En el campo, sin conexión a nada, uno se da cuenta de que en realidad piensa en poquitas personas. Como planetas en un sistema solar, los seres que orbitan mi mente se van alejando, recibiendo cada vez menos luz hasta convertirse en meras sombras que ocasionalmente se hacen visibles. Cada vez que puedo envío señales, pero solo a una corta distancia. El ruido citadino de la gente ha sido reemplazado y completamente sobrepasado por el de los insectos y un martillo hidráulico en la mitad del pantano. No obstante, aquí en esta oscuridad, en mi interior me encuentro muy próxima al silencio. Y el silencio se siente muy bien.
- No me gusta el pan con mantequilla y mermelada. O se le pone mantequilla o se le pone mermelada. Las dos mezcladas se convierten en un mazacote grasoso y pegachento sin sabor definido. Sin embargo, la cosa cambia cuando se usa mantequilla de maní: es una mezcla buenísima, salada y dulce al mismo tiempo. El pan con mantequilla de maní y mermelada acompañado con té oolong es uno de los pocos recuerdos buenos que tengo de la vida en Ichinoya.
- Un zorrito intentó meterse en un edificio en remodelación y quedó atascado en un hueco en el piso. Afortunadamente lo rescataron sin contratiempos. Me encanta la cara de “aich” del animalito en las fotos.
- Norman Shapiro es un matemático. Norman Shapiro es un artista. El primer Norman Shapiro hizo un montón de cosas que para qué se las digo si no las entiendo, y además fue uno de los impulsadores de la etiqueta en la Red. El otro es un profesor de geometría que usa el arte para enseñar y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres. Se podría crear un solo Norman Shapiro a partir de estos dos y no habría casi inconsistencias. Norman Shapiro, matemático y artista, impulsador de la etiqueta en la Red, busca patrones geométricos en cuadros famosos y hace dibujos algorítmicos en sus ratos libres.
- Minori una vez me contó que dejó de jugar videojuegos cuando se dio cuenta de que lo único que estaba haciendo era seguir los designios de algún equipo de diseñadores. Es posible que con las redes sociales nuestra interacción con los demás también se esté reduciendo a un sistema de dinámicas fijas y acumulación de puntajes (conseguir likes y retweets como quien consigue moneditas en Super Mario Bros., churín, churín, churín).
- Por cierto, ¿qué buscábamos cuando los blogs eran nuestro vehículo hacia la popularidad en Internet?
- En estas fotos, Lewis Hine documenta el trabajo infantil en Estados Unidos a principios del siglo XX.
- Me gustan los blogs personales porque puedo repasarlos cuando quiera, consultarlos y enterarme de quiénes eran sus autores en determinada época, compararlos con lo que yo escribía a la misma edad, ver lo diferentes que son las vidas puestas así en paralelo. ¿Se habrían hecho amigos nuestros yos del pasado? No lo sé. En algún punto nos encontramos, y aquí estamos, siguiéndonos a través de las ondulaciones, yo tras yo tras yo tras yo.
Las mañanas bogotanas de mi infancia —más exactamente entre los tres y cuatro años— se parecen mucho a la de hoy: oscuras y llenas de nubes superpuestas como paletas desordenadas de grises. En ese entonces había guantes y bufandas y un chaleco de bayeta bajo el uniforme. También había una bahía de parqueo en la que mi vecina y compañera de colegio y yo jugábamos a imaginar que nadábamos mientras esperábamos a que nos recogiera el bus. Ella luego caía dormida por el camino y su cabeza rebotaba de un lado a otro como aguja de metrónomo.
Mientras tanto, en el extremo opuesto de la ciudad, había una ardilla. No era una ardilla de verdad sino la silueta de una, congelada en el acto de comer al lado de un rectángulo: “LA NUEZ DULCE”. La ardilla y sus letras dominaban una enorme pared vacía al pie de los cerros. A juzgar por el estilo del aviso, el lugar que anunciaba —una puertecita a través de la cual no se veía casi nada— me precedía por muchos años. Mi fascinación infantil con las ardillas y el diseño comercial de los 70 dictaminaba que ese era un lugar que yo debía visitar. Pero no. Nunca les dije nada a mis papás y nada nos acercaba a ese punto. Pasó el tiempo. Cambié de colegio y dejé de ver a mi vecina.
