Apuntes del nuevo año escolar

Ahora que instalaron la división entre la cocina y el cuarto del nuevo apartamento me doy cuenta de lo pequeño que es. O de pronto es la soledad la que lo encoge. Entiéndase por soledad la falta de cierta persona.

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Empezaron las clases de nuevo y vuelvo a ser el bicho raro de siempre: el doble de alta, el doble de curvilínea y el doble de vieja que las demás estudiantes. Menos mal no soy rubia y ojiazul, porque ahí sí sería el equivalente humano de la pintura reflectiva. Lo bueno es que ahora más gente me saluda en los pasillos. Hombres no, obviamente.

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Los dos profesores de alemán que tengo (una alemana maciza y un japonés con cara de sabueso aburrido) no pueden creer que yo haya empezado a estudiar el idioma al tiempo que mis compañeros. Quién les manda a meterse en la cabeza que fuera del japonés no pueden hablar nada nada nada.

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Acabo de armar una estantería para libros y un escritorio sin manual de instrucciones. Me siento poderosa. Dadme un destornillador y armaré el mundo.

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No tengo inspiración para escribir nada. Por eso este post sale de a pedacitos. Escuché a Ha Jin hablar de sus procesos creativos en un video y me di cuenta de que yo no tengo nada llamado ‘proceso creativo’. Claro, porque yo no escribo. Recuerdo cuando fui a Minnesota y me llevé el cuaderno con mi novela. Eso sí era proceso creativo. Se llama disciplina.

[ No Buses — Arctic Monkeys ]

Epílogo de la mudanza

El parque del barrio con cerezos en flor.

Lo que parecía ser el final, no lo fue. Queridos radioescuchas, las aventuras de Olavia Kite regresan con nuevos y emocionantes episodios para el deleite de toda la familia. En esta ocasión, Olavia Kite es víctima del robo de su bienamada cámara y el fiel disco duro portátil que contiene todo el registro gráfico de su paso por Japón, Colombia y China. Sí señores, tal como lo oyen: la mudanza ha sido opacada por este desafortunado hecho. Sin embargo, la Divina Providencia ha obrado en favor de nuestra heroína y con ayuda de la Policía de Tsukuba y un llamado bilingüe al buen juicio, esta historia tiene un final feliz. Escuchemos este espeluznante relato.

Todo comenzó cuando el tutor dejó de atender las angustiadas llamadas de nuestra protagonista, preocupada de tener que abandonar aquel desagradable hoyo llamado Ichinoya a cierta hora mientras muchas de sus pertenencias aún llenaban la habitación. Pues bien, resignada a no contar con la ayuda que otrora recibiera, y horrorizada ante la idea de volver a halar una carreta por todo Tsukuba, Olavia llenó un montón de bolsas y las dejó en el pasillo mientras se dedicaba a llevar a cabo el papeleo de salida. Pronto arrastraría las bolsas consigo hasta su nuevo hogar y todo sería maravilloso. Sin embargo, la joven estudiante extranjera no contaba con los nuevos moradores del dormitorio, quienes ignoraban la ley silenciosa de no tocar los objetos del pasillo y aprovecharon su corta ausencia para hacerse a la trajinada cámara y el disco duro repleto de datos valiosos.

Encontrar el lugar donde antes se encontraba una cámara vacío fue descorazonador, pero no tanto como el posterior hallazgo de la falta del disco duro. Ni llorar podía nuestra pobre protagonista. En este momento de angustia la acompañaba Azuma, afortunadamente, ya que fue ella quien llamó a la policía para denunciar el robo al flaquear las fuerzas de la exasperada dueña de los aparatos. Mientras tanto, Olavia improvisó unos anuncios en inglés y japonés exigiendo la devolución de los objetos. Había algo de esperanza en este acto—creer que alguien se apiadaría de la dueña y simplemente dejaría el botín en el sitio estipulado…

