Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band

Tantos años oyendo a Manolo Bellón hablar de la película y de Peter Frampton no podían pasar en balde. He visto Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, y sí, es tan mala como dicen. Basta con ver los créditos del principio para darse cuenta de que la película intenta desesperadamente tomar gran parte de la obra tardía de los Beatles y sacar de ella una historia. De esta manera se ven descalabros como un personaje llamado Strawberry Fields y la inclusión de demasiados nombres mencionados en las letras —Billy Shears, Maxwell Edison, Sgt. Pepper, Mr. Kite, Mean Mr. Mustard, Lucy [in the Sky with Diamonds] —. Las canciones habladas tipo Leonardo Favio (Steve Martin recitando “Maxwell’s Silver Hammer”, Alice Cooper haciendo lo mismo con “Because” y George Burns con “Fixing a Hole”) compiten con los tristes arreglos del resto de los temas por el puesto del peor desastre musical del largometraje. “She’s Leaving Home” y “Mean Mr. Mustard” parecen cantadas por el bit de TRON, sólo que en esa época todavía no existía. La historia es tan confusa que no se llega a entender del todo (¿las aventuras de un grupo musical en su rápido ascenso a la fama y posterior búsqueda de instrumentos perdidos?). Si realmente les interesa, aquí está completa.

No obstante, no todo es basura en esta película. Se salvan Aerosmith, Earth Wind & Fire y Billy Preston con sus respectivas versiones de “Come Together”, “Got to Get You Into My Life” y “Get Back”. La aparición en pantalla de numerosas personalidades al final de la historia es suficientemente entretenida (yo estoy esperando la oportunidad de señalar a Paul McCartney, George Harrison, Seals and Crofts, Yvonne Elliman, Tina Turner, Heart y Minnie Ripperton, porque ya encontré a David Bowie, The Who y José Feliciano). Hay una brevísima parodia de Star Wars durante la cual uno llega a despertarse (en incredulidad: ¿esto puede suceder en una película de los Bee Gees?), pero acaba pronto. Tal vez lo único que salva el largometraje —en mi mundo paralelo porque esto no le interesa a nadie más —es la cara absolutamente hilarante de Robin Gibb. No tiene ni que actuar. Se sienta ahí al lado de su hermano Barry mientras éste canta “A Day in the Life” y ya. Véanlo ustedes mismos.


Yo tuve que aguantar alrededor de dos horas de Beatles destruidos para ver esta joya. Ahora que ustedes la han visto, quedan totalmente desprovistos de razones para ver Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band. Pueden continuar sus vidas normalmente.

[ You Never Give Me Your Money — The Beatles ]

Recordando a John Lennon

Fragmentos tomados de aquí:

Andrés Cepeda también lo recuerda bien: “Desde la dulzura de Yesterday, junto a McCartney, hasta los angustiosos alaridos de Cold Turkey, Lennon es uno de los grandes creadores de nuestra era”.
Últimas noticias para Cepeda: Paul McCartney compuso Yesterday solito. De hecho lo dejaban solo en escena cuando la interpretaba en los conciertos (ver CD Anthology 2 o VHS Anthology 5; todavía no la tengo en DVD).

Juan Pablo Villamizar
Músico y guitarrista de Juanes
Cuando pienso en John Lennon, de inmediato viene a mi mente el día en que lo asesinaron, hace exactamente 25 años. Yo tenía ocho años por aquel entonces y desde que me acuerdo, él ha sido la mayor influencia en mi vida. Cuando me dí cuenta de lo poco que sabía sobre él, decidí que no saber nada más sería un particular y cósmico homenaje.
Huh?

Nestor Dueñas
Integrante de Bullet, un grupo de ‘grunge’ totalmente influenciado por Los Beatles.
Yo soy fanático de Paul Mccartney y sé que John era su mano derecha, pero en su carrera como solista tuvo una visión muy personal de la música contraria a la de McCartney. Profesó la paz y decidió no solamente hablar con su música, también convocó marchas y manifestaciones. En cuanto a su vida sentimental, pienso que la primera esposa lo vio más como un integrante de Los Beatles que como una persona.
Lo siento, amiguito: John conoció a Cynthia cuando ambos estudiaban arte en Liverpool y se casaron cuando los Beatles apenas sacaban su primer sencillo en Inglaterra.

Conclusión: si yo fuera una artista no tan famosa y me pidieran unas cuantas palabras sobre un artista muy famoso de quien yo nada supiera, podría decir lo primero que se me ocurriera y aparecería en la prensa como si tal cosa. Al fin y al cabo, es la misma fórmula que usan en E! Entertainment Television para hablar de los 101 [inserte sustantivo plural aquí] más [inserte adjetivo plural aquí] de la farándula.

No puedo desear que los Beatles hubieran seguido reunidos hasta su muerte natural (cosa que habría ocurrido en 2001 con el deceso de George), ya que para 1970 no se soportaban y ya cada uno se había retirado temporalmente. No puedo culpar a Yoko Ono de la separación de los Beatles, porque al fin y al cabo fue John el que decidió estar con ella y quererla tanto como para alejarse de los demás. Las cosas suceden como suceden; extrañamos a John y a George, pero su música permanecerá por siempre.


