Rendezvous (I)

Se llama Paulina y tiene los ojos de menta cremosa. Su cabello es como el lino que peinaban los hijos del vidriero y su voz fluye como la arena en el agua panda, de una agradable aspereza. Es más alta que yo y de contextura parecida a la mía. Al menos, así es como la inmortaliza mi memoria.

Alguna vez me dejó ser su corista en un talent show del colegio, cuando cantó “Barcelona”, de Jewel. Viajamos en un mismo grupo a Minnesota, y durante la travesía repitió incansablemente “I Am Your Angel” a dúo con una niña que cantaba igual a Celine Dion. Años después se cambió de colegio. La última vez que la vi en persona no alcancé sino a darle un abrazo.

Paulina siempre quiso, y muy posiblemente aún quiere ser cantante de pop. Después de cambiar de colegio nos dejó una nota en la cartelera con su foto enmarcada en una gran estrella de papel recortado. Convencida de su sueño y lo que ello acarreaba, se convirtió en una versión más atractiva al público de sí misma. No recuerdo cómo se vestía antes, pero la última vez que me encontré un par de fotos de ella había algo más de similar entre ella y el resto de la gente. Era hermosa, para que negarlo, pero para mí ella siempre había resaltado entre la multitud; de repente ya no tanto.

Dormía hace un par de semanas cuando mi hermana me despertó:
—¿Paulina es Paulina L.?
—Sí, ¿por qué?
—Está hablando en la emisora.
—¿Pero ella no había perdido el concurso?
—Pero está hablando…

Prendí la radio y, en efecto, una conversación con su voz medio ronca llenaba el ambiente. Sonaba un poco distinta, tal vez demasiado grave.
—¿Y tu pelo es rubio teñido o rubio natural?
—Natural. Rubio cenizo (…).

Lo había logrado, a pesar de todo. Esto se estaba demorando en suceder —yo lo estaba esperando desde hace años, desde aquella conversación que sostuvimos en el colegio, cuando dejamos en claro que ninguna de las dos quería un futuro de oficinista. Ella no lo sabe, tal vez ya no recuerde quién soy, pero siempre confié en su talento y siempre deseé que su sueño se volviera realidad. Cada vez que suena “Barcelona” me veo en el escenario a su lado, haciendo prácticamente nada mientras su voz resonaba por todo el coliseo. De verdad me alegro por ella.

—¿Has hecho algo por amor o por sexo? —le preguntó a un radioescucha.
—Sí, por amor.
—Cuéntamelo todo.

Pasaron unos pocos minutos antes de que yo apagara la radio y me acomodara entre las cobijas. El programa estaba aburridísimo.

PD: fuentes fidedignas me han confirmado el éxito radial de Paulina (ha trabajado en más de una emisora, entre otros oficios interesantes del ramo) y su promisorio futuro. Felicitaciones.

[ In This World — Moby ]

Cuestión de salsa

Alguna vez le planteé a Himura la siguiente duda: ¿Fruko y sus tesos fue una orquesta de salsa inspirada en la salsa Fruco (en lo que yo consideraría un juego de palabras entre salsa comestible y salsa bailable) o la marca Fruco nació después de la aparición de Fruko?

La pregunta, en su momento, parecía lo más ridículo que se hubiera escuchado en las escaleras del puente peatonal de la 30 con 45, pero ¡quién se lo hubiera imaginado! La respuesta al enigma llegó cuando menos lo esperaba… en un rato de desocupe que me llevó a explorar la Wikipedia:

En un principio utilizaba el sobrenombre de Joselito, pero luego le empezaron a llamar Fruko por su parecido con un personaje de un anuncio de conservas.

¡Ajá!

Conclusiones:

  1. Las soluciones a los problemas suelen aparecer cuando menos se las espera.
  2. No todas las preguntas son tan tontas como suenan.
  3. A los 8:20am yo debería estar haciendo algo más productivo que investigar la historia y fama internacional de Fruko y sus tesos.