El auto de la policía llegó y de él se apearon dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre, de cejas arqueadas, elaboró un croquis de la escena del crimen. El bosquejo incluía los números de todas las habitaciones de aquel tercer piso y flechas indicando dónde había bolsas y dónde habían caído las viejas pantuflas que el ladrón había dejado desperdigadas al tomar el tesoro. La mujer, alta y pecosa, tomó los datos y el testimonio de Olavia. Estudiante de primer año de tal carrera, colombiana, una cámara de este modelo y este color, un disco duro de otro color, avaluados en tantos yenes, se encontraba en proceso de mudanza, la nueva dirección es la siguiente, una consulta gramatical con su jefe. Una vez retiradas las autoridades, Azuma y Olavia tomaron dos taxis y los llenaron con las bolsas restantes, temerosas de perder el resto de sus cosas en caso de prolongar más este infernal acarreo.

Sobra decir que la llegada triunfal al nuevo hogar fue opacada por este hecho. En cualquier momento Olavia recordaba las fotos perdidas, los recuerdos deshechos por aquel malhechor que de seguro ya habría formateado el disco al hallarlo ilegible para Windows. Quién sabe qué grasosas manos estarían tomando fotos borrosas con la cámara ahora…

Dos días después, mientras la triste estudiante le comunicaba la noticia al mundo desde la biblioteca de la universidad, un mensaje proveniente de su amiga Alicia—ahora residente del dormitorio—la sacó del resignado letargo:

“La cámara y lo demás han regresado.”

Oh amado público, es imposible poner en palabras la estupefacción de Olavia Kite al recibir este mensaje en su celular. ¿Podía ser cierto? Sólo había una manera de comprobarlo.

Rauda salió nuestra heroína en su bicicleta hacia Ichinoya, donde la esperaba Alicia, sonriente, con una caja dentro de la cual la noche anterior alguien había depositado la cámara y el disco duro y los había abandonado silenciosamente frente a su puerta. Como pudo constatar luego, ya en calma, los datos del disco duro permanecían intactos, aunque los de la cámara habían sucumbido al afán amateur del ladrón de tomar fotos pequeñísimas para hacer rendir la tarjeta de la memoria. Su único trofeo permanente fueron dos tarjetas de memoria genéricas, las cuales fueron prontamente reemplazadas durante una posterior visita a Akihabara.

Y bien, queridos radioescuchas, he aquí el final feliz de esta historia. Toda evidencia de la mudanza fue destruida por las torpes manos del ladrón, pero a cambio Olavia conserva intacto su tesoro de memoria visual, del cual sacará copias de ahora en adelante. Ahora el sol brilla en su apartamento con ventanas mientras ella repasa una y otra vez las fotos que espera nunca más tener que dar por perdidas.

[ Cherry Tulips — Headlights ]

La mudanza, o lo que va de ella

Jinrikisha para turistas en Asakusa, Tokio. Foto mía.

Estoy completamente adolorida y extenuada. Me duelen las piernas, la cintura, los brazos, todo. Si consigo teclear es porque puedo mantener los brazos recostados contra el escritorio y no necesito pararme. Espero que no me dé sed porque no tengo ninguna intención de dirigirme hacia la nevera.

Después de perder la mitad de mis vacaciones de primavera corriendo a recoger y entregar papeles por todas partes, ha empezado oficialmente la temporada de mudanza. Por un lado es emocionante al saber que jamás de los jamases volveré a ver u oír a la [inserte todos los insultos que se le ocurran aquí] de mi vecina y que por fin estaré en un apartamento real con cocina y baño. Atrás quedarán los días del cochino dormitorio donde la gente deja huesos de pollo en los pasillos, los gatos sarnosos dormitan sobre las motos y hay carteles de “no escupir en las paredes”.