[
Una película mala de Caracol ]

Una pesadilla de esas en las que uno corre y no alcanza

La vieja fantasía se ha hecho realidad. Los días se suceden el uno al otro, iguales, repetitivos como los paisajes que recorrían los Picapiedra. Siempre hay que ir a la universidad, siempre hay que llevar un rompecabezas armado en la cabeza, cuidando que ninguna pieza llegue a perder su lugar. Esta mañana me levanté temprano a repasar latín, convencida de que todo terminaría después de este viernes.

¿Viernes? ¿Cuál viernes? ¡Hoy es sábado!

Podría llegar Navidad, podría llegar Año Nuevo, y yo podría seguir yendo indefinidamente al páramo de niebla de alquitrán. Sábados, domingos y festivos sentada en un pupitre, en una banca, en un sofá, en una oficina, respondiendo dudas, entregando carpetas, informando notas, tabulando asistencia, confundiendo el chino con el japonés, rehusándome a aprenderme los tiempos verbales en latín, tarareando canciones en mi cabeza. Podría envejecer haciendo esto sin darme cuenta, dejar que el semestre se convierta en una vida entera y yo seguir acudiendo todas las mañanas, disgustada porque siempre voy tarde, resignada porque no haré nada para dejar de ir tarde, con los caracteres chinos enloquecidos como los de los cinturones que venden por ahí, la gramática japonesa borrosa y tímida, el latín intacto y polvoroso como un instrumento perdido en una caja de terciopelo.

Hoy es viernes, ¿verdad? Tal vez el lunes también lo sea, después de la cita al optómetra, y el martes y el miércoles y todos los días que perderán sus respectivos nombres cuando deje de creer en los calendarios, lo cual sucederá más pronto de lo que pueda imaginar.

Me pregunto qué tendré que estudiar para mañana.

[ Seven Days in Sunny June — Jamiroquai ]

Bu Zhi Dao

No sé si estudié bien chino. Tengo final a las 11 y no sé si sé. Por mi mente desfilan los caracteres de teatro y estadio y cuarto y el contador de sillas y los números y edificio y teléfono y no recuerdo cómo se dice ¿Cuál es tu dirección? ¿Cuál es tu teléfono? Y cuando leo cosas en chino se me viene automáticamente la pronunciación japonesa de muchos caracteres. Si pasa lo que espero que pase, voy a extrañar mucho tan curioso idioma. No me gustaría quedarme sólo con este poquito de conocimiento. El camino del chino es laaaaaaaaaaaaaaargo.

Por otro lado…

Tengo ochocientos cuarenta mil blogs y me doy cuenta de que ninguno sirve para nada —salvo Acrónimos, que es un juego al que no he podido dedicarle suficiente tiempo y al que pronto tendré que abdicar. De todos modos, si no fuera porque tengo un blog no podría darme el lujo de decirles a todos y a nadie que bajé una canción de Paul McCartney que me gusta muchísimo (My Brave Face), cosa que obviamente no le interesa a absolutamente ningún ánima sobre el planeta. También puedo hablar sin parar sobre cómo me pongo a pensar en palabras que se parecen en chino y en japonés, o sobre lo mucho que admiro al Sensei.

Pero toda esta tecleadera viene exactamente a ¿qué? A que no quiero irme de la casa a coger Transmilenio y entrar al Au y sentarme y darme cuenta de que en realidad no sé nada y jamás recordaré el chino y tendré que conformarme con mi japonés triste y el francés que se me olvidó y el inglés que ha regido mi vida. Estoy aprendiendo chino y no sé muy bien para qué me va a servir. De todos modos, aprender idiomas me gusta sobremanera.

[ Maybe I’m Amazed — Paul McCartney ]

Mata Atode, Sensei

En enero de 2004, 30 estudiantes aguardaban nerviosamente el principio de una clase en un salón del Ll. En la segunda fila, contra la pared, estaba sentada yo esperando al profesor de Japonés 1. Por alguna confusión pensé que recibiríamos las lecciones de Barrera Sensei, el jefe de jefes de Estudios Asiáticos en la universidad. Sin embargo, al cabo de unos diez minutos que no sé qué tan eternos se me hicieron, apareció un hombre desconocido, mucho más joven y con una sonrisa de oreja a oreja. En ese momento, y a lo largo de aquel primer semestre, se me antojó igualito al príncipe Malagant en Lancelot —ahora pienso que se parece mucho a Kwai Chan Kane en la primera versión de Kung Fu. Cerró la puerta, pero ésta volvió a abrirse. “Nandesuka—“, murmuró, sin dejar de sonreír. El choque de no tener a quien esperaba de profesor duró varias semanas: este profesor parecía demasiado joven, demasiado jovial para ponerse a enseñar una lengua que para ese entonces yo chapurreaba muy pobremente gracias a mi vida amorosa. El señor escribió su nombre en el tablero y se dispuso a explicarnos de una vez la abismal diferencia que hay entre el japonés y el chino, escribiendo un ejemplo en la segunda lengua y leyéndolo en voz alta. El hecho de que dominara eso que parecía imposible de hablar me pareció fascinante.

