Comer afuera es una maravilla: todos pueden ver que has pedido una pasta fenomenal con un montón de queso parmesano y un buen vino. El cielo es azul, naranja y violeta, y se va apagando lentamente mientras se encienden las luces de la ciudad y tu acompañante hace un comentario ingenioso. Se ríen. Un mesero viejo de nariz aguileña y patillas largas les pregunta con el acento esperado en este tipo de lugares si todo está bien. Sí, todo está bien, no podría estar mejor. Sin embargo, el andén en el que está ubicada tu mesa es tan angosto que las carteras de las señoras y las cámaras de los turistas y los bordes de las chaquetas amenazan con llevarse una cucharada de salsa a cada instante. Todos pueden ver que has pedido una pasta fenomenal con un montón de queso parmesano y un buen vino: lo sabes porque las miradas no dejan de caer sobre tu mesa. Pasan con una frecuencia industrial. No hay descanso. Cada bocado es una curiosidad de zoológico. Tratas de sobreponerte y mirar en lontananza con frescura. No se ven las vitrinas de la acera de enfrente. No se ven los carros en la mitad de la calle. No se ven los postes de la luz al borde de este andén. Solo se ven las carteras y las cámaras y los bordes de las chaquetas rozando a toda velocidad tu plato y tu cara. Los transeúntes te encierran, te asfixian, te miran sin asomo de vergüenza y están de acuerdo contigo: comer afuera debe ser una maravilla.
Cuando estaba en el colegio, los profesores de educación física solían tratarme como a una especie de caso especial. Yo era la única que no podía pararse de cabeza ni hacer la media luna ni saltar lazo ni estirar bien las piernas. El test de Cooper me tocaba hacerlo abreviado para que el asma infantil no me dejara tirada por ahí. De esto último, empero, tengo un bonito recuerdo: el profesor que nos impartía la prueba también era asmático, así que, a pesar de que tenía fama de mala gente y era bastante duro con las demás, me daba mucho ánimo para que no me rindiera, incluso cuando perdí el test y lo tuve que repetir. Creo que nunca olvidaré ese gesto, acostumbrada como estaba a ser un caso perdido desde siempre.
Sin embargo, la pesadilla se reanudó en la universidad. Tsukuba, hogar de medallistas olímpicos y cuna del judo, tenía un requisito de deportes para todos sus alumnos. Como perdí todas las rifas de cupos para las clases más apetecidas, el primer año me tocó tomar danza y el segundo, balonmano. La profesora de danza era la coreógrafa de la selección olímpica japonesa de nado sincronizado en Pekín 2008, por lo cual ser tan descoordinada me parecía aún más vergonzoso. Era terrible verme en los espejos del salón, sobresaliendo por ser mucho más alta que mis compañeras y porque siempre iba para el lado que no era. En balonmano el capitán del equipo de la universidad me daba palabras de aliento y reconocía mi esfuerzo al final de la clase, pero la profesora dictaminó un día que mis piernas eran demasiado largas y por eso era tan propensa a los accidentes: una vez di un salto y mi rodilla, en vez de flexionarse hacia el frente en la caída, se dobló hacia el lado.
Tal parece que en pilates vuelvo a ser la “estudiante especial” del grupo. Soy la que no puede hacer algunos de los ejercicios porque la escoliosis no la deja. El resto de cosas las hago mal, creo. La instructora me dijo que he mejorado bastante (nótese que solo llevo dos sesiones) y preguntó si estoy haciendo algún otro ejercicio. Respondí que apenas había empezado a hacer yoga también. Durante la clase me veía en el espejo haciendo los ejercicios y, si se supone que he mejorado, debo imaginar que la semana pasada yo era lo peor que ella hubiera visto jamás. No obstante, no voy a ser tan boba de quedarme con el “era lo peor” en vez del “he mejorado bastante”. Es más, no voy a pensar en ninguna de esas dos cosas. Solo quiero ir y hacer lo que me toca y quedar con la tranquilidad de que por fin estoy dejando el sedentarismo a un lado.
