Veinticuatro de abril: Guía conversacional bogotana (aparte)

En Bogotá hay que aprender a hablar. En especial, hay que aprender a hablar con los taxistas. No quisiera uno resultar en un trancón o una carretera especialmente mala y que el taxista lo acuse a uno de ser la Moira que determina que su medio de trabajo morirá de manera horrífica en una avenida-cráter-río. Por eso hay que sacarse los audífonos y, sea lo que sea, no responderle al señor “ajammm” con la mirada perdida en el paisaje. La vida de uno está en manos de este señor, así que más vale ser su aliado.

En Colombia la mayoría de conversaciones empiezan con quejas. Es posible que usted haya hecho su última amiga de bus fisgoneando un accidente aledaño y comentando sobre el peligro que representa uno de los vehículos implicados. O cualquier cosa que se pueda considerar “el colmo”. “Es el colmo”, dice el primer interlocutor, a lo que el segundo responde “¡hm!” meneando la cabeza. A continuación los interlocutores son libres de agregar anécdotas relacionadas con el hecho y/o noticias relevantes. El intercambio culmina con expresiones de inconformidad hacia el gobierno y la manera como se hacen las cosas aquí. Y presto: una nueva amistad (que le durará entre 5 minutos y la eternidad del embotellamiento). Ahora tome este modelo básico y aplíquelo al primer comentario que haga el conductor del taxi durante el recorrido. He aquí un ejemplo de la vida real:

Anoche, regresando a mi casa, el taxi se topó con un tramo completamente destapado cerca de la entrada de mi barrio. Hasta entonces no había habido ninguna comunicación entre el taxista y yo, pero al ver el estado de la vía, el señor me hizo saber su decisión de tomar un desvío.
—Huy, sí, es que está terrible —respondí. [expresión de solidaridad]
—Eso debe ser por los alimentadores, porque por ahí no pasa carga pesada.
—No, eso lleva años así y nada que lo arreglan. O lo arreglan por encimita y ahí mismo vuelve a dañarse. [dato adicional]
—En la 54 con [número olvidado] arreglaron la vía y taparon todos los huecos. A los ocho días, ¡ocho días! eso volvió a estar como antes.
—Es que nunca arreglan bien.
—No ponen buen material sino por encima no más.
—Claro, como esa plata se la roban… [expresión de inconformidad]
Al término de la carrera, recibí toda la amabilidad posible del señor conductor. Misión cumplida.

Tip adicional: la frase “por eso estamos como estamos” puede ser de utilidad.

Veintitrés de abril, 2

Hoy terminé de escribir un poema. Creí que tendría algo que decir al respecto, pero no.

Veintitrés de abril, 1

¿Agora que sé d’amor me metéis monja?
¡Ay, Dios, qué grave cosa!

Agora que sé d’amor de caballero,
agora me metéis monja en el monesterio.
¡Ay, Dios, qué grave cosa!

—Poema popular medieval español

Veintidós de abril

Un día en el colegio, M. (compañera de clase) nos cogió la mano a varias y, examinando no sé cuál de todas las sinuosidades de la palma, se puso a dictaminar quién sería buena en la cama en el futuro. Cuando me llegó el turno —no sé qué hacía yo ahí—, M. se desternilló de risa y dijo que yo sería frígida.

Ah, bueno. Menos mal.

Veintiuno de abril

Hoy debería estar en La Dorada con mis abuelos, pero el invierno se está llevando los pueblos y las carreteras, entonces ni modo.

Veinte de abril

Mi mamá aparece en mi cuarto con dos pocillos llenos de agua de flor de jamaica. Me entrega uno y se sienta en un butaquito con el otro. Hasta hace unos minutos yo estaba practicando ukulele, pero ahora estamos en silencio, ella en el butaquito y yo en la cama. De repente me pregunta si se siente extraño tener compañía. Sí, se siente extraño. Cuando vivía en Tsukuba no aparecía nadie así de la nada. Ahora es como si hubiera un duende en casa o como si tuviera amigos imaginarios. Amigos imaginarios que se aparecen en mi cuarto cual hada madrina y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan.

El otro problema es el cambio de vida de una caja de zapatos a una casa de dos pisos. Ahora tengo que pararme de la cama (inmensa) y dar tres pasos para apagar la luz cuando me voy a dormir. Si quiero, puedo ir al cuarto vacío de mi hermana y sentarme ahí a ensayar ukulele o cualquier cosa. Eso exigiría más pasos. Y encima hay escaleras para bajar en caso de querer comer y un montón de sillas de diferentes tipos desperdigadas por ahí. Pero yo soy un hámster acostumbrado a su jaula e insisto en encerrarme en el cuarto. Tres pasos es todo lo que necesito para vivir. En la sala —tal vez ellos no se hayan dado cuenta— siempre me siento en la misma poltrona y siempre en la misma silla del comedor. Creo que perdí la noción de disfrute del espacio, o el mundo se me achicó. Cada vez que intento pensar en Japón, solo recuerdo la esquina del apartamento donde transcurría absolutamente toda mi vida.