Así empezó mi relación con el Sensei. El señor me intimidaba sobremanera; yo no hallaba forma de hablarle sin sentirme infinitamente incómoda pese a que era muy amable. Me hacía participar mil veces en una sola clase, lo cual se me hacía entre chistoso y extraño. Un día le regalé un bizcocho japonés. En todo el primer semestre no fui capaz de intercambiar más de dos frases con él. Sólo hasta bien entrado el segundo nivel me atreví a contarle que mi en-ese-entonces-prácticamente-prometido era japonés. En el cuarto nivel resultó que mi asociado actual fue su alumno (y fue por una discusión sobre él que terminamos conociéndonos). Gracias a una clase adicional que tomé con él (Pintura japonesa), mi admiración por él creció exponencialmente. En tercer nivel me ofreció la monitoría de Historia Cultural de Japón, que aún mantengo, y que ha sido la puerta a cosas increíbles que han sucedido en mi vida reciente.

A lo largo de cuatro semestres los estudiantes fueron desapareciendo hasta quedar 5 sentándonos siempre en los mismos puestos, como si los fantasmas de otros fueran a ocupar los pupitres restantes. Ayer, de esos cinco estábamos cuatro cantando canciones junto con el Sensei en un karaoke rudimentario. Todavía queda mucho por hablar con el profesor más interesante que he tenido en mi historia escolar. Gracias a él mi vida ha tomado giros que jamás habría imaginado. Minori se ha ido pero mi vínculo con Japón no ha desaparecido; posiblemente se estreche más de lo que jamás pensé.

¿Imaginé que todo esto sucedería cuando lo vi entrar al salón con su parecido a Malagant y su sonrisa peculiar? No, claro que no. Eso es lo que ha hecho todo este proceso tan interesante. Cada vez que pienso que pude haber tomado Japonés 1 un semestre antes con alguien diferente sonrío; uno lo ignora, pero la vida siempre sabe bien hacia dónde va.

[ Amarain — Amr Diab ]

Shhh

Llamaron a la puerta y ahí estaba ella, calladita calladita. Su silencio me hacía sentir incómoda, como si hubiera algo en la atmósfera que le disgustara. Como si siempre hubiera algo que le disgustara. Así que me fui de gancho con él y le pregunté cómo seguía del estómago. Me contó chistes malos, yo escuchaba su peculiar modo de hablar. Sorpresivamente, a la mitad del camino ella también contó un chiste. El grupo se fragmentó en dos parejas, ella y él de la mano, él y yo de gancho. Llegamos al cine. La película estaba bonita. Helado. ¿Y ahora qué hacemos?

—No sé.

Volvimos a mi casa. Él reía alegremente y se concentraba en el televisor con una pose que no delataba su edad. Ella se quedó dormida. Después, poco a poco vislumbramos hilillos de voz y sonrisas sutiles que la revelaron no como la dueña de un silencio arrogante sino como un ser que simplemente es así. No hay que indagar, las palabras nunca saldrán de ahí si se las arranca violentamente. En su silencio está contenida una dulzura inexplicable.

Por otro lado, de él —quien la llevó de la mano al cine —tuve la total certeza de que sería un papá intachable. Cuando ella se quedó dormida él la tapó. Les trajo a ambos jugo, y a él gelatina (por eso del dolor de estómago). Lástima que el tiempo hubiera pasado tan rápido, me doy cuenta de lo mucho que me gusta estar con ellos.

Hoy, y sólo hoy, Maladjusted tiene razón respecto de mi exacerbado sentido maternal.

[ Thé à la Menthe — Nikkfurie ]

El salto del ángel

El viernes pasado nos invitaron a una celebración pre-cumpleañera en El Salto del Ángel, en el parque de la 93. Hallándose mi vida un tanto desprovista de vida nocturna, me uní al plan porque a) la cumpleañera es una de mis mejores amigas de la universidad y b) yo quería bailar. Para mi gran alegría, los objetivos (bailar y estar con ella) se cumplieron a las mil maravi—

¿Pero qué estoy diciendo? ¿A quién engaño? El Salto del Ángel es una estafa. A la hora de comer el chino de la 8a con no sé qué es mil veces mejor, y bailar es más fácil y cómodo en un Transmilenio atestado. El cover no es consumible, lo cual le hace pensar a uno cuando ya ha pagado y es demasiado tarde para retractarse que el lugar tiene que ser casi que etéreo para que uno pague con gusto por el mero disfrute del ambiente. Mi primera impresión al entrar, sin embargo, fue que habíamos pagado para sentarnos en una sala de espera. Nos habían ubicado en un cojín blanco grandísimo donde todos teníamos que darnos la espalda mientras sonaba lo que parecía la programación habitual de ‘La W’ o ‘La FM’ (emisoras cuya música me gusta mucho —sí, soy una anciana que se conmueve con Dionne Warwick —, pero que bien podría oír en la comodidad de mi casa, gratis). Al cabo de un rato nos dieron una mesa.

