Una bandada de flamencos

Acabo de pasar un par de días trabajando en La Guajira. Descubrí que la arena me da alergia y que lo último que quiere un traductor simultáneo es andar moqueando y estornudando con un micrófono al frente. También me di cuenta de que, si bien la vida del socialmente torpe puede ser un poco difícil en ocasiones—¿cómo saludar? ¿cómo reaccionar? ¿ahora qué digo? ¿ahora me callo? ¿ya puedo huir?—, a veces aparece una persona con la que se puede hablar de lo que uno quiera sin terminar provocándole esa mezcla de estupor y pesar tan típica de todo el resto de interlocutores. Es maravilloso cuando ocurren esos encuentros y uno deja de sentirse tan solo e inadecuado.

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Los flamencos caribeños pueden volar 1000km en una noche, y por eso andan paseando entre Colombia, Venezuela y Bonaire como si nada. Sin embargo, La Guajira podría dejar de figurar entre sus sitios de descanso si la gente sigue persiguiéndolos en botes y espantándolos por el puro placer de verlos alzar vuelo. De hecho, ya están empezando a alejarse de la laguna que solían preferir para alimentarse y endulzarse las patas.

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Es bonito pensar que existe un animal que puede atravesar el mar tan fácil y grácilmente, así de rosado y negro y aguamarina.

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Un niño wayúu nos siguió hasta la orilla de la laguna donde están llegando los flamencos para descansar del acoso de los turistas. Estaba bebiéndose un jugo de lata. Yo hablaba mientras tanto con una jovencita de otro cacerío que nos estaba acompañando. Ella venía vestida de muchos colores, con el sombrero típico de la región y una blusa tejida. De repente el niño se terminó el jugo y tiró la lata lejos. El viento, fuertísimo, la hizo rodar a toda velocidad por la arena y sobre el agua. Pronto desapareció flotando en el horizonte. La jovencita y yo quedamos mirándonos un rato, impotentes y tristes.

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—Esta vez no estás vestida de flamenco—, me dijo un ecólogo divertido que había ido una vez al sur de la India. Yo ya no tenía más camisetas rosadas y de todos modos esa había sido una elección fortuita de indumentaria. Me prestó sus binoculares y nos quedamos mirando a la bandada. Eran como 7000, mencionaron luego. No sé en qué momento nos arrodillamos frente a la ciénaga.

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La última noche nos reunimos en el malecón de Riohacha tres finlandeses, un venezolano y varios colombianos (un costeño, un pereirano, dos bogotanos, uno de Guapi y una del Amazonas). Un viejito vendía cervezas en una carreta con servicio adicional de préstamo de sillas plásticas para la clientela. La brisa marina traía ecos de vallenato de una vieja radio. Nos preguntamos con qué agua habría sido preparado el jugo de guayaba que estaba tomando una finlandesa y si su estómago lo soportaría. A las 10 sonó el himno nacional y nos fuimos. Camino al hotel, el ecólogo divertido me dijo que aún estaba temprano, pero yo le respondí que me urgía ir al baño.

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Arrodillada en la arena me di cuenta de que había perdido mucho tiempo queriendo mostrarme ante los demás en una versión más aceptable de mí misma —“palatable” es la palabra que tengo en mente— cuando en realidad mi vida no se trata de grandes obras ni opiniones relevantes sino de cosas mucho más simples. Cosas como, por ejemplo, la observación de una bandada de flamencos rosados en una ciénaga aguamarina.

Skein (3)

Es bonito cuando uno empieza a comprender el tejido, cuando logra vislumbrar de dónde viene la lana y hacia dónde va. Uno ya no se pierde más.

La aparición de un objeto útil donde antes había un ovillo, empero, sigue siendo un acto de magia.

El Salto del Tequendama

Hoy conocí el Salto del Tequendama. La foto no le hace justicia a su belleza.

Ayer conocí el Salto del Tequendama.

No nos detuvimos ahí, ya que íbamos de paso a otro lado, pero tuve la oportunidad de apreciarlo por un buen rato desde el carro. Quedé boquiabierta. Había oído tantas cosas malas sobre el lugar que me pareció increíble que en realidad fuera tan bonito. Hasta el recorrido del Río Bogotá llegando a la caída es de una belleza sobrecogedora. Digo “el recorrido” y no el río en sí porque el estado tan lamentable de esas aguas es de no creer. Inexplicablemente, incluso la vista de un Alicachín abandonado dominando los últimos meandros del cauce antes de la caída tenía su encanto, aún a sabiendas de su rol en su contaminación.

