2016 (Leer y dormir)

Estoy cansada. No se trata de la celebración de Año Nuevo. El año acaba de empezar y estoy cansada. Quedé profunda mientras trataba de leer un libro. En algún momento abrí los ojos y creí que ya era el otro día, pero caí en cuenta del error cuando volví a dormirme y al despertar no estaba más claro sino más oscuro.

Prendí la lámpara y terminé el libro. El año pasado estuvo pobre de lecturas, así que creo que este es un buen comienzo.

2015 (Reprise)

Cartagena – Choachí – Santiago – Rio de Janeiro – Santiago – Medellín – San Francisco – Point Reyes Station – Petaluma – Palo Alto – Placerville – Lake Tahoe – Sacramento – Monterey – Anchorage – Seward – Denali – Anchorage – San Francisco – Lima – Medellín – Cali – Tokio – Tsukuba – Tateshina – Okayama – Teshima – Naoshima – Nagasaki – Tokio – Villapinzón – Villa de Leyva – Ráquira.

Qué año.

Después de un letargo triste de cuatro años, mi vida dio un vuelco de repente. O más bien, una serie de vuelcos. Responsabilidades, responsabilidades, responsabilidades. Podría decirse que me volví adulta, ahora sí de verdad. Ya no puedo tirarme la plata en excentricidades porque hay que ahorrarla para cosas grandes (cosas de grandes). Ya no puedo tirarme el tiempo en bobadas porque tengo socios y ando ocupada. Puf.

Hablando de darle buen uso al tiempo, en octubre estuve haciendo un dibujo diario con esfero negro en un cuaderno. Todos los dibujos tenían que ver con moda femenina del siglo XX. Aprendí mucho sobre las modas de las distintas décadas y aprendí a hacer texturas bonitas, telas que fluyen y brillan y se pliegan, pero por encima de todo, aprendí que puedo ser disciplinada si quiero. No sé cuál sea el siguiente paso pero toca seguir dibujando.

En cuanto a viajes, 2015 fue absolutamente memorable. Estuve en Rio de Janeiro con mis amigas del colegio y nos dimos el lujo de achicharrarnos en Ipanema. Pasé por Santiago de Chile, pero era Chile sin Azuma. Conocí los glaciares, la tundra y la taiga en Alaska. Me reuní con mis amigos dibujantes en Lima. Volví a Japón.

Aquí es donde me quedo sin palabras. Regresé al archipiélago de mis amores y la herida que cargaba en el corazón sanó. No fue un cierre, sino una nueva apertura. Ahora sé que Japón está ahí para que yo vuelva una y otra vez, porque quiéralo o no, Japón es parte de mí. Me siento liviana. Me siento en paz.

Me voy pero vuelvo

Todavía puedo verme llorando desconsolada sobre el regazo de mi abuela. “¡No quiero volver allá!”, repetía una y otra vez. Pero tenía que irme. El verano se estaba acabando y todavía me quedaban años de estudio y desolación en medio de los arrozales al otro lado del planeta. Yo era apenas una sombra de mí misma, una sombra convencida de su inexistencia dedicada a hacer lo que fuera para materializarse aunque fuera un poco.

Finalmente esa vida se acabó. Hubo un cataclismo, me gradué y llegué a Bogotá con el corazón destrozado, jurando olvidar el idioma de aquel archipiélago remoto para que no me volviera a doler más. Tenía pesadillas recurrentes sobre mi accidentado regreso todo el tiempo.

Pasaron los años. Uno no cree que una herida palpitante y grotesca pueda sanar, pero resulta que con buenos cuidados lo hace —aunque esta no es hora de hablar de cicatrices—. El libreto de la pesadilla recurrente empezó a cambiar de manera casi imperceptible hasta convertirse en un sueño agradable, incluso esperanzador. Un día sentí la necesidad de buscar los residuos del idioma borrado y ver si con algo de paciencia volvían a echar brotes. Quisiera creer que mi trato con la gente ya es menos parecido al de un animal asustado.

