A Farewell to Science

Los que me conocen ven en mí un remedo de escritora sin obras con la cabeza perdida en Alpha Centauri y el ojo (miope) incrustado en el visor de una cámara de turista japonés. Sin embargo, no siempre fue así. Alguna vez fui una niña que programaba en QBASIC y jugaba Where in Space Is Carmen Sandiego? anhelando convertirse en astrónoma cuando fuera grande. Sí, señores, sé que es difícil visualizar algo así después de tenerme corrigiéndoles la ortografía en MSN cual profesora de primaria o hablándoles de la escena del huevo cocido en Ai no corrida, pero es verdad: alguna vez existió ese tipo de Olavia Kite. Competía en las Olimpíadas Matemáticas, actualizaba en la memoria el creciente número de satélites de cada planeta—13 en Júpiter según El Tesoro del Saber (1984), 16 según Geomundo (1987), al menos 63 según Wikipedia (2009)—y participaba atenta de los arreglos del computador de la casa para luego hacerlos yo.

Sin embargo un día, a los doce años, algo ocurrió. Tuve un sueño. En él, un atractivo niño de cabello rubio cenizo y cicatrices por todas partes lloraba la imposibilidad de considerarse humano por haber sido construido con partes de diferentes cuerpos. Yo le decía que su llanto era prueba de su humanidad, y el niño me besaba. Fue un sueño tan inquietante que al despertar sentí la imperiosa necesidad de contarlo. Así pues, tomé un cuaderno y un esfero, ubiqué a mi hermanita a mi lado en la cama, y ante sus ojos dibujé todo lo que había visto en mi cabeza mientras lo narraba. Mi hermana supo entonces el destino de aquel muchachito más allá de nuestra conversación onírica, y yo descubrí un deseo febril de compartir delirios.

Se diría que ese sueño marcó una ruptura en los intereses de Olavia Kite. Las palabras empezaron a imponerse sobre los números, las posibilidades imposibles sobre los hechos. Los cuadernos se fueron poblando de personajes y frases sueltas. A los catorce años terminé de perder todo contacto con mis coetáneos gracias a la novedad de Internet y dos cuadernos Mead rayados que en dos años se convirtieron en una novela de ciencia ficción (la cual dudo que salga de la estantería de mi alcoba en Bogotá). Las Olimpíadas Matemáticas le dieron paso al Concurso de Ortografía. Dejé de hacer tareas y empecé a pasar de cualquier manera las materias que requerían tiempo para resolver problemas. Necesitaba ese tiempo para escribir.

En el último grado de bachillerato, convencida de que mi divorcio del mundo de las ciencias acarreaba consigo una irreversible amnesia, volví a participar en las Olimpíadas Matemáticas empujada por mi profesora de cálculo. Para mi gran sorpresa, saqué el mejor puntaje del colegio. Pero ya no había vuelta atrás: el daño estaba hecho y anquilosado en el alma, y yo no participaría en la siguiente ronda. Había dejado de soñar con las luces del firmamento cuando en mis pupilas mi imaginación sintió el retumbo de un nuevo big bang.

(O en otras palabras, la joven promesa de la ciencia que alguna vez se vislumbrara en Olavia Kite se había ido para siempre, dejando en su lugar un amasijo de inquietudes gramaticales con la cabeza perdida más allá de Alpha Centauri.)

[ New Resolution — Azure Ray ]

暴れだす!

暴れだす!

あぁ 胸が
暴れだす 暴れだす
誰かそばにいて
暴れだす、ウルフルズ

[ For No One — The Beatles ]

The Soulful Ulfuls

Y bueno, ya era hora de hablar de mi grupo japonés favorito de todos los tiempos: Ulfuls.

Ulfuls (ウルフルズ, en japonés se pronuncia “Urufuruzu”) es un nombre derivado de la palabra “soulful”, la cual habían visto los músicos en la cubierta de uno de sus discos favoritos. Y soulful es lo que son. Tortoise Matsumoto, líder de la banda (y a quien encuentro guapísimo), ha venido desbaratando su garganta durante más de dos décadas para hacer estallar con música los sentimientos que los japoneses suelen mantener en su estado natural de mortal silencio.

Oriundos de Osaka, estos rockeros hicieron su debut en 1990 con una canción de modesta melodía beatlesca (「やぶれかぶれ」, Yaburekabure, “Desesperación”) para ir escalando tanto en entusiasmo como en posiciones de ventas hasta convertirse en una de las bandas emblemáticas del rock japonés. En 2001 sacaron un cover de la popular canción de Kyu Sakamoto 「明日があるさ」, Ashita ga arusa, “Hay un mañana”), el cual devino en un rotundo hit que aún se canta en los karaokes, y su sencillo de 2004 「バカサバイバー」(Baka Survivor, “Stupid Survivor”) sirvió de tema principal a la serie de anime 「ボボボーボ・ボーボボ」, (Bobobobo Bobobobo—sí, eso es exactamente lo que dice).