Al aproximarnos, mis papás se pusieron a cantar canciones viejas sobre la cascada. Una decía algo sobre irse para el Salto pero no a suicidarse, y la otra describía la geografía del Río Bogotá. Sabíamos que en otra época el paraje había sido tan popular que mucho se cantaba en su honor, pero suponíamos que había caído en el olvido absoluto. Cuál sería nuestra sorpresa al sobrepasar el famoso hotel embrujado frente a la cascada y toparnos con un montón de carros parqueados y puestos de fritanga abarrotados al borde del abismo.

Mi abuela dice que cuando ella era niña pasaban por las casas bogotanas vendedores de pescado cuyos productos provenían del Río Bogotá. Hoy en día algo así es impensable. El día que nos contó eso estábamos varados casi a la orilla de una parte muerta del río a la entrada de la ciudad. El hedor era insoportable. Es difícil pensar que ese caldo asqueroso se convierte kilómetros más adelante en uno de los paisajes más hermosos que haya visto en mucho tiempo.

El carro cogió otra curva y el Salto desapareció, pero en la región del Tequendama todavía había mucho más por ver. Fue un gran paseo.

Nostalgia de un día de grado

No sé si ya había contado esta historia en otra parte del blog, pero qué importa. Hoy es un día nostálgico para mí.

El 25 de marzo de 2011, mis papás y mi tío se fueron al centro de Tsukuba a hacer compras. Ya sabíamos que la ceremonia de grado había sido cancelada debido a que el auditorio estaba en riesgo de colapso por el terremoto, pero de todas formas había que ir por el documento que justificaba mi largo paso por las islas niponas.

Me puse un vestido de flores, me pinté los ojos de verde y me puse en el pelo un gancho que yo misma había hecho en mis días de fiebre de bisutería. Fui a desayunar con Yurika en Sukiya. No recuerdo si fue ahí o en otro desayuno cuando me entregó un anillo que me había traído de Mozambique y que incorporé a mi ajuar de grado. No pude seguir con ella para la universidad porque se me había quedado el carné en el apartamento y ella tenía afán porque la iban a recoger los papás. Volví a buscarlo y fui a la decanatura de mi facultad. Me encontré en el pasillo a Yuta, un compañero que era estudiante mío de español y lo hablaba muy bien. Algo nos dijimos, pero no fue mucho. Felicitaciones, tal vez. Todos estaban yendo en grupitos a graduarse, menos yo. El decano leyó el contenido del diploma y me lo entregó. Nos dimos venias.

Salí del edificio, metí la bonita carpeta morada en una bolsa que colgué del manubrio de la bicicleta y volví a la casa como si nada. Me estaba esperando un e-mail del alquiler de kimonos. Yo les había estado rogando que me alquilaran un hakama de grado —por favor, soy extranjera, nunca más voy a poder ponerme algo así— pese a que se había cancelado la ceremonia y, con ella, los alquileres de vestidos para la misma. Habían accedido con la condición de que fuera ya mismo a Nishi-Ogikubo, en Tokio, a que me lo pusieran para retornarlo al día siguiente. Mis papás y mi tío regresaron, les avisé y salimos corriendo.

En camino

Antes.

El Tsukuba Express estaba funcionando por fin. Cogimos para Akihabara y de ahí un tren de la línea Chuo hasta Nishi-Ogikubo. Creo que usamos el GPS de mi celular para guiarnos. No nos perdimos demasiado.

El almacén de alquiler de kimonos estaba vacío. Este debería haber sido un día súper movido, pero los últimos acontecimientos habían ocasionado una oleada de cancelaciones de sus servicios. Supongo que eso obró a mi favor ese día, puesto que yo solo había pagado por el vestido pero me encimaron el peinado. Creo que es el peinado más bonito que me han hecho en la vida.

お菓子

Después.

