Twitter, o El ruido indeleble

Hace unos días mencioné en Twitter que jamás volvería a Kioto. Podía entreverse en el tweet mi cabeza arrojada hacia un lado con el dorso de la mano sobre la frente, casi que a punto de romper en canto, Capri, c’est fini. Sin embargo, como a las dos horas estaba pensando en un itinerario para un posible tour Nagoya-Kioto. Ya no tiene ninguna validez lo antes dicho, pero ahí está. Tal vez alguien lo haya visto y se lo tome a mal, quién sabe. El caso es que lo que para mí fue un lamparazo sin sentido devino en una declaración indeleble. Twitter se ha convertido en el nuevo pensar en voz alta, con la diferencia de que lo que allí se dice queda consignado, adquiriendo así un peso mucho mayor del que suele merecer. Claro, también sirve para interactuar, pero en aras de establecer contacto enviamos señales al vacío, postales de nuestra vida a la espera de alguien que las recoja y le dé valor a aquello a lo que nosotros mismos no le concederíamos mayor importancia.

Hace un tiempo, en un momento de especial desespero y confusión, encontré un tweet que me molestó y automáticamente respondí con otro tweet. Esto generó un malentendido que hasta el día de hoy no se ha aclarado, supongo que por el carácter críptico de ambos mensajes. Un indirectazo malinterpretado, otro indirectazo que se consideró altamente ofensivo, dos personas gratuitamente enojadas y tristes. Supongo que ahora pago las consecuencias de algo que en la vida real se habría solucionado fácilmente a los gritos o echándome a llorar, medidas muchísimo más valientes que los sablazos disfrazados. Y es que cuando uno no tiene a quién recurrir en un momento dado, Twitter ofrece el atractivo de parecer un gran confesionario, el hueco donde se vociferan secretos y se tapan con tierra. La diferencia es que en realidad todo queda al aire, a la vista de todo el mundo y sujeto a todo tipo de interpretaciones. Es así como Twitter se convierte en un repositorio de indirectazos.

Buena parte de los tweets de muchas personas parece estar destinada a un receptor tácito. No hace falta mencionar que estos mensajes suelen ser de carácter sentimental y expresan ideas negativas. Así pues, escribir en Twitter es como andar componiendo “You’re So Vain” miles de veces y con mucha menos gracia, ahí por el ladito a ver si el mentado coge el chiste pero ojalá que no para no tener que enfrentarlo en realidad. Cuando no es eso, es un intento frenético de inmortalizar nuestra soledad con la esperanza de remediarla. Twitter nos revela como náufragos tirando botellas al mar con la lancha parqueada a nuestro lado.

No me gusta lo que me ha traído Twitter. Esto no quiere decir que vaya a cerrar mi cuenta, pero ahora quisiera pensarlo dos veces antes de regar por ahí el contenido de mi cerebro como si de un sustituto del diván se tratase. Necesito recordar que propagar ondas de radio no significa necesariamente que alguien las vaya a detectar, y que de todos modos lo único que estoy haciendo es llenar el espacio de ruido.

[ In Time — Zero 7 ]

La fin de la magie?

¿Conocen esa película del niño que solo podía jugar básquetbol si se ponía cierto par de tenis viejos? Me siento como ese niño sin sus zapatos. Yo no sé qué fue lo que perdí pero ya no puedo escribir. Intento pero no suena, no avanza, [ inserte ruido de encendido de carro defectuoso ].

Tal vez mencionarlo ayude a que vuelva, como cuando soñaba que tenía la facultad de volar pero solo podía remontar vuelo si creía que ello era posible.

[ Sister — Emily Loizeau ]

Corto circuito

Camino al edificio donde tomo la mayoría de mis clases hay una obra de construcción. A la entrada han plantado a un señor uniformado con casco y chaleco reflectivo cuyo oficio es extender su brazo hacia donde quiera que vaya el transeúnte que se le cruce al frente en ademán de “puede seguir”. Detrás del señor las vallas blancas están cerradas. No veo ningún camión aproximándose. Nada parece querer entrar ni salir. Lo redundante de su gesto me irrita y mis segundos frente a él se van siempre en preguntarme quién podría necesitar que le señalen lo obvio. Japoneses locos.

