Esta historia comienza con un par de huevos cocinados en aguas termales.
En vista de que paso demasiado tiempo utilizando los computadores de la biblioteca, decidí salir a cualquier lado. A cualquier lado. Como aún no logro acostumbrarme de nuevo a divertirme sola, le propuse el plan a Arturo, el peruano, quien aceptó sin titubear. Camino a la estación del tren nos encontramos con Yeo, quien regresaba de su paseo a un spa de aguas termales donde vendían huevos cocinados con cáscaras entre negras y doradas. Nos explicó que sabrían igual a los normales, que la única diferencia era el color externo. Encartados con el alimento que no nos comeríamos en plena calle, sacamos a pasear los regalos. Entonces, sin mapa y sin rumbo fijo, terminamos aquí.
En Ginza. Ginza es el distrito más fino de todo Japón. Se dice que el metro cuadrado más caro del planeta Tierra se consigue aquí, y no es para menos, pues habiendo estado en sitios modernos y elegantes como Shibuya y Shinjuku, uno se da cuenta de que eso podría haber sido moderno pero nunca elegante. En un diccionario enciclopédico debe salir una ilustración de Ginza al lado de la definición de “elegante”. El aire huele a perfume fino y las mujeres de peinados perfectos miran con ojos entrecerrados con la certeza de que sabemos que lo que tienen no lo tendremos jamás.
El huevo y el edificio Sony en Ginza. Sobrevivió a los trenes llenos pero no al hambre de Arturo.
Habiendo dado vueltas y más vueltas sin detenernos casi a mirar vitrinas (al fin y al cabo, con qué fin), la noche terminó de caer y nos encontramos en Shimbashi, donde el paisaje cambia espectacularmente. El glamour decayó, por no decir que desapareció por completo; había basura en las calles y el ritmo de los que tienen dinero para gastar en tiempo volvió a convertirse en el frenesí de los trabajadores. A lo lejos, una luz que decidimos seguir. Arturo preguntó direcciones a unos señores y, tras asegurarles que estaríamos bien y teníamos tiempo para caminar un largo trecho, empezamos a cruzar una avenida que, a juzgar por lo mal iluminada y llena de negocios cerrados, traía vagas reminiscencias de la carrera décima en Bogotá. Claro que sobra aclarar que la sensación de peligro que traían los recuerdos se desvaneció poco después.
No sé cuánto tiempo tardamos recorriendo lugares que de día tal vez se nos antojarían irreconocibles. Lo cierto es que cerca de las once de la noche nos encontramos aquí,
frente a la Tokyo Tower. La torre, de 333m de altura, es una especie de copia aumentada de la Torre Eiffel. Sin embargo, yo no sabría decir en qué difieren o si se parecen mucho, pues yo nunca he estado en París. Sorprendentemente el lugar no estaba vacío. Había japoneses y extranjeros tomando fotos al igual que nosotros, y uno que otro borracho tropezando por ahí. Antes de llegar a la esquina donde se vislumbró la torre en todo su esplendor, pasamos por un parque muy pobremente iluminado donde se encontraba una pareja sentada. Se miraban, se recostaba uno contra el otro, y Arturo y yo empezamos a hacer barra muy sutilmente. Por fin los amantes de oficina se animaron y fuimos testigos fugaces de nuestro primer beso apasionado en Japón. Sé que eso suena rarísimo, pero más extraña es la sensación de ver una acción que vagamente se recuerda en una tierra donde parece no existir en absoluto.
El regreso fue la típica mezcla de apretujones, empujones y hombres japoneses alcohólicamente alegres a medio dormir que debe acompañar los sistemas de transporte japoneses alrededor de la media noche casi todos, si no todos los días. Lo mejor de todo, creo yo, es caber milagrosamente en un tren del que sobresalen cuatro o cinco personas. Todo es cuestión de entrar de espaldas, apoyar la mano en el marco de la entrada y desde allí empujarse al interior mientras suena la campana de cierre de puertas. No hay que decir “córranse al centro, es que nadie colabora”, así como nadie dirá “pero no ve que no hay dónde correrse” y nadie le gritará a uno “eso sí por qué no salió más temprano”. Ante la ráfaga de pasajeros en busca de espacio lo único por hacer es seguir la vieja filosofía y ser como el agua. Uno pudo haber planeado pararse en cierto punto y aferrarse a cierta varilla, pero en cuestión de segundos uno habrá fluido a una sección completamente distinta y no hay manera de mover siquiera una mano hasta la siguiente estación.
Esta mañana, poco antes de comerme el huevo que había sobrevivido a la noche anterior en mi bolsillo, miré el mapa de Tokio. Habíamos estado a pocas cuadras del Palacio Imperial y el mercado de pescado de Tsukiji. Para una próxima vez será.
[ Love Train — The O’Jays ]