Surge entonces la pregunta: ¿para qué hacer esto? No gano nada escribiendo todos los días. Ni siquiera es que disfrute escribir. A veces me entra la imperiosa necesidad de hacerlo, pero el proceso siempre es doloroso. Debo haber dicho esto ya un millón de veces. Y encima de todo soy lentísima. Cuando tenía dieciséis años me encerraba en el cuarto y avanzaba un montón en mi súper novela. Claro, era un bodrio, según saldría a la luz después, pero ¡hey! Algo es algo; al menos no me quedaba mirando la hoja en blanco como una gallina consternada. Era mi segunda novela. La primera la escribí en inglés. La imprimí, se la di a mi profesor de inglés para que la corrigiera y después estuvo rotando por el salón. Tuvo bastante pedido, pero solo había una copia y había que esperar turno para leerla. No sé dónde estará ahora.
¿Qué gano? Gano disciplina. No sé para qué la quiero, pero sé que hace falta. Gano más ganas de escribir y pierdo desidia. O al menos eso creo.
De pronto debería ganarme más bien una galleta.