Litopedion

Llevo varios días escribiendo en muy mala posición y hoy tengo un dolor tremendo desde el hombro hasta la muñeca derecha. Anoche me quedé dormida tratando de despedirme de Cavorite y hoy me desperté con las gafas incrustadas en las costillas.

Miré el computador, que había dejado prendido en mi narcolepsia, y lo primero que encontré en el maravillosamente ocioso mundo de Internet fue la noticia de una señora en Marruecos que huyó de su propio parto y siguió muy oronda por la vida con el bebé adentro hasta que, 46 años después, se lo removieron calcificado. Después resultó que una pareja egipcia llegó a Emiratos Árabes pero les dijeron en Inmigración que su hijito no tenía visa y tendrían que esperar dos días en el aeropuerto para tramitarla. El papá se desesperó, metió al bebé de cinco meses en la maleta de mano y obviamente lo pillaron en el aparato de rayos X. Así empezó el día.

Afortunadamente, la cosa mejoró porque se me ocurrió invitar a almorzar a mi papá lejos de la casa. Comimos conos de sal. (Si alguien se pregunta por qué estoy escribiendo algo tan insignificante como el progreso poco emocionante de un día cualquiera, estoy segura de que Olavia del futuro sí lo apreciará.) Mi papá amó la comida, recordó su paso por Japón y las particularidades post-terremoto, y luego fuimos por helado y caímos en el hoyo negro del consumismo que es Faber-Castell.

Finalmente, tomamos el Transmilenio de regreso a la casa y, al salir de la estación, vimos a una muchedumbre agolpada en el andén y a lo largo del puente peatonal sobre la avenida. Nos asomamos sobre el puente a ver qué había, una estrellada tal vez. No esperábamos toparnos con un cadáver. Uno de los trabajadores del arreglo que le estaban haciendo a la vía estaba tendido en el pavimento fresco, tapado con una chaqueta de uniforme amarilla. Las botas del pantalón estaban remangadas, dejando ver el color amarillo verdoso de sus piernas. Al lado de donde se adivinaba la posición de su cabeza había un charco rosáceo. Sus compañeros estaban sentados en un separador. Fue extraño pensar que al salir de la casa y cruzar ese mismo puente en dirección contraria estaban todos ahí mismo, completos. “¿Quién sería?” me estuve preguntando, pese a que no podría señalar a uno solo de los trabajadores de aquella obra.

No es el peso sino el género

Ya todos conocemos el revuelo que causó la columna de Alejandra Azcárate en Aló. Yo procuré abstenerme de hablar al respecto; al fin y al cabo es una enorme estupidez. Sin embargo, el artículo no dejó de parecerme revelador. Es claro que ataca a las mujeres gordas, pero yo creo que su opinión no habla tanto de la obesidad como de la condición femenina en una era supuestamente postfeminista.

Estamos en pleno XXI, pero una mujer todavía sale a atacar a otras porque no se rigen por los estándares impuestos de un cuerpo en conflicto. A la luz de la columna, en esta época todavía se habla de mujeres virtuosas que no ocupan espacio, son invisibles y no disfrutan de los placeres terrenos. Nos referimos a la histeria como cosa del pasado, a la ablación de clítoris como práctica de bárbaros, y sin embargo sale alguien a criticar a las mujeres que gozan del sexo sin inhibiciones. Condenamos el uso de la burqa y al mismo tiempo nos dicen que nuestros cuerpos no son dignos de ser vistos en la playa. Esto no se limita a un grupo poblacional por encima de cierto índice de masa corporal; es impensable que una mujer, sea como fuere su figura, no se resigne a los sacrificios cuasirreligiosos que implican el pertenecer a su género. Hay que castigarse por caer en el descontrol de comer, hay que adelgazar hasta desaparecer. Hay que corregir los errores de la naturaleza y entregarle el cuerpo a los cirujanos para que lo purifiquen en el altar del quirófano como ofrenda a la diosa Belleza. Azcárate nos repite a todos —se repite a sí misma— que es mejor ser flaca que gorda, pero al mismo tiempo reconoce en su texto que todo eso que la hace virtuosa es “una lucha sin sentido”. La feminidad a la que ella se ha sometido y que nos intenta imponer a toda costa es un esfuerzo tan incansable como inútil.