Esta tarde pasé por ahí de regreso a casa. Apenas enfilé por el camino apareció una moto de la nada y por poco me atropella, pero eso dejó de importar muy pronto. Alcancé el lugar cercado, como siempre. Esta vez había tres señores uniformados. No estaban haciéndole señas a nadie. Estaban chanceándose entre ellos, mandándose puños leves a los brazos, muertos de risa.

Y entonces pasó algo absolutamente alarmante: me detuve.
No tenía idea de cómo reaccionar ante la falta de señal.

Después de algunos segundos uno de ellos me vio y lanzó la mano al aire despreocupadamente. Solo entonces pude seguir.

Antes de venir a Japón me habían contado historias de cómo los japoneses hacen corto circuito cuando las cosas no ocurren según lo establecido. Jamás pensé que eso mismo me llegaría a pasar a mí. Auxilio.

[ Strict Machine — Goldfrapp ]

やる気がない

Últimamente le he perdido el gusto a escribir. Empiezo y a las tres frases me aburro. Solo mantengo el diario de sueños porque ese es necesario (no sé para qué, pero lo es). Tampoco puedo tocar ukulele. A veces lo cojo y toco tres acordes y suena horrible.

Dibujar, en cambio, es como volver a Waikiki y ver mis pies pálidos al fondo del mar. No pienso mucho al dibujar. La mente se me vuelve líneas y colores y todo sale bien así salga mal.

No sé qué más decir. Sigo viva. Hace frío. Me gusta Paul McCartney.

[ Nineteen Hundred and Eighty-Five — Paul McCartney & Wings ]

El Mar Interior

No sé cómo explicar lo que me pasó en estos días. Hoy desperté no sé a qué hora y hacía frío. No hacía frío cuando me fui. Cuando me fui a dormir. Cuando tropecé y caí en el abismo—el negro café morado naranja bolitas y estrellas—las luces de Purkinje—

Podría empezar por hablar de lo que vi. Números en el agua dentro de una casa oscura. Una habitación escondida que contiene una catarata. Un iglú de cuyo piso brotan gotas de agua que corren solas como mercurio. Una isla con olivos en todos los andenes. Las olivas sin encurtir son amargas. なめるだけでわかる。Calabazas gigantes en las playas. El ático de una casa vieja. Las paredes se están descascarando—hay algo tras el estuco—papel de envoltura de Matsuzakaya—“thank you”—orquídeas—hojas de un periódico—Eisenhower—アイゼンハワー—buscamos la fecha desesperadamente por todo el cuarto—1949. La oscuridad. El café yemení. Parezco mitad japonesa y mitad árabe, me dicen. Dos de las tres tiendas de este lado de la otra isla están cerradas por un funeral. Ya no hacen los funerales así, dice ella mientras pasamos por delante de una procesión con muñecos de papel. Les archives du cœur. La sala de espera del cielo. Un cuadro plano azul brillante en el que se puede entrar. No se conoce el fondo de las cosas. Walter de Maria. Cruzar el umbral y encontrarse en un sueño jodorowskiano. Las escaleras y la bola gigante y los palos dorados. Tadao Ando. Monet. Cuando me muera todo será como el Museo de Arte de Chichu.

También podría hablar de Yurika. Yurika y su risa y sus muecas. Ella me invita a bañarnos juntas porque el baño público de la isla también es una obra de arte. Lo que se sugiere versus lo que se muestra. Mi modo de vestir es bastante atrevido para los estándares japoneses. Hay un elefante sobre el muro. Me explica cómo se mata un pulpo. Le explico la operación de reasignación de género a partir del proceso de matanza del pulpo. Le cuento mis pasajes favoritos de El mono desnudo. Bicicletas prestadas. Subir colinas, bajar colinas. Con ella pierdo por completo el miedo a hablar en japonés.