Las siguientes siguientes dos horas transcurrieron entre Cyndi Lauper, Boy George y la cannción de la propaganda de Revlon a principios de los años 90 con Cindy Crawford. Muy seguramente eso se bailaba frenéticamente cuando a mí me hacían el copete de Alf, pero mis tenis Reebok rojos sucumbieron al poder del crecimiento infantil y ahora eso era simple música de fondo. Pasaron a preguntarnos si íbamos a comer (insistentemente), y en vista de que ni Himura ni yo consumiríamos alcohol caímos en la triste trampa de pedir una ensalada César. Gran error. El menú juraba que traía una mayonesa especial de anchoas, pero yo les aseguro que las tres gotas que adornaban las hojas de lechuga tiradas por ahí en el plato no pasaban de agualeche. Tomamos Nestea lentamente mientras mi amiga me comentaba alegremente que el establecimiento era lo más cercano que había a Andrés Carne de Res (ahora con mayor razón no me acerco por allá) y que tranquila, que la música para bailar ya iba a empezar, que la otra vez que estuvo ahí el lugar estaba tan lleno que ella tuvo que bailar sobre un escalón (¿Que qué?). Esta última declaración tomó sentido en mi cabeza cuando notamos que cada vez había más gente recostada contra las paredes, sentada en las escaleras, parada por ahí. He de anotar además que el espacio entre mesa y mesa es mínimo. En serio, ¿dónde íbamos a bailar cuando el momento llegara… si es que llegaba?

Estábamos tan desesperados después de la fallida cena que aseguramos que bailaríamos reggaetón si éste llegaba a sonar. Para nuestro (breve) alivio, el tan esperado momento llegó con Juan Luis Guerra. Al fin, a lo que vinimos. Las primeras dos o tres canciones transcurrieron con relativa normalidad: todavía podíamos dar vueltas. No obstante, notamos que nuestro baile se veía interrumpido por la presencia de alguien que quería pasar al otro lado, ya fuera mesero o cliente. Sucedía sólo a veces. Y luego, varias veces. Después, muy seguido. Demasiado seguido. Bueno, cambiemos de lugar. Aquí tampoco se puede, es una intersección de mesas. Allá se ve más espacio, vamos. Es la entrada, no hace sino pasar gente… ¿Llega uno a realmente bailar en toda la noche? ¡No! Simplemente se esquivan obstáculos móviles rítmicamente. Ahora que lo pienso, era más o menos como jugar Frogger en la vida real.

El hecho de fundir todos los pasos de baile en un solo bamboleo contra codos y espaldas termina colmando la paciencia de quien quiere de verdad hacer algo más que posar para Bogota2Night al ritmo de cuarenta grupos indistinguibles con sus canciones que en realidad son una sola. Además, yo tenía un dolor de estómago para el cual la supuesta ensalada César no fue de gran ayuda. En medio de la quincuagésima octava canción de Carlos Vives dejé de arremeter a diestra y siniestra para decirle a mi fiel compañero de baile, no más.

De repente se me ocurre que tal vez, si nos hubiéramos emborrachado a más no poder, bailar a medias sobre un solo baldosín habría sido una experiencia inolvidable. Pero ése no fue el caso, así que estando lo suficientemente lúcidos para saber que pagar por hacinarse no es lo que llamaríamos ‘diversión’, nos alejamos disgustados.

[ Kang Ding Qing Ge — 12 Girls Band ]

Bon Voyage, 2b

—Nadie está aceptando los volantes.
—Ése no es mi problema, papá. El negocio nos da porque nos da.
—Pero usted sabe que esas películas están muy viejas; si comprara nuevas tal vez llegaría gente…
—¡Esto es Bogotá, y aquí a todos les gusta todo, carajo! ¡Encuéntreme esos clientes o ya sabe lo que le pasa!

En la 7 con 23 abundan los repartidores de volantes. Todos parecidos, todos con pinta casual, todos multiplicando sus brazos como copias mortales de Shiva para que finalmente alguien acuda a los servicios que allí se promocionan. El establecimiento del señor Redondo parece ser el único que no se beneficia del todo de un negocio tan lucrativo como lo es el sexo. Claro que basta con preguntarles a los repartidores de la competencia para saber la razón de este fracaso.
—No tiene niñas, sólo películas. Y son unas viejeras…
—Ahora en la industria del cine porno se manejan cosas más arriesgadas, ¿sí me explico? Se trata de darles gusto a todos los clientes. ‘Mister’ Redondo no tiene una… cómo decirlo… visión del negocio, ¿sí me explico?
—Esas películas las debió haber visto mi abuelito. En vez de cabinas para parejas debería más bien poner cabinas telefónicas.
A lo lejos, donde el andén se torna un poco más amplio frente a Terraza Pasteur, está el último repartidor de la calle. No parece muy interesado en ejercer su oficio, sentado al lado de la vitrina de un almacén de camisetas. Ocasionalmente se pone de pie, exhibiendo la imponente anchura de su espalda mal enfundada en una fea camiseta polo gris mareado, e intenta repartir uno que otro papelito. Vuelve a sentarse y mira en lontananza con unos ojos que denotan una profunda calma mezclada con chispas de ira. Sin embargo, es difícil describir su rostro cuando éste está cubierto de largos y ondulados mechones color azabache que le caen de la coronilla. Todos los repartidores se han puesto apodos entre sí, pero a él simplemente lo llaman ‘El redondo’, por el hecho de trabajar para el señor Redondo. Jamás habla con los demás pero se ve peligroso, así que lo dejan quieto. Nadie conoce su nombre verdadero.