Las canciones de Ulfuls están llenas de una energía inusual para una escena musical que no parece hastiarse nunca de los insulsos clones prefabricados de muchachitas en shorts y boy bands de robots, así como la audiencia general no pareciera hartarse jamás de tener como única aspiración de vida parecerse lo más posible al vecino o a un modelo universal de vecino. Sus letras están cargadas de reflexiones sobre todo aquello que se calla, aquellas inseguridades tan humanas que en Japón no son permitidas (「暴れだす」, Abaredasu, “Descontrolarse” es una serie de preguntas sobre quién se es y qué se siente, un clamor por compañía en momentos de angustia). ¿Cómo no enamorarse de los Ulfuls si parecen ser los únicos seres de corazón bombeante en un país de autómatas?

Por cierto, mientras escribo esto acabo de enterarme de que los Ulfuls dieron sus últimos conciertos antes de entrar en receso indefinido en Osaka en agosto 29 y 30, justo hace unos días mientras yo pasaba un horrible caso de jetlag en mi pedazo de arrozal, sumida en el sueño y mi infinita ignorancia. Con permiso, me voy a llorar.

寝坊

Ayer, con diecisiete horas seguidas de sueño, terminaron mis vacaciones. Me despertó “I Loves You, Porgy” de Nina Simone, que primero quiso asociarse con lo que venía soñando, pero luego me hizo percatar con horror de la oscuridad del recinto donde me había perdido. Tenía planeado hacer un trabajo de teoría literaria y la traducción del mes, pero nada fue porque ese día desapareció del calendario.

El calendario, por cierto, cayó estrepitosamente junto a mí y la silla en la que me apoyaba el otro día cuando intentaba cambiar la página de julio a agosto. La caída fue transmitida en vivo vía Skype a Arhuaco, un amigo al cual no sabría si catalogar como viejo o nuevo. Al parecer fue bastante aparatosa, porque a) él no se rió y b) tengo ahora un raspón en el hombro y la planta del pie aún me duele al caminar.

Supongo que le estoy dando largas al asunto de resumir este verano. La verdad es que no sé cómo hacerlo. Pasaron tantas, tantas cosas, que mi madre dice que viví en dos meses lo que no había vivido en diez. Creo que tiene razón. Veamos ahora qué pasa en los próximos diez meses, o qué se acumula para los dos meses que les sigan.

[ I’ve Been Everywhere — Johnny Cash]

Armero

En el Magdalena Medio las casas tienden a verse medio derruidas por cuenta de la humedad o no sé qué cualidad salvaje del ambiente. Todo amenaza con tragarse los inmensos esfuerzos del ser humano por asentarse en hostiles parches verdes a la vera de los ríos. En el caso de Armero, la reconquista de la naturaleza fue completa y cruelmente exitosa.

Meses después de la tragedia, según cuenta un amigo, al pasar de noche en auto por el antiguo pueblo y hacer cambio de luces se revelaban brazos emergiendo de lo que ahora era el suelo como retoños macabros de un nuevo campo de silencio. La esposa del taxista que nos llevaba cuando pasamos por ahí hablaba de cuerpos colgando de los árboles. Se habían aferrado a sus ramas pero resultaron quemados por el lodo. A orillas de la carretera hay gigantescas rocas cuya presencia solo se entiende al saber que llegaron esa noche por el mortal camino del lahar. Las miles de cruces han ido desapareciendo, ladeadas entre los matorrales como si se hubieran cansado y resignado al olvido.

Hoy en día Armero es un gran pastizal de brillante berilio gracias a los oportunistas que fueron cercando las huellas del que hasta 1985 fuera uno de los municipios más prósperos de la región. Entre las ruinas que quedan se encuentran sentados vendedores de discos piratas con documentales sobre la catástrofe, calmados como si de cualquier paraje tolimense se tratara. Junto a ellos están los árboles que se han abierto paso entre las salas, los dormitorios, los segundos pisos, las letras de pintura pelada invocando la paz y el próspero futuro de un lugar que ya no es.