Hace unos meses, casi sin pensarlo, me compré un tiquete al archipiélago. Como suele suceder, tras un período de euforia inicial, olvidé el asunto. Es de esas cosas abstractas que pasan. Una plata desaparece y a cambio aparece un plan lejano. Sin embargo, anoche salí a cenar con el dueño de todos los azules y, mientras esperábamos el postre, la realidad me pegó de lleno como una gran bofetada. Acababa de cantarle la cancioncita de Bic Camera (una cadena de almacenes de artículos electrónicos) cuando todo explotó en mi cabeza: este no es el pasado del que estoy hablando, sino el futuro inmediato. Me voy a Japón otra vez.

Aquí es donde todo se torna confuso: me voy pero no he llorado sobre el regazo de mi abuela. No tengo que empacar provisiones para todo un año, no tengo que hacer reuniones para despedirme de mis amigos, no tengo que comprar ropa nueva porque allá no hay de mi talla. Y no creo llegar a entender eso del todo. Esta mañana desayuné changua como si fuera mi última oportunidad y me despedí del dueño de todos los azules como si no lo fuera a volver a ver nunca más.

Lo que más me abruma es darme cuenta de que ahora me río un montón y que ya no dibujo y toco ukulele por supervivencia sino porque soy inmensamente feliz haciéndolo. Soy inmensamente feliz. Por primera vez voy a estar en Japón siendo inmensamente feliz. Lo repito muchas veces porque no me cabe en la cabeza.

Me voy a Japón esta noche. Me voy pero vuelvo.

El dueño de todos los azules

En un edificio esquinero vive el dueño de todos los azules. Desde allí trabaja con palabras. Podría decirse que él y yo estamos ubicados en puntos diferentes de la misma cadena de producción: yo transformo y él pule lo transformado. Sin embargo, pertenecemos a fábricas distintas, la de él mucho más glamorosa que la mía.

He sido invitada a hacer mis tareas en su casa. Me acomodo en una mesa con frascos llenos de lápices de colores. “Portalápices”, corrige él. En uno de ellos hay un ramillete enorme de todos los tonos posibles de azul. Nunca había visto algo así en un lugar que no fuera una papelería.

Lo mejor de los colores son sus nombres, reflexiono. Una vez me compré un esfero solo porque la etiqueta lo describía como “Pompadour”. En algún momento le doy a elegir a mi anfitrión algunas de mis postales de Pantone como regalo. Él escoge “Petit Four” y “Willow Bough”. Ahora puede hacer un bosque.

El dueño de todos los azules lanza expresiones como “objeto de su animadversión” en una conversación casual. Se me ocurre que quizá no solo le pertenecen todos los azules, sino también todas las palabras. Tiene bonita voz.

A veces pienso en la diferencia de ritmos que hay en lo que hacemos, mi tecleo frenético contra su lectura cuidadosa. Tal vez eso explica la música diametralmente distinta que escuchamos mientras estamos ocupados. Menos mal existen los audífonos. Para rematar, yo bailo en la silla sin dejar de teclear y rompo en canto cuando suena algo que me gusta y me sé. No le recomiendo a nadie trabajar cerca de mí.

El día pasa y yo sigo en mi puesto, amarrada a un manual de etiquetado para electrodomésticos. De cuando en cuando me desespero y tomo el cuaderno de dibujo. Frente a los atados de lápices de colores voy armando una sombra de tinta negra cada vez más grande. No tiene mucho sentido envidiar al dueño de todos los azules desde esta oscura monocromía en la que me siento cada vez más cómoda. Pero no deja de ser fascinante.

Vuelvo a mi casa. Hablamos brevemente por teléfono. Le digo que se tome un té antes de dormir. No soy capaz de sugerir que nos veamos de nuevo.