Mi papá y mi tío habían estado esperándonos a mi mamá y a mí en un café lindísimo al otro lado de la calle y les gustó tanto que cuando salí de ahí con mi pinta de estudiante de la Era Taisho decidieron que podríamos iniciar la celebración con unas onces allá. Comimos pastelitos y nos tomamos fotos. Luego seguimos hacia Akasaka para la cena. Creo que elegí esa zona de Tokio porque había visto que estaba llena de restaurantes bonitos, pero no recuerdo por qué elegimos uno portugués para nuestro gran banquete. Solo sé que todo salió estupendamente. No tuve ceremonia pero sí tuve celebración, y no estuve sola.

Algo curioso ocurrió desde que me enfundé el hakama: durante el resto del día, la gente en la calle me decía “¡felicitaciones!” y “¡te ves muy bonita!”, cosa que nunca jamás me había pasado en cinco años de vida en Japón. ¿Desconocidos dirigiéndole espontáneamente la palabra a una extranjera? ¿¡Y encima diciéndole que se ve muy bonita!? Milagro de grado, se diría, aunque parece que en Japón la gente en general me veía linda.

Casualmente le mandé a Hazuki un mensaje de texto con la aventura del hakama y me respondió que ella vivía muy cerca de allí. Quise lamentar la falta de una amiga en mi celebración, pero más bien nos pusimos cita al otro día en el mismo cafecito del frente del almacén tras devolver el vestido y los zapatos. Mi intención era sorprenderla, pero resultó que ella y su madre eran asiduas clientas. Luego nos acompañó a Shinjuku, y allí nos despedimos. No pudo ocultar su tristeza. A mí también me entristece todavía no poder volver a verla.

Lo malo de irse a vivir al otro lado del mundo es que uno corre el riesgo de hacer amigos allá y luego se queda preguntándose cómo diablos va a hacer para volver a verlos. Últimamente he tenido un sueño recurrente en el que vuelvo a Japón y voy a comer en un restaurante. Llevo dos años soñando que de nuevo estoy ahí, cada vez con menos angustia. Ya no se trata de un ciclo que no cerré, sino del pedazo de corazón que dejé allá. Dos profesores distintos me dijeron en diferentes ocasiones que cuando uno queda con cuentas pendientes con Japón, el país siempre lo llama a uno a regresar y saldarlas. Cada vez estoy más convencida de que eso es verdad.

El fin de la narrativa personal en Internet

Con todo el revuelo de los últimos días por la inminente desaparición de Google Reader, me puse a probar servicios alternativos para dar el salto y poder seguir leyendo mis blogs favoritos sin tener que buscarlos uno por uno. Mi intención era usar Feedly y The Old Reader durante un tiempo y hacer una comparación —por lo pronto ambos me desesperan por diferentes motivos, pero tengamos en cuenta que Google Reader tampoco fue un buen cambio cuando Bloglines amenazó con marcharse—. Sin embargo, en el proceso de importar mis feeds me percaté de algo.

La mayoría de blogs que sigo están muertos.

Bueno, eso no es. O sea, yo ya sabía eso. Con el pasar de los años los vi partir uno por uno y me negué a borrarlos, como por dejar un pasado ahí quieto por si se necesita más adelante. Esa romántica desidia resultó útil, pues me ayudó a constatar que todos los desaparecidos eran autobiografías por entregas. Ahora los que quedan son puros blogs de opinión o cómics. Son páginas que tienen un propósito específico.

Es chistoso porque en 2009 un grupo de old-school bloggers armó un panel en Campus Party para defender el derecho de los blogs a no decir nada. En una época donde los nuevos escritores de Internet se estaban atribuyendo enormes poderes sobre el destino del mundo —como los tuiteros ahora, probablemente—, estos ancianos de la red salieron a reclamar el derecho a no tener ninguna responsabilidad. Me declaro culpable de haber estado allí, aunque no recuerdo haber dicho absolutamente nada además de mi nombre (apenas los demás panelistas sacaron a relucir sus credenciales supe que yo no tenía nada que hacer ahí, o que al menos una estudiante ociosa como yo no era ninguna autoridad para hablar de Internet). Íbamos allá dizque a burlarnos de “cómo monetizar su blog”, pero no solo el panel fue un estrepitoso fiasco (supongo que menos mal no abrí la boca), sino que ahora pagarle a alguien por escribir un blog sobre algo es práctica común.

