El universo isotrópico y homogéneo

¿Qué puedo decir que no se haya dicho ya? Todo, pues nada se profirió; fueron tantos los silencios… Mis dedos trastablillan en el teclado buscando palabras jamás pronunciadas, buscando ojos y labios y manos inmersos en tinta negra, el buceo que culmina a orillas de una espalda.

Podría decir que le prometí que no escribiría mis observaciones sobre él, las escasas que le di frente al hotel en Medellín esa tarde, las que se fueron acumulando con el pasar de los días. No escribiría sobre cómo frunce los labios cuando se ríe, como tratando de contener el estruendo, o sobre cómo en mi mente él siempre tiene esa barba rala que me encantaba acariciar mientras él cerraba los ojos. No escribiría que temo olvidar el sonido de su voz.

Decir que estallábamos en carcajadas que eran como bandadas de palomas asustadas, que me habría gustado tomarle muchas más fotos—¡aún a sabiendas de que su mirada profunda nunca quedó perfectamente replicada en pixeles!—, que se burlaba de mi elección de vocabulario al hablar, que me quedé embelesada viendo con un solo ojo la instalación de su presencia solitaria en una galería vacía del Museo de Antioquia.

Pero nada de eso saldrá de mi boca. En silencio (aunque sonrientes) hemos retornado a nuestras respectivas galaxias distantes, luces antiquísimas que él entiende y yo solo atino a imaginar. Tal vez un día el radiotelescopio a la salida de mi barrio en Tsukuba capte una señal que me motive a soñar con un párrafo nuevo después de este punto final.

[ Hu Hu Hu — Natalia Lafourcade ]

Jesca Hoop, Seed of Wonder

Tengo un amigo. Un amigo de coincidencias y libros y puntas de loma en tardes soleadas. Tal vez es más que un simple amigo—no lo sé a ciencia cierta; podría condensar todo el conocimiento que tengo sobre él en poco más de cinco días o expandirlo a unos seis años de silencios esporádicamente interrumpidos. Entre esos silencios suelen colarse fragmentos maravillosos de música. Esta historia tiene que ver con uno de aquellos fragmentos.

Hace unos años, cuando llevaba poco tiempo viviendo en un lugar donde nada me pertenecía, encontré un post en el blog del personaje en cuestión. Era una cita del New York Times donde se hablaba de una cantante recién descubierta cuya música sonaba “como si proviniera de un país imaginario y ella cantara en el inglés acentuado de aquel país”. En esa época Jesca había sido invitada al programa de Nic Harcourt, “Morning Becomes Eclectic”, famoso por haber puesto al aire a Norah Jones y Coldplay antes que todos los demás. Movida por la curiosidad (y por el insoportable silencio de la biblioteca), me las arreglé para bajar las únicas dos canciones que la cantante ofrecía gratuitamente en su página.

Y entonces sonó “Enemy”.

Si existe una manera de describir lo que oí ese día, para mí sería un largo hilo plateado y turquesa fluyendo lentamente, un río de lentejuelas bajo el sol que se cuela a través de las ramas. Cada canción es como una ventana a un paisaje diferente, una serie de atardeceres en un viaje surreal. A veces hay olas que chocan frenéticamente contra acantilados azotados por gaviotas, un caos que surge de la nada para luego retornar a la calma. Como Björk o Regina Spektor, Jesca Hoop no parece seguir más lineamiento que su propia inspiración para dar forma a su voz, con un resultado que a mí aún después de todo este tiempo no ha dejado de erizarme.

Jesca Hoop podrá no haber saltado (aún) al estrellato que les sonrió a Chris Martin y a Norah Jones hace unos años, pero ahí está—su voz deslizándose por entre los resquicios del silencio, una música que es como nadar en un lago de noche (Tom Waits dixit). Yo todavía recuerdo mi primer encuentro con ella, con aquel caudal pequeño y chispeante que me atravesó por completo. Y entonces, inevitablemente, lo recuerdo a él.

Remember the Time

Cuando mi mamá vivía en Nueva York, Michael Jackson era solo un niño—un niño que tenía boquiabierto a todo el mundo con su voz. Era desconcertante ver a alguien tan pequeño apoderarse así del escenario. Entre el trabajo, las clases de inglés y las salidas a vitrinear, mi mamá (quien aún no era mi mamá) andaba fascinada con ese muchachito.

