Geburtstag

Hoy cumplí años. Fue un muy buen día. Muy de madrugada, mis abuelos maternos llamaron a felicitarme y mi mamá me puso varias canciones de cumpleaños que encontró en YouTube. El taxista que me llevó a la oficina me cantó el Happy Birthday, mis compañeros decoraron mi puesto con bombas, mi jefa me dio un muffin y mi ex jefa, un bombón de chocolate. Recibí muchas llamadas y muchos mensajes, muchísimos más de lo que jamás imaginé. A la hora del almuerzo, Cavorite llegó a mi lugar de trabajo y fuimos por sándwiches y ponquecito. Hicimos un recuento del fin de semana —que estuvo fantástico—, notamos que nos veíamos lo más de bonitos, y nos reímos y nos reímos y nos reímos. En la tarde acompañé a mi jefa a una importante misión y luego cené con una parte de mi familia. Cuando llegué a la casa, pude comer (¡después de quién sabe cuántos años!) ponqué de mi abuela paterna y les conté esta misma historia a mis papás y mi prima, quien se quedó a dormir. Finalmente vine a la cama, me puse una pijama nueva y escribí esto que acaban de leer. Sencillo pero feliz. Hasta mañana.

Am Telefon

Ayer recibí una llamada.

La voz, que no escuchaba hacía muchísimo tiempo, me dijo (sin saludar antes siquiera) una cantidad de cosas feas que yo debería haber interpretado como broma, pero dado que llevaba un buen rato sintiéndome mal, me dejaron peor. Peor o igual, no sé, da lo mismo. No sé ni por qué estoy escribiendo esto. Sí sé. Lo hago porque no puedo seguir evadiendo más este rectángulo blanco, así sea para llenarlo de querido-diario-estoy-triste. Lo he intentado, creo que ni siquiera conscientemente. Huir, jurar que tengo cosas más importantes que hacer, olvidar las palabras. Y sin embargo vienen la ira y la tristeza y qué diablos tienen que importarme a mí las horas laborales cuando es mi cabeza la que está a punto de estallar. Entonces vengo aquí a hablar de lo que la voz al otro lado de la línea consideraría nimiedades. O pruebas de mi fragilidad. Supongo que esta es la manera terapéutica de la voz de hacerme más fuerte. Ya he oído ese discurso antes. Eres débil: toma tu patada. Siempre son llamadas desde lejos para decirme eso.

Chicken with Plums

Hoy aproveché que estoy enferma y no pude ir al trabajo para leer Chicken with Plums, de Marjane Satrapi. Amo el estilo tan sencillo de sus dibujos, pero creo que puedo saltarme las explicaciones al respecto. Lo que realmente me cautivó fue la historia, o más bien, el punto específico a partir del cual irradia toda la historia. Las razones son, obviamente, personales. Desde el principio me identifiqué con la relación de Nasser Ali con su tar. Lo veía sentado tocando y podía verme a mí misma sentada con mi ukulele.

Mi ukulele y yo llevamos más bien poco tiempo juntos, contrario a Nasser Ali y su tar, pero entendía perfectamente el significado de su pérdida. Me dolió mucho ver las viñetas donde salía el tar roto. Perder aquello que lo ayuda a uno a sacar la música de adentro es perder toda razón de vida, y quien se atreva a despojarlo a uno de algo tan importante es un desalmado que no merece ninguna clase de perdón.

Los días que pasé alejada de Tsukuba tras el terremoto estuve muy preocupada por la posibilidad de que algo les hubiera pasado a la guitarra o al ukulele. De hecho, eran las únicas pertenencias que realmente me angustiaban—en ese entonces; lo que ocurrió después es otra historia bien triste—. La arrocera se rompió y Asterios Polyp quedó chueco, pero el tormento real venía de la idea de perder mis instrumentos. En especial el ukulele, que el año anterior me había salvado la vida. Al instante de entrar al apartamento otra vez, vadeé por encima de los libros desparramados y el resto del desorden en el piso para verificar que estuvieran bien. Por el momento, nada más importaba.

Yo no sé si escribir sea lo mío; le doy y le doy a intervalos irregulares, es una constante ineludible y dolorosa de la que no hay mayor cosa que decir, pero la música realmente es mi felicidad. Chicken with Plums me recordó eso. Cuando terminé el libro, como quien despierta de una pesadilla, vi el ukulele sano y salvo al otro lado de mi cuarto y me sonreí. Qué alivio, y qué felicidad que sigamos juntos.

Oficinista

Este post es solo para avisarles que ahora trabajo en una oficina. Sí, oficina. Con horarios y órdenes que cumplir y correo corporativo. A los hacedores de conocimiento que esperaban el momento de mi graduación para pretender mi amor sin caer en el ridículo de perseguir a una niñita de pregrado: Lo siento. Ya no me encontrarán enarbolando la bandera de alguna causa desde la comodidad de los templos del saber o pinchándome la barbilla con la mano en gesto analítico; ahora soy un ser de arroz con atún en lonchera, hojas de Excel y estampidas humanas en Transmilenio. Entiendo si se desilusionan. Pueden retirarse ya.

