Skein

Hoy recibí mis primeras lecciones de tejido, a crochet y a dos agujas. Quería aprenderlo de mis abuelas —porque cómo era posible que yo estuviera desperdiciando todo ese conocimiento ancestral—, pero la materna me dijo que ella había aprendido de un libro y la paterna, que había tomado un curso. (A veces uno tiene unas imágenes tan románticas del pasado.) Claro que mi abuela paterna sí recibió lecciones de crochet de su abuela, quien le ponía a hacer cadenetas y desbaratarlas hasta que le quedaran bien recticas. Y bueno, debo aclarar que este no es mi primer intento, sino que cuando mi abuela materna intentó enseñarnos crochet a mi hermana y a mí en las tardes después del colegio no le pusimos mucho cuidado, entonces me entró la culpabilidad tardía.

Como otra vez me estoy sintiendo incómoda con mi relación con Twitter (o con los tuiteros), aproveché que por casualidad pasamos hoy por la calle de los almacenes de hobbies para señoras y adornos de Navidad para manifestarles a mis papás mi deseo de encontrar un nuevo pasatiempo (porque leer, dibujar y tocar el ukulele no son suficientes, al parecer). No fue sino decirles para salir de una tienda con una bolsa de agujas, hilo y lanas.

Lo que no sospechaba era que resultaría aprendiendo de mi madre, a quien jamás se me ocurrió preguntarle nada sobre este tipo de manualidades. Se acordó de los puntos que llevaba muchos años sin practicar, me enseñó, supervisó mis primeras hileras y me puso a hacer la misma cadeneta larguísima de mi abuela. También me mostró, para que viera lo radicalmente distinto que puede ser el crochet de diferentes manos, carpetas hechas por mi abuela paterna (hilo finísimo monocromo), mi abuela materna (hilo grueso, colores vivos) y la mamá de mi tío político (lana, rosas en relieve). Mi motivación ahora es sumar algo mío a la colección.

Por lo pronto, mi abuela paterna ya se enteró de mis planes y me dijo que me va a prestar sus revistas de tejido. A la materna le informaré pronto. La bufanda que estoy haciendo está quedando demasiado ancha, pero no planeo deshacerla.

Notas (幸運)

Esta semana:

  • El vigilante de mi conjunto hizo pasar a un taxi random en vez del que había llamado, causando un breve episodio de tensión (el señor ya nos había llevado pero podía tratarse de un amable y conocido taxista pirata ladrón de carreras)
  • Me abrieron la puerta de un carro mientras estaba adentro mirando hacia la puerta del lado opuesto; otro vehículo pasó por un charco y me cayó un baldado de agua en toda la espalda
  • Fui a trabajar enferma y al volver a la casa me di cuenta de que había olvidado las llaves

Pero:

  • El taxista se ofreció a recogerme todas las mañanas, cosa que fue de inmensa ayuda pese a lo insoportable que es empezar el día con Olímpica Estéreo
  • Conocí la planta de General Motors
  • El clima estuvo inusualmente cálido y soleado cuando me quedé por fuera de la casa, y por casualidad Cavorite llamó, así que ni me aburrí ni me enfermé más mientras esperaba a que llegara a mi papá

Hace poco mi tío político me dijo que debía dejar de decir que tengo mala suerte porque cada vez que voy a un restaurante no hay algo de lo que pido. A partir de este pequeñísimo balance y otro par de detalles generales, he de declarar que tiene razón: en realidad lo que tengo es buena suerte. Lo acepto, sí, todo está más que bien, pero los meseros siguen devolviéndose a mi mesa a darme malas noticias.

Precious Cargo

Si lo que quiero es coger un taxi bajo la lluvia en Bogotá, debería estar cargando un niño pequeño en vez de un cajón de plástico enorme. Así tendría todo el derecho de acechar por detrás a cualquier infeliz que cree haber encontrado transporte y no se explica por qué el taxista de repente no lo quiere llevar. Entonces el conductor señala las sombras que hasta hace unos segundos no estaban ahí y no queda sino resignarse y pensar que es un bebé y uno lo hace por el bebé.

Sigue diluviando, las madres ninjas siguen apropiándose de los taxis conseguidos con esfuerzo por alguien más, y uno sigue siendo un soltero miserable con los pies empapados y nada preciado que llevar a casa salvo un estúpido cajón de plástico para guardar cosas.

