Hoy debería estar en La Dorada con mis abuelos, pero el invierno se está llevando los pueblos y las carreteras, entonces ni modo.
Mi mamá aparece en mi cuarto con dos pocillos llenos de agua de flor de jamaica. Me entrega uno y se sienta en un butaquito con el otro. Hasta hace unos minutos yo estaba practicando ukulele, pero ahora estamos en silencio, ella en el butaquito y yo en la cama. De repente me pregunta si se siente extraño tener compañía. Sí, se siente extraño. Cuando vivía en Tsukuba no aparecía nadie así de la nada. Ahora es como si hubiera un duende en casa o como si tuviera amigos imaginarios. Amigos imaginarios que se aparecen en mi cuarto cual hada madrina y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan y hablan.
El otro problema es el cambio de vida de una caja de zapatos a una casa de dos pisos. Ahora tengo que pararme de la cama (inmensa) y dar tres pasos para apagar la luz cuando me voy a dormir. Si quiero, puedo ir al cuarto vacío de mi hermana y sentarme ahí a ensayar ukulele o cualquier cosa. Eso exigiría más pasos. Y encima hay escaleras para bajar en caso de querer comer y un montón de sillas de diferentes tipos desperdigadas por ahí. Pero yo soy un hámster acostumbrado a su jaula e insisto en encerrarme en el cuarto. Tres pasos es todo lo que necesito para vivir. En la sala —tal vez ellos no se hayan dado cuenta— siempre me siento en la misma poltrona y siempre en la misma silla del comedor. Creo que perdí la noción de disfrute del espacio, o el mundo se me achicó. Cada vez que intento pensar en Japón, solo recuerdo la esquina del apartamento donde transcurría absolutamente toda mi vida.
Bulnes. Mer. Santiago. Una máquina de marcar tarjeta en el trabajo. El bus más tóxico del mundo. “Flaquitas y pulposas”. Presuntos niños atracadores siguen a su víctima. “El coiffeur de las estrellas”. Un apartamento como de revista. La máquina de marcar tarjeta cuadra sola su reloj. Baba ghanoush. Vino. Bondiola, puré de batata, pasta de membrillo que no es dulce de membrillo. Dibujitos. Vino. Pink Martini. Baile. Raffaella Carrà. Helado. Vino. “Manu, ¡Chao!” La novicia rebelde. El trío Los Panchos con Eydie Gormé. Catacrocker. Agua. No hallo manera de reportarme a la nave madre. Una medialuna exquisita, densa como el centro de Júpiter. Café. La máquina de marcar tarjeta se atasca con mi dibujo de “Santiago el operario” adentro. Gorra con linterna, regla, cuchillo, cartulina, todo es inútil. Me toca irme. No quiero. Línea 39, cielo azul perfecto. He quedado un poco enamorada.
El problema de Buenos Aires es que me recuerda demasiado a Lyon. Tanto así, que a veces tengo una fuerte sensación de dejà-vu frente a un bloque de edificios o en medio de un parque y resulta que es una imagen de la Croix-Rousse o del Parc de la Tête d’Or que he superpuesto al nuevo paisaje. Este problema se hizo especialmente evidente hoy en los alrededores del Rosedal de Palermo. Casi que podía sentirme dentro de aquel paréntesis que hubo entre la partida de j. y la llegada de Cavorite; tanto así que esperaba mirar hacia abajo y encontrar los cuadros de la camisa roja que llevaba aquel día. Sin embargo, constatando la presencia de mi padre, tuve que aterrizar en el Hemisferio Sur en 2011. El otro elemento delator de la realidad fue un puesto de choripán.
El kiosco, atendido por un señor de estrábicos ojos azules, tenía al lado dos o tres mesitas con sillas plegables para la clientela. Su reino se extendía hasta donde llegaba el eco de la cumbia en su radio. La silla número uno, sin mesa y pegada a la caseta, tenía a un señor espiando gente con binoculares. El dueño del chuzo bailaba con todo sabor un éxito llamado “El mantecazo”, con una escoba por pareja.