Isolation, Miscommunication, Hibernation

Siento que llevo toda la semana sin poder hablar bien con nadie. No salí de la casa por varios días porque estaba traduciendo una serie de textos densos, en algunos casos casi ilegibles. Misaki no está. Por alguna razón las personas con las que suelo hablar por Internet se manifestaron mucho menos de lo normal. Durante un par de horas —¡horas!— me dediqué exclusivamente a cambiar de lugar puntos y comillas. Llegó un momento en que me miré al espejo y me vi tan olvidada de mí misma que decidí maquillarme como recordatorio de que aún soy un ser humano.

Cuando por fin pude salir de mi encierro, me encontré con mis amigas y fuimos a un restaurante ruidoso donde me la pasé asintiendo no más porque no las podía oír bien. Y encima le robaron la cartera a una de ellas. Regresé a casa y le conté a mi mamá algo importante y ella me respondió con algo que no tenía nada que ver. Me fui a dormir de mal genio.

Soñé con palabras en japonés. Soñé que no sabía cómo se dice “rendir tributo” en ese idioma. Soñé con el kanji 定. Soñé que me delineaba los ojos de afán pero no me quedaba mal. Entre sueño y sueño alcanzaba a pensar en el robo de anoche, y que ordenaría un poco mi cuarto al despertar.

El celular sonó. Tenía un mensaje. Decidí mirar a ver qué era y levantarme. Deben ser por ahí las 10am, pensé.

4:30pm, decía mi celular.

¿Se había dañado?

No. Eran las 4:30pm.

HABÍA DORMIDO DIECISÉIS HORAS SEGUIDAS.

Estoy muy confundida. Extraño hablar. Me siento aislada. Perdí un día entero. Quiero hacer algo con alguien y que no termine en tragedia.

Una amiga de mi curso de Hawaii comentó que tal vez eso era lo que mi cuerpo necesitaba, porque “el cuerpo sabe”. Recordé entonces que el día anterior había estado despierta desde las 3:30am y que las últimas semanas había estado trabajando mucho y durmiendo muy mal. Tarde o temprano me iba a tocar rendir cuentas. Al parecer ese día fue hoy.

Le dije a alguien que odiaba haber perdido el día porque “quería descansar hoy”. “¡Pero eso fue exactamente lo que hiciste!”, respondió. Oh.

Dibujos míos impresos

A principios del mes envié un cómic a una convocatoria para un fanzine. Luego creí que no había sido elegido y lo publiqué en Pájaro Mental.

O tal vez estoy contando mal esta historia y la estoy haciendo ver súper simple. Volvamos a empezar:

Yo, Olavia Kite, sufro el peor caso de indisciplina crónica que se haya visto en la historia. Si la falta de constancia fuera una patología, seguramente yo ilustraría la literatura médica. Incontables personajes inspiradores me han dicho una y otra vez que tengo que dibujar más, y yo siempre digo que sí y que sí y que sí y nada. Los decepciono a todos.

Un día recibí por Facebook una invitación a participar en un fanzine. Un fanzine, para los que no saben, es una publicación pequeña, independiente y de poca difusión. Los fanzines son una parte muy importante del mundo del cómic y, si uno se dedica a esto de los dibujitos, debería participar en ellos y/o hacer uno propio. Pues bien, ante el anuncio tuve un arranque de determinación: iba a hacerlo. Como muestra de la seriedad de mi propósito, les conté mi plan a unas cuantas personas para que pudieran regañarme sin parar si no llegaba a cumplir.

El día de cierre de la convocatoria terminé una traducción escrita, fui a almorzar con una funcionaria de la Embajada de Japón y tuve apenas el tiempo exacto para terminar el cómic y enviarlo antes de salir corriendo a interpretar una charla. Si no salía elegida, al menos podría sentirme orgullosa de que cumplí mi promesa y no puse el trabajo como excusa para autosabotearme.

Días después vi un anuncio sobre el lanzamiento del fanzine. Como no me habían contactado para decirme si me habían elegido o no, asumí que no y publiqué el cómic en Internet. Ese debería haber sido el fin de la historia. Pero no.

Ayer me encontré con Camilo Aguirre en un evento de Entreviñetas (el festival de cómic que me roba el corazón cada año) y él me entregó un librito. Le dije que gracias; es normal recibir fanzines en estos eventos. No recuerdo exactamente qué contestó pero fue algo como que yo sí estaba. ¿¡Qué!?

