Postfeminismo

Vivimos en una época en la que podemos darnos el lujo de decir que ya trascendimos el movimiento feminista y no lo necesitamos más. Sin embargo, no por eso debemos olvidar de dónde venimos. Hemos tenido que hacernos grandes preguntas para poder llegar a las pequeñas. ¿Quiero levantar pesas? (¿Puedo hacer deporte?) ¿Quiero dirigir un país? (¿Tengo voz y voto?) ¿Quiero pagar mi parte de la cuenta? (¿Tengo independencia financiera?) ¿Quiero ser científica o astronauta? (¿Puedo estudiar?) ¿Quiero hacerle la cena y plancharle la ropa al hombre que me gusta? (¿Acaso la palabra no es “debo”? ¿Puede gustarme una mujer?) El feminismo nos ha traído opciones donde todo lo que teníamos eran deberes.

Betty Friedan cuenta que, durante la segunda guerra mundial, las mujeres norteamericanas llenaron los vacíos que dejaron los trabajadores de las fábricas que fueron reclutados. La propaganda hizo que la fuerza bruta en la mujer no fuera indeseable en esa época. Una vez terminada la guerra, empero, los hombres tuvieron que retomar sus puestos y las mujeres debían dejárselos. ¿Cómo lograrlo? Fácil: convenciéndolas de que encerradas en una urna de cristal llena de electrodomésticos serían reinas. Una campaña sumamente efectiva, si tenemos en cuenta que todavía creemos que el trato caballeroso es deferencial y no condescendiente, y que no deberíamos intentar sobreponernos a nuestras desventajas biológicas. Un error común al hablar del movimiento feminista es pensar que su objetivo es hacer que la mujer sea igual al hombre y ver esto como algo malo. Posiblemente esto derive de las asociaciones negativas que conlleva la masculinidad, como la violencia física. No obstante, ¿por qué tiene que ser tan malo querer lograr lo que ellos han logrado? Ninguna mujer correría una maratón hoy en día si Kathrine Switzer no hubiera creído en 1969 que podía hacer lo mismo que los hombres.

¿Para qué queremos el poder? No necesariamente para convencer incautos y llevar el mundo al caos. Queremos el poder para tomar nuestras propias decisiones, ya sea sobre nuestro cuerpo o en el ámbito político. Queremos el poder para que nuestros roles e intereses no nos sean impuestos y para que el día que queramos demostrar que somos capaces de algo, de lo que sea, nadie nos diga que por ser lo que somos no vale la pena. En ese sentido, aún distamos mucho de poder considerarnos una sociedad postfeminista.

遠距離

La cama de Cavorite en Ginebra era muy angosta. Tanto así que la primera noche que pasé allá soñé que estábamos laminados y éramos páginas de un libro. Dicen que en Japón todo es pequeño pero yo creo que algunas cosas en Europa lo son más. Esa cama, por ejemplo, y el espacio alrededor del comedor. También el ascensor, una cabinita cuya puerta de madera uno debía fermer doucement. Y las distancias. Solo había que desear estar en Francia para aparecer allí. Lo sé porque yo lo hice.

Dicen que en Japón todo es muy pequeño pero en realidad las distancias son inconmensurables. Uno puede pensar en cualquier lugar y de una vez sabe que está demasiado lejos. Puede pensar en el corazón de cualquier persona y ya sabe que nunca podrá alcanzarlo. Uno es una especie de Alicia que excede los límites de la ducha y las mesas en soledad pero se vuelve diminuto a la hora de trazar una línea entre isla e isla.

En este momento me encuentro en un punto en el que, de nuevo, se abren brechas oceánicas frente a mí. Solo se me ocurren metáforas ridículas para mi situación: un pingüino montado en un iceberg que flota lejos del hielo continental. Pero yo no soy la que se va. Un pingüino mirando a otro pingüino flotar en un iceberg desde el hielo continental. Desearía aparecer instantáneamente al otro lado, pero esto no es tierra de traboules mágicos. Claro que tampoco es el arrozal del aislamiento infinito, así que tampoco tengo por qué sentirme así de impotente. ¿Y entonces?

Na-da-remos, na-da-remos.

Donut

Una persona que comparta mi fascinación por la fábrica de donitas de la 15 con 97, que entienda que es mejor referirse a ellas en diminutivo porque son de lo más tierno que existe ahí flotando sobre la banda transportadora, y que no dude en desviar su camino a una cita importante por pasar tiempo observándolas en su recorrido de masita a manjar, tiene que convertirse necesariamente en aquella sobre cuyo pecho querré dormitar durante las películas. O dormitar sin importar cuándo. O estar.