Mudarse es teóricamente fácil. Se bota lo que no sirve, se guarda el resto en cajas y se espera a los del camión para que hagan el trabajo pesado. Pero yo debo ser entre tacaña y masoquista porque he decidido ahorrarme el paso del camión. He ignorado las advertencias de mi madre preocupada y la promesa de ayuda económica de mi abuela (“si me das esa plata la usaré para comprar otra cosa y no para pagarles a esos estafadores”, le respondí) y he decidido, con ayuda de Azuma, tomar una carretilla de dos ruedas—de esas que se ven en los sitios turísticos para pasear a la vieja usanza, pero de carga—y llevarla al nuevo edificio repleta de muebles y cachivaches.

***

Acá cambia el tono de la historia, si bien ni siquiera alcanzó a empezar. La autora, recuperada al fin del intenso dolor muscular, les cuenta a los lectores que sólo alcanzó a hacer un viaje con la carretilla. Al regreso el cansancio era tan terrible que ella y Azuma decidieron dedicarse a oficios menos ingratos como la fotografía de flores. ¿Hay algo de más esplendor que el aroma de las magnolias?

Entra el tutor en escena. La autora gesticula al hablar de la salvación encarnada en su tutor, quien llegó en automóvil para ayudar a llevar todo el resto de cosas que de alguna manera Azuma y la autora pretendían arrastrar en un jinrikisha. En dos días llevaron todos los muebles, toda la ropa y casi todos los cachivaches que había en los cuartos de ambas. Aún falta, pero ya es poco comparado con lo que les esperaba tras aquella bella mañana primaveral. Sale el tutor.

***

En todo caso somos unas ilusas al creer que podíamos hacerlo solas y por tan rudimentarios medios. Si no hubiera sido por el tutor, en este momento estaría llorando de la desesperación. O tal vez ni habría tiempo para eso; estaría arrastrando bolsas en el bus desde las seis de la mañana.

Mañana al mediodía nos entregarán las llaves de nuestros respectivos apartamentos y saldré de una vez por todas de este agujero con vista a un árbol muerto. Después de la larga espera ocuparé un espacio decente, digno de un ser humano. Ver este cuarto desnudo, tal como hace un año, me provoca repulsión y asombro. ¿Cómo pude aguantar tanto tiempo en un lugar tan espantoso?

La esperanza, supongo.

[ Vertigo — Jump, Little Children ]

I Dream of Carranga

Anoche soñé que regresaba al colegio y Jorge Velosa era mi profesor de música. En clase yo tocaba guitarra—estábamos montando un repertorio carranguero, naturalmente—pero no me sabía los acordes de las canciones. Se los pedía a Don Jorge, pero él me decía que debía sacarlos a oído. Luego el Carranguero Mayor nos enseñaba a preparar cocido boyacense.

Me temo que mi cerebro está tejiendo una gran red de sueños coloridos para tratar de tapar los tristes bloques de concreto gris en los que se está convirtiendo mi realidad.

[ Samurai Soul — Ulfuls ]

Cinco sueños

1.
En bus en San Francisco. Desde la ventana observo lujosos edificios de apartamentos. Se alcanza a ver que tienen lámparas de araña, cortinas blancas y cielorrasos altos. Pienso que jamás podré tener un apartamento grande en una ciudad hermosa.

2.
Paseo a San Francisco. Trato de ir a los mismos lugares que visitara con Minori en 2003, pero resulto en un hospital gigantesco donde los pacientes, ancianos en su mayoría, rezan sin parar, como resignados a esperar su muerte. Incendio en el hospital. Los pacientes calcinados parecen momias y aparecen por doquier. Abro una puerta, me abro paso por entre dos momias y de repente soy un niño de diez años jugando a la vera de un río.

3.
Vivo en un lugar laberíntico, en un barrio lleno de papelerías. Al parecer el sitio donde vivo queda en un piso alto de uno de muchos edificios cuyos primeros niveles están dedicados a estos negocios; los callejones se parecen a los que viera en Shinjuku en 2006. Inclusive los dependientes son japoneses. Sé que pronto tendré que mudarme, lo cual me aflige ya que adoro las papelerías y los intrincados corredores de este lugar están cubiertos de estanterías repletas de libros. Recorro el lugar sin rumbo fijo. Me encuentro con Gianrico en un espacio amplio, entapetado, y sostenemos una conversación. Noto que usa botas vaqueras color fucsia.

