Déjalo pasar (o En serio ya no doy más con el sexismo)

Hoy me opuse fuertemente a un acto de sexismo en mi propia familia. Alguien me pidió que lo dejara pasar “para estar tranquila conmigo misma”. Otra persona dijo que ella “es fuerte y esas cosas le resbalan” y, palabras más, palabras menos, que mi defensa de ella la ofendía.

Desde entonces he estado muy triste y pensativa. ¿De verdad se puede vivir tranquila siendo mujer y “dejando pasar” ofensa tras ofensa? ¿Por qué la mejor opción es “volverme fuerte” y hacer que “me resbalen” hechos que no deberían ocurrir en absoluto? ¿Por qué mi silencio sería un acto de fortaleza? ¿En qué contribuye a mi paz interior permitir que continúe esta hostilidad tan corrosiva?

Las mujeres somos tema de chiste todo el tiempo. Nuestro género es la razón de cualquier cosa que nos salga mal. Nos enseñan a vivir para agradar. Tiene que llegar un punto en donde uno ya no aguante más. Yo, por lo menos, he alcanzado el mío. No concibo la fortaleza ni la tranquilidad en estas condiciones.

No me importa si me acusan de aguarle la fiesta a la gente, si me miran con pesar, si me dicen —como hoy— que “contigo siempre es así”. SÍ, SIEMPRE SERÁ ASÍ. Será así porque, si no hablo, el silencio dirá por mí que lo que hacen en nuestra contra es normal, que lo acepto, que todas lo aceptamos. Y todas sabemos que eso no es verdad.

Work-Sister-Work

Pensaba que había sido tan de malas que justo durante la visita de mi hermana es que me toca hacer esta traducción terrible que absorbe toda mi vida. Pero en realidad soy de buenas porque puedo distraerme y ver películas con ella en vez de dejarme llevar del todo por el vórtice de la ocupación. Yo me conozco. En cierto modo, ella me está salvando de convertirme en la versión hikikomori trabajadora de Tom Hanks en Náufrago. Hoy aproveché que me rindió muchísimo haciendo el capítulo más largo de todo el libro y vimos juntas los Premios Oscar. No he visto ninguna de las películas nominadas, pero bueno.

Empieza la recta final del trabajo. Estoy animada. La próxima semana estaré confundida con tanto tiempo libre.

At a Party (Briefly): Revenge of the Chili Cheese Fries

¿Recuerdan que estuve en una fiesta el sábado? ¿Y recuerdan que pedí unos chili cheese fries y estaba arrepentida de hacerlo? Pues bien, no sabía qué tan arrepentida podía llegar a estar hasta que abrí los ojos al otro día. Terminé de leer un libro que no me gustó con cierta sensación desagradable en el estómago. De repente me encontré rebotando de la cama al baño y del baño a la cama. Al principio pensé que sería uno de esos episodios de diarrea matutina tan comunes en el colon irritable. Oh, no, ya hubiera querido yo. Tomé algo de líquido y vomité con tanta fuerza que se me reventaron los vasos sanguíneos y ahora parece que tuviera un sarpullido en toda la cara.

A mediodía intenté sostener una charla larga con Cavorite pero me tocó colgar porque no podía del dolor de estómago. Dormí. No sé qué soñé. El dolor se entremezclaba con el sueño. El fiero sol de la tarde me calentaba los pies sobre la cama. Abrí los ojos y me fijé en el azul del cielo tan brillante. Vi el azul apagarse. Al anochecer prendí la luz e intenté distraerme con videos estúpidos sobre “Los 10 mejores actores en imitar otros acentos” y “Los 10 actores con los detalles físicos inusuales más memorables”. Pero el dolor persistió. Persistió a tal punto que cerré el computador y confié en que alguien pasaría a revisar cómo estaba y apagaría la luz, porque yo no podía pararme a hacerlo.

Nadie pasó.