[ Los charcos — Fruko y sus tesos ]

Hai

Minori y yo siempre hemos hablando en una mezcla de tres idiomas, con la pacífica confianza de los ex-esposos que se separaron por no entenderse y sin embargo se comprenden bastante bien. Nunca nos casamos, pero mi corazón a veces me hace creer que sí, tal vez por el nivel de cotidianidad que alcanzamos en aquella esquina de Iowa. Recordarlo es recordar carritos de supermercado con bultos rosados de arroz, una alarma anti-incendio sofocada con un trapo mientras se termina de fritar una berenjena, dos vasos de jugo de uva acompañando un plato hirviente de kare raisu al frente del televisor.

El viernes mientras cruzaba la universidad para ir a clase de Japonés me encontré con dos compañeras de colegio. Sólo una de ellas hablaba; de la presencia de la segunda me llegué a percatar un rato después. Me preguntó en qué semestre iba, le conté que lo más probable era que empezara de nuevo el próximo año. No acababa de mencionarlo cuando me vi atrapada en una avalancha de preguntas. Era una avalancha tan grande e impetuosa, tan obvia, que no la vi venir:
—¿Y tu ex-novio? ¿Volvieron? ¿Van a volver? ¿Por qué está donde está? ¿Y tu novio? Van a terminar porque te vas, ¿cierto?
Era una avalancha tan violenta y descontrolada que no supe sino deslizarme por su corriente en un salvavidas de hombros encogidos.

Más tarde Asai Sensei decidió charlar con algunos de sus alumnos después de clase. El tema principal eran mis dudas acerca del viaje y la vida en Japón. El asunto Minori afloró después de un rato, como era de esperarse. Las preguntas de rigor sobre tan inusual relación fueron pacientemente respondidas. Creo que yo misma no sé contestarlas muy bien, y ante la nube de porqués que siempre queda flotando en el aire, no hago sino buscar una razón para que todos los caminos conduzcan a él. Ha pasado bastante tiempo desde que mi vida dejó de transcurrir en función de cajas, postales y un hermoso par de ojos rasgados, pero todo el mundo ve un sendero de cenizas allí donde han quedado mis huellas. Algunos creen que el viaje que me dispongo a hacer tiene el tinte Hollywoodesco de la aventura en busca de un viejo amor, algo que suena muy bien y me convertiría en un ser valiente y cursi, una representación fiel de los estragos que Meg Ryan causa en quienes ven sus películas entre suspiros de “por qué no me pasa eso a mi”. Pero no, yo voy porque yo voy, porque ese país venía pintado de rojo en mi mapamundi y en mi alma.

Igual, ninguna justificación que yo dé barrerá los grises residuos que me acompañan. En mi rostro están las cicatrices de las sonrisas que provocó cada caja, pero espero que algún día las brasas extintas sean de otro color y las marcas de otras sonrisas. O simplemente seguir pasando mi escoba diligentemente mientras otra llama arde sin extinguirse jamás.

[ Edward Scissorhands Theme — Danny Elfman ]

Consul, -is, m.

Escenario #1
Hora de llegada: la que se me ocurrió por la mañana
Tiempo de espera: 40min, me pidieron perdón por la demora… Alcancé a llegar a la universidad y terminar una tarea
Sala de espera: cómoda y pequeña, con revistas y un video para mirar mientras tanto
Formulario: me lo ayudaron a llenar muy amablemente, hasta llenaron algunas casillas por mí
Entrevista: el año pasado, con cuatro o cinco personas mirándome y preguntándome si de verdad sobreviviría allá
Charla: breve, con el vigilante costeño que me cae bien
Dolor: de estómago; fue el viaje en Transmilenio más largo de mi existencia… Jamás olvidaré los cuidados de Himura
Pesar: por la pérdida de mi portaminas del Gateway Arch de St. Louis