Armero

Armero

Hospital San Lorenzo, Armero

[ Soledad — Jorge Drexler ]

できる、できない

Hace poco me di cuenta de que puedo hablar japonés. No muy bien, pero puedo. Bueno, se supone que eso ya se sabía desde que salí del silencio impuesto por el terror que se había apoderado de mí en Tokio. Sin embargo, también me di cuenta de que lo poco del idioma que tengo instalado ha acaparado todo mi disco duro, dejando por fuera los pedazos de francés, alemán y portugués que otrora cargara. Alguna vez en mi vida también hubo latín y chino.

En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.

El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.

Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. “Claro, vive en Europa”, pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.

No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.

[ Don’t Point, Don’t Scare It — Butterfly Boucher ]

El universo isotrópico y homogéneo

¿Qué puedo decir que no se haya dicho ya? Todo, pues nada se profirió; fueron tantos los silencios… Mis dedos trastablillan en el teclado buscando palabras jamás pronunciadas, buscando ojos y labios y manos inmersos en tinta negra, el buceo que culmina a orillas de una espalda.

Podría decir que le prometí que no escribiría mis observaciones sobre él, las escasas que le di frente al hotel en Medellín esa tarde, las que se fueron acumulando con el pasar de los días. No escribiría sobre cómo frunce los labios cuando se ríe, como tratando de contener el estruendo, o sobre cómo en mi mente él siempre tiene esa barba rala que me encantaba acariciar mientras él cerraba los ojos. No escribiría que temo olvidar el sonido de su voz.

Decir que estallábamos en carcajadas que eran como bandadas de palomas asustadas, que me habría gustado tomarle muchas más fotos—¡aún a sabiendas de que su mirada profunda nunca quedó perfectamente replicada en pixeles!—, que se burlaba de mi elección de vocabulario al hablar, que me quedé embelesada viendo con un solo ojo la instalación de su presencia solitaria en una galería vacía del Museo de Antioquia.

Pero nada de eso saldrá de mi boca. En silencio (aunque sonrientes) hemos retornado a nuestras respectivas galaxias distantes, luces antiquísimas que él entiende y yo solo atino a imaginar. Tal vez un día el radiotelescopio a la salida de mi barrio en Tsukuba capte una señal que me motive a soñar con un párrafo nuevo después de este punto final.

[ Hu Hu Hu — Natalia Lafourcade ]

Jesca Hoop, Seed of Wonder

Tengo un amigo. Un amigo de coincidencias y libros y puntas de loma en tardes soleadas. Tal vez es más que un simple amigo—no lo sé a ciencia cierta; podría condensar todo el conocimiento que tengo sobre él en poco más de cinco días o expandirlo a unos seis años de silencios esporádicamente interrumpidos. Entre esos silencios suelen colarse fragmentos maravillosos de música. Esta historia tiene que ver con uno de aquellos fragmentos.

Hace unos años, cuando llevaba poco tiempo viviendo en un lugar donde nada me pertenecía, encontré un post en el blog del personaje en cuestión. Era una cita del New York Times donde se hablaba de una cantante recién descubierta cuya música sonaba “como si proviniera de un país imaginario y ella cantara en el inglés acentuado de aquel país”. En esa época Jesca había sido invitada al programa de Nic Harcourt, “Morning Becomes Eclectic”, famoso por haber puesto al aire a Norah Jones y Coldplay antes que todos los demás. Movida por la curiosidad (y por el insoportable silencio de la biblioteca), me las arreglé para bajar las únicas dos canciones que la cantante ofrecía gratuitamente en su página.

Y entonces sonó “Enemy”.

Si existe una manera de describir lo que oí ese día, para mí sería un largo hilo plateado y turquesa fluyendo lentamente, un río de lentejuelas bajo el sol que se cuela a través de las ramas. Cada canción es como una ventana a un paisaje diferente, una serie de atardeceres en un viaje surreal. A veces hay olas que chocan frenéticamente contra acantilados azotados por gaviotas, un caos que surge de la nada para luego retornar a la calma. Como Björk o Regina Spektor, Jesca Hoop no parece seguir más lineamiento que su propia inspiración para dar forma a su voz, con un resultado que a mí aún después de todo este tiempo no ha dejado de erizarme.

Jesca Hoop podrá no haber saltado (aún) al estrellato que les sonrió a Chris Martin y a Norah Jones hace unos años, pero ahí está—su voz deslizándose por entre los resquicios del silencio, una música que es como nadar en un lago de noche (Tom Waits dixit). Yo todavía recuerdo mi primer encuentro con ella, con aquel caudal pequeño y chispeante que me atravesó por completo. Y entonces, inevitablemente, lo recuerdo a él.

