El pueblo estaba incomunicado. Eso es lo que supe. No pude volver antes. No había cómo. Después no hubo tiempo. No tuve tiempo. No había nadie. No tenía fuerza. No había más cupo en las maletas. El tiempo se acabó. Me lo gasté en Tokio validando mi diploma. ¿Qué opción tenía? No tener nada desde enero. No soy vidente. Deberían asumirlo como si hubiera muerto, pero si así hubiera sido, la situación sería que por mi culpa ahora tocaba limpiarlo todo y hacer algo con el cadáver. Eso pasó con alguien más. Se mató y lo único que la oficina de estudiantes internacionales manifestó fue irritación ante las molestias causadas. Se intentaron meter a mi casa. Esas son las molestias que causo. Forzaron mi puerta. Yo estaba ahí. Yo oí la chapa. Estaba casi desnuda. Y si hubieran logrado entrar, ¿qué me habrían dicho? ¿Qué podría haber hecho yo? Nadie me creyó. Algo debí haber hecho para merecerlo, dijo una compañera de clase. Esa es la manera como se hacen las cosas en Japón, le dijeron a Azuma. Por ser una mala persona. Soy una mala persona porque no se me cayó el apartamento encima. Soy una mala persona porque la distancia se comió mi tiempo, porque no había ni luz ni agua ni comida, porque se dañaron las autopistas, porque apagaron la única línea de tren que va a Tsukuba, porque luego tembló en Shizuoka y apagaron el shinkansen y ni a Tokio podía llegar. Soy una mala persona porque preferí irme a pedir sellos para dar sentido a estos cinco años en vez de arrastrar la lavadora y dejarla caer por las escaleras —¿acaso alguien la habría recibido al otro lado?—.
No entiendo por qué colapsó el auditorio de la universidad y no la oficina de estudiantes internacionales.