Addio alla redattrice

Un día fui a una entrevista de trabajo y dije que lo que más me gustaba hacer en la vida era escribir. No creo haber mentido, aunque mi categoría “lo que más me gusta hacer en la vida” es un poco más amplia que eso. Sin embargo, no puedo ganarme la vida cantando ni haciendo dibujitos, y aún si pudiera, aprendería la misma lección que aprendí en esta ocasión:

No es lo mismo escribir que ganarse la vida escribiendo.

Sé que puedo escribir cualquier cosa sobre lo que sea, pero la tortura mental que me supone hacer algo que no me interesa en lo más mínimo se lleva consigo el tiempo que necesito para todo el resto de actividades de mi vida. ¿Quiero dibujar? Tengo que escribir. ¿Quiero practicar ukulele? Tengo que escribir. ¿Quiero escribir en mi propio blog que tanto me gusta? No, primero el trabajo. Entonces resulto no haciendo nada y me siento miserable.

Así pues, en aras de desbloquearme y dedicarle más tiempo a lo que realmente quiero construir para mí misma, he renunciado a mi trabajo de redacción. En conmemoración de tan importante decisión —o solo por coincidencia—, me voy a Argentina a aguantar frío y pensar en otras cosas.

El punto final

El comienzo es muy sencillo. Un dolor localizado. La búsqueda de una silla. Sentarse. Tomarse el abdomen con las manos. Ese es el final.

Lo que hay justo en el punto final no se llega a saber a ciencia cierta; los bordes se hacen borrosos a medida que se los amplifica. Hay un pitido en todas partes. Crece. Ruge. El silencio se vuelve ensordecedor. Soñar muchas cosas al mismo tiempo, todas las cosas al mismo tiempo. Uno sabe de repente de qué hablaba Borges en aquel sótano porque lo acaba de presenciar. Dolor. Sentir que el cuerpo se curva todo hacia adentro como una hoja seca. Saber que en realidad se está moviendo de otra manera que no tiene nada que ver ni con la sensación ni con la voluntad. El dolor se parece al congelamiento. Cientos de cristales de hielo se abren paso desde adentro, rompen la carne, la vuelven un eje rodeado de radios punzantes. La columna vertebral emana agujas. Mi imagen se distorsiona; soy un dibujo hecho de líneas horizontales de colores desplazadas en todas direcciones.

En la lejanía, cada vez más cerca, oigo mi nombre en inglés. El aire se siente súbitamente frío, una niebla que no sabía que estaba ante mis ojos se disipa y de pronto me encuentro rodeada de gente desconocida mirándome desde arriba. Parece una película. Entonces veo a Cavorite y entiendo más o menos dónde estoy.

“I don’t know what happened, I don’t know what happened, I don’t know what happened”, repito incesantemente mientras me llevan a un sofá, me quitan los zapatos, llaman a un médico y me traen jugo y galletas de soda. No quiero soltar la mano de Cavorite. Conservo una bola de dolor en el abdomen y no puedo moverme en absoluto. Pienso en mi abuelo, en su dolor constante y su inmovilidad. Qué terrible debe ser estar así todo el tiempo. Dos días después, mi abuelo se va.

Papá Julito

Papá Julito no estaba hecho de carne y hueso, o al menos no primordialmente. Estaba hecho de palabras. Esto le dio una gran ventaja cuando le falló el cuerpo, pues entonces descubrimos que se había multiplicado en todos nosotros.

Mi abuelo materno tenía tantas historias para contar que hasta el último instante lo oí murmurando algo sobre un señor muy bajito que tenía un caballo mucho más grande que él y que era respetado en todo el pueblo. Papá Julito trazaba un puente que se extendía a través del tiempo hasta el puerto de Beirut, de donde había zarpado su abuelo en misión de negocios, y pasaba por un caserío de Córdoba llamado Tres Piedras. En el mundo que cargaba consigo había, entre un sinnúmero de cosas, una casa con un telégrafo, el olor del chicharrón recién hecho en las mañanas, frases en árabe y la canción que anunciaba el principio de las funciones de un cinema de pueblo.