Lo curioso del asunto es que, para 2013, casi todos aquellos defensores del blog sin rumbo habían abandonado los suyos o los habían convertido en columnas de opinión o herramientas profesionales. Esto significa que en tan solo cuatro años la narrativa personal desapareció casi que por completo de Internet para darle paso al reinado de la opinión. Me gustaría decir que la culpa la tiene Twitter, y sí, en gran parte por su facilidad para convertirse en medio de desahogo inmediato. No obstante, aún en la volatilidad del microblogging tienen más peso las opiniones que la narración, aún (o especialmente) si vienen en forma de aforismo. Quisiera saber qué suscitó este cambio.

Cavorite me sugiere que de pronto lo que ocurre es que la gente ya ha crecido, pero yo me rehúso a creer que madurar sea sinónimo de dejar de narrarse. Sería refrescante volver a leer algo tan único como una vida en lugar del continuo repiquetear del tema del día.

Notas (catorce de marzo)

Este es un post donde no pasa nada. En este post llega un nuevo papa, yo tejo y destejo cual Penélope, Google Reader se acaba —decida usted si abandonará este blog a falta de lector de feeds para seguirlo—, Misaki lleva collar isabelino por culpa de una herida que se hizo en el lomo, y no sé qué más.

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Ayer nos encontramos un pájaro maltrecho en el antejardín de la casa. No era grave, solo le faltaban unas plumas en el ala. Misaki lo olisqueó pero no le hizo nada. Me acordé del video del pitbull que descansa junto a un conejito y otros animalitos tiernos. Le dejé un pedazo de mango pero creo que prefirió picotear el mirto.

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Qué extraño es encontrarse un post donde alguien habla de uno como una posibilidad y constatar al momento de leerlo que esa posibilidad se abandonó poco después. Más extraño aún es seguir avanzando por la línea de tiempo de esa época y saber (desde aquí, desde el futuro) que la irónica brevedad de aquel viejo encuentro —hablar de un prometedor comienzo a la hora del final— no fue tampoco algo absoluto y determinante, la última tristeza, la condena a la soledad, porque poco después empezó otra historia. La continuidad de la vida es sorprendente.

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Me gustan las postales. ¿A usted también? Escríbame a kite arroba olaviakite punto com y deme su dirección. A vuelta de correo recibirá un breve mensaje acompañado de un dibujito en un rectángulo de cartulina de esos que traen una ilustración impresa detrás.

Wir haben viel für einander gefühlt

Mucho hemos sentido el uno por el otro,
sin embargo tuvimos una exacta armonía.
A menudo jugamos a ser un matrimonio
sin que tener sufrir ni tropiezos ni riñas.
Nos divertimos juntos, gritamos con jolgorio,
nos dimos dulces besos y nos acariciamos.
Al final decidimos, con infantil placer,
jugar al escondite por los bosques y campos.
Así hemos logrado escondernos tan bien
que luego nunca más hemos vuelto a encontrarnos.

—Heinrich Heine, Libro de los cantares. Traducción de Andrés Neuman, El viajero del siglo.

Notas (seis de febrero)

Hoy recorrí en bus un buen trecho de lo que debía ser la Avenida Longitudinal de Occidente. Me pareció hermosísimo contemplar el potrero mientras sonaba “Who’s Loving You” de los Jackson 5. Había un señor sentado en el pasto, pensativo, y otro paseando perros. Uno de los perros era gris brillante, de esos que usualmente tienen los ojos azules.

Después se me ocurrió que es horrible, realmente horrible, pasar de querer abrazar y besar y hablarle todo el tiempo a una persona a tratar de evitarla a toda costa. ¿Cómo ocurre eso? ¿Cómo? De mil maneras, claro, pero ese desconocimiento voluntario y forzoso es un proceso muy triste. Es como arrancarse algo de adentro e ignorar el hueco y la sangre lo más posible mientras cicatriza. A veces no llega a cicatrizar jamás.

Luego pensé que quisiera retroceder en el tiempo y estar en mi cuarto pequeñito en Tokio viendo caer la tarde. Una tarde de invierno, posiblemente. Cuántas cosas no sabía yo en ese entonces. Es como querer volver a empezar pero no sé si quisiera realmente volver a empezar. No sé qué errores enmendaría.

Atravesé el parque del barrio. Soplaba el viento que precede a la tormenta. Un pájaro cargaba en el pico lo que parecían ser unas bayas minúsculas. Entré a la casa y dejé de pensar tanto.