Shackle, Ball, Chain

Lo malo de querer cambiar el pasado es que la vida es una cadena de causas, así que si en este momento hay algo bueno, es probable que lo malo que quedó atrás haya tenido que ver con eso.

Dicen que la experiencia del primer empleo forja la actitud de uno hacia el trabajo para el resto de la vida. En ese caso, debo estar agradecida con mi primer trabajo no-docente en Bogotá porque me demostró el desperdicio que es pasar diez horas sentada frente a un computador fingiendo productividad. Si a ello agregamos el someter la mayoría de esas diez horas al temperamento volátil de alguien más, el experimento se convierte en algo completamente indeseable para prácticas siguientes. A veces quisiera no haber pasado por ese primer episodio laboral o haberlo cortado más pronto y de manera más tajante, especialmente después de haber conocido los antecedentes de lo que debería haber sido una relación entre dos desconocidos pero resultó ser la de un desconocido y sus aportes a la leyenda demente de la vida de otro. Pero ya fue.

Luego hubo otras oficinas, otros conflictos menos inexplicables, otras personas, otras tandas de diez horas muertas. El tiempo fue el factor determinante en mi ruptura con lo que podría conocerse como el único camino. Yo les había dicho veinte mil veces a mis amigos japoneses que no lo siguieran, ¿cómo iba a ser posible que resultara siguiéndolo yo?

Ahora heme aquí, más de un año después, huyéndole a la oficina como a la peste. Tuve la fortuna de hallar la manera de ganarme la vida sin que el tiempo que me sobra se lo adeude a alguien más, y aún en los peores días estoy agradecida por ello. Esta situación no es un golpe de suerte aislado, empero; estoy segura de que no habría ocurrido —no la habría buscado— de no ser por aquella cadena de espacios reducidos con música insoportable hilándose a mi alrededor, asfixiándome.

Será mejor, pues, convivir con los recuerdos hasta que se borren como viejos rasguños. Si es el precio a pagar por llegar a un lugar deseado, lo hallo razonable.

La cantina del Far West

Vivo en un país que se parece a las tabernas de las películas de vaqueros, esas donde llegan los villanos mal afeitados que aparecen en los letreros de “Wanted” y se miran de reojo con el sheriff y al final todos terminan rompiéndose botellas en las cabezas de todos. En Internet el fenómeno suele multiplicarse, y por los motivos más nimios. Uno diría que esta situación se limita a la gleba ignorante que ve realities, pero a juzgar por la cantidad de antorchas prendidas y rastrillos blandidos por la comunidad científica en los últimos días, uno se da cuenta de que la indignación en redes sociales es un virus que contagia hasta al más ilustrado.

A mí siempre me habían vendido la idea de que la academia era un remanso de paz donde todos caminaban con la toga colgada del brazo y la cabeza ligeramente inclinada hacia el interlocutor, asintiendo silenciosamente y sosteniendo debates de la manera más elegante. Argumento va, argumento viene, pero si esto es así entonces por qué lo otro no es asá, la búsqueda conjunta de la verdad. Pero no, amigos, eso es una quimera. Aquí lo que se estila es llamar fascistas y no sé qué más cosas a los que sugieren una divergencia de lo establecido y piden razones para no diverger. Sobra decir que esas razones jamás llegan. A algunos les extraña que yo parezca incluso más indignada que los directamente implicados, pero es que estoy muy decepcionada de aquellos en cuyas manos supuestamente reposa el conocimiento —¡y el desarrollo!, insisten— de un país y resultan portándose igualito que los borrachos en la cantina del Far West. No llego a entender qué es lo que defienden con tanto celo que los tiene sumidos en esa furia ciega.

Seguro me van a decir “ah, pero usté qué sabe si no es científica ni doctora en nada”. Bueno, yo algo sé. Yo sé que a los golpes nada se obtiene. Yo sé (o me imagino, al menos) que debatir es poner argumentos sobre la mesa y darles soporte hasta que gane el más sólido. Yo sé que nadie ‘se busca’ que lo cubran de calificativos horrorosos por dar una opinión, como vienen sugiriendo. Claro, también sé que en este país escribir en una publicación de circulación nacional es exponerse automáticamente a que los ociosos de los foros se lo coman en salsa de insultos, pero, ¿ustedes los académicos también hacen parte de esos ociosos?

