La compañía es un sueño corto del que uno nunca sabe cuándo deberá despertar. No acaba de acomodarse en la cabeza la sola idea de la dicha cuando de repente el cénit es un cielorraso opaco con un par de rayas de luz y la cama un enorme depósito de sábanas heladas. Así es. Así fue.
Este diario post-Japón empieza a parecer una versión charcha del de j. Una versión sin libros a medio leer, ni opiniones, ni fotos, ni nieve, ni clases, ni nada. Es un mundo minúsculo donde no aparecen más personajes porque se extiende hasta donde alcanzan a ver mis ojos sin lentes; es decir, más allá de mi cara no hay sino un borrón. Curiosamente, después de pasar varias horas pensando en lo fome que es esto que consigno, abro su blog y me entero de que él cree que lo que escribe es aburrido porque nunca pasa nada. No creo que se trate de lo que ocurre sino de lo que uno hace de ello. A j. puede que no le pase nada y todo sea libro-tren-clase-libro-tren-nieve-libro-clase-tren-libro-comida-libro, pero seguir las diferentes instancias de ese estar me parece fascinante. A veces imagino que aparezco en uno de esos párrafos, pero soñar con eso y con figurar en las memorias de Paul McCartney es más o menos la misma cosa.
No puedo dormir. Tuve ese sueño horrible del que hablé antes y hasta ahí llegué. Son las seis de la tarde allá. Mi estómago gruñe. Contrario a la gripa tailandesa, esta es una que me hace dar ganas de comer y comer y comer. No obstante, me detuve después de la sopa de menudencias. Si estuviera allá no tendría ningún reparo en pararme a la nevera y servirme cereal o arroz con queso parmesano, poner música y resignarme a que amanecerá. Pero acá es diferente. Comer a esta hora no tiene mucho sentido, todo está oscuro y frío y para ir a la cocina toca atravesar la habitación, abrir la puerta, bajar las escaleras, bordear parte de la sala-comedor, empujar la puerta de vaivén de la cocina y buscar. Es una casa muy grande esta, y eso que es chiquita.
Tengo gripa. Sí, fantástico, a quién le importa. Lo mismo me pasó en Tailandia hace unos meses y qué se le iba a hacer. Dormir y omitir el pad thai porque qué más.
A mi mamá le importa. Llega a mi cuarto con un vaso de jugo de uva caliente y la oigo al teléfono pidiendo sopa de menudencias a domicilio. Si no me muevo estaré mejor mañana. ¿Cuándo fue la última vez que me enfermé y no tuve que enfrentarlo sola sola sola a punta de yujacha y futón? ¿Será que es posible hacerse uno su propio yujacha con cítricos y miel? De pronto el yujacha ni siquiera existe salvo en mi cabeza.
Mientras oscurecía me quedé dormida y soñé que era mi último día en Japón. Era un sueño sumamente angustioso en el que yo estaba en un almacén por departamentos con Azuma buscando souvenirs y una última cena con el tiempo apremiando y el espacio en las maletas prácticamente nulo. Qué alivio me dio abrir los ojos y saber que lo perdido se perdió hace rato. ¿Se perdió realmente? ¿No es como cuando uno despierta y nota que en realidad nunca tuvo aquello que hasta hace unos instantes era tan obviamente tangible?
A mi alrededor no hay mayor evidencia de que los últimos cinco años fueron reales. Azuma me habla desde un lugar amplio y soleado, y es como si siempre hubiera estado allí. Se ríe, come pie de manzana, tiene color en el rostro. Ya no sé por qué conozco a quien conozco. Qué confuso es todo.
Cuando recién llegué a Japón estaba determinada a llevar un diario. Llené un par de cuadernitos con mis primeras impresiones de todo, de abril a junio. En algún punto del largo día de regreso, empero, me di cuenta de que había olvidado los cuadernitos en el destrozo que es ahora mi apartamento abandonado. Bueno, supongo que así es la memoria. No sirve de nada querer acapararlo todo.
