¿Envidia?

“Society tells women that their appearance is their most important trait, so the quickest way to silence a woman is to tell her that she is ugly.”

Naomi Wolf, The Beauty Myth

Cuando mujeres como yo criticamos los cada vez más fantasiosos cánones de belleza impartidos por los medios y la industria cosmética, se dice que nuestra reprobación necesariamente surge de la envidia que produce el no hacer parte de aquel ‘selecto grupo’ de mujeres cuyos rasgos corresponden a las exigencias de quienes pretenden vendernos el éxito contenido en fórmulas y prótesis. Creen que, como la zorra, miramos con desdén a quienes ‘lo han logrado’ y decimos que “estaban verdes”. Sin embargo, ¿qué es aquello que han logrado que las demás debemos envidiar? ¿Así de despreciables son nuestras opiniones sobre nosotras mismas?

En nuestra sociedad persiste aún la vieja idea de que las ambiciones de las mujeres están necesariamente ligadas a la apariencia personal: ser la más linda de la fiesta, levantar miradas por donde se pase, ser reina de belleza, atrapar un marido rico y buen mozo, no envejecer nunca. Inclusive el desempeño profesional sigue viéndose juzgado a través de la apariencia. Con base en esta creencia es fácil implantar un modelo de lo comercialmente aceptado como bello con el fin de incrementar las ventas de productos que prometen el éxito asociado con dicha belleza, generalmente a costa de la autoestima de quien los ha de consumir.

Creer en la belleza por fuera del molde preparado por la industria es no caer en su trampa, y por lo tanto es estigmatizado. La sociedad de hoy en día no me permite decirles que si me miro en un espejo de cuerpo entero me gusta lo que veo. ¡Cómo osa decir tamaña desfachatez si [inserte defecto aquí]! Es un pecado quererse tal como se es (ojo, no estoy usando el término “aceptarse”, que tiene un dejo de resignación) si no se tiene una figura que justifique tal amor propio. La ausencia del deseo de alterar nuestro físico, ya sea mediante el hambre, las cirugías o las fajas, denota—según nos hacen creer—un cómodo derrotismo ante la imposibilidad de alcanzar el secretamente anhelado ‘mejor yo’. Sin embargo, no existe tal versión mejorada: es la imagen de alguien más, un ser irreal a quien estamos obligadas a parecernos lo más posible para encajar en unos estándares de feminidad completamente arbitrarios.

Sandra Lee Bartky señala que el conseguir un cuerpo bello o sexy trae para la mujer atención y admiración, mas no respeto ni poder social. Decir que el discurso en contra de lo que Naomi Wolf denominaría “el mito de la belleza” es un simple subproducto de la envidia es afirmar que la mujer prefiere su valor como espectáculo a aquel como persona. Si bien hemos sido acostumbradas a vernos observadas, nuestra existencia no se limita a ese aspecto. La validez de nuestra opinión no tiene por qué depender de nuestra apariencia física. No estamos en obligación de creer a pies juntillas lo que los medios y la industria pretenden decir acerca de nosotras. Por el contrario, tenemos el deber de rebatir estos mitos y romper las cadenas de estricto autocontrol que nos han vendido como ‘feminidad’.

Algunos siguen creyendo que las revistas de moda hablan por nosotras, que no tenemos el poder de decidir sobre nuestro propio cuerpo y necesitamos que alguien más nos diga cómo es que queremos ser. Es hora de que nos escuchen sin el convencimiento de que nos tienen descifradas sólo porque unos pocos nos han metido por los ojos la falsa idea de que así es.

[ Chacarera de un triste — Los Chalchaleros ]

Así se ve una piscina en medio de una sala

Cuando tenía 12 años, las niñas de mi curso solían preguntarse entre ellas si tenían novio, traga o amor platónico. Para ser considerada normal, una debía tener al menos uno de los tres. Hasta la mejor alumna del curso tenía un amor platónico. La más exitosa era aquella niña que se había cuadrado con Simón—de su conjunto, claro, porque todos los novios, las tragas y los amores platónicos emergían invariablemente en inmediaciones de la casa de una. Siempre nos contaba sobre las frecuentes sesiones de besos que sostenía con él. Un día le pregunté cuánto tiempo duraba cada beso. “Seis o siete minutos”, me contestó.