La última vez que nos vimos me preguntó si otra vez saldría para Pittsburgh. Asentí. “Que no se le vaya a volver vicio”, bromeó con el hilito de voz que le quedaba. No es esa lucecita apagándose la que recuerdo más, empero, sino un haz poderosísimo que una tarde me retó a un concurso de risa y yo perdí del susto de pensar que con esa carcajada arrolladora le iba a dar un infarto.

Quién sabe adónde irán a parar los cuentos que no nos alcanzó a referir, las cosas que nos dijo y olvidamos, lo que fui incapaz de anotar por miedo a la tristeza que me embargaría si llegara a releer sin tenerlo al lado. No obstante, creo que el puñado de frases que alcanzamos a retener es suficiente para no ver su desaparición como una ausencia total. Es cierto que ahora faltan algunos elementos importantes, que ya no podemos sentir sus manos arrugadas y frías ni pedirle un beso en la frente, pero no es sino que nos pongamos a hablar para que se manifieste de inmediato entre nosotros.

“Vea usted”, decía él que decía yo que decía él.

Luontoon

Me mandan a una misión en un santuario de flora y fauna en la selva andina. No hay Internet ni teléfono ni nada que me permita establecer contacto con el mundo exterior. Poco a poco el trabajo se va apoderando de mi cerebro y voy olvidando quién soy. Recuerdo apenas lo básico. Tengo una hermana. Quise (¿quiero?) a alguien. Tengo otro viaje después de este. Ni siquiera escucho música; me limito a recibir lo que ofrezcan los pájaros. Una tarde decido rescatar un pedacito de mí y lleno una hoja de cuaderno con frases en japonés. No recuerdo cómo se escriben los kanjis. Consulto en el celular sin señal.

Escucho finlandés a mi alrededor todo el tiempo. Solo entiendo niin (“sí”), joo (también “sí”), ei (“no”), kiitos (“gracias”) y, tiempo después, päivä (“día”), kasa (“pila”, “montón” —señalan el arroz de la cena para ilustrarlo—), mustikka (“arándano”), vadelma (“frambuesa”) y maitosuklaa (“chocolate de leche”). Los finoparlantes juegan con las palabras que suenan igual en su lengua y la mía. Hablan de cómo “pato” es anka pero “anca” es una pata trasera. Me preguntan por el Pato Donald y por Rico McPato. Rikkoa es “romper” y pato es “represa”, así que Rico McPato suena como a “romper la represa”. Lloran de risa.

Los finlandeses me dan sopa de bayas. Sopa de bayas. Anoto la receta. También me dan a probar salmiakki (dulce de regaliz saborizado con sal de amoníaco). Sabe a lo que huele el champú medicado anticaspa. En su versión más fuerte, me siento masticando algo sacado del motor de un carro. Lo comería de nuevo.

Entre el trabajo y el sueño, el sueño y el trabajo, no hay mucho dentro de mi cabeza. Miro en lontananza durante los recesos. La gente que pasa a mi lado me pregunta si estoy cansada. Solo atino a decir “uf”. No comprenden la dimensión del agotamiento que se acumula dentro de mí.

Afortunadamente, el tiempo siempre pasa y los días siempre se acaban. Pronto estoy de regreso en la casa. No, no, no es así de rápido. Primero me monto en una camioneta, luego mi celular empieza a recoger todo lo que dejó atrás hace unos días, empiezo a ver casitas, desaparece la selva, llego a una ciudad, entro a un supermercado, veo muchos tipos de pasabocas, veo variedad. Nunca he visto The Shawshank Redemption pero llevo un buen rato pensando en The Shawshank Redemption. Quisiera correr, bailar, dar brincos por un potrero como las vacas que salen de su encierro en primavera. El cansancio se vuelve frenesí.

