Once de abril

Surge entonces la pregunta: ¿para qué hacer esto? No gano nada escribiendo todos los días. Ni siquiera es que disfrute escribir. A veces me entra la imperiosa necesidad de hacerlo, pero el proceso siempre es doloroso. Debo haber dicho esto ya un millón de veces. Y encima de todo soy lentísima. Cuando tenía dieciséis años me encerraba en el cuarto y avanzaba un montón en mi súper novela. Claro, era un bodrio, según saldría a la luz después, pero ¡hey! Algo es algo; al menos no me quedaba mirando la hoja en blanco como una gallina consternada. Era mi segunda novela. La primera la escribí en inglés. La imprimí, se la di a mi profesor de inglés para que la corrigiera y después estuvo rotando por el salón. Tuvo bastante pedido, pero solo había una copia y había que esperar turno para leerla. No sé dónde estará ahora.

¿Qué gano? Gano disciplina. No sé para qué la quiero, pero sé que hace falta. Gano más ganas de escribir y pierdo desidia. O al menos eso creo.

De pronto debería ganarme más bien una galleta.

Diez de abril

Hoy hicimos onigiris. Hubo de salmón, de tuna-mayo (atún de lata con mayonesa) y de negi-toro (filete de atún con cebolla y wasabi). Quedé muy contenta con el resultado. Traje dos para mis papás, que también se volvieron fans después de su visita a Japón. Carlos (el hermano de Cavorite) los miró con un poco de recelo, pero le gustaron.

Después de ir por un helado dedicamos un rato a leer Palestine, de Joe Sacco. El otro día habíamos empezado turnándonos los personajes para leer en voz alta —ojo a mi acento inglés árabe—, pero esta vez no quisimos molestar a Carlos, que estaba ocupado y un poco indispuesto, así que pasamos las páginas en silencio hasta que empezó a cogernos el sueño.

Postal para la memoria. Intermission.

Nueve de abril: el discurso de Olavia

Hablar. Odio hablar. Me cuesta mucho y me suena horrible. En español no pronuncio la mayoría de las consonantes, vaya usted a saber por qué. No vivo en Bogotá sino que io en ootá. No me gusta preguntar precios en las tiendas o si tienen tal cosa, y mucho menos me gusta llamar por teléfono. Se supone que en japonés no sufro de este problema fonológico, pero la ansiedad que me da no tener el suficiente vocabulario para desenvolverme en la conversación me deja como al rey George VI en The King’s Speech.

Tuve que llamar a Japón a agradecer un favor que me iban a hacer pero al fin no necesité. Le di largas al asunto por varios días. Me dio dolor de estómago cuando finalmente resolví hacerlo. Repasé mentalmente mi parlamento. Marqué. Ay, ay, ay. Hubo pausas y risas nerviosas. Cuando colgué, quedé exhausta. El teléfono me pone mal.

A veces pienso que si pudiera me comunicaría exclusivamente por escrito y usaría las cuerdas vocales solamente para cantar. Las compras y diligencias las haría en cajeros, máquinas expendedoras, Internet. Máximo en un supermercado donde solo le dijeran a uno el precio, gracias, adiós. Sin embargo, el asunto se complica cuando uno ya no vive solo y tiene que aguantarse el chirrido que tiene por voz diciéndole sí a la mamá o preguntándole a alguien si quiere hacer algo mañana. Pero no está mal eso. Lo único es que, si bien disfruto la compañía, me cansa ejercitar los labios, la mandíbula y el diafragma de ese modo.

Ocho de abril

Vida social. Ooooh. Hay que salir, hay que llamar a avisar que voy tarde, hay que recordar que esta es una ciudad y uno se demora un montón de tiempo para llegar a cualquier parte. En una semana en Bogotá he tenido más encuentros con personas que en tres meses o más en Tsukuba.

Asai Sensei lleva un buen rato esperándome. Gracias a su existencia no tengo que preocuparme demasiado por el destino del japonés que aprendí. Él, que se la pasa solo —y yo soy especialista en soledad— habla y habla y se desahoga. Yo, que necesito practicar, escucho y entiendo y respondo y me dejo corregir hasta que la cabeza se me recalienta y se me empiezan a borrar las consonantes.

