Vivo en la casa de un bombero hawaiano llamado Chance.
Chance tiene el típico cuerpo de los surfistas consagrados: sólido, magro, tostado por el sol. Cuando no está atendiendo emergencias, se dedica a cortar árboles (en su mente son bonsáis gigantes y se pueden amoldar tal cual). También tiene una finca al otro lado de la isla.
El primer piso lo ocupan él y una joven pareja, Coral y Mohammed, junto a Willow, su bebé de 8 meses. Son súper guapos, entre los dos conjugan la mezcla de un montón de razas. Mohammed es moreno de ojos miel, pelo muy crespo y la típica estructura ósea del rostro francés. Por su parte, Coral tiene la piel trigueña y los ojos ligeramente rasgados, negros como su pelo liso larguísimo. Willow sonríe casi todo el tiempo con sus cuatro dientecitos, con los que también suele tratar de mordisquear cuanto zapato se tope en el piso.
Chance es padre soltero. Sus dos hijos, Chay (16 años) y Mei Li (11), viven en el segundo piso. Mi cuarto está en medio de los de ellos. Mei Li está aprendiendo a tocar piano y ukulele. Le caí bien de inmediato porque se enteró de que compartimos la afición por este último (me prestó el suyo apenas supo). Se la pasa practicando la melodía del primer riff de “Smoke on the Water”.
Mei Li tiene mucha fe en mis habilidades con el ukulele. Cuando dije que quería ir a un festival de este instrumento en el Parque Kapi’olani, ella preguntó si era un concurso y si yo iba a participar. No, no lo es, respondí. Comentó entonces que si lo fuera y yo concursara seguro ganaría. Bueno, también un compañero del colegio de ella, aclaró, pero él toca canciones más alegres y yo toco más como salido del corazón. Quedé conmovida. Supongo que si una niña hawaiana aprueba lo que sale de un ukulele cuando cae en mis brazos ya puedo darme por bien servida.
Hoy en la tarde quedé atrapada en un trancón cerca de la playa en Fort DeRussy (extremo occidental de Waikiki). Resolví bajarme del bus, caminé hacia el agua y metí los pies. Se me mojaron las botas del pantalón, pero eso qué me iba a importar. Me di cuenta de que llevo todo este tiempo pensando en el deber y muy poco me he detenido a disfrutar. Me hallé de nuevo frente a la disyuntiva que me llevó a ver a Billy Joel en el Tokyo Dome en vez de estudiar para el final de historia de Japón años atrás. “¿Qué voy a recordar en el futuro?” La respuesta no deja de ser obvia.
Cuando volví a la casa, Coral me ofreció sopa de papaya con jengibre y pollo, ñame al horno y un vaso de agua de coco. Creo que es la mejor sopa que he probado en la vida, y el ñame ni se diga. Pedí la receta. Para surtir el agua, Mohammed salió al jardín con un enorme coco verde y un machete. Es bien bonita la vida hawaiana.