Empiezan a reaparecer las personas en mi vida. En mi mente es como si se fueran bajando de la nave del final de Encuentros cercanos del tercer tipo, aunque a todas luces la perdida era yo. j. me recomienda que vuelva a practicar mi canción. ¿Mi canción? ¿Cuál canción? La que estaba practicando antes del viaje. Ah, vaya, yo toco el ukulele y tengo un proyecto en progreso. Sin embargo, mi garganta está demasiado débil para retomarlo. Me pregunto qué otras partes de mí siguen faltando.

Al otro día recuerdo haber soñado con un parque nacional a la orilla del mar. Las rendijas de la persiana son franjas de azul intenso. Ya no estoy bajo la incesante lluvia y tampoco en una cama que me despierta con sus crujidos cada vez que me volteo. Ya no hace frío. Es mi vida de nuevo: fluyen los recuerdos y las obligaciones. La calma —y la complejidad— se mantendrán hasta mi próximo trabajo de palata luontoon.

Nunca es suficiente

Ayer mi mamá y yo nos pusimos a ver un concurso de compradoras de ropa en televisión. Antes de que empezara el programa, alcanzamos a ver los últimos minutos de otro, el cual mostraba la transformación de una madre y su hija (nueva ropa, nuevo corte de pelo, adición de maquillaje). La hija era apenas una adolescente, su cara seguía siendo de niñita, pero todos sabemos que una mujer nunca es demasiado joven para requerir mejoras.

Mientras la familia y amigos de la niña la vitoreaban por el nuevo look, la cámara se detuvo brevemente en su novio, quien aprobó el cambio. El chico se veía realmente mal con su bozo obstinado y melena fallida (una especie de casco de pelo inflado), pero era claro que a él nunca se le pediría modificar nada de su apariencia. Como hombre que era, tenía derecho a ser él mismo tal cual, mientras que ella había tenido que pasar por la picota pública por no ser su mejor versión posible.

Después del concurso de compradoras de ropa —nada que comentar al respecto— empezó otro programa, esta vez sobre una mujer que se ponía ropa demasiado holgada porque le acomplejaba su cuerpo después de una temporada de sobrepeso posparto y ahora a su esposo se le había conferido el poder de destruir todas las prendas de ella que le desagradaran para luego escoger lo que preferiría verle puesto. “Esta es la mujer de la que me enamoré”, se lamentaba el esposo frente a una foto de la señora vestida de gala para un evento cuando aún no tenía hijos. Una vez más, lo cautivante no era la mujer en sí, sino su mejor versión posible, y a eso aspiraba él a devolverla mediante la humillación de pasarle la ropa por una trituradora.

La vida de la mujer se va en estar parada frente al jurado de la gente que la rodea y esperar su aprobación, aguardar por sus notas de edición, sus sugerencias de retoques. Se va en saber que, tenga las cualidades que tenga, nunca es suficiente. Podrá ser una gran persona, pero nadie quiere una persona sino una mujer, algo que más que un género es una especie de quimera. No se trata de ser más bella porque incluso a la más bella también habrá algo que achacarle. Algo hay que cambiar. Se requiere más esfuerzo. La mujer debe aspirar a ser la mejor versión posible de sí misma, pero como la zanahoria atada a la caña sobre la espalda del burro, esta versión es inalcanzable. El jurado se va insatisfecho.

El vestido de Hoi An

Ayer me puse un vestido que mandé hacer en Hoi An, un pueblito de Vietnam famoso por sus sastrerías y botes de colores. El vestido está descosido por un lado, pero siempre se me olvida eso y termino dejándome puesta la chaqueta encima para que no se vea el hueco sobre mis costillas.