El tiempo pasó. Mi mamá volvió a Colombia, se graduó, se casó y me tuvo. Mientras yo crecía con un cuaderno en el piso y un esfero en la mano ella ponía en el tocadiscos “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, canción que aún tiene la facultad de transformarla en una máquina de bailar y cantar. Luego llegó mi hermanita a presenciar el mismo ritual, y así terminó pidiendo el HIStory de regalo años después. Nos emocionaba el video de “Black or White”, pero el de “Earth Song” no nos gustaba tanto porque nos hacía llorar.

En mi casa Michael Jackson siempre ha sido un tesoro musical inmarcesible. Sin importar las desconveniencias de su vida privada ni el misterio en el que se convirtió su piel, para nosotros nunca dejaría de ser aquel chico sonriente y bailarín enfundado en trajes algo estrambóticos. Su música era lo único importante, y nunca entendimos por qué la gente había olvidado eso tan rápidamente al ir en pos del fenómeno de circo en el que se había convertido.

Hoy mi hermana me habla desde Argentina, triste. Me habla de “Black or White”, del HIStory, de mi mamá. Nos preguntamos si ya se enteró, si en Cuba ya lo saben. Me gustaría haber podido decírselo directamente, me habría gustado estar ahí con ella. Ahora tendremos que ignorar no solo que la vida de Michael Jackson ha cambiado, sino que además acabó, y mantenerlo sonriente y bailarín en la memoria, en cada canción que pongamos.

Buen día, señor boticario

Lo primero que hice al regresar a Colombia fue salir a comer ajiaco con Márquez, uno de mis mejores amigos y buen conocedor de mi adolescencia. Lo segundo fue ir a una farmacia a comprobar la existencia del misterioso boticario que se me aparecía cada noche a medianoche para hablarme de Claudine Longet y de las propiedades terapéuticas del banano.

Márquez parqueó su auto justo enfrente de un escaparate lleno de perfumes, una tienda con el techo rebosante de mercancías de plástico que un sujeto de camiseta morada intentaba bajar trepado sobre una butaca—o tal vez eran unas escalerillas, no me fijé. Era una camiseta morada con gafas de marco negro grueso. La pinta estaba tan fuera de lugar que tenía que ser él.

El plan de acción era pasar frente a la puerta, detallarlo brevísimamente y emprender la huida. La coartada: mi celular sin minutos. Seguro en la papelería del lado venderían tarjetas prepago. Buenas, ¿tiene tarjetas de celular? No, pero en la droguería sí hay. Rayos. Márquez se retiró grácilmente.

En el viejo local, sola en mi ridícula empresa, me aproximé a un hombre de bata blanca y le hice mi pedido. De inmediato él llamó el nombre de mi otrora interlocutor nocturno. Oh, no. Entonces sentí una mano en mi brazo, y frente a mí pasó una sonrisa completamente nueva, aunque sus ojos expresaban haberme visto mil veces ya. Con tono socarrón me preguntó por mi supuesto acompañante. Reparé en su barba dispareja. La tienda se llenó.

Una pareja pidió la insólita combinación de Aciclovir y condones. Aguanté la risa frente a una estantería llena de camioncitos mientras el boticario explicaba la diferencia de precios entre el Aciclovir de marca y el genérico y le entregaba a la pareja una caja repleta de preservativos de todas las variedades para que escogieran. En algún punto del intercambio con los clientes él sacó un libro y me lo mostró—La insoportable levedad del ser, de Kundera. No recuerdo con qué gesto contesté, supongo que sonreí. “No te vayas”, me dijo. Me quedé un rato más, mirándolo de reojo. Nunca dejó de parecer un librero invitado a atender una farmacia por un día.

Finalmente, frustrada por la afluencia de clientela y la imposibilidad de sostener el más ligero asomo de conversación, tuve que regresar al carro de mi amigo. El boticario me dio un abrazo más bien guango y me fui.

Las probabilidades de volverlo a ver serían mínimas. Tarde o temprano su voz perdería claridad y cuerpo—se aplanaría hasta quedar convertida en simples palabras escritas. El rostro a medio afeitar, la sonrisa pícara, la mirada tímida, se diluirían pronto en el olvido.

¿O no?

