Playera, remera, polera

Esa noche ambos llevábamos camiseta bajo la chaqueta. La de él tenía una fórmula cuya importancia nos reveló entre cucharadas de sopa. La mía, una cita de Maria Callas: “I don’t need the money, dear. I work for art.”

How apropos, n’est-ce pas?

No sé por qué de repente me acordé de esto. Creo que es porque hoy tengo puesta una camiseta del Institute of Materials Structure Science del KEK. De repente me siento slightly out of character.

[ How Now — The Jealous Girlfriends ]

Photon Factory

Hoy fui con Azuma a conocer el KEK, haciendo realidad un sueño que tenía desde… desde que me enteré de que había dos aceleradores de partículas en el pueblito arrocero que es mi hogar. Como consta en el recuento de mi primer encuentro con este instituto, el lugar me intrigaba no solo por ser una de esas monstruosidades tecnológicas que uno no esperaría ver jamás en la vida, sino también por lo sonoro de los nombres de sus dependencias—en especial una llamada Photon Factory. Pues bien, hoy estuve dentro de la dichosa fábrica de fotones. Y fue genial.

Ahora, no pregunten qué hacían una talabartera y una tejedora de nudos marineros en un centro de investigación de altas energías. Algunos dirán que lo que a mí me interesa no es la ciencia sino los científicos, pero esa es una discusión que no viene al caso. Conocer un acelerador de partículas es una experiencia de esas que uno no sabe si tuvo o no porque quién sabe en qué momento es que uno resulta con un casco en la cabeza siguiendo una circunferencia gigante de tubos y cables y mandos de todos los colores mientras un señor explica cosas que uno no entiende en un idioma chistoso. Eso, por lo general, solo ocurre en fase MOR.

Lamentablemente la mañana voló y después de tomar un par de fotos en escenarios alucinantes tuve que regresar a mi vida normal para que me pagaran por escuchar a un Tesoro Nacional de por ahí ciento ochenta años de edad cantar unas canciones alemanas que le habían enseñado en el bachillerato.

Siguiente destino: la JAXA.

All Gone, All Gone!
El último asentamiento humano se encuentra aún lejos.
Si consigues esquivar a los robots tal vez logres llegar allá con vida.

[ Across the Universe — The Beatles ]

Parlez-moi

He de aceptar que soy una persona bastante afortunada entre todas las que aterrizan en el desértico mundo de los pregrados en Tsukuba. Después de dos años y medio, la gente de mi facultad se ha acostumbrado a mi presencia, incluso la ha llegado a aceptar con cierto agrado. Ahora no es raro verlos levantar una mano para saludarme por los pasillos o sonreírme cuando me pasan hojas desde el pupitre de adelante. Nadie me ha vuelto a preguntar si vengo de intercambio o cuándo es que me largo de Japón al fin. Hoy, incluso, una desconocida se me acercó mientras le ponía candado a la bicicleta.
—¿Vas a clase de francés?—me preguntó en inglés. Sin miedo.
—Sí.
—Yo también. Vamos juntas.
(Tres hurras por mí que no recuerdo a mis propios compañeros de clase.)
Mientras esperábamos el ascensor se me ocurrió preguntarle qué tal estuvieron sus vacaciones, esperando a lo sumo un monosílabo y una cara de bochorno. Sin embargo…
—Bien. ¿Y las tuyas?
—Excelentes.
—¿Regresaste a tu país?
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Mes y medio.
—Oh, ¡casi todas las vacaciones!
Abordamos el ascensor. Yo aún mantenía la expectativa del silencio avergonzado. Pero entonces,…
—¿Cuánto tiempo tarda ir de aquí a… Colombia es que es?
Estupor.
—Sí. Colombia. Unas veinte horas.

Estaba convencida de que el intercambio llegaría hasta ahí. En serio, ya era demasiado. Pero no, no, la niña siguió mis pasos largos para sentarse al lado mío en clase. Esto era apoteósico. Y como si fuera poco—esto sigue y sigue—me propuso que hiciéramos un dúo para la presentación en francés que tenemos de tarea este trimestre (yo tenía planeado cantar sola). Al final quedé con sus datos de contacto y una sensación de qué-rayos-pasa-aquí, la cual podría haberse disipado rápido de no ser porque tras la clase una amiga de esas de saludar y despedirse decidió contarme detalles de su vida privada y me hizo consultorio sentimental. Una japonesa. A mí.