‘El redondo’ termina su jornada de repartición de volantes a una hora incierta y se dirige a la horripilante habitación que su jefe le ha alquilado en la 13 con 22. A veces se lo ve acompañado de una mujer morena muy delgada que siempre va vestida como si Bogotá se hallara dos pisos térmicos más abajo. Al repartidor sólo se le ve sonreír —muy levemente —cuando ella está con él. Ella siempre le habla con un acento insoportable, como si la entonación de cada palabra se la hubiera aprendido de memoria, como si hablara un extraño dialecto chino. Él escucha y a veces responde con monosílabos mientras suben pesadamente las ruidosas y malolientes escaleras. Allá arriba los espera el señor Redondo con una paga miserable, medio pollo asado y los labios fruncidos.
—No sé para qué lo sigo sosteniendo si usted no me sirve para un carajo.
—Yo no soy el que se empeña en atraer clientes con las mismas tres películas que hasta borrosas están.
—No son tres, son siete, y son clásicos del cine italiano.
—Son tan clásicos que todos se los saben de memoria; por eso a nadie le interesa su chuzo.
—¡No es un chuzo!
—Acéptelo, Señor Redondo; de decente su negocio no tiene sino la pacatez de sus supuestos clásicos.
El enfurecido jefe toma una toalla que hasta entonces ha estado medio flotando dentro de una palangana en cuyo fondo se encuentra un manojo de hojas. Parece una infusión para un gigante. Toma la toalla, la estruja un poco con la mano y la abalanza contra la frente del joven. Acto seguido, éste se desploma sobre la desvencijada cama.
—A dormir, papá. Karen, acompáñalo hasta mañana. Que crea que la pasaron muy bien.
Con un poco de asco Karen medio desviste al durmiente y se desviste ella, intentando dormir a su lado. A la mañana siguiente lo despierta por medio de violentas sacudidas.
—¿Tienes los volantes de hoy? Mira que no puedes llegar tarde, perdemos clientela. ¿Cómo te sentiste anoche? Eres el mejor…
El joven arruga la nariz y la frente, como si la luz le diera puños.
—¿El mejor qué?
—¡No me vas a decir que lo has olvidado! Eres el mejor y tú lo sabes. Ahora, a trabajar.
Él la voltea a mirar y piensa que con ese malsano color café desteñido no puede haber sucumbido a lo que ella considera sus encantos. Ella es morena, pero el tono de su piel es tan estable como el gris de su vieja camiseta. Sin embargo, no recuerda nada. Suspira y se pone de pie. Un día más de papeles rechazados. Ni siquiera sabe exactamente qué está escrito allí; preferiría leer los letreros de las busetas —y de hecho lo hace. Mira a la gente pasar: no hay ninguna cara para recordar. La verdad es que, aún si lo intentara, no podría recordar a nadie en toda esa cuadra. No recuerda ni a los vendedores de las tiendas aledañas ni a los clientes del rotativo del frente ni a los demás repartidores de volantes. En su mundo sólo existen los Redondo y los volantes, desafortunadamente.

—Karen, tenemos un problema.
Ella parece saberlo todo de antemano.
—No me digas que se acabaron las hojas, papá.
—No quedará sino molerlo a puños, supongo.
—Pero tú sabes que él es gigantesco.
—Hace rato no come, no tiene mucha fuerza. Será fácil vivir sin las hojas.
—¿Y si…—
—No. Allá no podemos volver.
Esa noche el repartidor sube, como siempre, a la habitación que detesta pero que parece haber constituido su vida desde tiempos inmemoriales. Lo espera el mismo pollo asado cuyo sabor desconoce totalmente, al lado del señor Redondo. La palangana y la toalla están ahí, completamente secas.
—Mi establecimiento —hace especial énfasis en la pronunciación de la s —no está rindiendo. ¿Se le ocurre alguna razón?
—Sí. Es pésimo.
El señor Redondo no necesita alargar esta conversación: un gancho certero lo deja en la cama, masajeándose la quijada. Karen y su padre lo dejan solo, llevándose el pollo.