—Con esa música y vos bailando te van a clausurar el negocio—, le advirtió el de la silla. El señor del choripán no se dejó intimidar. Solo volvió a la realidad cuando nos sirvió a mi papá y a mí lo que hasta ahora es para nosotros el mejor choripán de Buenos Aires.
El pueblo estaba incomunicado. Eso es lo que supe. No pude volver antes. No había cómo. Después no hubo tiempo. No tuve tiempo. No había nadie. No tenía fuerza. No había más cupo en las maletas. El tiempo se acabó. Me lo gasté en Tokio validando mi diploma. ¿Qué opción tenía? No tener nada desde enero. No soy vidente. Deberían asumirlo como si hubiera muerto, pero si así hubiera sido, la situación sería que por mi culpa ahora tocaba limpiarlo todo y hacer algo con el cadáver. Eso pasó con alguien más. Se mató y lo único que la oficina de estudiantes internacionales manifestó fue irritación ante las molestias causadas. Se intentaron meter a mi casa. Esas son las molestias que causo. Forzaron mi puerta. Yo estaba ahí. Yo oí la chapa. Estaba casi desnuda. Y si hubieran logrado entrar, ¿qué me habrían dicho? ¿Qué podría haber hecho yo? Nadie me creyó. Algo debí haber hecho para merecerlo, dijo una compañera de clase. Esa es la manera como se hacen las cosas en Japón, le dijeron a Azuma. Por ser una mala persona. Soy una mala persona porque no se me cayó el apartamento encima. Soy una mala persona porque la distancia se comió mi tiempo, porque no había ni luz ni agua ni comida, porque se dañaron las autopistas, porque apagaron la única línea de tren que va a Tsukuba, porque luego tembló en Shizuoka y apagaron el shinkansen y ni a Tokio podía llegar. Soy una mala persona porque preferí irme a pedir sellos para dar sentido a estos cinco años en vez de arrastrar la lavadora y dejarla caer por las escaleras —¿acaso alguien la habría recibido al otro lado?—.
No entiendo por qué colapsó el auditorio de la universidad y no la oficina de estudiantes internacionales.
Sin embargo, también hay que pensar en qué cosas se sienten como disciplina y qué cosas no. Yo dejo pasar un día sin escribir aquí y empiezo a sentirme culpable porque era algo que tocaba hacer, pero igual me da pereza porque le huyo al dolor. Sin embargo, pese a que el ukulele sí podría representar dolor físico real —y sé muy bien lo que se siente un Dm7 mal puesto— yo no tengo ningún reparo en aguantármelo en pos del sonido bonito. Y eso que el sonido bonito tarda en llegar. Creo, pues, que lo que estoy buscando por medio de esto es que el dolor de escribir me deje de importar así como el dolor de tocar nunca me ha importado. Tal vez podría lograrlo bajándole al autopalo.
Surge entonces la pregunta: ¿para qué hacer esto? No gano nada escribiendo todos los días. Ni siquiera es que disfrute escribir. A veces me entra la imperiosa necesidad de hacerlo, pero el proceso siempre es doloroso. Debo haber dicho esto ya un millón de veces. Y encima de todo soy lentísima. Cuando tenía dieciséis años me encerraba en el cuarto y avanzaba un montón en mi súper novela. Claro, era un bodrio, según saldría a la luz después, pero ¡hey! Algo es algo; al menos no me quedaba mirando la hoja en blanco como una gallina consternada. Era mi segunda novela. La primera la escribí en inglés. La imprimí, se la di a mi profesor de inglés para que la corrigiera y después estuvo rotando por el salón. Tuvo bastante pedido, pero solo había una copia y había que esperar turno para leerla. No sé dónde estará ahora.
¿Qué gano? Gano disciplina. No sé para qué la quiero, pero sé que hace falta. Gano más ganas de escribir y pierdo desidia. O al menos eso creo.
