Revelación (I)

Hacía mucho tiempo que no veía a Noboru, mi ex tutor. El hombre que siempre me hacía pensar en lo insoportable que puede llegar a ser la vida para los habitantes de este archipiélago había desaparecido de mi vista tras su transferencia a la Universidad de Tokio. Sin embargo, de repente, me había contactado de nuevo y ahora nos dirigíamos en su auto hacia una estación del Tsukuba Express localizada en medio de una nada que rápidamente se llenaba de edificios residenciales. El vehículo atravesaba una vía estrecha y serpenteante para salir de la universidad donde me había recogido mientras sonaba algo de jazz, una tonada desconocida. De pronto su voz rompió nuestro musicalizado silencio con una revelación.
—Mi esposa quiso morir anoche.
La extraña construcción de aquella frase en español era una hermosa alfombra que cubría parcialmente el profundo abismo que pretendía mostrarme. Era un abismo que ya había visto bastantes veces, incluso de cerca. Este lugar está minado de cráteres sin fondo que hay que bordear con cuidado.
—¿¡Intentó matarse!?
—Sí. Dos veces.
Noboru hablaba en un tono más bajo de lo usual, pero sin exaltarse. Me explicó con amabilidad que su esposa había recurrido al popular método de asfixia por monóxido de carbono dentro de su carro y, cuando ello no funcionó (no me quedó del todo claro cómo se frustró el plan), se encerró en el baño para ahorcarse con un cable.
El auto avanzaba ahora en medio de dos filas interminables de gingkos desnudos.
—¿Y está sola ahora?
—Sí. Está durmiendo.
—Pe-pero… ¿no deberías estar con ella mejor? ¿No es peligroso dejarla sola?
—Sí—replicó él, impasible—. Pero hay que trabajar.

[ Peace Train — Cat Stevens ]

The Team

The Team

The Team

The Team

[ Crazy — Aerosmith ]

Mordacia mordax

—Si pudiera, abriría la boca hasta donde dieran mis mandíbulas y la encajaría sobre tu cabeza rapada.
—Deja de portarte como una lamprea.
—En Portugal son muy apetecidas. Se guisan en su propia sangre y se sirven con arroz. A los antiguos romanos les encantaban.
—¿Te das cuenta de por qué no quiero volver a saber de ti?
—Yo sólo quería hablar.
—Pues yo no.
—¿Todavía te gusta la música? Encontré unas canciones bonitas este fin de semana.
—…
—Tal vez no quieras probarme nunca más, pero al menos déjame pegarme a un vidrio desde donde te pueda ver.

[ Love Can Damage Your Health — Télépopmusik ]

Songino Khairkhan

Me han transferido a Ulán Bator. Estoy segura de que se trata de un error, pero la carta del Ministerio de Educación es clara y tiene mi nombre completo. Al parecer, por cuestiones de la crisis económica han decidido endilgarle el bulto estudiantil a países con más espacio y pensiones más baratas. Así pues, una vez obtenga la visa de Mongolia, procederé a repartir mis cachivaches, darme mis últimos paseos por Tokio y pedir mi último sushi de anguila. Ya estoy resignada.

Apenas me enteré de la noticia intenté obtener ayuda de mis padres por vía telefónica, pero la comunicación se cortaba misteriosamente en cuanto hacía mención del tema. Llamé entonces a Himura para pedirle en clave que me sacara de este entuerto, pero me dijo que soy una obsesa y estoy loca, y procedió a ignorar el timbre del celular como si no vibrara sobre su muslo. “Es una alarma”, les explicó fríamente a quienes le preguntaron si no iba a contestar.

El señor Sakaguchi, quien ante la inminencia de mi partida aceptó salir a comer conmigo, dice que no tengo de qué preocuparme, ya que Ulán Bator es una ciudad grande y respetable como cualquier capital. Pero la verdad es que él es un insensible y no le ha echado un vistazo a la desmoralizadora Wikipedia. Detrás de su amplia sonrisa se esconde el hecho de que el momento en que me suba al bus que me lleve al aeropuerto será el momento en que él borre mi existencia de su cabeza. Se preguntará entonces de dónde rayos salió aquel pequeño retrato de él hecho en tinta.

Tal vez no sea tan malo, después de todo. Los mongoles hablan como si en su lengua se vivieran reventando dulces efervescentes—¡siempre hay algo nuevo que aprender! Además los lácteos me encantan y la changua hizo parte de mi dieta durante toda mi época de colegio. Al frío sabré acostumbrarme tarde o temprano. La montaña de cebollas no puede ser un lugar tan terrible para vivir, si todavía hay gente que reside allí.

Dos años después, creo, retornaré a Colombia con el rostro ajado y el sabor del té con leche y sal en la boca. Habrá demasiada gente en la calle, demasiadas palabras inteligibles condensadas. La yo de hoy sabe que tendrá un impulso de soplar suavemente sobre las cenizas del amor perdido. Sin embargo, la yo de ese entonces habrá aprendido que los humanos no somos más que nombres en listas infinitas. Hemos inventado de todo para recordarnos, pero lo único que hemos logrado es mantener frescas las palabras. Más allá de eso, las cicatrices se desvanecen y renuevan orondas ante nuestra impotente vista miope que no puede trascender los océanos.