Aceitunas

De las aceitunas me gusta todo, incluyendo la palabra. Aceituna. La sola palabra da hambre. En 2010, Yurika me llevó a Shodoshima, una islita en el Mar Interior donde las calles estaban bordeadas de olivos. Bajamos un par de aceitunas de un árbol y las probamos. Eran amargas. Es increíble cómo esas bolitas incomibles se convierten en el mejor manjar que un frasco pueda contener. Negras, kalamata, verdes. Rellenas de pimentón, de anchoa, de salmón, de queso, de pepas. En el Strip District de Pittsburgh hay una tienda de todoslosquesosdelmundo donde además tienen baldados de aceitunas de todo tipo para que uno se sirva las que quiera. Cavorite llena un recipiente de plástico con esas perlitas y luego se las echamos a la ensalada. Qué felicidad.

En estos días estoy trabajando para un vendedor de aceitunas californianas. Es un poco duro porque el señor llega a la reunión de negocios y de repente saca un montón de frascos y latas y yo quisiera abrirlos ahí mismo y comérmelo todo todo. Si pudiera acabaría hasta con las rodajitas negras, esas que los tacaños de Subway en Japón tenían la delicadeza de contar mentalmente cuando uno pedía. Hay un total de 4 rodajitas de aceitunas negras en cada sándwich de Subway pedido en sucursales japonesas, máximo 5.

Recuerdo que Yazan, el sirio de mi clase de japonés, me trajo una vez un frasco de aceitunas saladas del olivar de su casa. Fueron un tesoro maravilloso que perdí en la mudanza a Tsukuba. A veces no es bueno dosificar las viandas.

El señor con el que estoy trabajando está casado con una griega. Yo le cuento que mi mamá estuvo en Grecia dos veces y nos trajo un montón de aceitunas. Quisiera que volviera allá para que nos trajera más. Claro que podríamos ahorrarnos lo de los pasajes aéreos de mi madre si el señor me entrega ahora sus frascos. O podría, mientras el señor termina de concretar sus negocios con los dueños de las grandes superficies, bajarme de estos tacones que ya me tienen las piernas temblando de dolor y correr a un supermercado a premiarme con aceitunas, aceitunas, aceitunas. No serán tan ricas como las que compra Cavorite o las que me dio Yazan, pero algo es algo. De solo pensarlo ya siento la felicidad.

Get Out of Your Head, 2

A mi página de Facebook llegó un mensaje muy bonito el año pasado —es decir, hace casi un mes—. Hablaba de Amélie Nothomb, de “Un tal Lucas” y de mi problema de concentración. Tenía incluso fotos de los textos a los que hacía alusión. Conmovida, le respondí (un poco tarde), pero Facebook me dijo que el destinatario no existía. Por eso escribo este post.

Después de hablar de mi seria dificultad para enfocarme en una sola tarea recibí varios comentarios por distintos medios, algunos contándome su caso, otros sugiriendo métodos para sobreponerme a este mal. A todos les agradezco mucho, me dieron mucho que pensar y me ayudaron a analizarlo para darle solución. Además me invadió una sensación un poco cursi, algo como “oh, sería capaz de darles abrazos a todos por tomarse el tiempo de hablar conmigo de esto”.

Después de mucho cavilar, me di cuenta de que la respuesta estaba en mis narices —no literalmente: sobre mis narices solo hay un par de gafas que se resbalan si me agacho—. ¿Recuerdan mi consigna de año nuevo? Pues ahí está. Ir de a poquitos. Las cosas no se ven tan escalofriantes repartidas en porciones más pequeñas. Por otro lado, y respaldando la anterior afirmación, me encontré con el método de productividad de Jerry Seinfeld, que me pareció buenísimo. Se trata de ir marcando en un calendario una X por cada día en que uno hace sus tareas propuestas. Las X van formando una cadena en el calendario, y la gracia es no romper la cadena sino ir alargándola lo más que se pueda. No puedo creer que algo tan sencillo sea tan efectivo. Todavía no soy la máquina de la productividad, pero mi cuarto está más ordenado y he estado entregando mis trabajos más o menos a buen ritmo. Ahí vamos, ahí vamos.

Por cierto, guardé en un archivo la respuesta que iba a mandar por Facebook para cuando tenga adónde enviarla por otro medio.