llegaba la hora de ir a encontrarme con Mer.

[ At Your Best — Sarah Blasko ]

Transporte interrumpido

En una página de noticias hay una foto de un chino dormido en un bus ilustrando la noticia de treinta chinos ilegales que atraparon mientras viajaban de sur a norte. No sé cómo esperan que uno tome en serio la noticia con semejante imagen acompañándola. Me hace pensar en los paseos de colegio en los que todo el curso le toma foto a la persona que se queda dormida con la boca abierta en el bus. Al menos el chino la mantiene cerrada.

Hablando de medios de transporte y gente que cogen por sorpresa, el lunes estrellé la bicicleta. Iba en un camino bastante transitado cuando de la nada salió un tipo en una de esas bicis de rueditas chiquiticas. Crash. El ruido fue formidable. Mi mandíbula fue a parar sobre la cabeza del tipo y una pierna se me quedó enredada entre la maraña de varillas. Curiosamente no hubo sangre, pero sí muchos morados que aparecieron días después en lugares donde uno jamás espera cambios de color.

Cuando intenté seguir mi camino tras las respectivas fórmulas de cortesía—¿Está bien? Sí, estoy bien. ¿Está bien? Sí, estoy bien. Lo siento. No, tranquilo, tranquilo—, noté que la rueda delantera estaba trabada. La pastilla del freno (o como se les llame en el caso de las bicicletas) se le había incrustado. Me tocó asegurarla, dejarla tirada en el pasto y seguir caminando. Después de clase la arrastré a la tienda de bicicletas más cercana, donde una pareja de ancianos displicentes se negaron a estimar el costo del arreglo, alegando que era carísimo y que requería dinero (“Dinero. ¿Entiende?”). En un suspiro resignado pedí que me dejaran llevarme la bicicleta, convencida de que tendría que arrastrarla miserablemente ante su mirada de “jaja-eso-te-pasa-por-invadir-nuestro-país-maldita-gaijin-del-demonio”. La dejaron en la calle, donde noté que de nuevo rodaba y que si la montaba no se desbarataba, así que seguí mi camino normalmente—sólo que sin frenos.

Aquí tengo dos opciones: decir que si no vuelvo a escribir pronto ya saben lo que pasó, o contarles la verdad. Hoy o mañana iré a pedir una segunda opinión en el lugar donde me la vendieron. Espero que en el peor de los casos me devuelvan parte del dinero, y si no igual saldré con una bicicleta nueva… a ver qué tanto aguanta esta vez.

Me pregunto si el chino de la foto sabe que está en los periódicos. No lo creo. ¿Estaría soñando con China cuando lo despertaron los destellos de la cámara?

[ Violet Hill — Coldplay ]

天国の思い出 (I)

Hace tiempo me dio un dolor de estómago insoportable. Ocurrió mientras sacaba la visa japonesa. Al salir de la embajada, pensando tontamente en mis (ya inexistentes) responsabilidades académicas decidí aguantármelo y volver a la universidad. Como el dolor aumentó en vez de cesar cuando intenté distraerlo haciendo tareas en alguna mesa del edificio Au, tomé un Transmilenio de regreso a casa. En el camino—que se sentía eterno—llamé a mi madre para contarle mi entuerto y busqué mis llaves para tenerlas listas al arribo, pero cuál no sería mi sorpresa al tantear entre la maleta y darme cuenta de que las había dejado olvidadas. Desesperada, llamé a Himura. Varios minutos después—pero muchos menos de los que me esperaba—, el estudiante de física me encontró sentada con las piernas cruzadas en el antejardín de mi casa. Entonces tomó mi maleta y me la hizo usar como almohada, cubriéndome con su saco a modo de cobija y evitando que el sol me diera en la cara haciéndome sombra con su propio torso. Así permaneció hasta que llegó mi madre a abrir la puerta.

[ Miss Halfway — Anya Marina ]

Cortlandt Street-World Trade Center

Con la intención de pasar un rato buscando rebajas en Century 21, Minori y yo entramos a la estación de subterráneo del Rockefeller Center. Tras observar el mapa de rutas, Minori me encomendó la tarea de despertarlo cuando llegara la hora de bajarnos, en Cortlandt Street.