Estos han sido días duros. El país ha destilado más odio de lo acostumbrado, o tal vez este estaba reprimido y explotó en un chorro a presión. La “gente de bien”, supuestamente velando por “nuestros niños”, les envió un mensaje muy claro a esos niños precisamente: cuando crezcan, si llegan a darse cuenta de que les gusta alguien del mismo sexo, bien se pueden ir suicidando y así acabar con el infierno en el que convertiremos sus vidas. Cuánto quisiera estar exagerando al decir esto.
Estaba meditabunda y triste, con el pobre consuelo de que en mi familia ninguno piensa así, cuando me llegó una invitación a un evento que prometía subir un poquito los ánimos de todos: el Picnic Amor Universal. Durante un par de horas, muchas personas compartiríamos un espacio (y mucha comida) y, por más cursi que suene, nos querríamos. Yo necesitaba un rayito de esperanza en medio de esta tormenta, así que decidí ir.
Había que llevar comida no solo para uno, obviamente. Me daba cosa llevar algo comprado sabiendo que los demás estaban metidos en la cocina haciendo tortas y empanadas. Además, no hay nada como las elaboraciones culinarias propias para demostrar amor. Le di muchas largas al asunto, pero finalmente hice galletas de chocolate con paçoca triturada justo antes de salir al Parque Nacional.
Lo que se vivió en la tarde de ayer (hermosa y soleada, además) fue importantísimo. Fue una gran unidad de seres humanos en coexistencia, contentos, sin miedo alguno al rechazo. Si algo positivo se puede sacar de esta semana tan terrible, es que nos forzó a todos los que nos oponemos al odio a dejar de andar por ahí desperdigados, distraídos y callados, convencidos de que vivimos en un momento para el que aún falta mucho. Nos obligó a salir y decir muy fuerte “esto no tiene que ser así”, y demostrar por qué.
Quiero que manifestaciones como esta se sigan repitiendo, y que sigamos unidos en el amor universal para enfrentar la oscuridad. Suena un poco como a los Ositos Cariñositos, pero miren todo lo que lograban ellos cuando se juntaban y emitían un rayo arcoíris.
Hoy fui por primera vez en la vida a una clase de yoga.
Está bien, no es la primera vez. Una vez, hace muchos años, mi amiga Lynn nos invitó a una clase que ella estaba tomando en un sitio en Usaquén. Me dio mucha vergüenza la manera como me temblaba todo al levantar las piernas. En otra ocasión, mi primer profesor de japonés, que también es instructor de yoga y pintor y biólogo y muchas cosas más, nos invitó a Himura (mi ex) y a mí a una de sus clases en el centro. Creo que yo no tenía ni la ropa apropiada, y una vez más, me dio mucha vergüenza no poder hacer nada de una manera que no fuera súper torpe. Además había un ejercicio en específico que me hacía doler la espalda terriblemente. Después supe que todo era por culpa de la escoliosis.
Podría haber desechado el yoga por siempre jamás, pero como me metí a una cosa de hacer ejercicio en diferentes lugares de Bogotá y mi rodilla no está para ponerme a saltar (y mucho menos hacer crossfit o algo así), pues decidí ver cómo me iba una vez más con el yoga. Elegí un sitio que ofrecía una clase de “yoga suave”.
Llegué temprano. La instructora me dijo que yo era la única en el estudio ese día. Le conté que yo hasta ahora estaba intentando empezar a hacer ejercicio. Lo que recordaba del yoga es que me había sentido en el infierno al intentarlo, pero esta vez no fue así. Claro que dolió y claro que no pude estirar nada bien, pero la instructora me tranquilizó varias veces: “eso es normal”. Salí relajada y contenta, y la instructora me dijo que esperaba que volviera. Yo sé que eso le deben decir los instructores a todo el mundo, pero a mí me pareció bonito sentirme bienvenida. Los espacios de hacer ejercicio me dan nervios.