4.
He sido forzada a trabajar de hostess para un señor igualito al viejo sádico de L’Histoire d’O, quien a su vez se parece a Julio Del Mar. Mis amigas del colegio están ahí también y comentan que ninguno de los bikinis disponibles para que nos pongamos me quedan. “Necesitas un bikini muuuuy grande”, me dicen. No estoy dispuesta a venderme y estoy angustiada. El viejo sádico me regaña por quejarme, y yo le digo que cuando me examinaron “me tocaron como a una mesa”. Pido permiso para ir a una droguería y conseguir Veet para depilarme las piernas. Mi cliente, estudiante setentero de Yale, canta “Hablemos del amor” de Raphael y pregunta por mi veredicto. Le digo que Raphael canta mejor. Me alivia enterarme de que mi cliente sólo quiere que cante bolero para él y sus amigos. Aún así, estoy obligada a ponerme el dichoso bikini, pero el viejo sádico y el cliente setentero me interrumpen repetidas veces, ya sea para regañarme o para contarme anécdotas.

5.
Nado en una piscina natural dentro de una gruta a la que le llega la luz del sol desde arriba. Me sorprendo de mi propia habilidad en el agua. De pronto alguien me hace notar que la piscina está llena de ratas muertas. Con más asco que terror procuro evadir sus peludos y grises cadáveres mientras salgo de ahí.

[ Fallen Angel — Elbow ]

The Truth About Cats & Dogs

Gracias a la curiosidad que me generaba Janeane Garofalo desde 2003 asistí esta tarde a la perpetuación de todo un coctel de estereotipos: bella = bruta, inteligente = fea, rubia delgada = bella + bruta + anoréxica, bajita gruesa = fea + inteligente + baja autoestima, acento británico = irresistible. La película habría terminado por gustarme si Noelle y Abby hubieran descubierto al final que se entendían tan bien que en realidad se amaban entre ellas y no necesitaban al señor británico, quien al fin y al cabo era incapaz de distinguir sus voces y lo único que tenía de fascinante era un bullmastiff. Por lo demás, Uma Thurman no convence en el papel de bruta indefensa, pero eso puede ser prejuicio mío por haberla visto en roles poderosos posteriores a éste.

[ She’s Like a Rainbow — The Rolling Stones ]

¿Envidia?

“Society tells women that their appearance is their most important trait, so the quickest way to silence a woman is to tell her that she is ugly.”

Naomi Wolf, The Beauty Myth

Cuando mujeres como yo criticamos los cada vez más fantasiosos cánones de belleza impartidos por los medios y la industria cosmética, se dice que nuestra reprobación necesariamente surge de la envidia que produce el no hacer parte de aquel ‘selecto grupo’ de mujeres cuyos rasgos corresponden a las exigencias de quienes pretenden vendernos el éxito contenido en fórmulas y prótesis. Creen que, como la zorra, miramos con desdén a quienes ‘lo han logrado’ y decimos que “estaban verdes”. Sin embargo, ¿qué es aquello que han logrado que las demás debemos envidiar? ¿Así de despreciables son nuestras opiniones sobre nosotras mismas?

En nuestra sociedad persiste aún la vieja idea de que las ambiciones de las mujeres están necesariamente ligadas a la apariencia personal: ser la más linda de la fiesta, levantar miradas por donde se pase, ser reina de belleza, atrapar un marido rico y buen mozo, no envejecer nunca. Inclusive el desempeño profesional sigue viéndose juzgado a través de la apariencia. Con base en esta creencia es fácil implantar un modelo de lo comercialmente aceptado como bello con el fin de incrementar las ventas de productos que prometen el éxito asociado con dicha belleza, generalmente a costa de la autoestima de quien los ha de consumir.