Y acordarme de Yoji, nuestro anfitrión. Vivió en el País Vasco y ahora nos prepara lentejas. Toma la guitarra. La voz. La voz. La voz. If a fiddler played you a song, my love, and if I gave you a wheel, would you spin for my heart and my loneliness? Las versiones originales no le hacen justicia a lo que él hace. 神田川。”Kandagawa” no es lo mismo si no la canta él. Quiero que siga cantando. Quiero que no deje de cantar en mis recuerdos. “Tsukuba es lo que hay el día después del fin del mundo”. Le gusta mi frase, se la repite a todos. Invita a un amigo. El amigo tiene los pies más horribles que yo haya visto jamás. Trae una guitarra bonita. Es un virtuoso. Toca canciones de los Beatles y yo las canto. Hacemos un dúo guitarra-ukulele para “Love” (la de John Lennon). Yoji nos cuenta que la canción fue inspirada en la simpleza del haiku. ¿No podré cantar así por siempre? ¿No podré cantar aquí por siempre?

どこでも
どこへも

Okayama. Himeji. Kobe. Yokohama. Tokio. Pestañeos vistos por un resquicio. Y de repente se acaba, inexplicable como todos los sueños. Hace frío.

[ Meditação — João Gilberto & Caetano Veloso ]

De gris violáceo a violeta

Últimamente me invade la sensación de haber desaparecido. Sin embargo, es difícil comprobarlo.
Mis palabras atestiguarían mi existencia, pero podría haberlas escrito cualquiera.
El espejo miente.
Necesito testigos.

[ My Body Is a Cage — Arcade Fire ]

Un haz de luz como una fisura en el cielo. Un estallido. El horizonte revelado.

Yo estaba ahí cuando ocurrió. En ese instante pude entender todas las distancias. Pensé que algo así tenía que repetirse, establecerse. Me senté a esperar.

Pero la claridad no regresó. Y ahora el eco del trueno no me deja olvidar, por más que quisiera volver a creer en mi ceguera.

[ Tap at My Window — Laura Marling ]

相手の心

Nunca voy a entender. No importa cuánto lea e investigue y reflexione, jamás voy a entender. Es apenas obvio. Y aún así no dejo de intentar porque qué más puedo hacer. Estar. Estoy. Me pregunto si he logrado hacérselo saber, si sirve de algo, si por siquiera un instante ha servido de algo.

[ Seven Seconds— Youssou N’Dour & Neneh Cherry ]

Festival

Hoy no es día de dibujar. Es domingo, pero no es día de dibujar. Llevo mucho tiempo encerrada. No he hablado con nadie en 36 horas. La situación de Azuma es parecida. Hay que hacer algo. Como un par de pacientes psiquiátricas salimos a caminar a ver si el aire fresco nos sienta bien. La diferencia es que yo no tengo pastillas de colores sobre mi mesa, pero eso no importa ahora. Al otro lado de la calle donde pasan los buses nos espera el Festival de la Universidad.

El caos es una aparición súbita al final del camino tapizado de osmanto. El aroma de las florecillas anaranjadas cae aplastado por el olor a cocción improvisada. Hay gente gritando irasshaimaseeeeeeeee ikagadesukaaaaaaaaa por todas partes, grupos de rock desafinadísimos en las tarimas y puestos de comida que alguna vez nos pareció interesante pero ahora nos da absolutamente lo mismo. Yakisoba, yakitori, takoyaki, yakisoba, yakisoba, yakimanjuu, yakisoba. Parece un sketch de Monty Python, solo que nadie se ríe. Este es nuestro último festival y nos da la misma nostalgia que tuvo Moff Tarkin cuando mandó destruir Alderaan.