Hoy desafié el jetlag y la novedad, salí del barrio caminando a toda y cogí transmilenio hasta la estación Héroes. Lo primero que me llamó la atención fue el calor. Llevaba mi chaqueta de vinilo azul, pero a lo largo del día me la tuve que quitar y poner, quitar y poner, porque nunca supe cuál era el umbral de frío aceptado para dejármela. Me asaba y me enfriaba al mismo tiempo. Punto número dos: las botas comiéndose el pantalón. No entiendo cuál es la gracia de esta moda, pero todas las mujeres intentan embutirse los pantalones entre cualquier tipo de bota. El resultado es horripilante la mayoría de veces, pero ahí van todas con su uniforme bajo el sol picante.
Llegué dos minutos antes a mi cita. A mi lado, en la banca, estaba sentado un señor. Luego llegó una joven. Se dieron un beso. Muy bien. Timbró el celular. Mi cita iba tarde. Mientras hablaba con él volteé a mirar un momento y me di cuenta de que el señor del lado tenía a la mujer en su regazo en una pose tipo tango y le estaba sacando las amígdalas. Se veía el turupe de la lengua al rozar las paredes de la boca ajena. Bueno, llama cuando llegues al puente peatonal y yo salgo de la estación. Carambola.
Fuimos a un restaurante francés en el centro y luego a comer helado en Crepes cerca de Andino. Entramos a la Librería Nacional, vi un diccionario español-árabe/árabe-español (“Diccionario Al-andalus”) y me acordé de Gazapos. A veces me daba mareo. Todo el tiempo me estuvo doliendo el cuerpo. Se sentía rarísimo estar con Cavorite y no andar de turismo. No había mapas que mirar ni idiomas que descifrar ni cositas que comprar. Despojados de todo exotismo, nos miramos como si nos hubiéramos topado en sueños recurrentes y ahora tuviéramos que confrontar la realidad, desconfiar de todo lo que creyéramos conocer y empezar casi que de “mucho gusto”. Por ahora sabemos que parecemos la encarnación mora vs. piña de “you say po-tay-to, I say po-tah-to“.
Y ya. Omití la parte en la que despertaba y la cama era blandita y yo no extrañaba el futón para nada y me iba al cuarto de mis papás y ellos estaban en la cama y me hacían un campito y entre las cobijas hablábamos de las extrañas aventuras que acabábamos de tener al otro lado del mundo. Volví a la casa y ahí seguían ellos, contentos.
Yo no debería estar hablando de esto. Debería estar hablando de las casas holandesas y el hipocentro de la bomba atómica y el kakuni de cerdo que es la comida más deliciosa que se han inventado en todo Japón. Sin embargo, descansando en Dejima bajo un sol esplendoroso recibí noticias y el panorama del viaje cambió: ya no era paseo sino escape. Desde entonces llevo varios días huyendo y ya no sé de qué huyo. Ya huí de mi casa inestable, ya huí de la falta de agua, huí del hambre, del racionamiento de energía, del aislamiento, de la radiación, del pánico general.
Cuando Azuma y yo bromeábamos acerca de la posibilidad de un terremoto como el que acaba de ocurrir, yo siempre decía que a mí no me daba tanto temor el sismo en sí sino la reacción de la gente. Y no me equivoqué. Si bien no hubo estampidas humanas, los días siguientes han traído consigo la saturación de imágenes dramáticas, el amarillismo, las alertas sobre amenazas inciertas. La región de Kanto se va desocupando y pueblos de por sí escasos de gente como Tsukuba se convierten en paisajes fantasmagóricos. Es difícil establecer el límite entre la verdad y el terror.
Tarde o temprano tendré que regresar a Tsukuba y constatarlo todo por mí misma. Hasta entonces, existe muy poco de lo que yo quiera enterarme, más allá de que las líneas de tren corren y habrá con qué preparar las lentejas que me alimentarán hasta que regrese a Colombia. El nudo en la garganta no me lo ocasionan las réplicas ni las centrales nucleares, sino la gente. Me preparo, pues, para nadar contra la corriente del miedo.