Es un vestido extraño. Empezó como una muy mala reproducción de la foto de un catálogo, pero a falta de tiempo para exigir más revisiones tuve que recibirlo en su segunda versión porque era eso o irme para el siguiente pueblo sin vestido y sin plata. Las modistas se pusieron muy contentas cuando por fin lo acepté. Ahora pienso —o tal vez desde ese momento siempre he pensado— que debí haberme mandado hacer otra chaqueta en vez de ese adefesio. De todas maneras, es un adefesio en el que me veo bien (o eso dice mi madre, al menos).

Este pedazo de tela suave y deforme tiene la propiedad de enviarme a momentos que no tienen valor sentimental, como la fila para pagar en un supermercado en Medellín o el momento de subirme a una van en una esquina de mi barrio en Tsukuba. También me la llevé de compras a Tokio antes de Navidad, pero eso no lo recuerdo yo sino mi cámara.

No sé si esta reflexión venía al vestido en sí o a que me sorprende un poco todo el tiempo que ha pasado desde el viaje a Vietnam. O a que quisiera volver allá. O a que quisiera irme lejos. Como si no hubiera regresado de lejos hace apenas dos días. Como si no me fuera a volver a ir lejos dentro de poco. Como si no existiera nada lo suficientemente lejos para encontrarme de nuevo.

Una bandada de flamencos

Acabo de pasar un par de días trabajando en La Guajira. Descubrí que la arena me da alergia y que lo último que quiere un traductor simultáneo es andar moqueando y estornudando con un micrófono al frente. También me di cuenta de que, si bien la vida del socialmente torpe puede ser un poco difícil en ocasiones—¿cómo saludar? ¿cómo reaccionar? ¿ahora qué digo? ¿ahora me callo? ¿ya puedo huir?—, a veces aparece una persona con la que se puede hablar de lo que uno quiera sin terminar provocándole esa mezcla de estupor y pesar tan típica de todo el resto de interlocutores. Es maravilloso cuando ocurren esos encuentros y uno deja de sentirse tan solo e inadecuado.

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Los flamencos caribeños pueden volar 1000km en una noche, y por eso andan paseando entre Colombia, Venezuela y Bonaire como si nada. Sin embargo, La Guajira podría dejar de figurar entre sus sitios de descanso si la gente sigue persiguiéndolos en botes y espantándolos por el puro placer de verlos alzar vuelo. De hecho, ya están empezando a alejarse de la laguna que solían preferir para alimentarse y endulzarse las patas.

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Es bonito pensar que existe un animal que puede atravesar el mar tan fácil y grácilmente, así de rosado y negro y aguamarina.

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Un niño wayúu nos siguió hasta la orilla de la laguna donde están llegando los flamencos para descansar del acoso de los turistas. Estaba bebiéndose un jugo de lata. Yo hablaba mientras tanto con una jovencita de otro cacerío que nos estaba acompañando. Ella venía vestida de muchos colores, con el sombrero típico de la región y una blusa tejida. De repente el niño se terminó el jugo y tiró la lata lejos. El viento, fuertísimo, la hizo rodar a toda velocidad por la arena y sobre el agua. Pronto desapareció flotando en el horizonte. La jovencita y yo quedamos mirándonos un rato, impotentes y tristes.

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—Esta vez no estás vestida de flamenco—, me dijo un ecólogo divertido que había ido una vez al sur de la India. Yo ya no tenía más camisetas rosadas y de todos modos esa había sido una elección fortuita de indumentaria. Me prestó sus binoculares y nos quedamos mirando a la bandada. Eran como 7000, mencionaron luego. No sé en qué momento nos arrodillamos frente a la ciénaga.

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La última noche nos reunimos en el malecón de Riohacha tres finlandeses, un venezolano y varios colombianos (un costeño, un pereirano, dos bogotanos, uno de Guapi y una del Amazonas). Un viejito vendía cervezas en una carreta con servicio adicional de préstamo de sillas plásticas para la clientela. La brisa marina traía ecos de vallenato de una vieja radio. Nos preguntamos con qué agua habría sido preparado el jugo de guayaba que estaba tomando una finlandesa y si su estómago lo soportaría. A las 10 sonó el himno nacional y nos fuimos. Camino al hotel, el ecólogo divertido me dijo que aún estaba temprano, pero yo le respondí que me urgía ir al baño.