Crecí. La ciudad cambió. Las bolsas de Cafam dejaron de traer el dibujo de un niño descalabrado con un anuncio ya no recuerdo de qué. Colsubsidio de la 26 se modernizó y pasó de ser un lugar mágico con túneles en el acceso a la juguetería, flechas gigantes en las escaleras, un jardín artificial en la sección de jardinería y grandes gotas de vidrio llenas de burbujas o vapor a la entrada de la la librería a convertirse en otro supermercado más. La Nuez Dulce, empero, siguió ahí, intacta. Lo poco que se podía adivinar de su interior se fue volviendo más intrigante a medida que se alejaba de la actualidad. Yo seguía sin tener cómo ni por qué detenerme por ahí. Iba y venía por la avenida, siempre pendiente de que la ardilla no hubiera desaparecido, consciente de que alrededor de esa puerta enigmática nunca habría nada para mí.
Sin embargo, no estaba del todo en lo cierto. Ayer me mandaron a trabajar en un lugar a una cuadra de aquel muro gris. A la hora del almuerzo salí del sitio y me puse a caminar distraídamente hacia el sur. Entonces apareció: La Nuez Dulce. Nunca había tenido la ardilla tan cerca. Le eché una ojeada desde afuera, pero los muebles oscuros de quién sabe qué edad no me decían nada. Entré. Era una tiendita bastante espaciosa —tendiendo a vacía— con cajas de cereal y frascos de chutney de mango en la misma estantería. Miré nerviosamente a mi alrededor, escudriñé sin detenerme demasiado en nada, observé las pailas de cobre y jamones (¿de plástico?) colgados del techo a lo largo del mostrador. Salvo por los productos, el lugar estaba efectivamente congelado en el tiempo. Tomé un jugo de cajita como por no entrar y salir tan bobamente y lo puse al lado de la caja registradora. Esperaba sacar de ahí algo más exótico, la verdad. La tendera, una viejita que describiré como ‘muy querida’, me habló con la familiaridad que se permiten los que viven en esos edificios de apartamentos enormes en ese lado del cerro. Quise decirle que había soñado toda la vida con venir a este lugar, que quería saber desde hace cuánto funciona, pero apenas emití fórmulas de cortesía. Salí un poco derrotada. No obstante, estaba feliz.
“Cuando Cavorite venga, lo voy a llevar”, pensé mientras me alejaba, sorbiendo el jugo de mora.
¿Qué tan grave es haber dejado Twitter temporalmente? ¿Tan grave como dicen? Pájaro Mental tiene la respuesta.
- ¿Cómo escribir sobre la propia vida y no sonar como protagonista de Girls o la presentadora de La brújula mágica, o ambas al tiempo?
- Cuando tenía catorce años empecé a escribir un cuento sobre una comunidad de adolescentes que creían estar teniendo una flamante vida social pero en realidad vivían en el desierto, cada uno aislado frente a un computador. Catorce años después me desconecté de Twitter y me di cuenta de que en realidad trato con mucha menos gente de la que creía.
- El jueves pasado me intoxiqué con un sushi en un famoso restaurante “asiático” bogotano. No es la primera vez que pasa.
- Hoy es el cumpleaños de mi papá. Ayer mi mamá y yo preparamos una serie de manjares para su celebración (pollo envuelto en tocineta al horno, papas a las hierbas más o menos según lo que apareció en el programa de Jamie Oliver justamente mientras discutíamos qué hacer con las papas, postre de limón). No estoy esperando que el fantasma de Julia Child se me aparezca para felicitarme, pero para alguien tan poco adepto a la cocina como yo, esta es una gran noticia.
- En el reparto de la película de la vida existe alguien a quien uno quisiera impresionar sin saber por qué, una persona frente a la cual uno se siente el ser más simple del mundo en medio de un tumulto de personajes fascinantes y eruditos con las solapas cubiertas de medallas. Suspiro.
No sé cómo describir con exactitud el principio de este día. Creo que dividiré el proceso en viñetas de instantes:
- Abrir los ojos
- Pensar de inmediato en ver qué hay en Twitter
- Caer en cuenta de que ya no tengo Twitter
- Sorprenderme de que mi primer pensamiento de la mañana no sea ni siquiera qué soñé sino Twitter
- Recordar que soñé con atentados terroristas en Filipinas y gatos miniatura
Como bien saben, he estado luchando últimamente contra un problema de clics nerviosos que afecta mi concentración y me aleja de mis verdaderos hobbies. Pues bien, he continuado mi análisis de comportamientos en Internet y me he encontrado con un diagnóstico nada alentador. De nuevo las viñetas:
- A principios de agosto pasé cinco días en La Dorada, donde tengo el Internet dosificado por horas, y resulté gastando un total de 25. Veinticinco. Más de un día entero haciendo cosas que no recuerdo. Hace ocho o diez años pasaba el tiempo muerto en La Dorada leyendo libros.
- Anteayer j. me preguntó cuál era la pelea del día en Twitter y yo no pude pensar en nada relevante.