Escenario #2
Hora de llegada: 7:30am
Tiempo de espera: el suficiente como para terminar el libro de Asimov que me prestó mi tía, leer un cuento de Dick y empezar otro libro de Asimov… Salí a las 4pm
Sala de espera: grande, fría, con asientos como hechos de carritos de supermercado
Formulario: me lo corrigieron cual dictado de preescolar, con tono de regaño incluido
Entrevista: hecha por el mismísimo Barry White
Charla: con un cura al que le presté el libro donde estaba el cuento de Dick en vista de que el aburrimiento lo llevó a leer toda la letra menuda del recibo de envío del pasaporte
Dolor: de espalda por culpa de esas horribles sillas
Pesar: por todos los viejitos que no podrán visitar a sus hijos estas vacaciones porque les vieron cara de querer quedarse en aquel país

[ If I Had a Hammer — Peter, Paul & Mary ]

Se escucha español

Ahora que mi partida se hace mucho más tangible y es inminente mi alejamiento del español, me han empezado a gustar más canciones en este idioma. Yo, que de Hispanoamérica escasamente perdonaba a Sandro de América, he de aceptar que ya he bajado dos canciones de Julieta Venegas y cuatro de Duncan Dhu.

Valga la pena aclarar que no existe posibilidad alguna de que Charly García, Spinetta, RBD, Los prisioneros o el reggaetón entren en este gusto recientemente adquirido.

[ King for a Day — Jamiroquai ]

Pump It Up!

Hoy tomaré un bus viejito hacia la oficina de Pasaportes, donde me toman las fotos bonitas. Posteriormente tomaré otro bus, uno que me deje en la 7 con 72. Entraré al gran edificio de mármol gris y rojo y en mi librito vino tinto aparecerá una visa más, la única vigente. No he terminado de arreglarme, y tampoco he hecho la composición sobre un compañero de clase que tengo de tarea para la clase de Asai Sensei. Debería estar más bien angustiada.

Me quedan 15 minutos para salir de la casa de acuerdo con el plan, pero ¿qué estoy haciendo?
Estoy escuchando house.

[ Pump Up the Jam — Technotronic ]

Acá conociendo

En el costado derecho de este blog hay una caja donde solía recibir razones de mis amigas de universidad en época de trabajos finales. Ahora no es muy útil que digamos: la mayoría de comentarios que allá llegan son cosas como “¿Hay alguien ahí?” o “¿Por qué eres tan gomela?” Sin embargo, hay un tipo de mensajes que siempre llama mi atención, en vista del parecido que tiene este blog con la última fritanguería de Monserrate (todo queda ahí exhibido para el consumo de nadie). Se trata de “Acá conociendo”, un mensaje que me hace pensar en los lectores como turistas dirigiendo sus miradas hacia las paredes y el techo de una casa-museo. A veces sigo el link que traen sus nombres y leo una o dos entradas para volver después a mis lecturas habituales de Internet.

No crean ahora que tengo apenas un círculo exclusivo de blogs que merecen mi lectura, no. Leo una cantidad impresionante de blogs. Sé que este tiempo debería dedicarlo a los libros de Asimov que me prestó mi tía, a estudiar para el próximo examen de japonés o al repaso del chino que estoy olvidando, pero hallo relajante la lectura de tantos estilos distintos. Sin embargo, esto no se ve reflejado en la cantidad de comentarios que dejo en ellos. Por lo general empiezo a escribir algo y luego pienso “Va a pensar que soy una entrometida, ni me conoce” y lo borro. Los saludos los restrinjo a dos o tres blogs donde no me voy a sentir enviando spam. Aquello que hallo medianamente atractivo lo pongo en el feed. No propicio encuentros en la vida real con otros bloggers.

Si “Acá conociendo” es una implícita norma de cortesía que pone a prueba la capacidad de socialización del blogger en cuanto lo invita a establecer cierto vínculo de reciprocidad en la visita, creo que soy una autora con una marcada tendencia al aislamiento.