Remember the Time

Cuando mi mamá vivía en Nueva York, Michael Jackson era solo un niño—un niño que tenía boquiabierto a todo el mundo con su voz. Era desconcertante ver a alguien tan pequeño apoderarse así del escenario. Entre el trabajo, las clases de inglés y las salidas a vitrinear, mi mamá (quien aún no era mi mamá) andaba fascinada con ese muchachito.

El tiempo pasó. Mi mamá volvió a Colombia, se graduó, se casó y me tuvo. Mientras yo crecía con un cuaderno en el piso y un esfero en la mano ella ponía en el tocadiscos “Don’t Stop ‘Til You Get Enough”, canción que aún tiene la facultad de transformarla en una máquina de bailar y cantar. Luego llegó mi hermanita a presenciar el mismo ritual, y así terminó pidiendo el HIStory de regalo años después. Nos emocionaba el video de “Black or White”, pero el de “Earth Song” no nos gustaba tanto porque nos hacía llorar.

En mi casa Michael Jackson siempre ha sido un tesoro musical inmarcesible. Sin importar las desconveniencias de su vida privada ni el misterio en el que se convirtió su piel, para nosotros nunca dejaría de ser aquel chico sonriente y bailarín enfundado en trajes algo estrambóticos. Su música era lo único importante, y nunca entendimos por qué la gente había olvidado eso tan rápidamente al ir en pos del fenómeno de circo en el que se había convertido.

Hoy mi hermana me habla desde Argentina, triste. Me habla de “Black or White”, del HIStory, de mi mamá. Nos preguntamos si ya se enteró, si en Cuba ya lo saben. Me gustaría haber podido decírselo directamente, me habría gustado estar ahí con ella. Ahora tendremos que ignorar no solo que la vida de Michael Jackson ha cambiado, sino que además acabó, y mantenerlo sonriente y bailarín en la memoria, en cada canción que pongamos.

Buen día, señor boticario

Lo primero que hice al regresar a Colombia fue salir a comer ajiaco con Márquez, uno de mis mejores amigos y buen conocedor de mi adolescencia. Lo segundo fue ir a una farmacia a comprobar la existencia del misterioso boticario que se me aparecía cada noche a medianoche para hablarme de Claudine Longet y de las propiedades terapéuticas del banano.

Márquez parqueó su auto justo enfrente de un escaparate lleno de perfumes, una tienda con el techo rebosante de mercancías de plástico que un sujeto de camiseta morada intentaba bajar trepado sobre una butaca—o tal vez eran unas escalerillas, no me fijé. Era una camiseta morada con gafas de marco negro grueso. La pinta estaba tan fuera de lugar que tenía que ser él.

El plan de acción era pasar frente a la puerta, detallarlo brevísimamente y emprender la huida. La coartada: mi celular sin minutos. Seguro en la papelería del lado venderían tarjetas prepago. Buenas, ¿tiene tarjetas de celular? No, pero en la droguería sí hay. Rayos. Márquez se retiró grácilmente.

En el viejo local, sola en mi ridícula empresa, me aproximé a un hombre de bata blanca y le hice mi pedido. De inmediato él llamó el nombre de mi otrora interlocutor nocturno. Oh, no. Entonces sentí una mano en mi brazo, y frente a mí pasó una sonrisa completamente nueva, aunque sus ojos expresaban haberme visto mil veces ya. Con tono socarrón me preguntó por mi supuesto acompañante. Reparé en su barba dispareja. La tienda se llenó.

Una pareja pidió la insólita combinación de Aciclovir y condones. Aguanté la risa frente a una estantería llena de camioncitos mientras el boticario explicaba la diferencia de precios entre el Aciclovir de marca y el genérico y le entregaba a la pareja una caja repleta de preservativos de todas las variedades para que escogieran. En algún punto del intercambio con los clientes él sacó un libro y me lo mostró—La insoportable levedad del ser, de Kundera. No recuerdo con qué gesto contesté, supongo que sonreí. “No te vayas”, me dijo. Me quedé un rato más, mirándolo de reojo. Nunca dejó de parecer un librero invitado a atender una farmacia por un día.

Finalmente, frustrada por la afluencia de clientela y la imposibilidad de sostener el más ligero asomo de conversación, tuve que regresar al carro de mi amigo. El boticario me dio un abrazo más bien guango y me fui.

Las probabilidades de volverlo a ver serían mínimas. Tarde o temprano su voz perdería claridad y cuerpo—se aplanaría hasta quedar convertida en simples palabras escritas. El rostro a medio afeitar, la sonrisa pícara, la mirada tímida, se diluirían pronto en el olvido.

¿O no?

[ Until It’s Time for You to Go — Claudine Longet ]