El disco duro de mi computador se ha llenado por completo. A falta de dinero para un nuevo computador y de voluntad para una nueva unidad externa, he tenido que recurrir a la eliminación sistemática de archivos innecesarios. Como no he tenido el valor de hacer un arrasamiento a lo castigo de Yavé, la medida debe ser tan efectiva como limitarse a pasar la esquina retorcida de un trapo por entre las rendijas de los baldosines del baño. No sé dónde viven los archivos realmente prescindibles, pero yo tiendo a echarle la culpa a la música, que crece como los fríjoles de rosa veteado que mi mamá dejaba toda la noche remojando en un recipiente verde limón.
Antes de borrar una canción me dirijo a su respectivo contador de reproducción en iTunes y, si el número es de un solo dígito, la escucho a ver si es que he venido ignorando una joya o si definitivamente me da lo mismo que suene o no. Una opción rápida para la condena de archivos es notar su existencia y lo mucho que me aburren cuando el aparato está en modo aleatorio. Ahí no hay que pensarlo dos veces. Uno deja a un lado el libro que venía leyendo, salta al escritorio y hunde delete.
Últimamente han desaparecido temas que, si bien no me gustaban, me parecían chistosos. Me pregunto de dónde habrá salido ese afán de mantener música risible si escasamente la escuchaba. Todo está desperdigado como balines de un viejo disparo: ritmos caribeños inclasificables, música instrumental de propiedades somníferas, bandas sonoras malas de series buenas. De repente todo es claro: esas canciones estaban ahí única y exclusivamente para fastidiar a Himura.
Ya no recuerdo qué era lo que tanto le molestaba fuera de los Village People, que en todo caso eran contribución suya. Creo que cuando me confesó que le gustaban estábamos en su cuarto sin ventanas, y yo no podía creer que alguien pudiera disfrutar ese grupo más allá de las fiestas donde la sigla YMCA explota de todos los brazos. Lamento haber arruinado ese pequeño amor con mi imitación de baile de stripper gay y mi voz de transexual pero qué más da, si para ese entonces ya todo le fastidiaba.
Ahora no queda mucho de esa era en mi computador, pero de cuando en cuando emerge de las profundidades una canción olvidada, un chiste interno en una burbuja de la que no queda ni el jabón salpicado en las paredes y las narices. Es como hacer limpieza en la casa y toparse con restos de una fiesta celebrada hace mucho tiempo. Ahí, detrás del sofá, se encuentran unas serpentinas sucias y dobladas en todo tipo de ángulos como réplicas baratas de esculturas de Édgar Negret que alguna vez volaron en eufóricas espirales.
[ A contratiempo — Ana Torroja ]