De pronto yo esperaba mucho de los científicos, yo que siempre me enamoraba de ellos y los tenía en un pedestal. Pero ya aprendí mi lección. Ahora sé que el ágora de paz que da origen al saber no existe, y que en su lugar ruedan sombreros, cigarros y dientes a la salida de un bar roñoso. El bar de los que no saben o el bar de los que saben mucho. Lo mismo da.

Catorce de septiembre

  1. Acabo de pasar poco más de semana y media en un estero trabajando para una especie de Marlon Brando maduro pre-gordura (y su hijo tímido). Coqueto mas no asqueroso. La despedida fue inusualmente dramática. ¿Ampliación de la noticia? Después, tal vez.
  2. Volví del pantano justo a tiempo para asistir a un concierto de Raphael con mi mamá. Conseguimos las mejores sillas de todo el teatro. Lo tuvimos bien cerca. Las mujeres le gritaban “papacito”. Cantó “Payaso”, mi canción preferida, pese a que yo no la esperaba en el repertorio. Los dioses de los conciertos me tratan bien.
  3. Regresé a Twitter. La cantidad de gente que reapareció en el panorama fue como la escena de Encuentros cercanos del tercer tipo en la que el ovni aterriza, se abre la compuerta y sale un montón de personas que se habían perdido hacía muchos años. Demasiadas personas. No quiero seguir teniendo una lista de relaciones de mentiras. Si apenas nos leemos (sin mayor interés) y nunca nos decimos nada, no tiene caso mantenernos al tanto de nuestras vidas. Tal vez en últimas Twitter no sea para mí, quién sabe.

It’s Lonely Out in Space

En el campo, sin conexión a nada, uno se da cuenta de que en realidad piensa en poquitas personas. Como planetas en un sistema solar, los seres que orbitan mi mente se van alejando, recibiendo cada vez menos luz hasta convertirse en meras sombras que ocasionalmente se hacen visibles. Cada vez que puedo envío señales, pero solo a una corta distancia. El ruido citadino de la gente ha sido reemplazado y completamente sobrepasado por el de los insectos y un martillo hidráulico en la mitad del pantano. No obstante, aquí en esta oscuridad, en mi interior me encuentro muy próxima al silencio. Y el silencio se siente muy bien.

Notas (primero de septiembre)

  1. No me gusta el pan con mantequilla y mermelada. O se le pone mantequilla o se le pone mermelada. Las dos mezcladas se convierten en un mazacote grasoso y pegachento sin sabor definido. Sin embargo, la cosa cambia cuando se usa mantequilla de maní: es una mezcla buenísima, salada y dulce al mismo tiempo. El pan con mantequilla de maní y mermelada acompañado con té oolong es uno de los pocos recuerdos buenos que tengo de la vida en Ichinoya.
  2. Un zorrito intentó meterse en un edificio en remodelación y quedó atascado en un hueco en el piso. Afortunadamente lo rescataron sin contratiempos. Me encanta la cara de “aich” del animalito en las fotos.
  3. Norman Shapiro es un matemático. Norman Shapiro es un artista. El primer Norman Shapiro hizo un montón de cosas que para qué se las digo si no las entiendo, y además fue uno de los impulsadores de la etiqueta en la Red. El otro es un profesor de geometría que usa el arte para enseñar y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres. Se podría crear un solo Norman Shapiro a partir de estos dos y no habría casi inconsistencias. Norman Shapiro, matemático y artista, impulsador de la etiqueta en la Red, busca patrones geométricos en cuadros famosos y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres.
  4. Minori una vez me contó que dejó de jugar videojuegos cuando se dio cuenta de que lo único que estaba haciendo era seguir los designios de algún equipo de diseñadores. Es posible que con las redes sociales nuestra interacción con los demás también se esté reduciendo a un sistema de dinámicas fijas y acumulación de puntajes (conseguir likes y retweets como quien consigue moneditas en Super Mario Bros., churín, churín, churín).
  5. Por cierto, ¿qué buscábamos cuando los blogs eran nuestro vehículo hacia la popularidad en Internet?
  6. En estas fotos, Lewis Hine documenta el trabajo infantil en Estados Unidos a principios del siglo XX.
  7. Me gustan los blogs personales porque puedo repasarlos cuando quiera, consultarlos y enterarme de quiénes eran sus autores en determinada época, compararlos con lo que yo escribía a la misma edad, ver lo diferentes que son las vidas puestas así en paralelo. ¿Se habrían hecho amigos nuestros yos del pasado? No lo sé. En algún punto nos encontramos, y aquí estamos, siguiéndonos a través de las ondulaciones, yo tras yo tras yo tras yo.