Abrí el librito y me encontré una página con una serie de dibujos hechos por mí. DIBUJOS. HECHOS POR MÍ. IMPRESOS. EN UN LIBRITO.

Sí me habían elegido.

Mi reacción de amateur descontrolada fue mostrarle el cómic a Arne Bellstorf (autor de Baby’s in Black), quien estaba parado ahí al lado. Primero me miró con sorpresa. “¿Tu cómic?” “Sí”. “¿Eso lo hiciste tú?” “Sí”. Así que la intérprete dibuja. Vaya. Me dijo que le gustaba el hecho de que fuera minimalista. ¡Aaaah! ¡Arne Bellstorf alabó lo que más me hacía sentir insegura respecto de mis dibujos! Soy una fan enamorada.

Hoy me desperté y lo primero que hice fue volver a mirar el fanzine, que tenía en la mesa de noche sobre mi copia firmada de Baby’s in Black. Me pregunto si algún día en vez de un fanzine será un libro lo que tenga en la mesa de noche con dibujos míos impresos. Eso depende enteramente de mí, en realidad.

Lecciones de vida de una roommate temporal

Seguramente ahora escribo muy mal. Todo es cuestión de práctica y yo no he practicado desde hace millones de años. Siempre me da sueño cuando intento escribir. Es la reacción de mi cuerpo ante lo difícil. Hace poco tuve un trabajo de un tema duro y estaba tan nerviosa que no podía del sueño. Pero llevo doce años con este blog y no puedo abandonarlo así como así. No después de doce años. No tiene sentido.

Alguna vez mi ex novio me dijo, para insultarme, que yo no era más que una simple escritora de blog. Muchos años después pienso que eso es precisamente lo que quisiera ser. No aspiro a sacar ningún libro. Soy el ser menos literario del mundo. Sin embargo, me gusta documentar mi vida.

Ya me dio sueño. Aquí es donde se marca la diferencia entre el hacer y el no hacer. Llevo mucho tiempo prefiriendo lo segundo. Esta vez me sobrepondré. No dormiré hasta no terminar.

En estos días he estado compartiendo una habitación de hotel con Gloria, quien fuera compañera mía de la universidad hace muchísimo tiempo. Gloria y yo éramos estudiantes de literatura y ahora ella es periodista/escritora y yo soy intérprete/dibujante. Me voy a dar el lujo de hacerme llamar dibujante porque probablemente ya es hora. Le hicimos el quite a una fiesta y nos quedamos charlando un largo rato. Hablamos de Nueva York, de Tsukuba, de La Tigresa del Oriente y de cómo la constancia la llevó al éxito en un ámbito en el que carecía por completo de talento. También hablamos de cómo hay que tomar la firme decisión de tomarse en serio las cosas que uno hace. Si uno escribe, y quiere escribir, tiene que escribir de verdad. Constante y metódicamente. La diferencia entre la gente que lo logra y uno es que esa gente está haciendo y uno no.

Es una decisión difícil, hacer de verdad. Decidir dejar de ser un “bum” como Rocky, empezar un proyecto y culminarlo. Me siento un poco loser de no haber hecho nada. (Digo esto después de haber enviado por primera vez un cómic a una convocatoria, así que soy la reina del autopalo y mejor me callo.)

También es inspirador y de gran ayuda tener acceso a ciertas esferas (anoto todo esto para que no se me olvide). No me doy cuenta pero estoy acá en un festival de cómic codeándome con gente que admiro mucho. En otro país no podría ni imaginarme llegar a algo así. Estoy en la escena y hasta ahora he desaprovechado mi presencia.

Me pregunto si el destino me puso en este cuarto con Gloria para que yo aprendiera un par de lecciones de vida y retomara el blog de una vez por todas y planeara ahora sí de verdad hacer un fanzine. Estoy que me duermo pero quedo muy inquieta. ¿Qué es lo que quiero hacer de verdad?