Transcurren algunos minutos. Por primera vez en mucho tiempo, el joven se lleva la mano al vientre: tiene hambre. Al mismo tiempo, los párpados le pesan. Nunca se había explicado el proceso de estar lúcido y al minuto siguiente no existir. “Así que sucede por esto”, atina a pensar mientras se acomoda en el apestoso colchón, dispuesto a dormir por iniciativa propia. “Mañana comeré algo”, es lo último que pasa por su cabeza, antes tan silenciosa, tan llena de espacio.

[ Tiempo — Jarabe de palo & Jovanotti ]

Bon Voyage, 2a

El amor y la decepción son términos que suenan totalmente opuestos. No obstante, en el fondo todos saben que siempre han ido de la mano, que donde hay amor hay una gran decepción, o más bien que el amor no es sino la aceptación de todas las decepciones que una persona pueda causar. El amor, por más que lo queramos evitar, está a la vuelta de cada esquina. Está esperando a la salida de clases, durante la hora de almuerzo del trabajo, en una fiesta aburrida, en la mitad de un maizal perdido, en un pueblo recientemente inundado. Está ahí, dejando estelas de lágrimas como un caracol invisible, al acecho.

Himura es una de aquellas personas que no piensan demasiado en el amor. Mientras que en un café un grupito de mujeres se reúne a suspirar por las caricias que añoran, él se encuentra caminando en la calle de enfrente, concentrado en un problema de mecánica newtoniana que lo tiene particularmente preocupada. Alguna de estas mujeres podría salir de afán al darse cuenta de la hora y estrellarse con este hombre alto de cabeza rapada y mirada calmada. El amor podría salir de este inesperado encuentro, ¿por qué no? Sería lo mejor para ambos. Desafortunadamente, Himura ha detenido a amarrarse un zapato apoyado en un bolardo y la mujer apenas voltea a mirarlo mientras corre a alcanzar el colectivo que acaba de pasar raudo.

El pensar todo el tiempo en cosas como los números, las fuerzas y la lectura japonesa de los ideogramas chinos no es algo del todo infructuoso ni conlleva siempre una inexorable soledad. Himura, después de años de arduo estudio, es elegido para participar en un congreso de física en Barranquilla. Sin duda un honor para alguien que disfruta tanto del oficio. Silenciosamente mete sus cosas en una maleta, pide prestada una cámara y se despide de su madre, quien logra disimular una angustia que hace ver este paseo como un torneo de natación por el Cabo de la Buena Esperanza sin equipo de salvavidas. Lo arduo de la jornada es sólo el traslado Bogotá-Barranquilla, 22 horas en un bus con un paisaje tan cambiante como aburrido. Himura sólo quiere estar ya allá, y cuando llegue sólo querrá estar de nuevo acá. Eso es lo que piensa mientras ve la lluvia abalanzarse sobre su ventana como miles de puños desesperados.

La noche y sus ruidos de tierra caliente ya se han apoderado de la caravana de estudiantes que con gusto habría pagado un pasaje de avión al sentir el crujido de sus espaldas mientras descienden, uno a uno, del bus que acaba de pinchar. Se encuentran en Curumaní, Cesar, y no es posible describir el lugar porque la oscuridad se lo ha tragado todo. De la nada surge una silla de plástico donde Himura se sienta a descansar y lanzar su mirada al negro vacío, cuando de esta nada surge una figura que se dirige directamente hacia él.

—Qué bueno encontrarte aquí —, dice la figura con voz femenina un poco chillona, imitando el acento bogotano sin mucho éxito.
Himura no cree que le hablen a él, así que intenta alcanzar otro punto de la negrura con sus ojos. La figura ya se ha hecho más grande y, en efecto, le habla a él. Ahora está muy cerca. Es morena, no es posible saber cuánto aunque las estrellas le hacen brillar la piel, su cabello de ricitos apretados se rebela ante la presencia de una diadema, sus ojos centellean mientras se dibuja una sonrisa que parece emitir luz propia.
—Qué bueno encontrarte aquí —, repite la delgada mujer con su sonrisa que, en serio, parece hechizar a cualquiera que la vea.
—¿Me conoce?
—Sí, porque te he estado esperando toda la vida. ¿Dónde estabas antes?
La sonrisa fulgura de nuevo, los ojos de fuego se insertan en los del callado estudiante y, antes de que él mismo se dé cuenta, toma su maleta y desaparece en la espesura de lo ignoto de la mano de esta mágica joven.

