A veces sucede que transcurren días enteros sin intercambiar palabra con ser humano alguno. No es que uno así lo decida, simplemente ocurre. Uno permanece en el apartamento viendo cambiar el color del cielo y pasa del futón al computador, del computador al baño, del baño al armario, del armario a la cocina y de ahí de vuelta al computador. El teléfono tampoco se hace oír y queda olvidado entre los pliegues de alguna cobija.
En esos días a uno se le olvida que tiene voz, llegando incluso a sorprenderse con el sonido quedo de un “¡au!” tras un golpe. ¿Qué harán las otras personas mientras uno deja pasar así las nubes y la vida? El eco de la pregunta ni siquiera retumba durante mucho tiempo; las otras personas simplemente no existen. El apartamento es una especie de estación espacial de un solo tripulante que funciona a las mil maravillas siempre y cuando haya comida en la alacena. Ante el descubrimiento de la nevera vacía (o llena de accesorios que de por sí no constituyen una merienda) no queda otro recurso que emprender una expedición al combini.
Salir a la calle no remedia la situación: las aceras se encuentran completamente desiertas y el camino al combini no revela mayor cosa—a lo sumo un auto, tres bicicletas raudas y un montón de hojas secas. La cajera pronuncia un par de fórmulas de cortesía que no se pueden considerar elementos de una conversación y a cambio uno a lo sumo masculla un gutural “gracias” que se perderá entre la abominable música que impera en el recinto. Al regreso, nada habrá cambiado.
El único indicio de un intercambio de ideas durante la temporada de aislamiento se da en Internet. Un leve zumbido basta para que uno abandone cualquier actividad y salte al escritorio como felino a su presa, como si uno hubiera estado monitoreando el radiotelescopio que hay a la salida del barrio y esta fuera importante evidencia de la existencia de vida fuera de Tsukuba. Desde el otro lado del planeta—o del sistema solar, da lo mismo—alguien anda desvelado y al no hallar otro interlocutor disponible recurre al único nombre que titila en la lista de conectados. Cómo estás, qué has hecho: la estación especial flota en medio de los arrozales y las respuestas—bien, nada, aquí, y tú—cruzan raudas los océanos. Desde allá mandan a decir que acá uno lo tiene todo porque este país es este país y no el que figura en el pasaporte y que no creen en la tal soledad de la que uno tanto se queja. De este lado un grillo salta sobre un escalón del pasillo, produciendo un ruido sordo sobre el concreto, como si estuviera hecho de papel plegado.
Tarde o temprano la conversación muere (falsa alarma: en el vacío no hay más que ausencia) y una vez más uno se encuentra observando con excesiva atención la leve formación de hongos en el cielorraso sobre el aire acondicionado. Pronto será hora de comer. Luego el sol se pondrá y será mejor dormir, dada la inutilidad de la penumbra. Nada que hacer. Hay días así.
[ Destination Vertical — Masha Qrella ]