Creer en la belleza por fuera del molde preparado por la industria es no caer en su trampa, y por lo tanto es estigmatizado. La sociedad de hoy en día no me permite decirles que si me miro en un espejo de cuerpo entero me gusta lo que veo. ¡Cómo osa decir tamaña desfachatez si [inserte defecto aquí]! Es un pecado quererse tal como se es (ojo, no estoy usando el término “aceptarse”, que tiene un dejo de resignación) si no se tiene una figura que justifique tal amor propio. La ausencia del deseo de alterar nuestro físico, ya sea mediante el hambre, las cirugías o las fajas, denota—según nos hacen creer—un cómodo derrotismo ante la imposibilidad de alcanzar el secretamente anhelado ‘mejor yo’. Sin embargo, no existe tal versión mejorada: es la imagen de alguien más, un ser irreal a quien estamos obligadas a parecernos lo más posible para encajar en unos estándares de feminidad completamente arbitrarios.

Sandra Lee Bartky señala que el conseguir un cuerpo bello o sexy trae para la mujer atención y admiración, mas no respeto ni poder social. Decir que el discurso en contra de lo que Naomi Wolf denominaría “el mito de la belleza” es un simple subproducto de la envidia es afirmar que la mujer prefiere su valor como espectáculo a aquel como persona. Si bien hemos sido acostumbradas a vernos observadas, nuestra existencia no se limita a ese aspecto. La validez de nuestra opinión no tiene por qué depender de nuestra apariencia física. No estamos en obligación de creer a pies juntillas lo que los medios y la industria pretenden decir acerca de nosotras. Por el contrario, tenemos el deber de rebatir estos mitos y romper las cadenas de estricto autocontrol que nos han vendido como ‘feminidad’.

Algunos siguen creyendo que las revistas de moda hablan por nosotras, que no tenemos el poder de decidir sobre nuestro propio cuerpo y necesitamos que alguien más nos diga cómo es que queremos ser. Es hora de que nos escuchen sin el convencimiento de que nos tienen descifradas sólo porque unos pocos nos han metido por los ojos la falsa idea de que así es.

[ Chacarera de un triste — Los Chalchaleros ]

Así se ve una piscina en medio de una sala

Cuando tenía 12 años, las niñas de mi curso solían preguntarse entre ellas si tenían novio, traga o amor platónico. Para ser considerada normal, una debía tener al menos uno de los tres. Hasta la mejor alumna del curso tenía un amor platónico. La más exitosa era aquella niña que se había cuadrado con Simón—de su conjunto, claro, porque todos los novios, las tragas y los amores platónicos emergían invariablemente en inmediaciones de la casa de una. Siempre nos contaba sobre las frecuentes sesiones de besos que sostenía con él. Un día le pregunté cuánto tiempo duraba cada beso. “Seis o siete minutos”, me contestó.

Pero yo había dejado de salir a jugar con mis vecinos hacía ya tiempo. Ese año yo estaba descubriendo de la mano de Mr. Barfield, mi profesor de inglés y geografía, que lo mío era escribir cuentos y hablar con gente mayor, así se quedara dormida en la mitad de una frase en el bus del colegio. Además, los niños de mi conjunto eran horribles y Leonardo DiCaprio tenía cara de niña. Me habría quedado de mil amores con Paul McCartney pero, desgraciadamente, él ya estaba viejo y lucía una especie de mullet rojizo desagradable. Así que cuando la ineludible pregunta llegaba, yo no tenía ninguna respuesta satisfactoria que ofrecer.