La chocita que aparece a lo lejos no es un alivio exactamente, aunque después de caminar durante veinte minutos en la más completa oscuridad debería serlo. Bien podría haberse hundido en un pantano, encontrar la muerte a manos de quién sabe qué animal, pero la pequeña mano de esta extraña salvadora lo libra de todo miedo. A la triste luz de uno de los dos bombillos que tiene la casa, ella es un poco menos bella de lo que aparenta en su medio natural. Sin embargo, sigue mirándolo de esa manera desde el otro lado de la rústica mesa…
—¿Cómo te llamas?
—Himura. ¿Tú?
—Karen. ¿Qué clase de nombre es Himura?
—Es un apellido.
—¿Entonces cuál es tu nombre?
Él abre la boca para pronunciar alguna sílaba, pero el dedo índice de Karen se lo impide, posado como una mariposa en sus labios. Sus ojos se cierran lenta y automáticamente.
—¿Lo encontraste?
Los ojos de Himura vuelven a abrirse al oír aquella tercera voz.
—Sí, papá. Por fin.
El forzado acento bogotano parece ser una condición natural de esta familia.
—Llévalo a tu cuarto, dale de beber. Ya me estaba desesperando. Nuestro imperio no perdurará mucho si lo propagamos solamente por esta zona. Ya sabes que por aquí el negocio es diferente, nuestra distinción, nuestro gusto por lo clásico, eso es algo que aquí nadie sabe apreciar. Además, la calidad de impresión es malísima y ya me metí en problemas en Valledupar. En Venezuela no quieren saber nada de nosotros. Se creen de mejor familia…
—No entiendo, papá, si tú dices que esto no pasa de moda —aunque en Agustín Codazzi…
—Yo sé que funciona en la capital. Allá la gente sí tiene sentido del gusto. No me hables de Agustín Codazzi, allá no saben nada. Ve a consentir a nuestro heredero y dile que nos lleve a Bogotá.
El desconcertado joven no entiende nada de esta conversación, aunque no parece cansarse jamás de la delicada mano de Karen que se pasea sin cesar por su cabeza. Ya en la habitación, que es simplemente una división de la choza que no corre con la suerte de tener el otro bombillo, Himura es acomodado en un catre donde la morena también pasará la noche. El calor es insoportable, no hay manera de que él acepte aumentar la temperatura. Aunque ella se mueve con una gracia… Su cuerpo ligeramente iluminado revolotea por todo el lugar y él no puede sino seguirla.
—¿Por qué me llaman ‘heredero’?
—Porque tenemos un gran imperio.
Himura tuerce la cara, incrédulo. Se encuentra sentado sobre el catre, la espalda contra la pared.
—Claro, no nos crees porque vivimos aquí, pero ya verás cuando nos lleves a Bogotá.
—¿Yo? ¿A ustedes?
—Pues en tu carro.
—¿No viste que yo venía en bus?
Karen da un respingo, como si eso no se le hubiera pasado por la ensortijada cabeza.
—¿Y entonces, qué vamos a hacer?
—Si tienen un imperio no creo que me necesiten.
—Mi papá ya está viejo y yo… Claro que te necesitamos. Tenemos que trasladar el tesoro a Bogotá, instalarnos y producir.
La mueca incrédula vuelve a dibujarse en el rostro del estudiante.
—¡Claro que tenemos un tesoro! ¿O si no cómo vamos a tener un imperio? Mi papá se lo encontró en un lugar donde hubo un accidente aéreo. El problema es que estos pueblos como que se modernizaron, que no quieren apreciar el buen arte…
Himura piensa inmediatamente en cuadros que podrían avaluarse en millones de dólares, en un gran rescate en pro del patrimonio artístico de la humanidad, ¡el posible reencuentro con “El grito” de Munch! Tal vez debería ayudarlos. Pero de todos modos desconfía. Su bus debe haber partido rumbo a Barranquilla tiempo atrás, y él se había dejado llevar por una desconocida de un modo tan tonto… Su cara se torna rígida. Su mirada adquiere la calma de una piedra afilada.
Karen se queda mirándolo.
—Papá, creo que no nos quiere ayudar — exclama al fin.
—Qué lástima —suspira él desde el otro lado de la choza —, entonces ya no hay de otra. Igual nadie lo espera.
Entra a la habitación con una toalla empapada y le hace una indicación con la mirada su hija, quien nuevamente inserta el fuego de sus pupilas en los ojos de Himura, sonriéndole, acariciándole la mejilla. Pocos minutos después él accede a acostarse en el catre dulcemente. Ella es hermosa, simplemente hermosa. Acto seguido, la toalla cae sobre su frente y él queda sumido en un sueño profundo.

[ I Know — Dionne Farris ]

Bon Voyage, 1

Tal como lo anunció, Himura se fue a Barranquilla a un congreso de física el domingo. Se fue, según él, a pegar un afiche. Sé que tiene más trascendencia que eso, pero las cosas que estudian los físicos, cuando se reducen al idioma cristiano, suenan a pura feria de la ciencia de colegio. Por eso es que se dedican a aumentar su léxico, para que la gente que jamás verá los numeritos implicados no les diga que pierden su tiempo con nimiedades como hilos que se rompen o carritos de propulsión a chorro. Así, exentos de todo riesgo de pregunta o comentario por parte del mundo lego, los físicos reciben invitaciones de aquí y de allá para ir a pasarla en grande dedicándose a asuntos supuestamente vitales para comprender el funcionamiento de nuestro universo pero que, la verdad sea dicha, no le interesan a nadie más.