Seismograph

Hoy escribo por necesidad. No, déjenme replantear esta frase. Lleno este rectángulo blanco por necesidad. Quedarme con el “escribo” supondría que tengo ideas y los voy a emocionar a todos con algo bien pensado y trabajado. Pero no. Esta vez saco cosas de la cabeza directamente y sin medirme: esta es la raya ondulante del sismógrafo.

No acabo de decir eso y ya me toca detenerme. Creo que acabo de correr para tomar impulso y me detuve al borde del acantilado. No hay adónde saltar ni cómo. Creo que perdí las palabras. No pasó mucho tiempo después de mi entrada al mundo corporativo y ya me adormecí con el zumbido de los computadores. Yo misma me dejé encerrar en un triángulo entre el afán, el tedio y el sueño. Y no es que el trabajo en sí sea lo peor que me haya sucedido porque la verdad es que lo hago de buena gana, pero me inquieta bastante el hecho de haberme alejado de todo lo que consideraba que me definía para cumplir con entereza mi labor de ejecutadora de órdenes. Pero el problema tampoco son las órdenes. Supongo que el lío es que este rectángulo blanco era yo y ahora está vacío.

No creo que la solución radique en abandonar este puesto y dedicarme a reflexionar para producir mi obra maestra. Tal vez todo sea como dice Andrés Gualdrón: cuestión de dormir menos. Qué importa empeorar la facha si eso implica recuperar lo de adentro. Quiero mirarme al espejo y no ver tan solo un cero corporativo. Eso es durante el día, pero ¿después qué? ¿Voy a dejar que se sigan pudriendo los pensamientos en mi cabeza?

Todo radica en mí, lógicamente. Tengo los elementos para superar la crisis. Por un lado, sé qué es lo que quiero (¿necesito?) hacer para mantener la cordura. Por otro, ya le cogí el tiro al contenido de esta rutina, más o menos. Con cierto gusto incluso. Ahora me toca tomar estas hebras separadas y aprender a hacer una trenza.

Weekend Domesticity

Cuando todo esto se acabe, me pregunto qué será lo primero que olvidaré. La sensación de sus besos, probablemente, o la configuración exacta de su pecho. De cada encuentro logro acumular apenas un puñado de imágenes que voy coleccionando como trozos de papel impreso encontrados bajo un fotomatón. Cualquiera diría al verlos que existe una vida continua en los espacios vacíos, que entre el queso roído en Amsterdam y las uvas neoyorquinas ocurrió algo cuando lo único que hubo fue ausencia. El final. Esta es la última vez. Esta sí es la última vez.

Me da miedo que el recuerdo de su mano se convierta en el deseo de su mano.

Lingua, sanguis

Estaba comiendo carne de cerdo en la sala de la casa cuando sentí una especie de piedra afilada deslizarse dentro de mi boca, rasgando las papilas. Abrí los ojos como platos, di un par de pisotones sonoros y finalmente dejé escapar un gemido. Creo que dije algo así como “aaa”. Dejé el plato a un lado y me puse a bizquear sacando la lengua. Rosa, una línea roja, una mancha roja. Agh. Es la segunda vez en menos de un mes. La primera estaba en Nueva York y me cavé un pozo en la parte de atrás. Era una especie de impresión de la muela, solo que no en yeso sino en carne.

No entiendo los movimientos involuntarios de la lengua. No entiendo cómo llega a interponerse entre dos filas de muelas vueltas dagas por el bruxismo del mismo modo en que un salaryman suicida se le manda a los trenes. Un saltito y sangre. Breve. La diferencia es que, mal que bien, la víctima sigue funcionando. Ya se siente adormecida, pero me toca reemplazar las eses por efes cuando hablo para no traer de vuelta el dolor. Mañana tengo un almuerzo importante y me va a tocar pedir un caldo por culpa de mi lengua con delirio de Prince of Persia. Prince of Persia que perdió el juego. Preff any key to continue.