Tal vez haya derivado del escándalo de poseer un corazón distraído el que durante un paseo a Villa de Leyva, una noche en la que casi todo el curso se reunió en un cuarto adornado con un aterrador pirograbado de Jesucristo para hablar mal de las ausentes, alguien me confesara que de mí se decía que era “infantil”. Nada nuevo. Al fin y al cabo siempre habían tenido alguna excusa para echar pestes de mí. Primero habían sido las buenas notas, ahora la ausencia de hombres en mi vida, pronto mi léxico y poco después la fealdad. El bachillerato hasta ahora empezaba, y según mis coetáneas yo era un exótico caso de mojigatería jamás visto desde la cacería de brujas en Salem.

El convencimiento de mis compañeras respecto de mi extremista inocencia adquirió tintes legendarios. Me rodeaban de cuando en cuando para ver si podían sacar de mi boca una grosería. Una vez oí desde mi puesto que la niña del pupitre de al lado se preguntaba con un par más por qué los labios son una zona erógena. Yo levanté la mirada y la dirigí hacia ella pensando en Desmond Morris, pero ella frenó en seco y dio por terminada la conversación, como si yo fuera a cubrirme los oídos y aullar “¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!” Años más adelante, al final de una reunión de despedida en un asadero me tomaron una foto con una copa de aguardiente, porque mi mano tocando un receptáculo con alcohol era una novedad, una ocasión irrepetible digna de ser inmortalizada.

A nadie se le ocurrió preguntarme qué pensaba, qué sabía, qué hacía. Igual para qué, si es tan fácil darlo todo por sentado. Cool, uncool. Nos mirábamos frente a frente, ellas y yo, y era como ver en un espejo el reflejo de lo que uno jamás querría llegar a ser en la vida. Yo tampoco exhibí interés alguno en conocerlas. Años después seguiría dando lo mismo recordar sus nombres o no.

Un 15 de junio me puse el uniforme de colores chillones por última vez. Esa noche miré a la segunda de la lista, sentada a mi derecha en el coliseo del colegio, y tuve la entera certeza de que aquella sería la última vez que la vería. Llamaron mi nombre y con alivio recogí mi diploma de bachiller. Desde entonces no volví a saber nada de ellas. De la mayoría de ellas, al menos.

[ Why — Annie Lennox ]

Recuento

En los últimos trece días:

  • Me hice a un montón de muebles usados para mi próximo apartamento
    • Y a una colección de conchas de mar
    • Aunque el apartamento está en veremos
  • Le di un regalo de cumpleaños a Keisuke
    • Y no lo volví a ver
  • Dañé mi cámara
    • Y la reparé yo solita
    • Confirmé el infinito cariño que le tengo a ese aparato
  • Busqué como desquiciada un efímero hit de los años 90 (Steal Your Love Away, de Gemini)
    • Lo peor de todo es que hace años tuve el archivo, pero luego me fui a Estados Unidos y quién sabe si se habrá perdido en las mil y una formateadas a las que han sido sometidos los computadores de la casa
  • Encontré consuelo musical en Jeanne Cherhal, Olivia Ruiz y Emily Loizeau
    • Y Emilie Simon no deja de sorprenderme
  • Tuve serias dudas respecto de mi carrera
    • Pero al final volví al remanso de la literatura
    • Igual lo importante por ahora es graduarme de algo
    • ¿Y el arte? ¿Y la música?
  • Me reuní a estudiar con Alicia
    • Y me convencí de que realmente tengo una amiga japonesa
    • Hicimos sesión de fotos
  • Recibí galletas caseras de San Valentín de parte de una niña que nunca antes me había dirigido la palabra
    • Y una chocolatina de Alicia
  • Le di consejo a otra compañera de clase sobre un asunto personal
    • Japonesa + asunto personal = milagro
    • Qué cantidad de pervertidos hay en este pueblo
  • Fui a Matsudo, Chiba, a reunirme con mis sempais
    • Hasta ahora conozco a varios de ellos
    • Cuánta sabrosura
    • Seis colombianos en un apartamento en Japón, es demasiado extraño
  • Pasé una tarde en Tokio con Chee Siang antes de su partida
    • En la heladería de Asakusa, ahora el vaso L trae tres sabores en vez de dos y vale lo mismo
      • Chocofresa, té verde y grosella negra
    • A la despedida se dejó dar un beso en la mejilla
      • El contacto físico ha sido todo un proceso con él
      • Hace más de un año intenté la misma gracia y saltó como gato mojado
    • Caray, cómo quiero a ese hombre
  • Tuve una charla necesaria con Monique
    • ¿Reveladora? ¿O la veía venir?
    • ¿Y ahora, qué sigue?
  • Organicé una exposición sobre el chocolate en Mesoamérica en cuestión de horas
    • No, no salió muy bien que digamos
    • No, no me importa
    • No, no quiero ser ni historiadora ni antropóloga
  • Chee Siang llamó a despedirse
    • Regresa en un mes
    • Lo voy a extrañar
      • Bueno, siempre lo he extrañado

