Martinadas (I)

(En un ascensor, camino a ver Tonari no Totoro en el auditorio del centro de japonés.)

Yo: —Lástima que no haya maíz pira para ver la película.
Martín: —¿Eh?
Yo: —Crispetas, rosetas, palomitas de maíz…
Martín:¡Ah! ¡Pochoclos!

Sin comentarios.

Para j.


Con aprecio y aburrimiento —ese pobre panda necesita un buen libro —desde el zoológico de Ueno, Tokyo.

Martín


Él es Wai Tou. Viene de Macao y es una de las personas que mejor me caen en el JLC (Japanese Language Center). Sin embargo, no voy a hablar de él en esta ocasión.


Él es Martín. Martín viene de Argentina. Es porteño (“y de los peores”, dice). Nos conocimos en el aeropuerto, mientras esperábamos el taxi. Va a estudiar Física y gracias a él tengo la cámara con la que les tomé esta foto el día de hoy. A ambos nos gusta la fotografía de aficionado, y a veces hablamos sobre paisajes y cosas a las que ha valido la pena tomarles foto.

Me gusta mirar a Martín durante la clase porque hace caras. Si se da cuenta de que lo estoy mirando, me hace cierta cara. Si Arturo (el peruano) sale con una de sus famosas respuestas de duermevela, hace otra cara. Cuando le preguntan algo y sale con una frase improvisada, hace otra cara.

Sin embargo, las caras no son lo más divertido de Martín. Lo mejor de todo es hablar con él, obviamente en español, y caer en un punto en el que no nos entendemos. Por ejemplo, aclarar que si uno mete un dedo en el detergente no se le va a derretir. Es en el blanqueador. No, en el detergente. No, el detergente es para lavar la ropa. No hay acuerdo.

Creo que yo también le hago gracia a él, con mis diminutivos hasta en los verbos. Si digo que la piña está dulcecita, se ríe. Si digo que me gusta la ahuyama, se ríe. Claro, él con su ananá y su zapallo…

El otro día Arturo le preguntó por qué en Argentina no pronunciaban la y como los demás, si no había ninguna instancia en la que lo hicieran. Ante la negativa de Martín, Arturo confesó que pensaba que ellos pronunciaban así simplemente porque querían.

Sería muy chistoso si así fuera… una iniciativa nacional para sonar más interesantes. Y si así fuera, ¿qué?

Que sigan hablando, que a mí ese acento me encanta.

Lo seguiré intentando

Hoy a Himura no le salían los mensajes en MSN. Le dije que no se fuera todavía, que a mí ya me había pasado, y como entonces él me estaba hablando a través de su nick, escribió “Lo seguiré intentando”.

Ahora que su MSN se arregló y podemos hablar normalmente, olvidó borrar esa frase, que ahora parece una consigna para la vida.

De palanganas acuosas

Siempre lo he sostenido: la culpa no era de Cortázar sino de los cortazarianos. Hola, me gusta Cortázar y estoy segura de que yo soy la Maga. Y yo también. Y yo, y yo. ¿Vos también sos de tiza? Yo soy cronopio y tú eres fama y el que viene contigo es esperanza. Etc. Como fotocopias cortadas en pedacitos. Yo, la verdad, no tenía ni idea de quién o qué rayos era Cortázar, ya que el nombre no se apareció en mi vida ni por un instante hasta cuando entré a la carrera de Literatura. Entonces me dio un escalofrío y me llené de terror: algo sabían los demás que yo no. Corrí a la BLAA y saqué una edición grande y elegante de Rayuela, a ver si me iluminaba y podía llegar a graduarme con los demás.

El libro no duró mucho en mis manos. Aunque ávida y muy concentrada leía en Transmilenio (cosa a la que no estoy habituada), no pasé de cierta página y mandé el libro a la porra con todas mis fuerzas. Al diablo el glíglico. Partida de busca-actitudes. Seguro que la culpa no era de Cortázar, porque luego leí varios cuentos y me gustaron; la culpa era de la incidencia ponzoñosa de la Maga en las vidas de tantas mujeres ávidas de una Meg Ryan bohemia. Claro, yo también repito películas de Meg Ryan y me pregunto automáticamente por qué no aparece Tom Hanks con Brinkley para decirle que esperaba tanto que fuera él, y luego caigo en cuenta de que (afortunadísimamente) en este momento de mi vida no requiero de ello.