Pero yo había dejado de salir a jugar con mis vecinos hacía ya tiempo. Ese año yo estaba descubriendo de la mano de Mr. Barfield, mi profesor de inglés y geografía, que lo mío era escribir cuentos y hablar con gente mayor, así se quedara dormida en la mitad de una frase en el bus del colegio. Además, los niños de mi conjunto eran horribles y Leonardo DiCaprio tenía cara de niña. Me habría quedado de mil amores con Paul McCartney pero, desgraciadamente, él ya estaba viejo y lucía una especie de mullet rojizo desagradable. Así que cuando la ineludible pregunta llegaba, yo no tenía ninguna respuesta satisfactoria que ofrecer.

Tal vez haya derivado del escándalo de poseer un corazón distraído el que durante un paseo a Villa de Leyva, una noche en la que casi todo el curso se reunió en un cuarto adornado con un aterrador pirograbado de Jesucristo para hablar mal de las ausentes, alguien me confesara que de mí se decía que era “infantil”. Nada nuevo. Al fin y al cabo siempre habían tenido alguna excusa para echar pestes de mí. Primero habían sido las buenas notas, ahora la ausencia de hombres en mi vida, pronto mi léxico y poco después la fealdad. El bachillerato hasta ahora empezaba, y según mis coetáneas yo era un exótico caso de mojigatería jamás visto desde la cacería de brujas en Salem.

El convencimiento de mis compañeras respecto de mi extremista inocencia adquirió tintes legendarios. Me rodeaban de cuando en cuando para ver si podían sacar de mi boca una grosería. Una vez oí desde mi puesto que la niña del pupitre de al lado se preguntaba con un par más por qué los labios son una zona erógena. Yo levanté la mirada y la dirigí hacia ella pensando en Desmond Morris, pero ella frenó en seco y dio por terminada la conversación, como si yo fuera a cubrirme los oídos y aullar “¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!” Años más adelante, al final de una reunión de despedida en un asadero me tomaron una foto con una copa de aguardiente, porque mi mano tocando un receptáculo con alcohol era una novedad, una ocasión irrepetible digna de ser inmortalizada.

A nadie se le ocurrió preguntarme qué pensaba, qué sabía, qué hacía. Igual para qué, si es tan fácil darlo todo por sentado. Cool, uncool. Nos mirábamos frente a frente, ellas y yo, y era como ver en un espejo el reflejo de lo que uno jamás querría llegar a ser en la vida. Yo tampoco exhibí interés alguno en conocerlas. Años después seguiría dando lo mismo recordar sus nombres o no.

Un 15 de junio me puse el uniforme de colores chillones por última vez. Esa noche miré a la segunda de la lista, sentada a mi derecha en el coliseo del colegio, y tuve la entera certeza de que aquella sería la última vez que la vería. Llamaron mi nombre y con alivio recogí mi diploma de bachiller. Desde entonces no volví a saber nada de ellas. De la mayoría de ellas, al menos.

[ Why — Annie Lennox ]

Recuento

En los últimos trece días:

  • Me hice a un montón de muebles usados para mi próximo apartamento
    • Y a una colección de conchas de mar
    • Aunque el apartamento está en veremos
  • Le di un regalo de cumpleaños a Keisuke
    • Y no lo volví a ver
  • Dañé mi cámara
    • Y la reparé yo solita
    • Confirmé el infinito cariño que le tengo a ese aparato
  • Busqué como desquiciada un efímero hit de los años 90 (Steal Your Love Away, de Gemini)
    • Lo peor de todo es que hace años tuve el archivo, pero luego me fui a Estados Unidos y quién sabe si se habrá perdido en las mil y una formateadas a las que han sido sometidos los computadores de la casa
  • Encontré consuelo musical en Jeanne Cherhal, Olivia Ruiz y Emily Loizeau
    • Y Emilie Simon no deja de sorprenderme
  • Tuve serias dudas respecto de mi carrera
    • Pero al final volví al remanso de la literatura
    • Igual lo importante por ahora es graduarme de algo
    • ¿Y el arte? ¿Y la música?
  • Me reuní a estudiar con Alicia
    • Y me convencí de que realmente tengo una amiga japonesa
    • Hicimos sesión de fotos
  • Recibí galletas caseras de San Valentín de parte de una niña que nunca antes me había dirigido la palabra
    • Y una chocolatina de Alicia
  • Le di consejo a otra compañera de clase sobre un asunto personal
    • Japonesa + asunto personal = milagro
    • Qué cantidad de pervertidos hay en este pueblo
  • Fui a Matsudo, Chiba, a reunirme con mis sempais
    • Hasta ahora conozco a varios de ellos
    • Cuánta sabrosura
    • Seis colombianos en un apartamento en Japón, es demasiado extraño
  • Pasé una tarde en Tokio con Chee Siang antes de su partida
    • En la heladería de Asakusa, ahora el vaso L trae tres sabores en vez de dos y vale lo mismo
      • Chocofresa, té verde y grosella negra
    • A la despedida se dejó dar un beso en la mejilla
      • El contacto físico ha sido todo un proceso con él
      • Hace más de un año intenté la misma gracia y saltó como gato mojado
    • Caray, cómo quiero a ese hombre
  • Tuve una charla necesaria con Monique
    • ¿Reveladora? ¿O la veía venir?
    • ¿Y ahora, qué sigue?
  • Organicé una exposición sobre el chocolate en Mesoamérica en cuestión de horas
    • No, no salió muy bien que digamos
    • No, no me importa
    • No, no quiero ser ni historiadora ni antropóloga
  • Chee Siang llamó a despedirse
    • Regresa en un mes
    • Lo voy a extrañar
      • Bueno, siempre lo he extrañado

[ La femme chocolat — Olivia Ruiz ]

Damnatio memoriae

La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.

Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.

Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.

Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:

Las mandarinas no estaban allí.

Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.

¡He creado un recuerdo ficticio!

Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.

O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.

*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.

[ Hide and Seek — Imogen Heap ]

La marcha

Un viejo amigo me preguntó si había ido a protestar el 3 de febrero en Tokio.
Le dije que no.
Dejó de hablarme.

[ La leyenda del tiempo — Camarón de la Isla ]

Carta abierta

Querido Tsukiji:

Otra soleada mañana de invierno ha llegado al archipiélago y tú y yo seguimos sin hablarnos.

Te cuento que anoche dormí bastante bien, cosa que no habría sucedido si mi cabeza adormilada no hubiera malinterpretado la alarma del celular como una interrupción de la que había que deshacerse a toda costa en nombre del descanso. Entonces tú y yo estaríamos a pocos pasos de despedirnos. Pero no lo estamos. Estamos amarrados, al menos por estos días que me quedan antes de explicarte ante la clase.

Sabes que gracias a tu autor yo pospuse tu lectura durante mucho tiempo. Yo había comenzado a leerte temprano, pero cincuenta páginas de autoalabanza… Pensé en ti en China, pero créeme que no te extrañé. Mi anhelo por ti es tan poco que he llegado hasta estos peligrosos límites en los que yo discuto la ortografía de una fruta que bien podría ser la grosella espinosa o la grosella negra cuando cada hora equivale a 20 páginas y yo desearía no tener un ritmo de lectura tan errático, devolviéndome a cada nada por haberme puesto a soñar despierta.

Sobre una caja aledaña a ti descansa Norwegian Wood, y como bien sabes, ese libro tampoco es mío y tarde o temprano habré de devolverlo. A tu lado encuentras Foundation, que debería haber terminado hace mucho. No sé si te has fijado en la bolsa de Maruzen al lado del escritorio; ésa también está llena de libros nuevecitos. Y en la estantería hay dos o tres más, de los que compré en Amazon. En resumen: eres el último libro que quisiera abrir en este momento. No quiero verte, no quiero saber de ti. Vuelve a la biblioteca del Profesor Augustin-Jean, porque en la mía tú no cabes.

Lo peor es que sabes que estoy mintiendo. Una vez me deshaga de la presentación que debo hacer sobre ti, ahorraré para comprarte nuevecito en Kinokuniya y devorarte con el gusto que mereces.