Tomo aire y hago un contraste entre el día de hoy y el miércoles, cuando vi a una estudiante de arte esconder la cabeza entre el hombro cual paloma perchada al oírme preguntarle algo para un ejercicio en grupo en mi primera clase de fotografía. Al otro lado de la mesa se encontraba sentada Azuma, lidiando con el mismo problema de fantasmagoría, tal como lo ha venido haciendo desde que nos enviaron a este lugar a mejorarnos de la pensadera. Ahí estábamos, reducidas a espejismos horríficos. Entonces me di cuenta de lo privilegiada que soy al pertenecer a Culturas Comparadas, y los sucesos de hoy me convencen aún más de ello. La facultad de arte es, indudablemente, un habitáculo para bloques de hielo.

[ Rien que nous au monde — La Grande Sophie ]

Lectura de tren

En algún vagón de la línea 1 del subway de Nueva York, Minori le pide a Olavia Kite material de lectura para el largo camino que les espera.

Olavia escarba en su cartera y saca The Feminine Mystique.

Minori abre los ojos desmesuradamente y devuelve el libro en el acto.

[ Field Below — Regina Spektor ]

A Farewell to Science

Los que me conocen ven en mí un remedo de escritora sin obras con la cabeza perdida en Alpha Centauri y el ojo (miope) incrustado en el visor de una cámara de turista japonés. Sin embargo, no siempre fue así. Alguna vez fui una niña que programaba en QBASIC y jugaba Where in Space Is Carmen Sandiego? anhelando convertirse en astrónoma cuando fuera grande. Sí, señores, sé que es difícil visualizar algo así después de tenerme corrigiéndoles la ortografía en MSN cual profesora de primaria o hablándoles de la escena del huevo cocido en Ai no corrida, pero es verdad: alguna vez existió ese tipo de Olavia Kite. Competía en las Olimpíadas Matemáticas, actualizaba en la memoria el creciente número de satélites de cada planeta—13 en Júpiter según El Tesoro del Saber (1984), 16 según Geomundo (1987), al menos 63 según Wikipedia (2009)—y participaba atenta de los arreglos del computador de la casa para luego hacerlos yo.

Sin embargo un día, a los doce años, algo ocurrió. Tuve un sueño. En él, un atractivo niño de cabello rubio cenizo y cicatrices por todas partes lloraba la imposibilidad de considerarse humano por haber sido construido con partes de diferentes cuerpos. Yo le decía que su llanto era prueba de su humanidad, y el niño me besaba. Fue un sueño tan inquietante que al despertar sentí la imperiosa necesidad de contarlo. Así pues, tomé un cuaderno y un esfero, ubiqué a mi hermanita a mi lado en la cama, y ante sus ojos dibujé todo lo que había visto en mi cabeza mientras lo narraba. Mi hermana supo entonces el destino de aquel muchachito más allá de nuestra conversación onírica, y yo descubrí un deseo febril de compartir delirios.

Se diría que ese sueño marcó una ruptura en los intereses de Olavia Kite. Las palabras empezaron a imponerse sobre los números, las posibilidades imposibles sobre los hechos. Los cuadernos se fueron poblando de personajes y frases sueltas. A los catorce años terminé de perder todo contacto con mis coetáneos gracias a la novedad de Internet y dos cuadernos Mead rayados que en dos años se convirtieron en una novela de ciencia ficción (la cual dudo que salga de la estantería de mi alcoba en Bogotá). Las Olimpíadas Matemáticas le dieron paso al Concurso de Ortografía. Dejé de hacer tareas y empecé a pasar de cualquier manera las materias que requerían tiempo para resolver problemas. Necesitaba ese tiempo para escribir.

En el último grado de bachillerato, convencida de que mi divorcio del mundo de las ciencias acarreaba consigo una irreversible amnesia, volví a participar en las Olimpíadas Matemáticas empujada por mi profesora de cálculo. Para mi gran sorpresa, saqué el mejor puntaje del colegio. Pero ya no había vuelta atrás: el daño estaba hecho y anquilosado en el alma, y yo no participaría en la siguiente ronda. Había dejado de soñar con las luces del firmamento cuando en mis pupilas mi imaginación sintió el retumbo de un nuevo big bang.