Geburtstag

Hoy cumplí años. Fue un muy buen día. Muy de madrugada, mis abuelos maternos llamaron a felicitarme y mi mamá me puso varias canciones de cumpleaños que encontró en YouTube. El taxista que me llevó a la oficina me cantó el Happy Birthday, mis compañeros decoraron mi puesto con bombas, mi jefa me dio un muffin y mi ex jefa, un bombón de chocolate. Recibí muchas llamadas y muchos mensajes, muchísimos más de lo que jamás imaginé. A la hora del almuerzo, Cavorite llegó a mi lugar de trabajo y fuimos por sándwiches y ponquecito. Hicimos un recuento del fin de semana —que estuvo fantástico—, notamos que nos veíamos lo más de bonitos, y nos reímos y nos reímos y nos reímos. En la tarde acompañé a mi jefa a una importante misión y luego cené con una parte de mi familia. Cuando llegué a la casa, pude comer (¡después de quién sabe cuántos años!) ponqué de mi abuela paterna y les conté esta misma historia a mis papás y mi prima, quien se quedó a dormir. Finalmente vine a la cama, me puse una pijama nueva y escribí esto que acaban de leer. Sencillo pero feliz. Hasta mañana.

Am Telefon

Ayer recibí una llamada.

La voz, que no escuchaba hacía muchísimo tiempo, me dijo (sin saludar antes siquiera) una cantidad de cosas feas que yo debería haber interpretado como broma, pero dado que llevaba un buen rato sintiéndome mal, me dejaron peor. Peor o igual, no sé, da lo mismo. No sé ni por qué estoy escribiendo esto. Sí sé. Lo hago porque no puedo seguir evadiendo más este rectángulo blanco, así sea para llenarlo de querido-diario-estoy-triste. Lo he intentado, creo que ni siquiera conscientemente. Huir, jurar que tengo cosas más importantes que hacer, olvidar las palabras. Y sin embargo vienen la ira y la tristeza y qué diablos tienen que importarme a mí las horas laborales cuando es mi cabeza la que está a punto de estallar. Entonces vengo aquí a hablar de lo que la voz al otro lado de la línea consideraría nimiedades. O pruebas de mi fragilidad. Supongo que esta es la manera terapéutica de la voz de hacerme más fuerte. Ya he oído ese discurso antes. Eres débil: toma tu patada. Siempre son llamadas desde lejos para decirme eso.

Chicken with Plums

Hoy aproveché que estoy enferma y no pude ir al trabajo para leer Chicken with Plums, de Marjane Satrapi. Amo el estilo tan sencillo de sus dibujos, pero creo que puedo saltarme las explicaciones al respecto. Lo que realmente me cautivó fue la historia, o más bien, el punto específico a partir del cual irradia toda la historia. Las razones son, obviamente, personales. Desde el principio me identifiqué con la relación de Nasser Ali con su tar. Lo veía sentado tocando y podía verme a mí misma sentada con mi ukulele.

Mi ukulele y yo llevamos más bien poco tiempo juntos, contrario a Nasser Ali y su tar, pero entendía perfectamente el significado de su pérdida. Me dolió mucho ver las viñetas donde salía el tar roto. Perder aquello que lo ayuda a uno a sacar la música de adentro es perder toda razón de vida, y quien se atreva a despojarlo a uno de algo tan importante es un desalmado que no merece ninguna clase de perdón.

Los días que pasé alejada de Tsukuba tras el terremoto estuve muy preocupada por la posibilidad de que algo les hubiera pasado a la guitarra o al ukulele. De hecho, eran las únicas pertenencias que realmente me angustiaban—en ese entonces; lo que ocurrió después es otra historia bien triste—. La arrocera se rompió y Asterios Polyp quedó chueco, pero el tormento real venía de la idea de perder mis instrumentos. En especial el ukulele, que el año anterior me había salvado la vida. Al instante de entrar al apartamento otra vez, vadeé por encima de los libros desparramados y el resto del desorden en el piso para verificar que estuvieran bien. Por el momento, nada más importaba.

Yo no sé si escribir sea lo mío; le doy y le doy a intervalos irregulares, es una constante ineludible y dolorosa de la que no hay mayor cosa que decir, pero la música realmente es mi felicidad. Chicken with Plums me recordó eso. Cuando terminé el libro, como quien despierta de una pesadilla, vi el ukulele sano y salvo al otro lado de mi cuarto y me sonreí. Qué alivio, y qué felicidad que sigamos juntos.

Oficinista

Este post es solo para avisarles que ahora trabajo en una oficina. Sí, oficina. Con horarios y órdenes que cumplir y correo corporativo. A los hacedores de conocimiento que esperaban el momento de mi graduación para pretender mi amor sin caer en el ridículo de perseguir a una niñita de pregrado: Lo siento. Ya no me encontrarán enarbolando la bandera de alguna causa desde la comodidad de los templos del saber o pinchándome la barbilla con la mano en gesto analítico; ahora soy un ser de arroz con atún en lonchera, hojas de Excel y estampidas humanas en Transmilenio. Entiendo si se desilusionan. Pueden retirarse ya.