[ Parachute — Sean Lennon ]

Inner Trip

Inner Trip, el edificio más misterioso de todo Tokio.

Siempre me dicen lo mismo. No es sino que oigan (o lean) mis quejas sobre lo difícil, si no imposible, que es hacer amigos japoneses para que arremetan con el maternal consejo: “¿Pero por qué no les hablas tú?” Y no es para menos, si a los ojos de quienes han crecido en un país donde la amistad es tan sólo la consecuencia natural de haberse conocido mi discurso no puede ser sino un síntoma de paranoico derrotismo. Es que es absolutamente inaudito que alguien vea una acción tan simple como acercarse a alguien y decirle “hola” como una proeza que requiere minuciosa planeación y puede acarrear consecuencias negativas para las partes involucradas. Yo debo estar inventándome todo esto como excusa para esconder mis propias inseguridades.

Azuma, mi compañera de batalla en esta guerra contra lo incomprensible, me ha enviado un link que considero de gran utilidad para demostrar que el problema no me lo he inventado yo. Si hacen clic y ven el video encontrarán la triste historia de un fotógrafo italiano que recorre el mundo conviviendo con los grupos humanos que encuentra hasta ser considerado parte de ellos para entonces empezar a disparar su cámara. Pues bien, cuál sería la sorpresa del artista durante su último viaje al estrellarse contra la pared invisible que hay delante de cada nativo de este archipiélago. Su descripción de la experiencia con los japoneses se parece mucho a lo que dije el año pasado en vacaciones de verano cuando me llevaron de tour por las universidades de Bogotá donde Asai Sensei dicta clases.

Claro que, pensándolo bien, tampoco es que yo sea muy adepta del método colombiano de socialización como para responder al “¿por qué no les hablas tú?” con un “¡pero si ya lo intenté!”. A decir verdad, si hay algo que yo tengo en común con los japoneses (aunque en menor magnitud) es el pereque que pongo para relacionarme con otros seres humanos. No sólo el concepto de “ser entrador” no venía en mi paquete de instalación, sino que además suelo desilusionarme fácilmente de los recién conocidos. Sin embargo, esta falla ha terminado por obrar a mi favor, pues la cautela me ha permitido hacer un par de amigas japonesas en el transcurso de este primer año de universidad. Como si fuera poco, ahora un hombre me habla. Presiento cabezas que se menearán y lamentarán mi actitud negativa que no me habrá de llevar a ningún Pereira, así que procederé a explicar este punto un poco más en detalle.

En un salón de clases los alumnos son libres de sentarse donde quieran. Sin embargo, existe una barrera invisible e infranqueable entre hombres y mujeres. Hace tiempo fui testigo de una fiera competencia de じゃんけん (“janken”: piedra, papel y tijeras) cuya perdedora habría de llamar a un compañero que se encontraba al otro lado del salón para pedirle que diera comienzo a una reunión de curso. La sola exclamación “¡Nakamura-kun!” le tomó un esfuerzo considerable. Por otro lado, durante los primeros meses de mi clase de conversación en alemán, la práctica podía darse por perdida si mi pareja de trabajo llegaba a ser hombre. La cabeza que parecía desear ser de pájaro para esconderse bajo un ala y la voz inaudible me dejaron en la más absoluta impotencia más de una vez. ¿Más ejemplos? La clase de inglés, en la que a Adeline (mi compañera de Brunei) y a mí nos pusieron a hablar con un grupo de hombres y nos encontramos con cuatro mudos muros de contención. Si hacer una amiga es de por sí un logro, conseguir que un hombre le dirija a uno la palabra es una hazaña que merece ser grabada en piedra y alabada por los poetas.

Sentados estos precedentes, no me pregunten por qué este señor decidió hablarme una tarde después de clase de danza cuando estaba dispuesta a pasarlo derecho sin saludar, como es costumbre aún entre compañeros de clase. No me pregunten por qué encontró en la guitarra un pretexto para invitarme a su cuarto, por qué me sirvió café, por qué me enseñó a tocar El humahuaqueño y mucho menos por qué me prestó un libro pese a ser una completa desconocida que se sienta en un puesto diagonal al suyo cada jueves. Tampoco tengo explicación alguna para que tras este encuentro transcurrieran semanas enteras de ignorarnos mutuamente. Supongo que las cosas simplemente ocurren así en este país. A Alicia tampoco la saludo todo el tiempo, pese a que le hablo hasta de mis asuntos personales.