Nueve de mayo

Esta es la historia de un recién egresado de literatura que se creía demasiado exquisito para la sociedad por haber cursado un pregrado en humanidades. Un día entró a trabajar a una oficina, vaya usted a saber por qué, y se indignó porque tenía que recalentar su almuerzo en un microondas rodeado de señoras bajitas y flacas con el pelo teñido de rubio cenizo excesivamente alisado y blusa blanca embutida dentro del pantalón ajustado. Muchas cosas pasaban por la cabeza del joven mientras miraba su recipiente de plástico dar vueltas entre la caja iluminada. Pensaba en el libro que estaba en mora de escribir, en los cafetines de Buenos Aires que no estaba frecuentando para empaparse de verdadera cultura y escribir dicho libro, en el asco que le daban todos aquellos que ni por un instante habían contemplado las bondades de the life of the mind. Valdría la pena preguntarse, empero, por qué este artista en ciernes no empleaba sus horas libres en hacer el manuscrito que lo llevaría a la gloria si tanto lo desvelaba el asunto. El microondas pitó. Mientras tanto, en Buenos Aires, un señor llegaba a un cafetín, pedía una porción de queso roquefort y leía las noticias deportivas bajo el rostro luminoso y cuadrado de Susana Giménez.

Ocho de mayo

Este blog debería contener algo mejor que el diario inútil de una persona que no existe.

Cinco de mayo

El día empieza como un mar tranquilo, sin nada de nada en el horizonte y uno flotando cual barco velero con millonarios del Mediterráneo. No sé por qué millonarios pero el día es así. De repente hay una conversación muy larga con j. Él tiene una idea y la idea requiere una hoja de vida. Oh, oh. En cuestión de minutos paso de ser alguien que nunca ha hecho nada más que pasear por la Micronesia a ser alguien con cierta experiencia en ciertas áreas que no constan en mi título. La cosa progresa (¡!) y tengo una entrevista. Me lleva un taxista-atleta que me dice que él es de mentalidad ganadora y no acepta la derrota. Va a correr una carrera muy pronto. Yo también tengo un reto, creo. El estómago me da tumbos a medida que subimos por la 94 y él señala los andenes, indicando cómo le gustaría que fueran todos los andenes de Bogotá. Y bueno, yo voy acá narrando detalles nimios como evadiendo pero el asunto es que llego al edificio y subo a la oficina y me llevan a un lugar apartado y me preguntan quién soy yo y qué he hecho. Hay una charla larga que incluye Internet, Internet y más Internet. Que si tengo Facebook. Y Twitter. Cuántos followers. Hace cuánto tengo un blog. Aprovecho para dar un poco de historia patria y hablar de TOL. Y ya, supongo. Muchas gracias, tenemos más gente por entrevistar, la llamaremos.

Salgo del edificio, cruzo la calle, suena el celular. Es de la oficina. ¿Qué se me habrá quedado allá?, pienso. Empieza mañana, me dicen.

Oh.

Cuatro de mayo

Qué bonito es el campus/fortín de Los Andes. Huele a matas y tiene una vista espectacular de la ciudad. Siempre lo extrañé mientras estuve en Tsukuba, aún con la plena conciencia de que en sus aulas no fui exactamente feliz.

Recorro uno de sus tantos caminos y siento como si hubiera soñado alguna vez que estuve ahí, corriendo del Au al R para no llegar tarde a clase de francés. Fue justo en esa clase que descubrí que no podría convertirme en una de esas personas que funcionan a punta de tinto.

“Nunca te vi”, me dice una recién conocida egresada de la facultad que abandoné. Lo sé, lo sé. Nadie puede dar fe de mi existencia en esos días —¡no sé cómo hizo Gazapos para encontrarme!—. Tuve que irme al otro lado del mundo, a los acantilados sobre la Nada, para poder dibujar algo sobre el espejo.

Tres de mayo: Libros

Mis papás instalaron nuevas repisas para los libros en mi cuarto. Ahora la vigilancia constante de los lomos desde tres de las cuatro paredes causa la impresión de que quien aquí habita gusta de leer o estudió literatura o algo así. No se deje engañar, querido visitante.

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Hoy empecé (otra vez) a leer Stupeur et tremblements, de Amélie Nothomb. Ya lo había intentado antes, pero en Tsukuba no estaba de ánimo para concentrarme en ningún libro —así que con mayor razón aprecio Seda, Asterios Polyp y When You Reach Me, que fueron los únicos que me lograron sacar del pantano un rato—. Lo poco que había alcanzado a avanzar me servía para fantasear en la Alcaldía mientras repartía venias y cargaba papeles. Ahora voy despacio —mi francés sirve máximo para pedir Orangina en las tiendas—, pero voy.

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Estaba alistándome para salir por la tarde cuando llegó un mensajero a mi casa y me entregó un paquete. Así, sin mayor explicación, me convertí en la dueña de la última copia en existencia de Lo definitivo y lo temporal, de Javier Moreno. Me siento un poco indigna de este honor, pero bueno.

Dos de mayo

Mis jeans de barrer barrizales quedaron adentro del vestier. Me vistieron primorosa, me subieron a unos tacones con vista a toda la ciudad, y me pararon frente al espejo. Tenía piernas kilométricas.