(O en otras palabras, la joven promesa de la ciencia que alguna vez se vislumbrara en Olavia Kite se había ido para siempre, dejando en su lugar un amasijo de inquietudes gramaticales con la cabeza perdida más allá de Alpha Centauri.)

[ New Resolution — Azure Ray ]

暴れだす!

暴れだす!

あぁ 胸が
暴れだす 暴れだす
誰かそばにいて
暴れだす、ウルフルズ

[ For No One — The Beatles ]

The Soulful Ulfuls

Y bueno, ya era hora de hablar de mi grupo japonés favorito de todos los tiempos: Ulfuls.

Ulfuls (ウルフルズ, en japonés se pronuncia “Urufuruzu”) es un nombre derivado de la palabra “soulful”, la cual habían visto los músicos en la cubierta de uno de sus discos favoritos. Y soulful es lo que son. Tortoise Matsumoto, líder de la banda (y a quien encuentro guapísimo), ha venido desbaratando su garganta durante más de dos décadas para hacer estallar con música los sentimientos que los japoneses suelen mantener en su estado natural de mortal silencio.

Oriundos de Osaka, estos rockeros hicieron su debut en 1990 con una canción de modesta melodía beatlesca (「やぶれかぶれ」, Yaburekabure, “Desesperación”) para ir escalando tanto en entusiasmo como en posiciones de ventas hasta convertirse en una de las bandas emblemáticas del rock japonés. En 2001 sacaron un cover de la popular canción de Kyu Sakamoto 「明日があるさ」, Ashita ga arusa, “Hay un mañana”), el cual devino en un rotundo hit que aún se canta en los karaokes, y su sencillo de 2004 「バカサバイバー」(Baka Survivor, “Stupid Survivor”) sirvió de tema principal a la serie de anime 「ボボボーボ・ボーボボ」, (Bobobobo Bobobobo—sí, eso es exactamente lo que dice).

Las canciones de Ulfuls están llenas de una energía inusual para una escena musical que no parece hastiarse nunca de los insulsos clones prefabricados de muchachitas en shorts y boy bands de robots, así como la audiencia general no pareciera hartarse jamás de tener como única aspiración de vida parecerse lo más posible al vecino o a un modelo universal de vecino. Sus letras están cargadas de reflexiones sobre todo aquello que se calla, aquellas inseguridades tan humanas que en Japón no son permitidas (「暴れだす」, Abaredasu, “Descontrolarse” es una serie de preguntas sobre quién se es y qué se siente, un clamor por compañía en momentos de angustia). ¿Cómo no enamorarse de los Ulfuls si parecen ser los únicos seres de corazón bombeante en un país de autómatas?

Por cierto, mientras escribo esto acabo de enterarme de que los Ulfuls dieron sus últimos conciertos antes de entrar en receso indefinido en Osaka en agosto 29 y 30, justo hace unos días mientras yo pasaba un horrible caso de jetlag en mi pedazo de arrozal, sumida en el sueño y mi infinita ignorancia. Con permiso, me voy a llorar.

寝坊

Ayer, con diecisiete horas seguidas de sueño, terminaron mis vacaciones. Me despertó “I Loves You, Porgy” de Nina Simone, que primero quiso asociarse con lo que venía soñando, pero luego me hizo percatar con horror de la oscuridad del recinto donde me había perdido. Tenía planeado hacer un trabajo de teoría literaria y la traducción del mes, pero nada fue porque ese día desapareció del calendario.

El calendario, por cierto, cayó estrepitosamente junto a mí y la silla en la que me apoyaba el otro día cuando intentaba cambiar la página de julio a agosto. La caída fue transmitida en vivo vía Skype a Arhuaco, un amigo al cual no sabría si catalogar como viejo o nuevo. Al parecer fue bastante aparatosa, porque a) él no se rió y b) tengo ahora un raspón en el hombro y la planta del pie aún me duele al caminar.

Supongo que le estoy dando largas al asunto de resumir este verano. La verdad es que no sé cómo hacerlo. Pasaron tantas, tantas cosas, que mi madre dice que viví en dos meses lo que no había vivido en diez. Creo que tiene razón. Veamos ahora qué pasa en los próximos diez meses, o qué se acumula para los dos meses que les sigan.