La comunidad ha salido lanza en ristre contra esta columna y su autora. Sin embargo, los mismos pecados de los que se le acusa son involuntariamente cometidos por sus detractoras: descalificarla por su físico y justificarse con la propia deseabilidad. Decir que Azcárate tiene cara de caballo o que alguna vez fue gorda no es un argumento válido, de hecho ni siquiera nos dice por qué es ofensiva la columna. Asimismo, cada mujer que ha sentado su voz de protesta contra el artículo ha señalado que la gordura no ha sido un impedimento para tener parejas sexuales. Azcárate menciona el temor de la mujer gorda de que cada relación sexual sea la última de su vida, como si de ello dependiera su credibilidad como miembro del género femenino. Las lectoras se defienden y sacan a relucir sus credenciales de mujeres deseables, contando cómo a ellas sí se las quieren comer. ¿Esos son los parámetros con los que establecemos nuestra feminidad? Pasan las décadas y seguimos midiéndonos con la vara de la mirada masculina.

A mí no me vengan a decir que alcanzamos la igualdad hace mucho tiempo y que este es solo un chiste de autocrítica en la ‘jocosa’ guerra de los sexos que tanto explota la autora de la columna. Azcárate se engañó a sí misma creyendo que escribía en contra de la gordura: en realidad nos puso a todas en un espejo tristísimo y nos demostró que el verdadero problema no es el peso sino el género.

Amor es… (edición gastroenterológica)

Recibirle a tu abuela jugo de curuba en leche, café con leche y té en leche, todo en una sola tarde, a sabiendas de que la leche entera es la asesina de tu sistema digestivo.

Clics nerviosos

Ya es julio. Qué terrible. No sé por qué es terrible pero lo es. Comenzar de nuevo, no haber escrito lo suficiente, no haber escrito lo que quería escribir. Ya es la segunda mitad del año, ¿no? ¿No era este un año nuevecito? Tener sinestesia no ayuda porque julio es el mes más soleado y luego sigue agosto que es sombreado, y luego siguen los meses oscuros. Lo peor es hacer un balance del medio año y preguntarse si uno ha hecho algo. ¿He hecho algo? ¿Qué de lo que he hecho clasifica como algo?

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En vista de que suelo perder mucho el tiempo para evadir lo que realmente quiero (y debo) hacer, he decidido darme a la tarea de observar cuidadosamente mis movimientos en Internet. El resultado es que tengo fugas en dos puntos: los comentarios de las noticias (no en periódicos colombianos) y las críticas de cada episodio de ciertos programas de televisión con sus respectivos comentarios. Como es de esperarse, nada de esto se me queda en la cabeza, pero sigo preguntándome por qué la gente se identifica tanto con personajes tan incapaces de cualquier cosa.

Por otro lado, apenas empiezo a pensar que tengo que empezar la tarea, empiezo a hacer clic por todo lado y salto entre Twitter, Tumblr, Facebook, Flickr, Formspring, un blog que miro pero no leo con detenimiento y The Guardian. Le he dado a este fenómeno el nombre de “clics nerviosos”. No sé cómo será fumar, pero algo debe tener en común con las ansias de interacción e información. Debe haber estudios al respecto. El caso es que no quiero más de eso.

Estoy identificando parches de tiempo libre que parece que no tuviera porque se van en clics nerviosos e intento llenarlos con sesiones de lectura de libros de verdad, dibujo y práctica de ukulele. Ya saqué un nuevo video musical después de varios meses, así que supongo que el plan está rindiendo fruto. Sin embargo, todavía no canto victoria. Este es apenas el principio de un proceso largo y difícil; no hay enemigo más poderoso que la propia mente.

Perogrullada

Enamorarse es muy fácil; lo verdaderamente difícil es hacer algo al respecto.

Feynman

El mundo de los que tratan de entender me es más bien ajeno. Si bien soy una persona curiosa, los descubrimientos solo me sirven para deformarlos en mi cabeza. Supongo que eso se veía venir desde que decidí que no tenía caso volverme astrónoma si podía escribir para inventarme el universo.

Me traje de Pittsburgh toda una torre de libros, entre ellos Feynman, de Jim Ottaviani y Leland Myrick. Esta biografía en forma de cómic es una muy bonita introducción a un personaje que lo quiere entender todo y explicárselo a los demás. (Cuando hablo de todo, es TODO. ¿El arte? ¿Los candados? ¿Los platos que giran? ¿El universo? Sí, ese tipo de todo.) La historia incluye algunas de sus explicaciones, las cuales —he de admitir —me costaron trabajo y me tocó repasar y repasar. Me gustó el proceso de ir conociendo a este señor, sus locuras, su arrogancia, y de repente tener que enfrentarme directamente a las cosas que salían de su cerebro. Un cerebro en el que no se refleja ni un ápice del mío pero en el que sí reconozco a algunas personas que han pasado por mi vida.

Supongo que parte de mi agrado viene del hecho de que este encuentro fue una especie de “at last we meet, Mr. Feynman”, dado que pasé alrededor de tres años yendo y viniendo con uno de sus más fervientes fans. Hasta el amor me lo había planteado en términos feynmanianos. La lectura fue entonces, además de todo, un “ajá, con que esto era”.