- Me di cuenta de que mis clics nerviosos son en parte ganas terribles de leer que no estoy saciando con libros sino con la búsqueda frenética de artículos. Termino entonces llenándome de información basura que no voy a recordar después —no puedo dar cuenta de lo aprendido porque no hay nada aprendido— pero me da la sensación de que hubo un espacio de lectura. Es como comer grandes cantidades de chitos pudiendo almorzar.
- Estoy lamentando mucho la pérdida de anécdotas que no consigné aquí porque las puse en Twitter.
- Ayer me mostraron un texto. El asunto era algo de lo que no quería enterarme, especialmente por ser la opinión de una persona x en un medio que jamás leo, pero igual le invertí tiempo. La sensación fue bien descrita por Deambulante: “la información ni te quita ni te pone pero sí te deja pensando estupideces”.
Dados los antecedentes, j. me propuso que hiciera el experimento de cerrar Twitter por 20 días. Cerrar cerrar cerrar. Difícil decisión. Obviamente le di muchas vueltas —¿cómo llegará la gente a mi blog? ¿qué va a pasar con mis interlocutores simpáticos? ¿volveré a hablar con alguien?—, pero al fin me lancé, qué caramba. Sin mente, como dice mi primo. Me quedé sin contestar un par de comentarios, pero supongo que eso tiene solución por e-mail o en persona. También supongo que alguien podría buscarme aquí en el blog, si es que se da el caso de querer saber de mí.
Ahora viene la parte que comienza así: “¡Yo era un infeliz!” ¿Recuerdan esos testimonios milagrosos de gente que dejó Twitter y en tres días ya estaba tocando un instrumento musical? Pues ahora les creo. Llevo menos de 24 horas en estas y ya le estoy viendo el lado terapéutico al ejercicio. De repente siento que tengo más tiempo y puedo dedicarme a otras cosas. Sé que en realidad el tiempo libre siempre ha estado ahí y yo misma me he dejado absorber por la avalancha de estímulos, pero no dejo de sentir cierto alivio apenas me doy cuenta de que no tengo cómo enterarme de lo que está pasando en miles de mundos ni cómo publicar apartes de mi monólogo interno como si de las Citas Citables se tratara. Hace unas horas, después de pasar por el shock inicial de la falta de Twitter, me puse a leer un libro que tenía abandonado. Vaya, vaya.
Les voy a contar por qué La Tigresa del Oriente es mi heroína. No, no se trata de un gustico irónico para animar fiestas de apartamento. Lo digo en serio.
Judith Bustos tenía un trabajo perfectamente aceptable como maquilladora, y no estoy hablando de una vida hojeando revistas mientras llega la clientela del barrio, no: los grandes imitadores de Frecuencia Latina le deben mucho a su destreza, y hasta Raffaella Carrà pasó por sus manos. Sin embargo, ella tenía un sueño: ser cantante. Aquí es donde entrarían los líos de talento, belleza y demás que desaniman a cualquiera, pero ¿ustedes creen que le importó algo de eso? La respuesta es obvia. Cuando el video de “Nuevo amanecer” salió, en 2006, ella ya tenía 62 años, una voz desagradable, nulo sentido del ritmo y las blandas carnes amarradas a como diera lugar. Y triunfó, fíjense.
Yo también me burlé mucho aquella semana de 2007 en la que pasé una inoportuna convalecencia viendo todos y cada uno de sus videos. Pero luego recapacité. Ustedes podrán decir que el fenómeno es apenas un accidente morboso de YouTube, pero tengan en cuenta que todo empezó con varios videos de bajo presupuesto en el Amazonas peruano, de los cuales uno terminó pegando. Es decir, esto no fue una casualidad, no fue “Friday”: ella se esforzó y repitió el ejercicio hasta que dio resultado. El morbo y las críticas están de más porque el éxito es incuestionable.
Una persona que no olvida lo que realmente quiere en la vida pese a que ya ha logrado hacer algo bueno, ignorando los obstáculos de edad y talento, del deber ser, merece toda mi admiración. Quiero seguir su ejemplo y ponerles disciplina a las cosas que me gustan, hacerlas sin pensar que no sé del asunto. No sé a quién le pueda gustar genuinamente la música de Judith Bustos; seguro hay alguien, si para todo hay público. El punto es que ella es la prueba fehaciente de que todo es cuestión de perseverancia.
Cada vez que leo la palabra “olímpicos” me acuerdo de una anécdota buenísima de mi hermana, pero no tiene gracia escribirla. Tiene algo que ver con un juego, unos pinos de esos que se podan en formitas, un mal cálculo de fuerza y un carro. Y, lo más importante, con el grito de guerra “¡olíiiiimpicooooooos!”. Un día les cuento, pero tiene que estar mi hermana presente porque sin su risa descontrolada no es lo mismo.
