Estoy empezando a cansarme de mis compañeras del curso, y eso que apenas llevamos una semana. Estoy harta de que anden haciéndome comentarios sobre mi desempeño en clase y sobre cómo tal vez yo no debería estar aquí porque supuestamente ya estoy por encima del bien y del mal.
Ayer hubo una fiesta en casa de una de las estudiantes del grupo de japonés y la Trasladadora me preguntó cómo me parecía el curso hasta ahora. Debo haber respondido alguna bobada tipo “hm, bien” (venía enojada por la lentitud del bus que me había traído), pero ella insistió.
—¿Pero bien cómo? ¿Diez, dos, uno, cero? ¿Menos cero? Es que como ya te lo sabes todo.
No pude evitar hacer mala cara por esa burrada de “menos cero”.
En otra rueda de conversación en la reunión (otra vez con las del grupo de español) mencioné que me identifico un poco con Dory el pez por mi mala memoria a corto plazo. “Es que tienes la cabeza llena de sinónimos”, replicó otra compañera. Algún optimista me dirá que debería sentirme halagada, y fuera de todo contexto sí me parece una de las cosas más bonitas que me hayan dicho, pero esa insistencia en trazar una línea entre Olavia y el resto es aburridora.
Entonces viene el más reciente episodio.
Hoy tuve que ir a la tienda Apple por culpa de un cargador defectuoso —aunque los cargadores de Apple son, por definición, defectuosos— y me encontré a la de los sinónimos, quien trabaja ahí.
Se burló de la cantidad de arena que cargaba encima. Expliqué (porque soy muy mala para las respuestas mordaces) que antes de venir a la tienda me había metido al mar y había encontrado mi bolsa y toalla parcialmente enterradas al volver. Usé la palabra “sea” para referirme al mar. “Oh, no, nosotros nunca decimos ‘sea’ sino ‘ocean’“, corrigió. Pensé que era una cuestión hawaiiana; al fin y al cabo, técnicamente nosotros sí estamos en medio del océano. “Lo siento, es que soy de las montañas”, repuse en broma.
—Bueno, por fin no tienes la palabra correcta—, comentó ella entonces, y se alejó.