Quince y dieciséis de abril

Bulnes. Mer. Santiago. Una máquina de marcar tarjeta en el trabajo. El bus más tóxico del mundo. “Flaquitas y pulposas”. Presuntos niños atracadores siguen a su víctima. “El coiffeur de las estrellas”. Un apartamento como de revista. La máquina de marcar tarjeta cuadra sola su reloj. Baba ghanoush. Vino. Bondiola, puré de batata, pasta de membrillo que no es dulce de membrillo. Dibujitos. Vino. Pink Martini. Baile. Raffaella Carrà. Helado. Vino. “Manu, ¡Chao!” La novicia rebelde. El trío Los Panchos con Eydie Gormé. Catacrocker. Agua. No hallo manera de reportarme a la nave madre. Una medialuna exquisita, densa como el centro de Júpiter. Café. La máquina de marcar tarjeta se atasca con mi dibujo de “Santiago el operario” adentro. Gorra con linterna, regla, cuchillo, cartulina, todo es inútil. Me toca irme. No quiero. Línea 39, cielo azul perfecto. He quedado un poco enamorada.

Trece de abril

El problema de Buenos Aires es que me recuerda demasiado a Lyon. Tanto así, que a veces tengo una fuerte sensación de dejà-vu frente a un bloque de edificios o en medio de un parque y resulta que es una imagen de la Croix-Rousse o del Parc de la Tête d’Or que he superpuesto al nuevo paisaje. Este problema se hizo especialmente evidente hoy en los alrededores del Rosedal de Palermo. Casi que podía sentirme dentro de aquel paréntesis que hubo entre la partida de j. y la llegada de Cavorite; tanto así que esperaba mirar hacia abajo y encontrar los cuadros de la camisa roja que llevaba aquel día. Sin embargo, constatando la presencia de mi padre, tuve que aterrizar en el Hemisferio Sur en 2011. El otro elemento delator de la realidad fue un puesto de choripán.

El kiosco, atendido por un señor de estrábicos ojos azules, tenía al lado dos o tres mesitas con sillas plegables para la clientela. Su reino se extendía hasta donde llegaba el eco de la cumbia en su radio. La silla número uno, sin mesa y pegada a la caseta, tenía a un señor espiando gente con binoculares. El dueño del chuzo bailaba con todo sabor un éxito llamado “El mantecazo”, con una escoba por pareja.

—Con esa música y vos bailando te van a clausurar el negocio—, le advirtió el de la silla. El señor del choripán no se dejó intimidar. Solo volvió a la realidad cuando nos sirvió a mi papá y a mí lo que hasta ahora es para nosotros el mejor choripán de Buenos Aires.

Doce de abril

El pueblo estaba incomunicado. Eso es lo que supe. No pude volver antes. No había cómo. Después no hubo tiempo. No tuve tiempo. No había nadie. No tenía fuerza. No había más cupo en las maletas. El tiempo se acabó. Me lo gasté en Tokio validando mi diploma. ¿Qué opción tenía? No tener nada desde enero. No soy vidente. Deberían asumirlo como si hubiera muerto, pero si así hubiera sido, la situación sería que por mi culpa ahora tocaba limpiarlo todo y hacer algo con el cadáver. Eso pasó con alguien más. Se mató y lo único que la oficina de estudiantes internacionales manifestó fue irritación ante las molestias causadas. Se intentaron meter a mi casa. Esas son las molestias que causo. Forzaron mi puerta. Yo estaba ahí. Yo oí la chapa. Estaba casi desnuda. Y si hubieran logrado entrar, ¿qué me habrían dicho? ¿Qué podría haber hecho yo? Nadie me creyó. Algo debí haber hecho para merecerlo, dijo una compañera de clase. Esa es la manera como se hacen las cosas en Japón, le dijeron a Azuma. Por ser una mala persona. Soy una mala persona porque no se me cayó el apartamento encima. Soy una mala persona porque la distancia se comió mi tiempo, porque no había ni luz ni agua ni comida, porque se dañaron las autopistas, porque apagaron la única línea de tren que va a Tsukuba, porque luego tembló en Shizuoka y apagaron el shinkansen y ni a Tokio podía llegar. Soy una mala persona porque preferí irme a pedir sellos para dar sentido a estos cinco años en vez de arrastrar la lavadora y dejarla caer por las escaleras —¿acaso alguien la habría recibido al otro lado?—.

No entiendo por qué colapsó el auditorio de la universidad y no la oficina de estudiantes internacionales.

Once de abril, 2

Sin embargo, también hay que pensar en qué cosas se sienten como disciplina y qué cosas no. Yo dejo pasar un día sin escribir aquí y empiezo a sentirme culpable porque era algo que tocaba hacer, pero igual me da pereza porque le huyo al dolor. Sin embargo, pese a que el ukulelepodría representar dolor físico real —y sé muy bien lo que se siente un Dm7 mal puesto— yo no tengo ningún reparo en aguantármelo en pos del sonido bonito. Y eso que el sonido bonito tarda en llegar. Creo, pues, que lo que estoy buscando por medio de esto es que el dolor de escribir me deje de importar así como el dolor de tocar nunca me ha importado. Tal vez podría lograrlo bajándole al autopalo.