[ El arrepentimiento de Juan Carlos Bodoque — 31 Minutos ]

School, Interrupted

Entré a la universidad como si éste fuera mi primer semestre, observándolo todo y a todos con ojos muy abiertos. Esta actitud no la tuve en mi primer día real de clase, cuando me limité a esperar la hora de la clase en el borde de un muro y volver a casa una vez terminada la jornada. Claro que ahora es distinto; puedo darme el lujo de no conocer a nadie nuevo y aún así tener con quiénes compartir la hora del almuerzo. Entonces pasan por mi cabeza todos los estilos de comida que he tenido estos (ya no sé cuántos) semestres… crepe y ensalada en Dos gatos con la recién conocida Monique, lonchera en la terraza del Q con Kitty, Margret, Vero y Monique; melocotones compartidos con Himura a los pies de la Pola,—

Interrumpimos esta romántica visión de la vida universitaria de Olavia Kite para anunciar que la susodicha ha perdido la primera clase de Chino II debido a un inesperado exceso de somnolencia. Gracias por su atención.

En enero de 2005 recibí un comentario en este blog de parte de alguien que, aunque no conocía personalmente, no me caía muy bien. El autor del mensaje preguntó por la clase de Japonés III que se dictaría entonces. Supuse que el hombre se proponía nada menos que meterse a mi clase con el Sensei. ¡Ese arrogante que se la pasa corrigiéndome! ¡En persona! ¡En mi clase! ¡¡¡Participando todo el tiempo, restregándome lo bueno que es después de cada parcial en el que obviamente le irá mejor que a mí, preguntando socarronamente por mi relación con los japoneses, lanzándome miradas llenas de odio si de casualidad sé una respuesta que él ignora, buscando errores en el tablero, haciéndome la vida imposible!!!

Un año, dos niveles y un sensei después… ese arrogante osa darme un beso en el pasillo del Au después de clase e, incapaz de abandonar su espíritu competitivo, propone que el que obtenga mejor puntaje en el examen de cuarto kyu que acabamos de presentar gasta brownie.

[ The Suffering — Coheed and Cambria ]

¿Sólo cinco, Milord?

Lord Engel se apea del blanco caballo, se lo encarga al hombre del establo y vuelve a la mesa de encaje metálico pintado de blanco, donde lo he venido observando con una pava de ligero rosa y un largo vaso de limonada rosada. Trascendiendo la barrera de la charla sin importancia y encendiendo una larga pipa de exótico aroma, el caballero declara que está dispuesto a contarme cinco de sus más curiosos hábitos a cambio de cinco de los míos. Titubeo un poco, me refresco la cara enrojecida con un abanico español, tomo un sorbo más de limonada rosada y procedo a enumerar aquello que sólo reconocen mis más cercanos sirvientes:

  1. Suelo comerme los ingredientes crudos o a medio hacer de lo que cocino. Si hago pancakes, me como los sobrantes de la mezcla. Saco cucharadas de arroz aún duro de la olla.
  2. No tomo agua porque le encuentro un gusto horrible. Por más que me digan “¡pero si no sabe a nada!” yo siempre haré muecas tras animarme a tomar un sorbo. La única vez que el agua no me supo a nada, nada, nada fue en Uruguay.
  3. Tengo una agenda donde anoto a lápiz todo lo que tengo que hacer y todos los lugares a los que debo acudir. Cuando hago lo que está escrito, tacho con fuerza (también con lápiz), de tal manera que la hoja quede con relieve y textura cuando esté toda tachada. Si se me olvida escribir algo antes de hacerlo, lo escribo en el espacio de la fecha en que sucedió e inmediatamente procedo a tacharlo.
  4. Cuando la comida no está recién hecha, me la como fría. Pastas, carnes, arroz, sopa, —lo que sea menos huevo. Siempre tengo que reiterar que lo hago por gusto y no por pereza.
  5. Mi borrador se divide en dos secciones: la esquina más usada para áreas grandes, y las otras tres esquinas para áreas pequeñas como signos de puntuación y letras individuales. Esto me acarrea problemas al prestarlo, pues la gente tiende a borrar lo grande con la esquina menos usada y ahí es donde entro yo a abalanzarme sobre mi preciado bien: “¡No! ¡Por ahí no!”