[ La femme chocolat — Olivia Ruiz ]

Damnatio memoriae

La memoria, esa traicionera caja de sorpresas.

Hace unas horas regresé del supermercado con una bolsa de frambuesas congeladas. Aburrida de las mandarinas, había decidido darles una oportunidad, en parte con nostalgia derivada de un recuerdo muy específico de mi vida en Dubuque: la única vez que, harta de los bananos que ocupaban la mitad de la sección de frutas en Wal-Mart, compré una cajita de frambuesas (carísimas) y me las comí con fruición. En fin. Las frambuesas estaban ahí para hacerles compañía a las mandarinas en las que venía pensando desde hacía rato, ya que habían pasado varios días desde que su compra y lo más probable es que ya hubiera alguna tomando visos entre verduzcos y blanquecinos, toda esponjosa y llena de vida, tomando posesión de la nevera.

Las mandarinas ocupaban mi mente un rato cada día, pero nunca lo suficiente como para levantarme e ir por ellas al cajón de la nevera donde acompañaban a la panela en polvo. Con un libro de Orhan Pamuk ante a mis ojos le di vueltas a la idea de tomar un par e ir comiendo casquitos poco a poco, pero al fin me sumergí del todo en la lectura y el proyecto quedó en el olvido. Frente al computador pensaba en lo bueno que sería comerme un par, pero luego tomaba unos sorbos de limonada y el asunto quedaba archivado. El viernes, cuando Adeline me invitó a desayunar a su cuarto y me ofreció una mandarina, recordé brevemente mi botín intacto en peligro.

Pues bien, hace unos minutos abrí la nevera para acabar con el problema de una vez por todas y devorar las mandarinas que quedaran sanas. Sin embargo, mi resolución se vio detenida por un pequeño inconveniente:

Las mandarinas no estaban allí.

Busqué en el congelador, entre las bolsas vacías y cerca de la basura. Nada. Me temo que el problema es peor de lo que parece: no sólo las mandarinas no están en la nevera ni en ningún otro rincón de mi cuarto emitiendo hedores delatores del descuido, sino que nunca han estado. Las mandarinas no existen.

¡He creado un recuerdo ficticio!

Y ahora, ¿cómo voy a creer en mí, en mi propia historia? Cuando sea vieja me rodearé de niños para contarles anécdotas de una juventud que no pasó, llenas de sucesos que jamás tuvieron lugar. Hoy son frutas; mañana serán personas, luego viajes, libros leídos y gustos musicales.

O de pronto el asunto es todavía más grave. Tal vez esto no esté pasando; tal vez en realidad yo estoy sentada en una mecedora en Puerto Salgar, Cundinamarca, tomando preparada*, espantando jejenes e inventándome la vida de alguien que por coincidencia resultó viviendo un país lejano. Sólo que de repente tuve que pararme y decirle a un niño que se bajara del palo de mango si no quería descalabrarse. Una vez de regreso en la mecedora, el hilo de la historia se había perdido, y en la nevera ya no había mandarinas.

*preparada: tamarindo Postobón con limón. Bebida popular en el Magdalena Medio.

[ Hide and Seek — Imogen Heap ]