[ Until It’s Time for You to Go — Claudine Longet ]

Baile Átha Cliath

La otra noche soñé que me disponía a viajar a Bogotá con una compañera de clases de Brunei. Ya iba llegando al aeropuerto cuando me enteraba de que mi vuelo no arrancaba desde Narita: lo haría desde Dublín.

¡Dublín!

¿Y cómo diablos iba a llegar yo a Irlanda? Jugueteaba con la idea de tomar un ferry, pero al parecer lo más sensato era tomar otro vuelo.

El problema del nuevo tiquete se resolvía rápidamente: un avión con puestos estaba a punto de salir. Pero entonces recordaba—¡no tenía visa! Sin visa no habría transbordo y sin transbordo no habría Bogotá. Para colmo, la bruneyana abría la bocota para expresar extrañeza puesto que a ella nadie nunca le había pedido una visa. “Sí, pero es que el mío es un país pobre”, replicaba yo con ganas de formar una L y una J con el índice y el pulgar de cada mano, ubicarlas alrededor de su cuello y convertirlas en paréntesis cada vez más cerradas.

Entonces caía en cuenta de una cosa más, como si fuera poco: se me había quedado el pasaporte en el apartamento en Tsukuba. La idea de salir corriendo a la embajada irlandesa a tratar de obtener una visa instantáneamente se iba desvaneciendo, y mi resignación me llevaba a salir del aeropuerto hacia las calles de Tokio, sobre la bahía. De repente, ya no era la niña de Brunei quien me acompañaba, sino Azuma. En la vida real esto constituiría un gran consuelo, pero en el sueño ella simplemente me decía que quería ir a un centro comercial en Odaiba. Desde donde estábamos paradas se veía gigantesco y tentador al otro lado del mar, pero la angustia y el desánimo me invitaban a abstenerme de abandonar la empresa de regresar a casa por pasar todo un día vitrineando y jugando Taiko no Tatsujin. De todas maneras alcanzaba a meditarlo un rato—antes de despertarme con el corazón en la mano y la certeza de que nadie iría a ninguna parte, mucho menos a Dublín.

[ So Easy — Röyskopp ]

Never Can Say Goodbye

Ayer Yin, Azuma y yo fuimos a Shimokitazawa en Tokio en busca de un vestido que necesito para la próxima semana. Fue una búsqueda algo ardua pero afortunadamente fructífera pese a lo específico de mi pedido.

Estábamos volviendo ya a la estación de tren cuando notamos que en la calle había mucha gente congregada en torno a la vitrina de una tienda: estaban absortos viendo un video de Michael Jackson.

[ Don’t Say Goodbye Again — Michael Jackson ]

Bloomsday

I've Been Meaning to See You, But I Got Trapped in a Dream

Pudo haber soñado cualquier cosa. Pudo haber sido de nuevo el inexplicable fantasma de su amiga muerta sentada en el sofá. Pero ahora sus ojos estaban abiertos y ya no recordaría nada. Un día nublado. Lo primero que se ve siempre es la ventana—corrección: un borrón. Las gafas están a un lado, tal vez en el piso, tal vez sobre un libro, tal vez camufladas entre una maraña de cables.

El día tarda en empezar, pero las horas transcurridas entre el computador, el futón y la guitarra son infinitas. Olivia Ruiz. Un rato eterno se va escrutando una bolsa de marañones. Qué curioso que estas sean las semillas de una fruta que crece justo debajo de estos riñoncitos. Hay marañones planitos, mitades abandonadas. Otros están completos y son gordos. Tres episodios de Daria. El gran almuerzo de hoy: arroz con marañones. Arroz con furikake sabor a ajo y marañones. Y una taza de yujacha. Mientras restregaba el calentador de agua de la cocina con una esponjilla jabonosa podía oír un eco metálico reprochándole el opíparo banquete de un tazón de arroz con marañones comprados en una feria callejera el mes pasado, comparado con—algo peor. Siempre hay algo peor, porque es ese país y no este. Concurso de miserias. Permanece lo dicho, pero su voz se ha desvanecido. La de Sandra, fallecida hace años, suena clara como una campana de verano desde esa noche, pero la de él se ha evaporado, dejando apenas el residuo granuloso de las palabras.