Antes de salir de Kioto, Ueo me dio desayuno y estuvimos charlando un rato. Hablamos de cómo se siente vivir en Tsukuba y de los letreros en inglés en Japón. Ueo es una gran persona y me alegra que María Lucía haya dado con alguien así, no solo por ella sino también por nosotros que tuvimos la oportunidad de conocerlo. Cuando nos despedimos me dijo, haciendo alusión a la conversación anterior, “enjoy your happy life”.
El trayecto Kioto-Kobe-Nagasaki fue silencioso y azul. Tanto mar y cielo y letreros.
Estoy en Kioto, en casa de María Lucía. Es mi casa favorita en Japón, creo. La luz tenue de la sala me hace pensar en películas viejas con personas en kimono. Estoy despidiéndome, se supone. Es un paseo agridulce.
A María Lucía la conocí hace un año y un par de días. Sin más referencia mía que mi blog y el hecho de ser la persona que se la pasa peleando con j., me invitó a quedarme en su antiguo apartamento a ver si por fin le daba la cara al señor que andaba de visita por las islas. Y vaya si se la di. Cara de bofe todo el santo día. El problema se solucionó eventualmente en un karaoke, pero esa es otra historia. Desde entonces tengo la impresión de haber visto seguido a María Lucía y el genial Ueo, si bien en un año no se puede andar saltando Ibaraki-Kioto-Ibaraki tantas veces.
En esta ocasión fuimos a un izakaya con afiches de Star Trek. Se supone que hubo un intento de emborracharme, o eso dicen porque no me di cuenta. Al otro día María Lucía me llevó al Castillo Nijo, me contó el episodio de las rusas obscenas que amenizaron la última visita de j., me dio chocolatina Meiji (nunca falta), me paseó por un complejo de templos donde no sabíamos si estábamos escuchando campanas o ecos de las rejillas en el piso, y preparó un donburi de aguacate y maguro que fue la cosa más espectacular del planeta. Me habría gustado mucho haberla paseado por Tokio alguna vez y haberle contado algo de lo poco que sé sobre la ciudad.
Notas:
- El piso del Castillo Nijo tiene un dispositivo de seguridad que lo hace chirriar de una manera muy peculiar cuando uno camina sobre él. Tecnología Tokugawa.
- Los ciruelos en flor son lo más hermoso que tiene Japón.
- Cada vez estoy más convencida de que debo volver a este país, así sea de paseo. La sola idea quita el mal sabor de lo que está por llegar a su fin.
- Ya no sé si vivo acá o si estoy en un viaje largo.
El informe del estado del tiempo dice que el clima nunca mejorará. Dice que el gris durará por siempre y habrá que usar botas de nieve pese a que nunca hay nieve. El informe también dice que nunca saldré de aquí.
Todos en la familia eran propensos a sufrir de gota. La abuela decía que era algo genético, pero bastaba un vistazo a la mesa dominical rebosante de estofados y embutidos de toda clase para empezar a dudar. “La gota me agota”, suspiraba el abuelo con el pie hinchado levantado sobre un puf después del tinto y echaba a reír. Era el chiste más manido de su repertorio, y cada vez que los nietos lo oían recordaban en qué club, centro comercial o cama no estaban por encontrarse reunidos frente a una poltrona descolorida, observando aquel trofeo que era esa especie de juanete a punto de estallar. El otro chiste común era el del cochinito travieso, una tortura larga que le costaría el puesto a cualquier funcionario diplomático en el mundo moderno. Ante ese todos aún fingían reaccionar favorablemente por puro respeto al abuelo, como para reafirmar su autoridad ahora que era todo tos, carraspeo y espasmos. Soltaban una letanía desganada de ja-ja-jas mientras se miraban entre sí cada vez más asustados por la imposibilidad de saber dónde terminaba la risa del patriarca y dónde empezaban los estertores mortuorios.