Debían ser las cuatro y algo de la mañana cuando me desperté y me di cuenta de que la luz seguía prendida. Entristecida pero ya un poco más aliviada, me levanté, apagué y volví a dormir otro rato.

Hoy he subsistido a punta de galletas y limonada. Las galletas me hacen doler un poco pero no tanto como lo harían otras comidas. Mi papá volvió del trabajo y preguntó por Misaki, completamente ajeno a mis penurias recientes. Me llamaron de un almacén porque me cobraron mal una compra que hice el día de la fiesta y esperaban que yo fuera a corregir el pago hoy; terminé gritándoles porque estoy rodeada de gente y nadie, nadie se ha hecho ninguna pregunta con respecto al hecho de que yo haya estado encerrada ayer todo el día retorciéndome de dolor y hoy casi no haya probado bocado. No he prendido la luz por temor a no poder apagarla después y que nadie lo haga por mí.

No desearía ser una de esas estrellas de las redes sociales por las que todo el mundo pregunta, pero creo que me gustaría que a alguien le diera al menos un asomo de curiosidad el estado actual de mi existencia. Al menos en Tsukuba la soledad era obvia.

At a Party (Briefly)

Me invitaron a una fiesta en un bar. Llegué más tarde de lo planeado por quedarme hablando con Cavorite sobre azúcar y viajes en carretera. Cuando llegué no vi al grupo, así que me senté sola en una mesa a pensar. Al fin se me ocurrió llamar y llegué adonde era. Pedí una cerveza michelada (sin tequila) y unos chili fries, against my better judgment.

Intenté hablar con una amiga del procedimiento de depilación IPL al que me estoy sometiendo, pero creo que ese tema solo me parece fascinante a mí (en serio, es increíble). Algo comentamos sobre el paso del tiempo, entonces. El hijo de ella está en quinto de primaria. Mi primo Juanfran acaba de cumplir dieciocho años. Vaya.

La cumpleañera nos presentó a un doctor en historia que vivió siete años en París y llevaba solo uno en Bogotá. El sitio estaba cada vez más ruidoso, así que terminamos hablando solo los dos porque las voces no alcanzaban a llegar a más de un par de oídos. Me contó que fue a China y a Tanzania y no recuerdo adónde más. Brasil, probablemente. Chile también, de pronto. Concluyó los apuntes de viajes observando que es muy difícil viajar desde Colombia. No supe qué responder. Me preguntó si había leído Crimen y castigo. No. Me preguntó si había leído el último libro de Juan Gabriel Vásquez. No. Hablamos de cómic un rato. Me recomendó algo de BD pero no pude oír bien los nombres de los autores.

A la mesa llegó un tarro de Jenga. El historiador, el esposo de una compañera del colegio y yo nos pusimos a jugar y llegamos al punto en el que ya no se podían sacar más bloquecitos. No pensé que eso fuera siquiera posible. Todo un logro de la mini-arquitectura moderna. El novio de mi amiga pasó tomando fotos. Creo que no salí en ninguna. El historiador me habló de lo curioso que era ver una cámara que no fuera de celular ni profesional en esta época. Luego se fue a jugar billar.

Mis amigas cambiaron de puesto. Ahora estaban todas juntas en un sofá. Quedé sola en mi silla. No se me ocurrió qué más hacer, así que pagué y me despedí. Le conté a la cumpleañera que había dejado las llaves de mi casa y tendría que volver pronto para no molestar demasiado a mis papás. Me escabullí y no me despedí del historiador; me pareció raro buscarlo y abordarlo sin dirigirle la palabra a nadie más. Salí. La calle estaba repleta y amenazante. En el camino a casa metí la mano en un bolsillo de la cartera: mi llave de repuesto estaba ahí.