El paso de los antiguos mercaderes de Asia por el Takla Makan debe haber sido más sencillo que el paseo de 22 horas que les tocó a nuestros amigos estudiosos por la geografía colombiana para llegar a su destino. Así, es apenas normal que uno de repente se despierte con las articulaciones crujiendo y el cerebro hecho papilla en una ciudad adormilada que promete no despertar —ni dejarlos a ellos despertar —jamás. Dicen que es Barranquilla. Dicen que ahí es el congreso. Dicen que éste es el hotel y éste es el cuarto de seis personas. Son las cuatro de la mañana, así que cualquier sentencia que tenga que ver con descanso será bienvenida.

Pues bien, después de un sueño que parecía efecto de un batazo en la cabeza, el aporreado señor Himura se dispuso a penetrar en aquel mundo del conocimiento que era la única razón para recorrer tantas deshechas carreteras. Sin mirar a su alrededor se aproximó al tumulto que aguardaba en el lobby del hotel y con ellos partió en una van hacia un centro de convenciones. El paisaje a través de la ventana era una sola mancha de olvido, las voces de los compañeros no llegaban a él. Al fin, con pasos automáticos, hizo una fila y se sentó en una silla de auditorio. Era hora de hacer valer tanto dolor, tanto doloroso sopor.

—Sean todos ustedes bienvenidos a la quincuagésima séptima feria del representante Amway.
Los ojos entrecerrados de Himura se abrieron de sopetón. Miró a diestra y siniestra y se encontró en un mar de señoras bajitas, rechonchas, de cabello corto pintado de rubio o rojo, con sus inmensas y caídas bondades embutidas en una camiseta blanca. La gran mayoría llevaba una visera que proyectaba sombras chinas color rosa o verde sobre el regazo; varias lo miraban de reojo y no precisamente con ternura maternal.
—Como todos saben, el propósito de nuestro encuentro es doble: la repotenciación de nuestro espíritu emprendedor y la exhibición de los nuevos productos de nuestro catálogo. Hemos elegido a La Arenosa como sede de nuestro encuentro porque consideramos que una ciudad tan alegre como ésta no puede sino incentivar nuestro deseo de superación, nos ofrecerá la calidez propia de nuestra linda gente de la Costa Atlántica, y nos dará fuerzas para aumentar nuestra gran familia Amway.

De inmediato y con la máxima discreción posible, el angustiado estudiante se levantó de su silla y corrió a la puerta más cercana. Le negaron la salida puesto que interrumpiría el evento y propiciaría la desconcentración.
—Pero yo no vine a esto, vengo al Congreso Nacional de Física…
—Sí, claro. ¿Es ésa la excusa que le diste a tu familia para venir? ¿Le tienes miedo al éxito? Todos deberían saber que estás orgulloso de ser un representante Amway. Siéntate y disfruta, que para eso viniste a Barranquilla.
Resignado, a la espera del refrigerio, Himura volvió a su puesto y gruñó exhibiendo los dientes, lo cual quiere decir que obviamente estaba envuelto en las llamas de la furia. Pasaron horas y horas y horas y horas y horas de charla ‘éxito-motivadora’ por parte del maestro de ceremonias y numerosos testimonios de vida provenientes de muchas mujeres que parecían la misma mujer. “Yo era un infeliz…”, venía a la mente del desdichado viajero una y otra vez. No hubo refrigerio. La van lo regresó al hotel a las siete de la noche. Esperaba encontrar a sus compañeros de cuarto y rogarles que no lo fueran a dejar botado al comienzo de la segunda jornada, pero al abrir la puerta escuchó a sus espaldas:
—Gracias, bizcochito.
Exacto, ésas eran sus compañeras de cuarto. Cinco fragmentos de un cuadro de Andy Warhol, cada uno de un color distinto (los tintes capilares vienen en una gama inmensa) pero de resto exactamente iguales. Se llamaban Gladys, Stella, Amparo, Leonor y Consuelo (era imposible saber cuál era cuál incluso aprendiéndose la clave cromática que las regía) y procedieron a acribillarlo a preguntas. ¿Por qué había elegido Amway y no, digamos, OmniLife? ¿Estaba solterito y a la orden? (¡Si no le importaba tener hijastros de su misma edad Consuelo también estaba solterita y muy a la orden!) ¿Por qué estaba como tan ofuscado? ¿No quería un masajito? (¡Stella trabajaba en un centro de estética en Cúcuta, ella era experta en masajes relajantes y drenaje linfático! —”Pero tú no necesitas drenaje linfático con lo rico que estás, papito…”) Himura no se atrevió a empijamarse y prefirió quitarse apenas los zapatos para dormir. No hace falta decir que no pegó los párpados en toda la noche. Tampoco hace falta decir que en su vela escuchó todos y cada uno de los comentarios de las señoras que, para este entonces, estaban todas enfundadas en idénticas batolas rosadas de franela. La permanencia de su traje completo tapado con el cubrelecho había sido completamente inútil: Gladysita, Stellita, Amparito, Leo y Consuelito lo habían desnudado mentalmente y con sus palabras se le habían comido hasta los tuétanos.

Dos días después me lo encontraría a la salida de mi universidad, acompañado de una mueca de asco que tardaría mucho en desaparecer. El Congreso Nacional de Física no podría importarle menos.

[ Highschool Lover — Air ]