Las estaciones se adivinaban todas iguales bajo la tierra, todas oscuras cavernas de acero con direcciones en letra Helvetica y sus nombres en mosaico. Minori había desistido ya de apoyar su cabeza sobre mi hombro y descansaba contra un vidrio fisurado. Mientras tanto, yo sacaba Combos de mi cartera, uno por uno hacia mi boca. De repente el tren redujo su velocidad y, después de pasar una larga hilera de cinta roja de peligro, pude divisar a través de la ventana los remanentes de lo que alguna vez fuera una estación de subterráneo. Barandas desprendidas de sus escaleras y galletas de cemento con baldosines blancos yacían en el suelo. En una pared, como recuerdo de lo que otrora constituyera aquel polvoroso rompecabezas, aún permanecía el mosaico: “Cortlandt St.” Era una visión siniestra e inexplicable. “¿Y si en cualquier momento se nos cayera un montón de escombros en el camino y quedáramos atrapados como en las películas?”, pensé inocentemente.

Salimos a la luz en Rector Street, cerca del edificio de la Bolsa de Nueva York. Confuso, Minori pidió una explicación.
—No pudimos bajarnos en Cortlandt porque la estación se ve como después de la guerra—, bromeé.

Tras caminar unas cuantas cuadras, encontramos un gran vacío azul en medio de los rascacielos. A nivel del suelo, una cerca gigantesca y un par de grúas daban fe de la hercúlea labor que suponía llenar aquel vacío.
—¿Este es… el lugar?—pregunté, entre temerosa e incrédula.
—Este es. Cuando vine con mi padre, en 2003, él dejó flores al lado de la cerca.

Retiré la vista de aquel angustiante abismo en el cielo. Justo al lado había una entrada clausurada: Cortlandt St.

[ A Matter of Trust — Billy Joel ]

Hacia el centro de Santa Marta

El conductor de la buseta nos vio avanzar a paso lento hacia la carretera. El cielo era de un azul pastel deslumbrante, de esos cuya cualidad blancuzca deriva precisamente del sol picante que los gobierna. Acostumbrados al afán bogotano, le dimos un vistazo desesperanzado y continuamos la marcha.
—¿Van al centro?—preguntó el conductor.
—¡Sí!—exclamamos con ojos brillantes.
—¡Al centro!—repitió a modo de invitación, provocando que cambiáramos nuestro ritmo cansado por una carrerita.

A pedido de una señora cuyo disgustado acento la delataba como forastera, el bus desistió de modificar su ruta y se metió por una callecita estrecha. No contenta con que su deseo hubiera sido satisfecho tras someter a todos los pasajeros a un discurso sobre por qué mantener los trayectos establecidos, la mujer se deshizo en improperios contra los partidarios de la abreviación del trecho. Poco después se bajó frente a una tienda, pero desde el andén siguió repartiendo insultos. Entonces los ocupantes del bus se lanzaron a chiflar, ulular y gritarle “¡loca! ¡loca!” con visible deleite. Segundos después de que la turba se hubiera apaciguado, se oyó un comentario quedo sobre los cachacos y su extraño modo de pensar.

En el antejardín deprimido de una casa, una anciana aprovechaba el desnivel para usar el andén de la calle como almohada y dormir plácidamente. “Qué vida, ¿no?” comentó el ayudante del conductor desde la puerta de la buseta. La señora hizo un gesto apacible, se acomodó y siguió durmiendo.

Después de seguir un par de meandros, el bus emergió de nuevo en la carretera y continuó su camino entre los cactus y los balnearios. Un infante detrás de nosotros seguía una lancha remolcada desde su ventana, anunciando con un emocionado “¡baco, baco!” cuándo la podía ver y un sosegado “ya” cuándo no. Pronto desapareció el paisaje semidesértico y nos vimos rodeados de concreto hirviente y colectivos repletos. No pasaría mucho tiempo antes de bajarnos cerca de una intersección de puentes conocida como el “puente araña”. Horas después, al regreso, mi madre se lo mencionaría a un taxista como “el pulpo”.

[ Un jour, un enfant — Frida Boccara ]