De pronto debería ganarme más bien una galleta.
Hoy hicimos onigiris. Hubo de salmón, de tuna-mayo (atún de lata con mayonesa) y de negi-toro (filete de atún con cebolla y wasabi). Quedé muy contenta con el resultado. Traje dos para mis papás, que también se volvieron fans después de su visita a Japón. Carlos (el hermano de Cavorite) los miró con un poco de recelo, pero le gustaron.
Después de ir por un helado dedicamos un rato a leer Palestine, de Joe Sacco. El otro día habíamos empezado turnándonos los personajes para leer en voz alta —ojo a mi acento inglés árabe—, pero esta vez no quisimos molestar a Carlos, que estaba ocupado y un poco indispuesto, así que pasamos las páginas en silencio hasta que empezó a cogernos el sueño.
Postal para la memoria. Intermission.
Hablar. Odio hablar. Me cuesta mucho y me suena horrible. En español no pronuncio la mayoría de las consonantes, vaya usted a saber por qué. No vivo en Bogotá sino que io en ootá. No me gusta preguntar precios en las tiendas o si tienen tal cosa, y mucho menos me gusta llamar por teléfono. Se supone que en japonés no sufro de este problema fonológico, pero la ansiedad que me da no tener el suficiente vocabulario para desenvolverme en la conversación me deja como al rey George VI en The King’s Speech.
Tuve que llamar a Japón a agradecer un favor que me iban a hacer pero al fin no necesité. Le di largas al asunto por varios días. Me dio dolor de estómago cuando finalmente resolví hacerlo. Repasé mentalmente mi parlamento. Marqué. Ay, ay, ay. Hubo pausas y risas nerviosas. Cuando colgué, quedé exhausta. El teléfono me pone mal.
A veces pienso que si pudiera me comunicaría exclusivamente por escrito y usaría las cuerdas vocales solamente para cantar. Las compras y diligencias las haría en cajeros, máquinas expendedoras, Internet. Máximo en un supermercado donde solo le dijeran a uno el precio, gracias, adiós. Sin embargo, el asunto se complica cuando uno ya no vive solo y tiene que aguantarse el chirrido que tiene por voz diciéndole sí a la mamá o preguntándole a alguien si quiere hacer algo mañana. Pero no está mal eso. Lo único es que, si bien disfruto la compañía, me cansa ejercitar los labios, la mandíbula y el diafragma de ese modo.
Vida social. Ooooh. Hay que salir, hay que llamar a avisar que voy tarde, hay que recordar que esta es una ciudad y uno se demora un montón de tiempo para llegar a cualquier parte. En una semana en Bogotá he tenido más encuentros con personas que en tres meses o más en Tsukuba.
Asai Sensei lleva un buen rato esperándome. Gracias a su existencia no tengo que preocuparme demasiado por el destino del japonés que aprendí. Él, que se la pasa solo —y yo soy especialista en soledad— habla y habla y se desahoga. Yo, que necesito practicar, escucho y entiendo y respondo y me dejo corregir hasta que la cabeza se me recalienta y se me empiezan a borrar las consonantes.
¡Y ahí no termina! ¡Después de eso tengo otra cita! ¡Tengo que llamar a otra persona y decirle que ya voy para su casa! ¡Y esa persona a su vez llama a oootra persona y llegan dos personas y vamos a un restaurante y allá llega una más! ¿¡Ah!? Y no es de esa gente que me invitaba por pesar o para tener la fiesta más concurrida de todas o porque tocaba por ser la amiga de alguien popular o porque se necesitaba más mano de obra para poner adornos navideños. No; esta vez es gente amena y asumo que no les parezco demasiado fome. Ja. Fíjense. La nueva vida de la gran paria de Tsukuba.
Llego a mi casa tarde (¡carambola!) y todos (más de dos) nos acordamos de lo mismo. Medibot.