Primero entramos a ver la exposición de arte. Antes íbamos a ver algún cuadro de Azuma exhibido junto a los de sus compañeros, pero ahora que su obra se ha trasladado a su casa solo vamos a examinar el trabajo de los demás. Hay una estudiante de nihonga que cada año saca el mismo cuadro craquelado de una lechuga. Esta vez son dos lechugas. Progreso. Yo juego a la crítica de arte y me invento discursos de análisis de las peores obras. Hago cara seria, gesticulo con las manos, digo “otredad”, “reapropiación” y “paradigma”. Nos desternillamos de risa y seguimos.

Fuera del edificio de artes, un grupo de unas diez personas toca música andina con caras excesivamente sonrientes. Es el club de Folklore (“Phorukurooore”). Tienen ruanas graciosas encima de la ropa de asalariado, dos tamboras, alrededor de cinco zampoñas que no suenan y como mil charangos. No entendemos lo que cantan; ellos tampoco. Más allá hay una demostración de kickboxing. Entre los luchadores debe estar el stalker de Azuma. Ella aparta los ojos del ring mientras yo alcanzo a ver de reojo cómo defienden su virilidad con desespero, como si en algún momento fuera a sorprenderlos la policía de género. O sus propias dudas.

El día está insoportablemente húmedo. El cuerpo se siente pesado como cuando ya ha pasado el mediodía y uno sigue en pijama. Alcanzo a preguntarme si me bañé. También me pregunto si desayuné, si almorcé, si he tomado líquidos en todo el día. Solo me recuerdo leyendo. Paramos en el puesto de comida africana para saludar a Mamadou, el senegalés, cuya camisa lo convierte en la viva imagen de Carl Anderson en el papel de Judas. Queremos una igual. Yo, además, quiero una porción de ese arroz con pollo cuyo nombre no llegué a entender.

Poco después llegamos al edificio de culturas comparadas y biología. No tiene caso preguntar por qué carreras tan disímiles comparten sede, así como tampoco lo tiene seguir caminando. Giramos en redondo y dejamos que el ruido se vaya sofocando mientras mi mano acaricia los arbustos. Las ramas apenas teñidas de rojo en las puntas se desprenden de mis dedos y se mecen como cortinas que corremos para volver a encerrarnos tras bambalinas, allá donde nadie nos ve.

[ China cubana — Willie Colón ]

Devenir

Hace exactamente un año me desmayé. En un par de horas oscurecerá, diré “ya vengo”, iré al baño a cepillarme los dientes y no reapareceré sino hasta el otro día. Luego me sentaré a recoger parches de lo que alcance a recordar. Pero bueno. Ahora como bien. Subí de peso, pero a quién le importan las caderas blanditas si el cerebro funciona de buena gana y no se reinicia solo.

A esta hora debería estar haciendo una llamada a Ginebra. Si marcara, empero, lo más seguro es que me contestaría un anuncio en francés señalando lo que ya sé: que al otro lado de la línea no hay nadie. Ahora, si de lo que se trata es de buscar al dueño del número ahora inactivo, podría marcar otro número, pero ya no sería una llamada de buenos días sino una de lamento despertarte a medianoche. El inevitable cambio, un continuo reajuste. Hace un año ni siquiera había interlocutor al teléfono.

Nos movemos, cambiamos, nos estrellamos contra paredes que aparecen de la nada en medio de autopistas, taladramos caminos entre las paredes, avanzamos de una manera u otra. Las más férreas resoluciones se ablandan y disuelven. Se hace evidente lo inútil que es el miedo a lo borroso del horizonte cuando miramos hacia atrás y entendemos que lo que se avecinaba, ahora tan claro, era imposible de ver con antelación, que a la larga de nada sirvió planear. Hace un año hablé de quien era yo diez años atrás. Hoy hablo de esa yo de hace un año. Diez años, un año, la misma inmensa ignorancia. Caminamos miopes por la vida mientras los sucesos nos saltan a la cara como gatos asustados.

[ L’âge d’or — Emily Loizeau ]