Esta tarde Keisuke (quien me pidió que no lo llamara más por el apellido sujeto al sufijo -kun, como se hace cortesmente) me volvió a saludar. Hablamos de su libro que aún no he leído, de mi viaje a China, de las pocas oportunidades que tenemos de encontrarnos. Finalmente me dio su número de teléfono y dirección de e-mail, agregando que se hallaría a la espera de mi mensaje.

Ariza Sensei decía que quien viene a Japón un mes escribe un artículo, quien se queda un año escribe un libro, y el que se queda cinco años no escribe nada. Yo llevo aquí más de un año pero estoy lejos de completar los cinco, y ya siento cómo se me van secando las palabras y las descripciones. Cada vez que doy algo por cierto hay un giro violento que derriba mis teorías y me deja tendida sobre el suelo del desconcierto. Tal vez por eso en este blog no se encuentran muchas descripciones del país y sus costumbres, como sería de esperarse en la página de una expatriada. Al fin y al cabo, éste siempre ha sido un viaje interno.

[ 両方 For You — ウルフルズ ]

初雪

Hoy desperté y, al abrir las cortinas, encontré que el mundo despedía cierto olor a trementina. Donde otrora reposaran prados y ramas sólo habían quedado sus contornos, blancos en el blanco lienzo de las primeras nieves de Tsukuba.

[ Je ne sais pas choisir — Emily Loizeau ]

Un cuerpo del cual avergonzarse

¿De vacaciones, mujer?

Te recomendaría que lo pienses dos veces antes de meterte a la piscina del balneario. Uno nunca sabe, no sea que gracias a tu buen apetito y falta de experiencia en el quirófano y el gimnasio termines exhibida en Flickr bajo los apelativos de “grotesca”, “ballena tratando de hundir otra ballena” o “típica mamá que se pone la ropa que ya no le queda bien”. O tal vez los fotógrafos furtivos sean benévolos contigo y simplemente te etiqueten con un sarcástico “hay mucha más gente a gusto con su cuerpo de lo que uno cree”. Al fin y al cabo, para cuerpos naturales como el tuyo existen otros tipos de traje de baño—¡y qué políticamente correctos estamos siendo al llamarlos “naturales” y no “repulsivos”! No descartes la burqa o un overol de mecánico de entre tus opciones para lucir sin ofender la vista de quienes creen que el sol sólo debería brillar para las carátulas de Sports Illustrated.

Corre a comprar la Cosmopolitan y aprende a meterte el dedo en la garganta antes de que sea demasiado tarde. Recuerda que sólo existe un tipo de cuerpo digno de mostrar, y no es precisamente el tuyo.

[ L. Wells — Franz Ferdinand ]

A Chick Flick Moment

No sé cuántas veces en la vida le he lanzado una sonrisa idiota a un hombre. Supongo que no muchas; no soy lo que llaman ‘una chica popular’ como para que me den la oportunidad. Igual las chicas populares no lanzan sonrisas idiotas sino miradas matadoras y yo de eso no sé, así que la posibilidad de haberlo hecho aumenta, pero las oportunidades siguen siendo pocas.

No obstante, cuando alguien llama mi nombre de la nada y se digna a invitarme a su morada y ofrecerme cafecito, y encima de eso se pone a enseñarme a tocar música andina en guitarra, y como si fuera poco aparece de la nada en el pasillo después casi un mes de ausencia con ojos almendrados y gigantescos y vestido como Scott Weiland… Hace triunfal aparición una sonrisa que no puede decir otra cosa más que “¿Sabías que soy una completa imbécil? ¿Nooo? ¡Pues ya lo sabes, así que no me vuelvas a dirigir la palabra!”

En media hora tengo clase con él. Que la cancelen, que la cancelen, que la cancelen.

[ Placebo Effect — Siouxsie and the Banshees ]