Vaya, el momento más emocionante de mi día. Diez minutos antes de la hora de partir, el cierre de la falda se ha enganchado en las medias pantalón y ahora hay un hueco a la altura del trasero. Y aquí no venden medias pantalón para mí, el compás humano. El momento más emocionante de mi día. La aventura. La búsqueda del esmalte más barato de la colección—una aguatinta color verde limón—, la paciente aplicación del mismo en derredor del agujero mientras se escucha el portugués más bogotano de la vida en un video de Internet. Si es portugués de Portugal no debería entender tanto, ¿verdad? Una cara familiar. Él sí está hablando portugués y no portuñol. Me gusta el verbo “ficar”. Nunca he leído a Pessoa. Se imaginó informándole eso al desapegado boticario que recomienda bananos para el mal genio, una mesa metálica redonda en medio de los dos.
—Nunca he leído a Pessoa.
Sobre la mesa hay granitos de azúcar.

En el parqueadero estaba la gata Kiku observando a su novio El Rubio desde el calor de una moto. Algunos están plácidos y felices. Algunos tienen a alguien a quién observar largamente desde un lugar alto y cálido. Ya rodando en la bicicleta, rodeando un árbol, reflexionaba sobre los dieciséis de otros junios. Las raíces habían levantado breves ondulaciones que ella nunca esquivaba. Para eso es una bici de montaña. La falda al vuelo sobre la bici de montaña.

La clase fue un largo bloque de tiempo muerto. Su cabeza jamás estuvo allí. Sin embargo, la aparición de Hazuki marcó el verdadero comienzo del día. Su blusa de colores parecía sacada de otra década, pero se veía impecable. Bella. Y una vez más, la niña que usa shorts ridículos llegó al salón. Miradas de complicidad contra la moda japonesa. Cuánta alegría le daba poder tener miradas de complicidad con ella. Juntas salieron del salón y partieron en dirección de Frijol, el restaurante mexicano. Como estaba cerrado, siguieron hacia Kuraudo, el restaurante de okonomiyaki. Mientras esperaban, Hazuki sacó un sobre de su maleta.
—Tu cumpleaños es en julio. Como no nos vamos a encontrar, te traje un regalo.
—¿En serio?
Su rostro se iluminó. ¡Un regalo! ¡De Hazuki! ¡De cumpleaños! ¡Se acordó! ¡Me quiere! Era una edición moderna con ilustraciones simpáticas de un manual antiguo chino de salud. Gracias. En serio, gracias. Gracias. Arigatou. Hontou ni, arigatou. Bajo la iluminación del recinto, el rostro de Hazuki creaba sombras hermosas. Solo su nariz se asomaba a la luz. Ella es hermosa bajo cualquier luz, pero no lo sabe, o lo sabe y lo niega. ¿No hay mayonesa? El okonomiyaki siempre sabe mejor con mayonesa. Como el último okonomiyaki que comimos en Hiroshima. La conversación se estancó en cómodos silencios. Qué llenura tan terrible, pero igual tengo ganas de sherbet de yuzu. No está caro, en todo caso. Entonces vio el fin acercándose como la pared de un cuarto de tortura. Algún día no podré verla más.

Regresó a su hogar en silencio, bajo la lluvia invisible. Mientras aseguraba la bicicleta vio a Azuma en el pasillo del edificio. Hola, estaba comiendo con Hazuki. ¿Quieres pasar? El clima no coopera. La televisión está malísima, como siempre. ¿Puedo cambiar de canal? Por favor.
—Soñé con una amiga que murió hace años—dijo de repente, recostada contra una almohada y una serpiente de peluche—. Era tal como la recordaba, la voz, la actitud… Estaba sentada en el sofá de mi casa. Era diciembre 13. Entonces llegaba Himura y preguntaba si alguien más vendría de visita. No, nadie, ¿por qué? Para mí era como un fin de semana normal. “¿Ustedes no celebran la cremación del cedro?” No, no tenía idea de que existía esa celebración. Mejor ven, te presento a Sandra. O más bien, al fantasma de Sandra.

(¿A qué viene todo esto?)

[ La saule pleureur — Olivia Ruiz ]

金曜はどう?

Pese a que aborrezco la rigidez de la vida social japonesa, he aprendido a apreciar ciertos rituales que la componen. Uno de ellos es la planeación anticipada de encuentros.

Japón es un país pionero en tecnología, pero existe cierto apego inexplicable hacia lo análogo. Los gráficos computarizados son impecables, pero los programas de televisión usan modelos de cartulina e icopor para ilustrar la información que presentan. Así pues, pese a que todos los teléfonos celulares traen calendario y alarmas, la agenda de papel es una posesión imprescindible.