Tal vez no debí haberme rendido ni haber lanzado el libro hacia el cercano horizonte como una pelota de béisbol —siempre me imagino haciendo eso pese a que lo devolví a la biblioteca en buen estado —, porque a lo largo de los dos años y medio que duré tomando clases sobre la otredad, el cronotopos, el imaginario, las realidades paralelas que se generan a partir de y la voz poética, me sentí como sentada en una silla incómoda. Estaba ahí, podía perfectamente permanecer ahí, pero el cóccix me dolía una barbaridad. Tan es así que de mi existencia en aquel Departamento de Literatura jamás se supo. ¿Quién soy yo? Una sombra, o mejor, la leyenda de una amiga de una estudiante que fue vilmente forzada por sus padres a estudiar la increíblemente lucrativa carrera de Literatura. Nunca tuve la actitud, creo yo. Tal vez si hubiera leído el libro de antemano —y de paso me hubiera enamorado de antemano, como todos los demás — habría sabido qué rumbo tomar, qué exótica ropa ponerme, qué autores leer, de qué temas hablar y qué rumbos bogotanos recorrer. No obstante, no lo hice, y al no hacerlo quedé absolutamente perdida, eliminando (sin saberlo) toda posibilidad de alcanzar la meta colectiva de la graduación, meta que ya se me iba antojando borrosa y sin sentido.

El resultado directo de mis ojos desorbitados es la compresión de dos días en once horas seguidas de luz, no pregunten cómo.

El otro día, saliendo de los computadores del cuarto piso, encontré la sección de libros en mi lengua materna. Es extraño ver de repente toda una serie de estantes en la lengua que uno puede leer de corrido después de pasársela ignorando el esfuerzo que representa traducir dibujitos a palabras aún no muy claras. Uno de ellos, uno bien gordo y blanco, me hizo ojitos. Me dijo “léeme, ya es hora”. Yo titubeé. Titubeé durante días enteros, hasta que el lunes me decidí a aceptar la invitación del libro.

Ayer lo terminé, y estoy releyendo algunos fragmentos antes de devolverlo. Me encantó, ahora que no tengo nada con qué asociarlo*. Pero no, no me considero otra versión viviente de la Maga; no, no me derretí de amor sobre el capítulo 7, y no, no me llama la atención la vida paupérrimamente artística (¿o artísticamente paupérrima?) en París.

Argentina me encanta, pero es por otras razones.

*Miento. Durante un cuarto de libro uno jura que está leyendo una crónica sobre reuniones meranistas.

Mendigando música

Yo me pregunto por qué a la mongola de al lado se le dio por ensañarse con el hip-hop a todo volumen durante tantas noches cuando podía haber puesto ese pop mongol tan bonito que ayer en la tarde me sacó de mis cavilaciones y que lastimosamente no se podía oír tan bien por el viento y la gente de afuera.

Y=

El fuerte olor que acompaña a algunos estudiantes asiáticos no es del todo desafortunado. No es más sino cambiar una variable para que se arregle el problema. Las palabras “estudiantes asiáticos” las cambiamos por “platos de comida” y listo. Delicioso.

Primeras imágenes de lo que se encuentra tras cavar un túnel hasta el otro lado del mundo

Chinatown, Yokohama.
Una niña mirando el mar.
Una promesa de amor.
Caligrafía.

[ Strange Magic — Electric Light Orchestra (en mi cabeza, claro) ]

Jishin

A mí lo que me da miedo no son los temblores. Lo que realmente me aterra es el ruido del comienzo, el crujir de todo lo habitualmente estable, como un despertar repentino; es un segundo en el que todas las cosas hablan y se quejan para gradualmente volver a entrecerrar los ojos y finalmente caer en el letargo que las caracteriza.

Hasta ahora me desayuno

Hasta ahora vengo a caer en cuenta de que los museos que exhiben arte importante se encuentran generalmente atestados y ver las obras de cerca es prácticamente imposible.

En el Museo Nacional de Tokyo, me siento en uno de los muchos sofás libres, me quedo mirando fijamente a la “mujer mirando hacia atrás” de Moronobu tanto tiempo como quiera y repaso una y mil veces el segundo piso del edificio principal, donde están los trajes de los guerreros, los grabados de ukiyo-e y los vestidos de las cortesanas. Posiblemente a los turistas no les atraiga tanto este tipo de arte, porque apenas salgo al parque se reconocen desde lejos las rubias familias de mapa en mano y maleta a la espalda corriendo de un lado a otro.

Claro que yo nunca he ido a un museo atestado. Me pregunto si hay momentos en los que allí se pueda pasear tranquilamente y rumiar las obras.

[ en mi cabeza: “busco, busco, / busco un animal, / en el árbol del bosque, / en el agua del mar…” ]