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Arrodillada en la arena me di cuenta de que había perdido mucho tiempo queriendo mostrarme ante los demás en una versión más aceptable de mí misma —“palatable” es la palabra que tengo en mente— cuando en realidad mi vida no se trata de grandes obras ni opiniones relevantes sino de cosas mucho más simples. Cosas como, por ejemplo, la observación de una bandada de flamencos rosados en una ciénaga aguamarina.

Skein (3)

Es bonito cuando uno empieza a comprender el tejido, cuando logra vislumbrar de dónde viene la lana y hacia dónde va. Uno ya no se pierde más.

La aparición de un objeto útil donde antes había un ovillo, empero, sigue siendo un acto de magia.

El Salto del Tequendama

Hoy conocí el Salto del Tequendama. La foto no le hace justicia a su belleza.

Ayer conocí el Salto del Tequendama.

No nos detuvimos ahí, ya que íbamos de paso a otro lado, pero tuve la oportunidad de apreciarlo por un buen rato desde el carro. Quedé boquiabierta. Había oído tantas cosas malas sobre el lugar que me pareció increíble que en realidad fuera tan bonito. Hasta el recorrido del Río Bogotá llegando a la caída es de una belleza sobrecogedora. Digo “el recorrido” y no el río en sí porque el estado tan lamentable de esas aguas es de no creer. Inexplicablemente, incluso la vista de un Alicachín abandonado dominando los últimos meandros del cauce antes de la caída tenía su encanto, aún a sabiendas de su rol en su contaminación.

Al aproximarnos, mis papás se pusieron a cantar canciones viejas sobre la cascada. Una decía algo sobre irse para el Salto pero no a suicidarse, y la otra describía la geografía del Río Bogotá. Sabíamos que en otra época el paraje había sido tan popular que mucho se cantaba en su honor, pero suponíamos que había caído en el olvido absoluto. Cuál sería nuestra sorpresa al sobrepasar el famoso hotel embrujado frente a la cascada y toparnos con un montón de carros parqueados y puestos de fritanga abarrotados al borde del abismo.

Mi abuela dice que cuando ella era niña pasaban por las casas bogotanas vendedores de pescado cuyos productos provenían del Río Bogotá. Hoy en día algo así es impensable. El día que nos contó eso estábamos varados casi a la orilla de una parte muerta del río a la entrada de la ciudad. El hedor era insoportable. Es difícil pensar que ese caldo asqueroso se convierte kilómetros más adelante en uno de los paisajes más hermosos que haya visto en mucho tiempo.

El carro cogió otra curva y el Salto desapareció, pero en la región del Tequendama todavía había mucho más por ver. Fue un gran paseo.

Nostalgia de un día de grado

No sé si ya había contado esta historia en otra parte del blog, pero qué importa. Hoy es un día nostálgico para mí.

El 25 de marzo de 2011, mis papás y mi tío se fueron al centro de Tsukuba a hacer compras. Ya sabíamos que la ceremonia de grado había sido cancelada debido a que el auditorio estaba en riesgo de colapso por el terremoto, pero de todas formas había que ir por el documento que justificaba mi largo paso por las islas niponas.

Me puse un vestido de flores, me pinté los ojos de verde y me puse en el pelo un gancho que yo misma había hecho en mis días de fiebre de bisutería. Fui a desayunar con Yurika en Sukiya. No recuerdo si fue ahí o en otro desayuno cuando me entregó un anillo que me había traído de Mozambique y que incorporé a mi ajuar de grado. No pude seguir con ella para la universidad porque se me había quedado el carné en el apartamento y ella tenía afán porque la iban a recoger los papás. Volví a buscarlo y fui a la decanatura de mi facultad. Me encontré en el pasillo a Yuta, un compañero que era estudiante mío de español y lo hablaba muy bien. Algo nos dijimos, pero no fue mucho. Felicitaciones, tal vez. Todos estaban yendo en grupitos a graduarse, menos yo. El decano leyó el contenido del diploma y me lo entregó. Nos dimos venias.