Mi vida de traductora e intérprete es impresionantemente sedentaria. Cuando no estoy sentada traduciendo un documento tediosísimo, estoy sentada en una cabina diminuta repitiendo en otro idioma lo que alguien más ha dicho. Al cabo de un tiempo, eso empieza a tornarse preocupante. Especialmente cuando uno se ha hecho un daño en la rodilla fácilmente reparable con ejercicio y este vuelve a manifestarse porque después de la fisioterapia uno volvió a anquilosarse en la silla.
Como este año estoy saldando cuentas conmigo misma, aproveché una promoción de Groupon —un impresionante agujero negro del capitalismo— para afiliarme a un servicio que me permitiría asistir a clases de diferentes disciplinas en diferentes gimnasios. Mi primera elección: pilates.
Me levanté temprano, me alisté y fui a la clase un poco temerosa, ya que no soy grácil ni ágil ni nada parecido y por lo general he pasado vergüenzas con el ejercicio. Sin embargo, estuvo muy bien. La instructora tomó nota de las dolencias de cada asistente y en cada ejercicio nos iba indicando quién debía hacer algo diferente. Yo, con mi escoliosis, quedé maravillada de no quedar con el dolor lumbar agudo que siempre había acompañado cualquier intento de fuerza en los abdominales. Eso no significa que haya sido suave: bajé las escaleras después de la clase y los muslos me temblaban. Pero quedé contenta.
Después de la clase aproveché que Gianrico estaba cerca estudiando alemán y me encontré con él. Con cierta dificultad subí hasta donde estaba terminando su café y nos pusimos a hablar de idiomas y viajes y curiosidades. Lo de siempre.
Así transcurrió mi primer día de ejercicio. Mi veredicto es que quiero seguir haciéndolo.
Este mes me puse de meta escribir todos los días, pero solo duré dos semanas en el impulso.
El problema es que no se me ocurren ideas. Se supone que esto debe ser como el ejercicio, que uno mejora en la medida que lo hace con juicio, frecuentemente. Pero no, no se me ocurrió nada en todo ese tiempo. (Tampoco hice ejercicio.) Puras cosas sueltas inútiles. Pero si no se me ocurre nada, ¿por qué quiero seguir haciendo esto?
Supongo que lo averiguaré intentando, intentando una vez más.
«Todas queremos ser talla S», dice una mujer en la televisión, muy feliz de volver al SXIX.
Intento descifrar la lógica de ese argumento mientras me sirvo arroz. La ropa viene en diferentes tallas y uno escoge la que le queda bien, o al menos eso creería yo. A veces una prenda no le queda bien a uno en ninguna talla y eso es normal. Frustrante, pero normal. Nadie le pregunta a uno qué talla es a no ser que lo esté ayudando a uno a comprar ropa. La talla de una prenda está en la marquilla al interior de dicha prenda, no en un letrero gigante para que todos lo vean, como ocurre muchas veces con la marca.
Ahora pasemos al asunto de cómo la faja solucionaría el problema de querer ser talla S. Por un lado, el tamaño de una prenda no se define exclusivamente por el grosor de la cintura. Hay gente como yo, por ejemplo, que si quisiera ser S tendría que serrarse los huesos y rebanarse el pecho. Por el otro, entre una marca y otra puede haber una importante diferencia de tamaños. Entonces, si uno realmente quiere ser talla S a como dé lugar, no es sino que compre toda su ropa en un sitio donde esa sea la talla que mejor le quede y ya.
En fin. No sé por qué alguien querría ponerse un corsé a estas horas de la vida, pero el mundo de las televentas no es exactamente el mejor sitio para ir a buscar sensatez.
El año pasado, en junio, decidí de repente que quería visitar Lima durante la Feria del Libro, que era el siguiente mes. Fue un paseo muy bonito. Comí cosas muy ricas, me enfermé del estómago, me reuní con mis amigos dibujantes, alimenté a una pareja de gatos, caminé por el malecón de día y de noche, y me pregunté en repetidas ocasiones si lo que estaba viendo por la ventana era el cielo o una pared. Esa semana la pasé tan bien que me prometí que volvería para la próxima feria.
