Draumur dauðans

La última vez que soñé con mi propia muerte fue en 2007. Me iban a ejecutar. Por esa época la idea de morirme de verdad no me era del todo esquiva (gracias, Ichinoya, dormitorio del demonio), pero la vívida certeza del fin derritió de golpe el hielo que se venía cristalizando dentro de mi corazón y que amenazaba con darme la suficiente sangre fría para asestarme una estocada mortal tarde o temprano. Se puede decir entonces que el sueño me salvó la vida, en cierto modo.

Existen tres o cuatro instancias anteriores a esta en las que soñé que moriría, siendo la más emocionante una en la que yo era una insurgente que luchaba contra un gobierno opresivo en un país que bien podría ser Grecia. Después de una persecución espectacular por callejones y trastiendas me aprehendían y llevaban en helicóptero a una isla-cárcel en medio de un lago. Al aterrizar yo salía corriendo, abriéndome paso desesperadamente entre un pastizal, pero una guardia me disparaba en la base de la espalda. Boca abajo la sentía aproximarse mientras el calor de la bala se extendía por mi carne. Cuando se disponía a darme el tiro de gracia en la nuca, desperté.

También soñé una vez que una babosa gigante me aprisionaba en el suelo y poco a poco aplastaba mis costillas, asfixiándome. Es angustiante saber que se perecerá a manos de una viscosa mole viviente y no hay nada que se pueda hacer al respecto. Esa vez el despertar fue paulatino: entender que no se está boca abajo sino boca arriba, no bajo un monstruo sino sobre una cama, que queda al menos otro día para andar por ahí.

No he vuelto a soñar que voy a morir, pero los sueños siguen gobernando mi vida. Así ha sido siempre: el universo de mis quimeras tiene directa influencia sobre los senderos de mi vigilia. Es por eso que he decidido consignar estas maquinaciones nocturnas a ver qué se traen entre manos. Vaya anotando, señor Jung.

[ Como cada noche — Camilo Sesto ]

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