¡Y ahí no termina! ¡Después de eso tengo otra cita! ¡Tengo que llamar a otra persona y decirle que ya voy para su casa! ¡Y esa persona a su vez llama a oootra persona y llegan dos personas y vamos a un restaurante y allá llega una más! ¿¡Ah!? Y no es de esa gente que me invitaba por pesar o para tener la fiesta más concurrida de todas o porque tocaba por ser la amiga de alguien popular o porque se necesitaba más mano de obra para poner adornos navideños. No; esta vez es gente amena y asumo que no les parezco demasiado fome. Ja. Fíjense. La nueva vida de la gran paria de Tsukuba.

Llego a mi casa tarde (¡carambola!) y todos (más de dos) nos acordamos de lo mismo. Medibot.

Siete de abril

Mis padres y yo vemos Lost in Translation. Entiendo la mayoría de los diálogos en japonés. La primera vez que seguí a Bob y Charlotte, en 2004, no tenía la menor idea de lo que los japoneses decían, pero ahora reconozco en cada instancia algo que a mí me tocó durante los últimos cinco años. “Pude tomar la foto”. “Llene este formulario”. “¿Cuántos años lleva en Japón?” Hai, hai, hai. El viejito en la sala de espera dibuja un círculo en el aire representando un año. Bob no entiende, pero tiene sentido. Se vuelve a las flores de cerezo, el ciclo inicia de nuevo. Yo aún tengo el impulso para volver a empezar pero la línea en curva no se cerró, quedó a la deriva como un listón al viento. Igual, ¿impulso para qué? Todo lo que había para mí allá se acabó.

Siempre pensé que mi salida de Japón se parecería al final de Lost in Translation, pero no fue así. No sonó The Jesus and Mary Chain mientras intentaba imprimir en la memoria cada letrero sobre la autopista. Recogí lo que pude como pude, abandoné el apartamento y me dormí en el bus a Narita. Todavía me atormenta el estado en que quedó todo. Me atormenta la falta de tiempo, las vías cerradas, el terremoto que a mí no me tocó por estar subiendo y bajando lomas en Nagasaki y que me dejó lejos de donde debía estar durante los días que había destinado específicamente para finiquitar mi relación con el 310 de Raiku Mansion.

¿Qué habría cambiado si hubiera estado en Tsukuba el 11 de marzo? Si hubiera viajado en las fechas que tenía previstas originalmente y no hubiera ido a recibir el certificado de trabajo como TA. Tal vez habría cambiado este vacío por algo de certeza —así fuera la certeza de haber visto todo caer—, tal vez habría podido darme el lujo de realizar el acto consciente de botar mis cosas y no resignarme a dejarlas intactas en el no-lugar que les dio el intento de orden. Pero no puedo (y no sirve de nada) imaginar escenarios paralelos. Fue lo que fue. Ya no estoy allá. Con el tiempo olvidaré lo que perdí. Necesito olvidarlo. Dejé un Pripyat en mi cabeza.

Seis de abril

Cumpleaños de mi hermana. La llamamos. Tiene una voz tan bonita.

Hay desayuno, almuerzo y comida en compañía. En la tarde Cavorite trabaja y yo leo Sex at Dawn en el kindle. No me gusta el kindle. La manera como me mandan a distraer leyendo me recuerda lo que cuenta mi mamá sobre las salas de espera cuando yo era chiquita. Una agenda, un esfero y ya no había que preocuparse por mí. Dibujando yo ya no necesito nada más.

Por la noche llego a conocer a Carlos, el hermano de Cavorite. No le menciono que no es la primera vez que lo veo, aunque la otra ocasión fue de lejos y me ganó la timidez pese a que todo el tiempo yo decía en mi cabeza “tú eres el hermano de Cavorite, ¿no?”. Igual para ese entonces Cavorite y yo nos habíamos visto solo dos veces en la vida, entonces no había mucho que yo pudiera agregar.