La Nuez Dulce

Las mañanas bogotanas de mi infancia —más exactamente entre los tres y cuatro años— se parecen mucho a la de hoy: oscuras y llenas de nubes superpuestas como paletas desordenadas de grises. En ese entonces había guantes y bufandas y un chaleco de bayeta bajo el uniforme. También había una bahía de parqueo en la que mi vecina y compañera de colegio y yo jugábamos a imaginar que nadábamos mientras esperábamos a que nos recogiera el bus. Ella luego caía dormida por el camino y su cabeza rebotaba de un lado a otro como aguja de metrónomo.

Mientras tanto, en el extremo opuesto de la ciudad, había una ardilla. No era una ardilla de verdad sino la silueta de una, congelada en el acto de comer al lado de un rectángulo: “LA NUEZ DULCE”. La ardilla y sus letras dominaban una enorme pared vacía al pie de los cerros. A juzgar por el estilo del aviso, el lugar que anunciaba —una puertecita a través de la cual no se veía casi nada— me precedía por muchos años. Mi fascinación infantil con las ardillas y el diseño comercial de los 70 dictaminaba que ese era un lugar que yo debía visitar. Pero no. Nunca les dije nada a mis papás y nada nos acercaba a ese punto. Pasó el tiempo. Cambié de colegio y dejé de ver a mi vecina.

Crecí. La ciudad cambió. Las bolsas de Cafam dejaron de traer el dibujo de un niño descalabrado con un anuncio ya no recuerdo de qué. Colsubsidio de la 26 se modernizó y pasó de ser un lugar mágico con túneles en el acceso a la juguetería, flechas gigantes en las escaleras, un jardín artificial en la sección de jardinería y grandes gotas de vidrio llenas de burbujas o vapor a la entrada de la la librería a convertirse en otro supermercado más. La Nuez Dulce, empero, siguió ahí, intacta. Lo poco que se podía adivinar de su interior se fue volviendo más intrigante a medida que se alejaba de la actualidad. Yo seguía sin tener cómo ni por qué detenerme por ahí. Iba y venía por la avenida, siempre pendiente de que la ardilla no hubiera desaparecido, consciente de que alrededor de esa puerta enigmática nunca habría nada para mí.

Sin embargo, no estaba del todo en lo cierto. Ayer me mandaron a trabajar en un lugar a una cuadra de aquel muro gris. A la hora del almuerzo salí del sitio y me puse a caminar distraídamente hacia el sur. Entonces apareció: La Nuez Dulce. Nunca había tenido la ardilla tan cerca. Le eché una ojeada desde afuera, pero los muebles oscuros de quién sabe qué edad no me decían nada. Entré. Era una tiendita bastante espaciosa —tendiendo a vacía— con cajas de cereal y frascos de chutney de mango en la misma estantería. Miré nerviosamente a mi alrededor, escudriñé sin detenerme demasiado en nada, observé las pailas de cobre y jamones (¿de plástico?) colgados del techo a lo largo del mostrador. Salvo por los productos, el lugar estaba efectivamente congelado en el tiempo. Tomé un jugo de cajita como por no entrar y salir tan bobamente y lo puse al lado de la caja registradora. Esperaba sacar de ahí algo más exótico, la verdad. La tendera, una viejita que describiré como ‘muy querida’, me habló con la familiaridad que se permiten los que viven en esos edificios de apartamentos enormes en ese lado del cerro. Quise decirle que había soñado toda la vida con venir a este lugar, que quería saber desde hace cuánto funciona, pero apenas emití fórmulas de cortesía. Salí un poco derrotada. No obstante, estaba feliz.

“Cuando Cavorite venga, lo voy a llevar”, pensé mientras me alejaba, sorbiendo el jugo de mora.

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¿Qué tan grave es haber dejado Twitter temporalmente? ¿Tan grave como dicen? Pájaro Mental tiene la respuesta.