[ I’ve Been Everywhere — Johnny Cash]

Armero

En el Magdalena Medio las casas tienden a verse medio derruidas por cuenta de la humedad o no sé qué cualidad salvaje del ambiente. Todo amenaza con tragarse los inmensos esfuerzos del ser humano por asentarse en hostiles parches verdes a la vera de los ríos. En el caso de Armero, la reconquista de la naturaleza fue completa y cruelmente exitosa.

Meses después de la tragedia, según cuenta un amigo, al pasar de noche en auto por el antiguo pueblo y hacer cambio de luces se revelaban brazos emergiendo de lo que ahora era el suelo como retoños macabros de un nuevo campo de silencio. La esposa del taxista que nos llevaba cuando pasamos por ahí hablaba de cuerpos colgando de los árboles. Se habían aferrado a sus ramas pero resultaron quemados por el lodo. A orillas de la carretera hay gigantescas rocas cuya presencia solo se entiende al saber que llegaron esa noche por el mortal camino del lahar. Las miles de cruces han ido desapareciendo, ladeadas entre los matorrales como si se hubieran cansado y resignado al olvido.

Hoy en día Armero es un gran pastizal de brillante berilio gracias a los oportunistas que fueron cercando las huellas del que hasta 1985 fuera uno de los municipios más prósperos de la región. Entre las ruinas que quedan se encuentran sentados vendedores de discos piratas con documentales sobre la catástrofe, calmados como si de cualquier paraje tolimense se tratara. Junto a ellos están los árboles que se han abierto paso entre las salas, los dormitorios, los segundos pisos, las letras de pintura pelada invocando la paz y el próspero futuro de un lugar que ya no es.

Armero

Armero

Hospital San Lorenzo, Armero

[ Soledad — Jorge Drexler ]

できる、できない

Hace poco me di cuenta de que puedo hablar japonés. No muy bien, pero puedo. Bueno, se supone que eso ya se sabía desde que salí del silencio impuesto por el terror que se había apoderado de mí en Tokio. Sin embargo, también me di cuenta de que lo poco del idioma que tengo instalado ha acaparado todo mi disco duro, dejando por fuera los pedazos de francés, alemán y portugués que otrora cargara. Alguna vez en mi vida también hubo latín y chino.

En el mariposario de Calarcá estuve fungiendo de traductora simultánea para una pareja europea que se fue sin ver el bosque del jardín botánico porque no querían que se los tragaran los mosquitos de las seis de la tarde. El señor era británico y la señora, francesa. Yo les hablaba en inglés mientras ellos hablaban en francés entre sí. Me dio rabia no entender casi nada de lo que se decían. Cada vez que quise balbucear algo en francés las palabras aparecieron en mi mente en japonés, así que tuve que callar. En Japón el francés me sale bastante bien y me dan muchas ganas de hablarlo. A veces hablo sola en francés en mi apartamento. No me pidan demostraciones.

El día antes de la partida de Ovidio me reuní con Asai Sensei. Asai Sensei fue mi segundo profesor de japonés en Colombia. El primero fue Ariza Sensei, un colombiano tan loco como sabio y cuya visión de Japón solía yo tomar por errónea y exagerada hasta que aterricé allá. Hablamos en japonés mientras tomábamos una cosa de café horrible al lado de Carlos Muñoz (sí, ahí en la mesa del lado estaba el actor), y noté que todo fluía, que muy pocas veces necesitaba ayuda con el vocabulario. Luego el sensei me acompañó al Planetario Distrital a esperar a mi astrofísico favorito y la conversación siguió hasta que me preguntó si de casualidad el sujeto que estaba entrando al recinto con cara de búsqueda era quien yo esperaba.

Me pareció simpático ver cómo a la despedida Ovidio insistió en darle la mano mientras él hacía la venia. “Claro, vive en Europa”, pensé. Yo, en cambio, no hago sino agachar la cabeza cual perrito de taxi. Me pregunté qué pensaría él al oírme hablar en ese idioma extraño. Me gustó que hubiera tenido que oírme hablar en ese idioma extraño.

No sé a qué venía todo esto. Ah sí, a que por primera vez el japonés no se me ha olvidado en el transcurso de las vacaciones. Y a que soy la peor trabajadora que la alcaldía de Tsukuba haya visto en toda su historia.

[ Don’t Point, Don’t Scare It — Butterfly Boucher ]