Vamos al supermercado antes de la cena. Una impulsadora nos explica el uso de cierto aerosol. No sé por qué la escucho tan atentamente. Le doy las gracias al final; ella me sonríe. Puedo adivinar en su mirada que nos ve como dos personas que vienen a hacer mercado juntas. El mercado de los dos, por decirlo así. En el Migros eso era cierto. Me gusta la ilusión de esa posibilidad, pero aún en el Migros se trataba de una situación efímera. Mi dicha doméstica nunca ha trascendido lo meramente vacacional.

Cinco de abril

La compañía es un sueño corto del que uno nunca sabe cuándo deberá despertar. No acaba de acomodarse en la cabeza la sola idea de la dicha cuando de repente el cénit es un cielorraso opaco con un par de rayas de luz y la cama un enorme depósito de sábanas heladas. Así es. Así fue.

Cuatro de abril, 2

Este diario post-Japón empieza a parecer una versión charcha del de j. Una versión sin libros a medio leer, ni opiniones, ni fotos, ni nieve, ni clases, ni nada. Es un mundo minúsculo donde no aparecen más personajes porque se extiende hasta donde alcanzan a ver mis ojos sin lentes; es decir, más allá de mi cara no hay sino un borrón. Curiosamente, después de pasar varias horas pensando en lo fome que es esto que consigno, abro su blog y me entero de que él cree que lo que escribe es aburrido porque nunca pasa nada. No creo que se trate de lo que ocurre sino de lo que uno hace de ello. A j. puede que no le pase nada y todo sea libro-tren-clase-libro-tren-nieve-libro-clase-tren-libro-comida-libro, pero seguir las diferentes instancias de ese estar me parece fascinante. A veces imagino que aparezco en uno de esos párrafos, pero soñar con eso y con figurar en las memorias de Paul McCartney es más o menos la misma cosa.

Cuatro de abril, 1

No puedo dormir. Tuve ese sueño horrible del que hablé antes y hasta ahí llegué. Son las seis de la tarde allá. Mi estómago gruñe. Contrario a la gripa tailandesa, esta es una que me hace dar ganas de comer y comer y comer. No obstante, me detuve después de la sopa de menudencias. Si estuviera allá no tendría ningún reparo en pararme a la nevera y servirme cereal o arroz con queso parmesano, poner música y resignarme a que amanecerá. Pero acá es diferente. Comer a esta hora no tiene mucho sentido, todo está oscuro y frío y para ir a la cocina toca atravesar la habitación, abrir la puerta, bajar las escaleras, bordear parte de la sala-comedor, empujar la puerta de vaivén de la cocina y buscar. Es una casa muy grande esta, y eso que es chiquita.

Tres de abril

Tengo gripa. Sí, fantástico, a quién le importa. Lo mismo me pasó en Tailandia hace unos meses y qué se le iba a hacer. Dormir y omitir el pad thai porque qué más.

A mi mamá le importa. Llega a mi cuarto con un vaso de jugo de uva caliente y la oigo al teléfono pidiendo sopa de menudencias a domicilio. Si no me muevo estaré mejor mañana. ¿Cuándo fue la última vez que me enfermé y no tuve que enfrentarlo sola sola sola a punta de yujacha y futón? ¿Será que es posible hacerse uno su propio yujacha con cítricos y miel? De pronto el yujacha ni siquiera existe salvo en mi cabeza.

Mientras oscurecía me quedé dormida y soñé que era mi último día en Japón. Era un sueño sumamente angustioso en el que yo estaba en un almacén por departamentos con Azuma buscando souvenirs y una última cena con el tiempo apremiando y el espacio en las maletas prácticamente nulo. Qué alivio me dio abrir los ojos y saber que lo perdido se perdió hace rato. ¿Se perdió realmente? ¿No es como cuando uno despierta y nota que en realidad nunca tuvo aquello que hasta hace unos instantes era tan obviamente tangible?

A mi alrededor no hay mayor evidencia de que los últimos cinco años fueron reales. Azuma me habla desde un lugar amplio y soleado, y es como si siempre hubiera estado allí. Se ríe, come pie de manzana, tiene color en el rostro. Ya no sé por qué conozco a quien conozco. Qué confuso es todo.