Una vez confesados estos puntos entre ahogadas risitas leves, tomo mi cartera de seda color pastel sin correa y espero a que otro apuesto ayudante mi guíe de vuelta a la mansión, a través del amplísimo corredor, hacia la entrada donde espera el Rolls Royce reservado a los invitados. Aquella noche habrá un inmenso banquete para cientos de personajes de la alta sociedad: es el cumpleaños del caballero de la corte y un ponqué de cinco pisos de semillas de amapola y pétalos de rosa de todos los colores será repartido, tras lo cual habrá fuegos artificiales y un multitudinario baile.

Ya en casa, desenrosco la tapa de mi pluma Mont Blanc y les escribo al Barón Maladjusted —para que se tome un tiempo fuera de sus prácticas de tiro con arco y considere mi invitación a jugar Baccarat —y al potentado Himura —para que por favor me envíe un poco de la fina confitura que ha fabricado su imperio en una tradición de cinco generaciones —. En una postdata, les pido que me cuenten algo como lo que yo le he confiado a mi anfitrión bajo el sol de la tarde en su inmenso jardín.

Tomando otra hoja membreteada, le escribo mi formal deseo de feliz cumpleaños a Lord Engel, ya que una visita vespertina no es suficiente, y espero que coma mucho ponqué de semillas de amapola, gane mucho dinero en el casino y tome mucho té en tacitas brillantes de porcelana.

[ Don’t Dream It’s Over — Crowded House ]

Lady Picture Show

Sensei dijo una vez que yo era como los japoneses, tomándole fotos a todo. Preguntó si uno llega a ver toda esa cantidad de fotos en el futuro. Yo dije que sí, que las repasaba seguido.

Todavía me duele la pérdida de mis fotos. Pienso en las imágenes que quedaron borrosas en mi mente, en los detalles que no alcancé a contemplar (y que nunca podré memorizar del todo). Aparecen frente a mí los pies llenos de arena de un Maladjusted con capul, el overol blanco de Engel rubio al sol, la cara deprimida de un hombre sin nombre que apareció en la carpeta sin más, Lowfill y Himura observando triunfantes la ciudad desde las alturas, la cara suave e inmutable de Minori a los tres años y un Changhee relajado —como siempre —contra una pared en San Francisco.

Detesto perder los recuerdos visuales de lo que fui, de lo que los que me rodean han sido, aquello que a alguien alguna vez le pareció bonito. La primera sensación de pérdida fotográfica la tuve a los 6 años, cuando una profesora nos pidió una foto de nosotras chiquitas para su carpeta. Llevé una de cuando tenía 2 años sin mucho convencimiento, y la veía entristecida cada vez que llamaba a la lista y abría la página de cada una, en cuya esquina superior se ubicaba el tesoro. Nunca la devolvió. Desde ese entonces y todavía me irrita saber que hay una foto menos en mi colección de infancia.

Ahora que vivimos en la era digital y las fotos no tienen que ser necesariamente impresas, es más fácil llegar y decir “¿por favor me vuelve a mandar su foto?” y, a no ser que al otro también lo haya golpeado un virus monstruoso, la imagen vuelve a su sitio como por arte de magia. Sé que hay archivos que jamás volverán a mí y que toca conformarse con el recuerdo de lo vivido —o al menos de lo visto. Tal fue el destino de mi primera foto con Minori, pero ya no vale la pena llorar por la leche derramada. Me encuentro pues en el lentísimo proceso de recuperar lo perdido. Creo que además de eso debería aprovechar este tiempo para crear más momentos memorables con los dueños de aquellos segundos congelados, porque muy pronto estas calles, los cerros y ellos no serán más que añoranza y letras en Messenger.

PD: Tengo la impresión de que los japoneses no pueden vivir sin orquestar sus canciones con marimbas.

[ When You’re Gone — Cranberries ]