Julio de 2016. La FIL empezó hace poco y yo estoy acá en Bogotá, sin maletas ni reservas ni intenciones de nada. Con mis amigos peruanos no me hablo desde hace rato. Se me acabó la crema de ají amarillo y me resigné a su ausencia. Ni siquiera he vuelto a dibujar. Ayer me compré un tiquete aéreo pero hacia el norte en vez del sur. Creo que me entristece un poco darme cuenta de que ese país se me está desvaneciendo del corazón.
O no sé, tal vez exagero y en algún momento me volverá a dar un arranque, volveré a caminar por el malecón, me volverán a regañar porque no he hecho un fanzine y por fin probaré la ocopa arequipeña.
Esta mañana tomé mi primera clase de francés después de muchos años. Este es mi quinto intento en la vida y estoy peor que nunca. Confundo “il” con “elle”. La profesora me habla y yo me quedo mirándola con ojos entre confundidos y ausentes. Creo que pongo cara de avestruz. Leer números es una tortura porque solo se me ocurren en japonés.
Unas horas después de la lección me di cuenta de que hoy es la Fiesta Nacional francesa. Parecería como si hubiera querido abrir esta etapa con toda la pompa posible. Solo me faltó una cinta de inauguración frente a la parte de mi cerebro donde se van a trazar los nuevos caminos neuronales.
Después de hora y media de errores tontísimos (es una clase privada, así que soy la estudiante que hace el oso el 100% del tiempo), volví a mis labores en inglés y luego me fui a tomar chai con Gianrico. En medio de la tertulia recibí una llamada inesperada de la Embajada de Japón. No se molestaron en decir una sola palabra en español, ni siquiera para preguntar por mí. Entendí todo. Se sintió raro.
Un día, cuando estudiaba en Los Andes, había un corrillo reunido alrededor de una compañera de mi clase de francés. Este recuerdo no tiene un contexto muy claro, así que es como uno de esos cortos institucionales donde hay un pequeño tumulto sin razón en el salón de clases o la oficina y la cámara se acerca para saber qué está pasando. Una de las personas en el grupo se asoma y dice algo relevante para el tema del video. En mi caso, el gran mensaje fue que yo había llegado demasiado tarde y la compañera acababa de regalar el último Mozartkugel que había traído de Austria. Yo no tenía ni idea de qué era un Mozartkugel pero me lo pintaron como el bombón más maravilloso y especial del universo. Me prometí que algún día lo probaría.
El semestre se acabó, dejé de estudiar francés y empecé a estudiar chino, dejé de estudiar chino y seguí estudiando japonés, me fui a Japón, estudié alemán, retomé el francés (“retomé” es un decir; me metí a la clase de pura facilista y no estudié nada), aprendí un tris de italiano, y lo más cercano que vi a un Mozartkugel era el licor de chocolate Mozart que vendían en el Yamaya (la tienda de productos importados) y nunca compré porque siempre me dije al ver las botellas que mejor la próxima vez, y luego la próxima, y así.
El sueño de los Mozartkugeln tenía que desvanecerse tarde o temprano, especialmente con la aparición progresiva de nuevos (y muy tangibles) manjares. Pero de repente, todo este tiempo después, reemergió de la nada. Hoy me reuní con Laura y Kelly, dos amigas con quienes he corrido de aquí para allá en festivales de cómic. Laura había regresado de un viaje a Europa y nos contó que nos tenía regalitos. Hubo cómics y cuadernitos para hacer cómics, pero en la mesa también aparecieron… ¡Mozartkugeln!
No aguanté ni un minuto para comerme el mío. ¡Ya había esperado más de una década! Estaba tan rico como esperaba, tan rico como me habían dicho las compañeras de francés. Con razón tanta conmoción aquella tarde.