Ahora me da risa haber mencionado reflejos en esto que acabo de escribir. Tal vez en últimas sí entendí un poquito.

Buzo

El buzo de las lagunas de los campos de golf sueña con burbujas. Cuando su hija hace pompas de jabón, el buzo teme que le golpeen la cabeza y se pregunta por qué no gritó “fore!” antes de soltar la tormenta.

Un lustro en Twitter

Un bot me anunció que estoy cumpliendo cinco años en Twitter. Qué pérdida de tiempo, dirán unos, pero yo no lo creo así. Claro, Twitter trae consigo una cantidad tremenda de falsa indignación, chismorrería sobre gente que uno nunca ha visto y supuestos enemigos que en la vida real no suponen ninguna amenaza. Aún así, me ha servido para establecer comunicación con gente simpática. Para la muestra un botón: si no hubiera recibido un mensaje en Twitter de parte de un señor con el que solo me había visto una vez —en realidad dos, pero una no la recordaba— pidiendo consejos para su próximo viaje a Japón, mi vida no sería tan feliz ahora.

Pero ojo, que no estoy diciendo que Twitter es la panacea de la conexión humana: para mí fue bueno en una época porque fue una simulación de interacción social que me ayudó a sentirme ligeramente menos sola en Tsukuba. No obstante, en cuanto a comunicación rápida por escrito, yo prefiero once mil veces recibir un e-mail. También es útil cuando uno tiene un hobby y se le da por compartirlo: el alcance de un amateur en esta red es enorme.

Pese a sus bondades, la falsa sensación de conectividad que genera Twitter lo lleva a uno a querer saber a toda hora qué es lo que piensa todo el mundo cuando en realidad eso no es necesario. Asimismo, no es obligatorio tener una opinión sobre absolutamente todo lo que pasa en el mundo. Y no hablemos del nivel de distracción que uno alcanza al no darse cuenta de que dejar pasar 344 tweets es el equivalente de haber dejado de ver Padres e Hijos durante varios meses: no se ha perdido uno de nada.

No voy a llegar al extremo de referirme a Twitter como si de Satán encarnado se tratara, pero creo que hay que ser consciente de que es una distracción y, como toda distracción, hay que dosificarla; especialmente si uno empieza a notar que le cae mal gente que no conoce y le indignan cosas que en la calle pasaría por alto. Sin embargo, tampoco hay que echar en saco roto los encuentros que pueden emerger de esa eterna conversación: viene siendo más fácil que tener que esperar a que lo inviten a uno a una fiesta donde fijo no hablará con nadie.

Found

Esta mañana le conté a Yurika por Skype que el 32% de los hombres jóvenes en Japón le rehúyen al sexo. Esto en reacción a su comentario de que le ha quedado imposible conseguir novio en los últimos años. Lo importante aquí no es la crisis sexual de Japón —que parece explicar por qué mi tutor decía que la investigación es más importante que el sexo y por qué de Masayasu solo me llevo recuerdos de El Padrino con gaseosa y papas fritas— sino que Yurika, mi amiga perdidísima de la universidad, apareció. Tuve que enviar una carta desde Pittsburgh a su oficina en Fukushima para que al fin se manifestara. Lo bueno (aunque un poco creepy) es que Internet me ayudó un montón. Es decir, uno averigua por alguien que no ha dejado información personal en Internet voluntariamente y de todas maneras encuentra cierto volumen de datos pertinentes. Les diría “tengan cuidado y verifiquen lo que la Red dice de ustedes”, pero uno nunca sabe cuándo tendrá un amigo al otro lado del mundo enloquecido buscándolo a uno.

Diez

Hoy hace 10 años terminé clases en el colegio. La noche anterior, según reporta Olavia de 2002, había soñado que el colegio nunca se acababa. Es interesante (aunque vergonzoso) ver lo que reporta esa niñita porque también resulta que hace diez años escribo en blogs. ¡Diez años! “Tremendo”, diría Olavia de 2012. “Carambola”, dirían ambas.

No sé si deba celebrar el haber pasado tanto pero tanto tiempo frente al computador escribiendo cosas que no denotan mayor progreso y que no me llevaron ni al estrellato ni a publicar nada en papel como los verdaderos campeones. Pero bueno, tampoco hay que quejarse tanto: gran parte de mi vida social y la arrolladora mayoría de mis teledramones amorosos y affairs casuales llegaron a mí gracias a estas páginas. Nada mal.

Entonces gracias, blog, por todo. Y gracias a ustedes que me leen.