Esperaba encontrar la casa a oscuras y en silencio, ahora que ya no tenía que timbrar, pero mi papá estaba en la sala viendo Gravity. Me senté a su lado y empecé a preguntar cosas sobre lo que estaba pasando. No me quiso contar. Me dijo que no importaba si ahora veía solo el final porque igual me faltaba verla desde el principio. La película terminó y subí a descansar. Y aquí estoy.

N2合格

En diciembre del año pasado presenté el examen internacional de japonés, siguiendo el consejo (¿la orden?) de la Señora Sakihara, de la Embajada de Japón. Luego me olvidé del asunto, convencida de que lo había perdido.

Hoy, por casualidad durante una conversación sobre el aprendizaje de idiomas, me enteré de que ya habían salido los resultados. Mucho antes de lo que esperaba. Seguí el link que me dieron y consulté mi puntaje, con la absoluta certeza de que no había pasado. No sería grave. Tendría todo un año para prepararme y volver a intentar.

Pues bien, pasé.

Estallé en carcajadas de la incredulidad.

Nota aparte: Hoy me tocó hacer traducción simultánea de un par de capítulos del Profesor Súper O. La audiencia quedó encantada.

Traductora oficial de día, dibujante de noche

Es 2016. Ya es tarde para decirle “feliz año” a la gente. He estado haciendo trabajos largos y cansones, lo cual es algo bueno para enero, que suele ser un mes de vacaciones forzadas. Hace sol como nunca en Bogotá pero me la he pasado en un apacible encierro frente al computador. Hace rato no escribo, así que no sé cómo hablar bien de lo que ha pasado este mes. Supongo que será ir al grano.

Pasé el examen de traductor oficial. Aún no digo “soy traductora oficial” porque me faltan algunos trámites burocráticos para hacer efectivo mi nombramiento. No he digerido aún la noticia. Se siente muy raro porque le estuve haciendo el quite al examen durante muchísimo tiempo y, de repente, ¿qué? ¿Esto pasó? ¿Presenté ese examen que decía que nunca iba a presentar porque para qué? ¿Y no lo perdí? ¿Y ahora puedo hacerme llamar traductora oficial? Supongo que ahora debo celebrar, pero no he tenido tiempo por estar encerrada haciendo traducciones. Así es la vida.

Por otro lado, hace poco me puse a experimentar con un nuevo software de traducción asistida, por sugerencia de Cavorite. Me acerqué con cierto escepticismo, pero funcionó lo más de bien y casi me echo a llorar de la emoción de lo rápido que me vi despachando un trabajo larguísimo. Sin embargo, de repente me tropecé con un bug medio grave. Dejé un mensaje al respecto en una cajita de preguntas y pronto resulté chateando con alguien muy amable y dispuesto a ayudar de inmediato pese a que el proceso de resolución del problema fue bastante largo. Qué buen servicio al cliente, pensé. Le conté a Cavorite. Me dijo que había estado hablando con el dueño de la empresa. Oh.

Ese debería ser el final de aquel simpático episodio: Olavia Kite chatea con dueño de startup sin darse cuenta. Pero no. En algún punto de nuestro extenso intercambio de mensajes aclaré que Olavia no era mi verdadero nombre sino mi seudónimo “para asuntos artísticos y de Internet”. Jajaja. Artísticos. Sí, sobre todo. En fin.

Días después, recibí otro mensaje del dueño de la aplicación: había visto mis dibujos y estaba interesado en que yo hiciera una viñeta de cómic para las redes sociales de su empresa. WHAT.

Aquí volvemos a las noticias difíciles de digerir. ¿Realmente pasó esto? ¿Realmente ocurrió que alguien me pidió que dibujara tal como dibujo y me va a pagar por eso? Pues sí, amigos. Eso es lo que está sucediendo ahora. Supongo que, ahora que he cruzado la línea entre el pasatiempo y el trabajo, ya puedo hacerme llamar dibujante.

Así que ahora soy Olavia Kite: traductora oficial de día, dibujante de noche. Nada mal para comenzar el año. Nada mal.