Instrucciones para el padre de mis hijos

  1. Los niños no escucharán nada relacionado con “el efecto Mozart”. Si Mozart ha de sonar en la casa, que sea porque constituye parte del gusto musical común.
  2. Tampoco escucharán versiones infantiles de los clásicos del rock. Hasta ahora nadie ha desarrollado un trauma por conocer a Queen demasiado temprano pero creo que más de uno, niño o adulto, lo hará si todo el día está oyendo dirín dirín dirín.
  3. Las paredes son para rayarlas. Se comprarán rollos de papel craft y se usarán en los pasillos y las habitaciones de los niños.
  4. No se les obligará a matricularse en actividades extracurriculares ni cursos de vacaciones. Si el niño no quiere jugar fútbol, no quiere jugar fútbol. Si la niña no quiere bailar ballet, no es el fin del mundo.
  5. Se les llevará a lugares extraños, laberínticos y sicodélicos. A raíz de la desafortunada remodelación de Colsubsidio de la 26, se meditará profundamente alrededor de este tema con suficiente antelación.
  6. A la niña se le permitirá jugar con carritos y al niño con muñecas. Lo que decidan después es cosa de ellos.
  7. No habrá fiestas de 15. Entiéndase por fiesta de 15 aquella en la que figuran cisnes de hielo, tronos de satín y encaje color curuba, ceremonia de cambio de tenis a zapatos de tacón, declaraciones alusivas al paso de niña a mujer y los temas “Mi niña bonita” y “El camino de la vida”.
  8. No se tomarán fotografías de los niños desnudos de la cintura para abajo. Evitémosles futuros sonrojos frente a amigos y familiares. Todo o nada.
  9. Ninguna pregunta será juzgada demasiado tonta. Si no sabemos la respuesta, la averiguaremos juntos.
  10. Se privilegiará el absurdo por sobre todas las cosas. Las conversaciones normales y la seriedad no serán el fuerte de nuestra familia.

[ Amor cibernético — Mariflorcita del Perú ]

La rénovation de la memoire

Un día me desperté con el recuerdo de una bicicleta parqueada a un costado de la plaza central de Villa de Leyva en una tarde lluviosa. Pese a que había pasado mucho tiempo desde aquel instante, mi boca aún conservaba el sabor de un pie de guayaba bajado con tinto. Entonces decidí que era hora de renovar la memoria, de convertirla en un nuevo conjunto de reminscencias con las cuales sentir el paso de la brisa sobre los tejados y las copas de los árboles en Tsukuba. Pagué una cantidad exorbitante de dinero a un ente desconocido y me senté sobre el futón a esperar.

Los días se sucedieron, no como en las películas donde las sombras de los rascacielos giran como cabezas haciendo un ejercicio de calentamiento de cuello mientras sus entrañas se llenan de minúsculos destellos, sino con la lentitud de lo inconmensurable. Las tardes bañaban los árboles de una inexplicable tinta ambarina que lentamente se iba colando entre los resquicios de la tierra hasta apagarse por completo. Nadie podía garantizar que el día siguiente no fuera la repetición en cámara lenta del anterior.

No obstante el ocasional desespero, el tiempo supo seguir su marcha certera. Ahora hay un maletín negro en una esquina de mi habitación. Es como una pequeña versión petrificada de mí misma, aguardando con las piernas cruzadas, un codo sobre la rodilla y el mentón sobre la palma. Voy a cerrar los ojos un rato. Cuando los abra me veré arrastrándolo escaleras abajo, por sobre el andén irregular, cruzando una calle y luego otra, hacia la parada de bus. Ese será el día más largo del año, durmiendo la tarde para abrir los ojos nuevamente en la mañana—una nueva oportunidad de comprobar que estoy viviéndolo, de subrayar aquella fecha en la que la noche sólo habrá caído cuando del otro lado de un vidrio lejano vea un par de ojos chispear de súbito al encontrar los míos. Entonces la renovación de los recuerdos habrá comenzado.

[ Into the Mystic — Van Morrison ]

La hora de Jeff Goldblum

En este momento no me puedo concentrar en nada. De por sí escribir representa un esfuerzo enorme por mantenerme en un solo sitio en vez de bailar una canción graciosa de Aleks Syntek. De todos modos estoy asintiendo rítmicamente, aún si ya no es Aleks Syntek sino Marco Antonio Muñiz el que me hace menear mi cabello recogido en una cola de caballo.

La historia que me dispongo a relatar tiene que ver con un dato sobre mí misma que había olvidado hace tiempo y tuve que recordar a la fuerza en el peor momento. Oh sí, no es más que una anécdota de reunión, uno de esos sucesos que no tienen mayor importancia que su cualidad humorística al momento de narrarlos. Si se acompaña con muecas y grandes gesticulaciones, aún mejor.