(Obvio que lo sé, obvio que lo sé, obvio que lo sé.)

Dibujando manos

No he vuelto a poner nada en Pájaro Mental. Antes estaba enfocada en sacar lo que fuera, pero luego fui a Lima y recibí un montón de lecciones importantes sobre todo lo que me falta.

Ahora me la paso dibujando manos.

Cargo un cuaderno de dibujos a todas partes. En el cuaderno hay cosas locas, luego una serie de dibujos de mis amigos peruanos, y luego manos y manos y manos. Todavía me salen feísimas.

Creo que en realidad no he vuelto de Lima.

Lima, día 4: Tragedia breve

Esta es la historia de dos amigos que deciden ir a un bar de Barranco para tomar pisco sour y comer algo después de un evento en la Feria del Libro. Llegan al sitio. Están contentos: el local es muy bonito y ella tenía muchas ganas de tomar el famoso coctel desde hacía rato. Se sientan. Conversan un rato. Ella se pone de pie y va al baño. Al regreso lo divisa a través de la multitud. Le sonríe de lejos. Él ya no está sonriendo. Le han robado el celular. Fin de la velada.

Lima, día 3: El hombre que no se hacía dramas

A principios de 2013 tomé un taller de cómic en Bogotá con un artista peruano. El artista, Jesús Cossio, volvió a Colombia en septiembre del mismo año para el Festival Entreviñetas. Me lo encontré en Medellín y empezamos a hablar. Nos reencontramos en Bogotá para la conclusión del festival y seguimos hablando. Fuimos a comer sushi y al Museo del Oro y al Museo Nacional. Meses después nos pusimos cita en Cartagena para entrevistar a Joe Sacco en el Hay Festival. Incluso hicimos un cómic juntos. En fin, lo apreciaba mucho. Pero un día nos dejamos de hablar —ya vamos viendo que “el peruano con el que dejé de hablar” es un tema recurrente en esta historia—.

En el ocaso de nuestra amistad, Jesús estaba empezando una tira sobre relaciones amorosas. Después me desentendí de él. Luego me enteré de que se había hecho muy famoso gracias a esa tira. Ahora, en la FIL, Jesús iba a tener el lanzamiento del libro de esa serie. Quise ir a ver y de paso a saludar a Manuel, que tenía un evento donde varios artistas iban a pintar unos cubos gigantes al aire libre.

El salón donde Jesús estaba presentando su libro estaba repleto. Había una señora haciendo alguna especie de análisis literario aburridísimo de la tira. Desde la puerta tomé un par de fotos. No sé si me vio. Lo dudo.

Salí a mirar los cubos un rato. Luego quise ir a saludar a Jesús mientras firmaba libros, así que volví a entrar al recinto, en busca del stand donde debía encontrarlo. Entonces encontré el final de una fila. Alguien sostenía una copia de su libro. Supuse que estaba cerca. Error. Seguí caminando a lo largo de la fila, que se extendía frente a stand tras stand. Finalmente llegué a una mesita donde un personaje firmaba libro tras libro y se tomaba foto tras foto con fans emocionadísimos. Me quedé ahí parada un rato, esperando un buen momento para decirle hola. Terminé saliendo en un video como parte de la multitud. No se ve mi cara pero sí mi joroba característica.

La conversación fue breve. Al fin y al cabo, había como ochocientos millones de personas esperando turno para pedirle un autógrafo. Vaya, el hombre lo había logrado. Qué bien.

En la noche fui a encontrarme con un viejo compañero de Gaidai que ahora vivía en Suecia y estaba de vacaciones en Perú. Me invitó al apartamento de su amigo, quien me dio a probar panetón con mantequilla artesanal de Cajamarca. Fue una revelación absoluta. Yo que siempre creí que el panetón era una cosa reseca horrible con fruta cristalizada, resultó que no estaba comiéndolo como debía ser. Así que ya saben: la próxima vez que los encarten con un panetón, combínenlo con la mejor mantequilla que conozcan y verán la diferencia.