Ayer se acabaron los Juegos Olímpicos. A mí me gustó un montón poder ver tantas variaciones de lo que se resume en gente tratando de hacer cosas extraordinarias con su cuerpo. Darles a las piernas la cualidad del rayo (muy apropiado cuando se tiene el apellido Rayo), saltar como desafiando la falta de alas, dominar el agua, contorsionarse mil veces para verse hermoso durante apenas un instante. Me gustan los Juegos Olímpicos porque traen a colación aspectos muy básicos del ser humano. Le rendimos culto al fuego y en torno a él nos inventamos un conjunto de reglas para que alguien sea declarado el mejor del clan y reciba un objeto brillante. El tiempo podrá pasar y nosotros nos sentiremos más evolucionados, pero nunca dejaremos de acudir al llamado de los especímenes alfa y los misterios de la luz.
Por lo demás, siempre es bueno que aparezca periódicamente un elenco de ejemplos inspiradores para salir a correr al parque y no rendirse a media marcha. Obviamente son ejemplos que uno no podría igualar, ni siquiera acercárseles, a no ser que uno volviera a nacer y en la nueva vida supiera apreciar la clase de educación física y no fuera de esos niños a los que les bastan una agenda y un esfero para quedarse quietecitos en las salas de espera. Pero bueno, ya no hay nada que hacer. Sigamos saliendo al parque, que de Londres nos trajeron además una buena banda sonora para darle otra vuelta.
Bogotá me parece una ciudad muy chistosa. La gente tiene unas actitudes muy feas, pero la ciudad en general está llena de absurdos que terminan dándome risa.
El fin de semana pasado inauguraron un enorme centro comercial cerca de mi casa. Mi mamá y yo salimos a conocerlo, pero cuando llegamos, nos encontramos un enjambre de visitantes que hacía que faltara el aire en los pasillos. No alcanzamos a recorrer mucho porque era muy grande, el gentío era insoportable y la mala ventilación nos tenía con mareo. Sin embargo, eso no evitó que compráramos un par de cosas. Supongo que nos faltó ojo para las promociones, si apenas nos llevamos un tablero magnético, unas medias pantalón, una sudadera y unos esferos. Ah, y algo de comer en un chuzo turco supervisado por un señor que se veía muy turco.
Al fin decidimos que era hora de volver a casa. Ya había oscurecido y de todas formas no habíamos logrado ver casi nada. Pero entonces encontramos algo extraño: en la puerta estaba la policía y había un montón de gente agolpada en la plazoleta de entrada. Superando inexplicablemente mi usual miedo a hablar, le pregunté a un agente qué estaba pasando. Me contó que el centro comercial había colapsado por la cantidad de visitantes y ahora la gente tenía prohibida la entrada. Como era de esperarse, la gente no podía irse a su casa y esperar otro día para entrar al edificio que seguramente seguiría ahí la próxima semana, sino que tenía que ponerse histérica y parquearse ahí a protestar.
Avanzamos hacia el andén y nos dimos cuenta de que estábamos rodeadas de desdichados compradores tratando de sostener sus televisores empacados mientras esperaban un taxi en vano. Nunca había visto tanta gente cargando televisores en un sitio que no fuera San Andresito. Alguien tenía una caja de huevos y otros víveres en el piso casi que a modo de barricada personal. El tráfico vehicular también había colapsado. Afortunadamente lo nuestro no era mucho, así que entramos a la estación de Transmilenio que, curiosamente, funcionaba a las mil maravillas. Cogimos un bus hacia el oriente y luego otro más vacío hacia el occidente. “Los de los televisores tendrán una historia que contar”, le dije a mi mamá. “Sí, a medianoche”, respondió ella.
francés (es un archivo dañado en mi memoria)
alemán (me gradué de Tsukuba y hasta ahí llegó)
chino (lo odié)
portugués (perdí el interés)
latín (me fui de Los Andes y hasta ahí llegó)
italiano (Tsukuba solo tenía nivel básico y lo tomé justo antes de graduarme)
crochet (no le puse mucha atención a mi abuela cuando me enseñó)
bordado (falta de paciencia; es como dibujar pero se demora mucho)
fotografía (llegué a Bogotá y se me acabó la inspiración)
pintura al óleo (el problema de dibujar rápido es que lo quiero todo listo ya)
caligrafía japonesa (fobia social)
sumi-e (el curso se acabó y hasta ahí llegué)
tiple (no sé qué se hizo el tiple de mi abuela)
bajo (en realidad quería ser cantante en la banda del colegio)
charango (me incomodó porque es como un ukulele al que le sobran cuerdas)
patinaje (huí apenas pasamos de los juegos al entrenamiento serio)
balonmano (huí apenas llegó el invierno a Tsukuba)
bailes de salón (fobia social)
QBASIC (apareció Internet)