Mis padres y yo vemos Lost in Translation. Entiendo la mayoría de los diálogos en japonés. La primera vez que seguí a Bob y Charlotte, en 2004, no tenía la menor idea de lo que los japoneses decían, pero ahora reconozco en cada instancia algo que a mí me tocó durante los últimos cinco años. “Pude tomar la foto”. “Llene este formulario”. “¿Cuántos años lleva en Japón?” Hai, hai, hai. El viejito en la sala de espera dibuja un círculo en el aire representando un año. Bob no entiende, pero tiene sentido. Se vuelve a las flores de cerezo, el ciclo inicia de nuevo. Yo aún tengo el impulso para volver a empezar pero la línea en curva no se cerró, quedó a la deriva como un listón al viento. Igual, ¿impulso para qué? Todo lo que había para mí allá se acabó.
Siempre pensé que mi salida de Japón se parecería al final de Lost in Translation, pero no fue así. No sonó The Jesus and Mary Chain mientras intentaba imprimir en la memoria cada letrero sobre la autopista. Recogí lo que pude como pude, abandoné el apartamento y me dormí en el bus a Narita. Todavía me atormenta el estado en que quedó todo. Me atormenta la falta de tiempo, las vías cerradas, el terremoto que a mí no me tocó por estar subiendo y bajando lomas en Nagasaki y que me dejó lejos de donde debía estar durante los días que había destinado específicamente para finiquitar mi relación con el 310 de Raiku Mansion.
¿Qué habría cambiado si hubiera estado en Tsukuba el 11 de marzo? Si hubiera viajado en las fechas que tenía previstas originalmente y no hubiera ido a recibir el certificado de trabajo como TA. Tal vez habría cambiado este vacío por algo de certeza —así fuera la certeza de haber visto todo caer—, tal vez habría podido darme el lujo de realizar el acto consciente de botar mis cosas y no resignarme a dejarlas intactas en el no-lugar que les dio el intento de orden. Pero no puedo (y no sirve de nada) imaginar escenarios paralelos. Fue lo que fue. Ya no estoy allá. Con el tiempo olvidaré lo que perdí. Necesito olvidarlo. Dejé un Pripyat en mi cabeza.