2016 (Leer y dormir)

Estoy cansada. No se trata de la celebración de Año Nuevo. El año acaba de empezar y estoy cansada. Quedé profunda mientras trataba de leer un libro. En algún momento abrí los ojos y creí que ya era el otro día, pero caí en cuenta del error cuando volví a dormirme y al despertar no estaba más claro sino más oscuro.

Prendí la lámpara y terminé el libro. El año pasado estuvo pobre de lecturas, así que creo que este es un buen comienzo.

2015 (Reprise)

Cartagena – Choachí – Santiago – Rio de Janeiro – Santiago – Medellín – San Francisco – Point Reyes Station – Petaluma – Palo Alto – Placerville – Lake Tahoe – Sacramento – Monterey – Anchorage – Seward – Denali – Anchorage – San Francisco – Lima – Medellín – Cali – Tokio – Tsukuba – Tateshina – Okayama – Teshima – Naoshima – Nagasaki – Tokio – Villapinzón – Villa de Leyva – Ráquira.

Qué año.

Después de un letargo triste de cuatro años, mi vida dio un vuelco de repente. O más bien, una serie de vuelcos. Responsabilidades, responsabilidades, responsabilidades. Podría decirse que me volví adulta, ahora sí de verdad. Ya no puedo tirarme la plata en excentricidades porque hay que ahorrarla para cosas grandes (cosas de grandes). Ya no puedo tirarme el tiempo en bobadas porque tengo socios y ando ocupada. Puf.

Hablando de darle buen uso al tiempo, en octubre estuve haciendo un dibujo diario con esfero negro en un cuaderno. Todos los dibujos tenían que ver con moda femenina del siglo XX. Aprendí mucho sobre las modas de las distintas décadas y aprendí a hacer texturas bonitas, telas que fluyen y brillan y se pliegan, pero por encima de todo, aprendí que puedo ser disciplinada si quiero. No sé cuál sea el siguiente paso pero toca seguir dibujando.

En cuanto a viajes, 2015 fue absolutamente memorable. Estuve en Rio de Janeiro con mis amigas del colegio y nos dimos el lujo de achicharrarnos en Ipanema. Pasé por Santiago de Chile, pero era Chile sin Azuma. Conocí los glaciares, la tundra y la taiga en Alaska. Me reuní con mis amigos dibujantes en Lima. Volví a Japón.

Aquí es donde me quedo sin palabras. Regresé al archipiélago de mis amores y la herida que cargaba en el corazón sanó. No fue un cierre, sino una nueva apertura. Ahora sé que Japón está ahí para que yo vuelva una y otra vez, porque quiéralo o no, Japón es parte de mí. Me siento liviana. Me siento en paz.

Me voy pero vuelvo

Todavía puedo verme llorando desconsolada sobre el regazo de mi abuela. “¡No quiero volver allá!”, repetía una y otra vez. Pero tenía que irme. El verano se estaba acabando y todavía me quedaban años de estudio y desolación en medio de los arrozales al otro lado del planeta. Yo era apenas una sombra de mí misma, una sombra convencida de su inexistencia dedicada a hacer lo que fuera para materializarse aunque fuera un poco.

Finalmente esa vida se acabó. Hubo un cataclismo, me gradué y llegué a Bogotá con el corazón destrozado, jurando olvidar el idioma de aquel archipiélago remoto para que no me volviera a doler más. Tenía pesadillas recurrentes sobre mi accidentado regreso todo el tiempo.

Pasaron los años. Uno no cree que una herida palpitante y grotesca pueda sanar, pero resulta que con buenos cuidados lo hace —aunque esta no es hora de hablar de cicatrices—. El libreto de la pesadilla recurrente empezó a cambiar de manera casi imperceptible hasta convertirse en un sueño agradable, incluso esperanzador. Un día sentí la necesidad de buscar los residuos del idioma borrado y ver si con algo de paciencia volvían a echar brotes. Quisiera creer que mi trato con la gente ya es menos parecido al de un animal asustado.