Hacia el final de cada encuentro, las partes que hasta entonces venían llenando vaso tras vaso de té se inclinan hacia un lado y esculcan el fondo de sus carteras. Entonces se concentran en sus respectivas libretas y llevan a cabo un ping-pong de disponibilidad.
—¿Qué tal la próxima semana?
—La próxima semana me queda un poco difícil. ¿La siguiente está bien?
—¿Qué día?
—¿El lunes?
—Hm, el lunes estoy ocupada. ¿El miércoles?
—¿Miércoles por la noche?
—Sí.
—Sí, tengo tiempo.
—¿No hay problema?
—No.
—¿Segura?
—Segura.
Entonces la visita se da por terminada y las partes no establecen comunicación alguna sino hasta la siguiente cita, a no ser que hayan quedado de discutir algún otro detalle por mensajes de texto. La excepción son las buenas amistades, que según me dicen, se envían mensajes en una continua y lenta conversación. Creo que Alicia intentó eso conmigo cuando estudiábamos alemán juntas, pero en ese entonces yo no entendía las curiosas dinámicas de la amistad japonesa y di por terminadas muchas charlas escritas. Finalmente dejé de estudiar alemán y se acabaron las excusas para decirnos algo que no fuera “hola”.

Algunas personas me dicen que no es tan difícil hacerse amigo de los japoneses, que en estadías cortas se han hecho a un corrillo de curiosos sonrientes con los que han compartido ratos agradables. Sin embargo, vale la pena anotar que la actitud de la mayoría cambia en cuanto se enteran que uno no vino acá de intercambio sino para quedarse un buen rato (por “un buen rato” me refiero a más de un año). Entonces, tarde o temprano, la novedad se acaba y la sonrisa de bienvenida se desgasta. Habiéndose agotado el repertorio de preguntas estándar para extranjeros, la relación se erosiona y muere.

En parte no los culpo: en una sociedad donde el respeto excesivo de los límites personales ha erigido auténticas fortalezas alrededor de cada uno, establecer un vínculo amistoso es toda una proeza, aún entre ellos. La espontaneidad no existe, quedando en su reemplazo una estela de excusas tras cada reunión. No obstante, sigue irritándome que por tener uno las piernas más largas y los ojos más redondos merezca uno un trato completamente distinto. A más de uno le he escuchado eso de “no saber cómo hablarles a los extranjeros” como excusa para excluirlo a uno de toda interacción posible. Como si todos fuéramos a reaccionar igual, con nuestros tentáculos asesinos que no perdonan las intrusiones incorrectas. Nos imitan con su pelo ondulado a la fuerza y los ojos redondos de sus personajes, pero el día que se topan con nosotros frente a frente hacen corto circuito. Empero, pese a todo, no me rindo.

Probablemente el aprecio que le tengo a este ritual pese a que destila acartonamiento se debe simplemente a que presenciar la apertura de aquel librillo significa que quien tengo al frente pretende volver a verme. Armada de una cuchara y mis uñas abro agujeros en las paredes. Al otro lado una persona me sonríe, y es uno de esos rarísimos casos en los que puedo estar segura de que la sonrisa es sincera.

[ Listen — Collective Soul ]

Hämärtyä

Ya no me conoce, me estoy desvaneciendo en su mente.
No puedo verlo desde aquí—tengo los ojos borrosos.

[ Postcards from Italy — Beirut ]

Solanum tuberosum

Córtale las alas al pájaro para que no pueda volar.
Córtale las raíces a la papa para que no pueda escapar.

La papa tiene nacientes tentáculos blancos y morados. Ampútalos: la papa no puede ser más hermosa que tú.

La papa tiene ojos por todas partes. Pínchalos: la papa no debe ver más allá de lo que tú ves.

La papa, disfrazada de tierra, se esconde en tu nevera. Castígala, escáldala, borra la nebulosa que alberga en su corazón. Que su piel se deslía en desespero. Petrifícala en sal, trufilla indócil.

Domina a quien busca dominarte. El cuchillo es tu cetro; empúñalo sin temor. Ofrece un banquete en honor a tu señorío, paladea tu trofeo con fruición, y deja que una mano enguantada remueva las huellas ennegrecidas de sangre almidonada.

[ Déjate caer — Los Tres ]