Pues bien, queridos radioescuchas, entro yo a contarles—vaso en mano—cómo el mediodía de hoy salí de mi primer examen del semestre, dispuesta a pasar el receso de almuerzo sumergida (y si no, al menos vadeando) en los textos necesarios para el siguiente. Como no había comido nada desde hacía ya varias horas, tuve la brillante idea de tomar algo lácteo para aguantar hasta salir de clase y así no pagar todo un almuerzo, ya que al fin y al cabo tenía más nervios que hambre. En la máquina expendedora de bebidas en el pasillo había un producto nuevo: “Cappuccino con canela. Dos veces más sabor y polifenol”. Sin lograr entender aún cuál es la obsesión de los japoneses con el polifenol, abandoné la idea de la cocoa helada de siempre y vacié el contenido de la lata sin pena ni gloria. Luego contesté el mensaje de un sempai que me invitó a cenar anoche y le di un último vistazo al dibujo de una mujer desnuda con cabeza de cisne que hice en alguno de aquellos momentos insufribles de la clase. A juzgar por la cantidad de intentos de figura humana en mis notas, este no ha sido un buen comienzo de año escolar.

Cuando sonó el timbre me encontré con un examen de libro abierto: podíamos disponer de copias y notas a nuestro antojo. Las hojas de respuesta circularon por el salón y se dio inicio a la prueba. Entonces sucedió lo que jamás esperé… o que podría haber previsto de haber dado un pequeño y oportuno vistazo al pasado:

Tengo un recuerdo de mi clase de francés en un salón del edificio R en Los Andes. Era justo el salón que tiene a la entrada el letrero de madera de la fábrica de sombreros que antiguamente albergaba. Al frente se encontraba en esa época un Oma y un buen día se me ocurrió tomarme un tintico antes de clase. Tal vez lo acompañé con torta de mora, tal vez no. Hasta entonces yo me preciaba de sufrir una curiosa reacción al tomar café: en vez de despertarme, éste me adormecía. Sin embargo, en esa precisa ocasión la cafeína decidió surtir su efecto normal, inclusive exacerbado. Exageradamente alerta y activa como Jeff Goldblum en La mosca, no pude concentrarme en toda la clase. Este estado no duraría mucho, pues apenas terminó la clase y me embarqué en un Transmilenio caí en un pesado sueño, como si alguien hubiera halado de mi ánimo hasta convertirlo en una cuerda tensa y de pronto la hubiera soltado.

Volviendo al día de hoy, les pediré que llamemos al siguiente espacio La hora de Jeff Goldblum, con Olavia Kite como artista invitada. Observamos un grupo de estudiantes sentados en viejos pupitres llenando calmadamente una hoja más bien grande. El obvio silencio se ve interrumpido abruptamente por un chirrido. Luego viene un golpe, seguido del aleteo de una hoja de papel que intenta planear infructuosamente. Inmediatamente buscamos la fuente del desorden: el salón se encuentra aparentemente ocupado por japoneses cautelosos a cada lado. Ah, el centro, cómo olvidarlo. La extranjera del curso. Jorobada y ladeada frente a una mesa coja, Olavia acomoda una y otra vez sus piernas demasiado largas enfundadas en ridículas medias pantalón de tie-dye. Al mismo tiempo la mitad superior de su cuerpo intenta tomar unos papeles, tan sólo para dejarlos caer pesadamente. Sus manos de motor eléctrico abusan de un portaminas y un borrador, trabando el primero y partiendo el segundo. Las hojas no dejan de caer a su alrededor. Pronto al efecto estimulante se agrega el diurético, completando así la transformación de la Srta. Kite en un ser que se retuerce en su puesto mientras lucha contra objetos que no puede sostener e ideas que no se aclaran del todo en su cabeza. Hela ahí, reducida a una patética imitación de las primeras etapas de un personaje repugnante del cine ochentero.

El timbre suena: la hora se ha acabado y hay que deshacerse de la hoja de respuestas. Si Olavia lograra correr al baño una vez terminara su labor, ¿desaparecería el temible ser que parece invadirla? A juzgar por la siguiente clase, no. La estudiante habla como si estuviera dictando un telegrama y se ríe demasiado duro. Quién sabe hasta cuándo durará esta presencia desagradable, esta poco desarrollada posesión artrópoda.

El círculo en el que Olavia prometía una buena anécdota se ha venido reduciendo: el vaso que trae contiene café y lleva más de media hora tratando de llegar al punto de una tonta historia sobre sus exámenes. Con risas fingidas o sinceros y secos “qué mal” se van alejando y la dejan preguntándose por qué en esta ocasión el suplicio no termina rápido y de sopetón como aquel día en Los Andes, por qué las manos invisibles del actor-insecto imaginario no sueltan la cuerda de una buena vez.

[ Feel So Free — Ivy ]