Hace unos meses, casi sin pensarlo, me compré un tiquete al archipiélago. Como suele suceder, tras un período de euforia inicial, olvidé el asunto. Es de esas cosas abstractas que pasan. Una plata desaparece y a cambio aparece un plan lejano. Sin embargo, anoche salí a cenar con el dueño de todos los azules y, mientras esperábamos el postre, la realidad me pegó de lleno como una gran bofetada. Acababa de cantarle la cancioncita de Bic Camera (una cadena de almacenes de artículos electrónicos) cuando todo explotó en mi cabeza: este no es el pasado del que estoy hablando, sino el futuro inmediato. Me voy a Japón otra vez.

Aquí es donde todo se torna confuso: me voy pero no he llorado sobre el regazo de mi abuela. No tengo que empacar provisiones para todo un año, no tengo que hacer reuniones para despedirme de mis amigos, no tengo que comprar ropa nueva porque allá no hay de mi talla. Y no creo llegar a entender eso del todo. Esta mañana desayuné changua como si fuera mi última oportunidad y me despedí del dueño de todos los azules como si no lo fuera a volver a ver nunca más.

Lo que más me abruma es darme cuenta de que ahora me río un montón y que ya no dibujo y toco ukulele por supervivencia sino porque soy inmensamente feliz haciéndolo. Soy inmensamente feliz. Por primera vez voy a estar en Japón siendo inmensamente feliz. Lo repito muchas veces porque no me cabe en la cabeza.

Me voy a Japón esta noche. Me voy pero vuelvo.

El dueño de todos los azules

En un edificio esquinero vive el dueño de todos los azules. Desde allí trabaja con palabras. Podría decirse que él y yo estamos ubicados en puntos diferentes de la misma cadena de producción: yo transformo y él pule lo transformado. Sin embargo, pertenecemos a fábricas distintas, la de él mucho más glamorosa que la mía.

He sido invitada a hacer mis tareas en su casa. Me acomodo en una mesa con frascos llenos de lápices de colores. “Portalápices”, corrige él. En uno de ellos hay un ramillete enorme de todos los tonos posibles de azul. Nunca había visto algo así en un lugar que no fuera una papelería.

Lo mejor de los colores son sus nombres, reflexiono. Una vez me compré un esfero solo porque la etiqueta lo describía como “Pompadour”. En algún momento le doy a elegir a mi anfitrión algunas de mis postales de Pantone como regalo. Él escoge “Petit Four” y “Willow Bough”. Ahora puede hacer un bosque.

El dueño de todos los azules lanza expresiones como “objeto de su animadversión” en una conversación casual. Se me ocurre que quizá no solo le pertenecen todos los azules, sino también todas las palabras. Tiene bonita voz.

A veces pienso en la diferencia de ritmos que hay en lo que hacemos, mi tecleo frenético contra su lectura cuidadosa. Tal vez eso explica la música diametralmente distinta que escuchamos mientras estamos ocupados. Menos mal existen los audífonos. Para rematar, yo bailo en la silla sin dejar de teclear y rompo en canto cuando suena algo que me gusta y me sé. No le recomiendo a nadie trabajar cerca de mí.

El día pasa y yo sigo en mi puesto, amarrada a un manual de etiquetado para electrodomésticos. De cuando en cuando me desespero y tomo el cuaderno de dibujo. Frente a los atados de lápices de colores voy armando una sombra de tinta negra cada vez más grande. No tiene mucho sentido envidiar al dueño de todos los azules desde esta oscura monocromía en la que me siento cada vez más cómoda. Pero no deja de ser fascinante.

Vuelvo a mi casa. Hablamos brevemente por teléfono. Le digo que se tome un té antes de dormir. No soy capaz de sugerir que nos veamos de nuevo.