Salí del edificio, metí la bonita carpeta morada en una bolsa que colgué del manubrio de la bicicleta y volví a la casa como si nada. Me estaba esperando un e-mail del alquiler de kimonos. Yo les había estado rogando que me alquilaran un hakama de grado —por favor, soy extranjera, nunca más voy a poder ponerme algo así— pese a que se había cancelado la ceremonia y, con ella, los alquileres de vestidos para la misma. Habían accedido con la condición de que fuera ya mismo a Nishi-Ogikubo, en Tokio, a que me lo pusieran para retornarlo al día siguiente. Mis papás y mi tío regresaron, les avisé y salimos corriendo.

En camino

Antes.

El Tsukuba Express estaba funcionando por fin. Cogimos para Akihabara y de ahí un tren de la línea Chuo hasta Nishi-Ogikubo. Creo que usamos el GPS de mi celular para guiarnos. No nos perdimos demasiado.

El almacén de alquiler de kimonos estaba vacío. Este debería haber sido un día súper movido, pero los últimos acontecimientos habían ocasionado una oleada de cancelaciones de sus servicios. Supongo que eso obró a mi favor ese día, puesto que yo solo había pagado por el vestido pero me encimaron el peinado. Creo que es el peinado más bonito que me han hecho en la vida.

お菓子

Después.

Mi papá y mi tío habían estado esperándonos a mi mamá y a mí en un café lindísimo al otro lado de la calle y les gustó tanto que cuando salí de ahí con mi pinta de estudiante de la Era Taisho decidieron que podríamos iniciar la celebración con unas onces allá. Comimos pastelitos y nos tomamos fotos. Luego seguimos hacia Akasaka para la cena. Creo que elegí esa zona de Tokio porque había visto que estaba llena de restaurantes bonitos, pero no recuerdo por qué elegimos uno portugués para nuestro gran banquete. Solo sé que todo salió estupendamente. No tuve ceremonia pero sí tuve celebración, y no estuve sola.

Algo curioso ocurrió desde que me enfundé el hakama: durante el resto del día, la gente en la calle me decía “¡felicitaciones!” y “¡te ves muy bonita!”, cosa que nunca jamás me había pasado en cinco años de vida en Japón. ¿Desconocidos dirigiéndole espontáneamente la palabra a una extranjera? ¿¡Y encima diciéndole que se ve muy bonita!? Milagro de grado, se diría, aunque parece que en Japón la gente en general me veía linda.

Casualmente le mandé a Hazuki un mensaje de texto con la aventura del hakama y me respondió que ella vivía muy cerca de allí. Quise lamentar la falta de una amiga en mi celebración, pero más bien nos pusimos cita al otro día en el mismo cafecito del frente del almacén tras devolver el vestido y los zapatos. Mi intención era sorprenderla, pero resultó que ella y su madre eran asiduas clientas. Luego nos acompañó a Shinjuku, y allí nos despedimos. No pudo ocultar su tristeza. A mí también me entristece todavía no poder volver a verla.

Lo malo de irse a vivir al otro lado del mundo es que uno corre el riesgo de hacer amigos allá y luego se queda preguntándose cómo diablos va a hacer para volver a verlos. Últimamente he tenido un sueño recurrente en el que vuelvo a Japón y voy a comer en un restaurante. Llevo dos años soñando que de nuevo estoy ahí, cada vez con menos angustia. Ya no se trata de un ciclo que no cerré, sino del pedazo de corazón que dejé allá. Dos profesores distintos me dijeron en diferentes ocasiones que cuando uno queda con cuentas pendientes con Japón, el país siempre lo llama a uno a regresar y saldarlas. Cada vez estoy más convencida de que eso es verdad.