Había llamado a Himura con desespero, como si él hubiera podido hacer algo desde allá. Pero la verdad es que desde nuestro último beso nos habíamos convertido tan solo en aquello que nos permitieran las máquinas: voces entrecortadas, abreviaciones, pixeles. Da lo mismo que me vaya a Ulán Bator ya mismo: es pasar de un olvido a otro olvido.

[ I Get Along Without You Very Well — Chet Baker ]

Culinary Mishaps

Ayer derretí una espátula. No, no fue mi intención. Fue uno de esos accidentes divertidos, como cuando se fisuró un pocillo sumergido en agua caliente y por entre la raja empezaron a salir volutas de leche. Intenté levantar el artefacto y en mi mano sólo había medio pocillo.

Andaba poniéndole atención a un llamado de la naturaleza, una voz que me decía “papitas grasositas con mucha sal y salsa de tomate”, cuando de repente me di cuenta de que había un poco menos de la herramienta con la cual sacaba las papas del aceite. Claro, podría haber usado una cuchara para freír en vez de la espátula, pero resulta que en este hogar no hay sino un juego de cubiertos, un cuchillo filudo y un balde.

Himura se indigna al saber que no tengo intención alguna de invitarlo a conocer mis dones culinarios. Tal vez piensa que es producto de un exceso de feminismo mal llevado, pero la verdad es que dichos dones no existen. Aderezo las papas fritas con caramelo negro sin sabor y la leche al baño maría se convierte en agualeche con medio pocillo. De aquí jamás ha emanado el dulce aroma de las galletas recién hechas. Una vez tosté un pan en una cacerola, y le puse mantequilla, canela y azúcar, inspirada en una receta que me dio una antigua amiga en cuya cocina jugaba esgrima con las cucharas de palo—para su profundo disgusto. Eso me quedó bien. De resto, muchas veces no conozco el resultado final de mis incursiones culinarias puesto que el hambre es tal que me lo como todo a medio cocer.

Si a alguien se le ocurre algún día que vivir conmigo sería una maravillosa idea, le advierto: no me deje entrar a la cocina, o estaremos en apuros. Y si no que lo diga Minori, cuya cocina prácticamente incendié fritando berenjenas. Mejor encárgueme de los platos… los desocupo con gusto.

[ Silverscreen — Jesca Hoop ]

More Than This

No estoy cansada; estoy aburrida. No se me ocurre un buen incentivo para ir a clase. Supongo que necesito un kibbe como carnada para perseguir cual zanahoria colgada del lomo de un burrito. No sé por qué un kibbe y no una guayaba. Una guayaba también podría servir.

Voy al salón, me siento en un puesto escondido y me desconecto de la realidad. Antes me dedicaba a detallar los gestos de los estudiantes que entraban y se saludaban entre sí. Empero, con el pasar de los meses me he aprendido sus libretos y la obra que representan ya me aburre. Procuro llegar tarde, con eso me ahorro tres o cuatro minutos de mirar al vacío. En los setenta y cinco minutos que dura la lección me dedico a dibujar, a buscar palabras al azar en el diccionario o a hacer anotaciones en mi agenda. ¿Cuántos cuentos podría estar escribiendo ahora? No lo sé, pero no los estoy escribiendo y cuando al fin estoy libre tengo la cabeza tan llena de ruido blanco que ya no tiene caso ni preguntarme qué podría estar haciendo con mi tiempo en vez de cumplir con el requisito de asistencia.

A mi alrededor nadie se pregunta por el sentido de esta rutina. Todos—ya sean futuros biólogos, literatos, antropólogos o artistas plásticos—saben que su destino es entrar a una compañía y convertirse en seres de sociedad (“shakaijin”, 社会人), es decir, los típicos japoneses sin rostro que tiñen de negro la estación de Shinagawa en Tokio a las nueve de la mañana. La universidad comprende sus últimos cuatro años de libertad y, por lo tanto, hay que hacer buen uso de ellos. Hay que “hacer recuerdos” (“omoide tsukuru”, 思いで作る), un concepto tan desolador como su implicación de que, pasada la época escolar, nada más será digno de recordar por el resto de la vida. Así pues, los estudiantes cumplen el requisito de asistencia y de resto le entregan su vida a un club. El club, una actividad extracurricular que cumple las funciones de pasatiempo y hub social, se rige por una jerarquía que recuerda la estructura de las empresas (Azuma lo explica mejor aquí). Es ahí donde surgirán los dichosos recuerdos para atesorar: las incursiones en el alcohol y el sexo en medio de un calendario de eventos que hace ver a la academia como la verdadera actividad extracurricular. El proceso de robotización, palpable desde cuarto año de primaria (cuando los niños dejan de sonreír), se habrá completado para cuando reciban el diploma.

Nada se preguntan los jóvenes a mi alrededor. El salón parece una sinagoga, con los hombres a un lado y las mujeres al otro. A algunos les he preguntado por sus sueños: muy pocos tienen una respuesta que no apunte al mundo corporativo—y ese no es un sueño, es el futuro inexorable. No los culpo: a mi tutor lo desheredaron por dedicarse a la literatura latinoamericana en vez de engrosar las filas de zombies encorbatados durmiendo en los trenes. ¿Es que nadie se ha preguntado alguna vez si existe otro cauce para este río?

Algunos lo han hecho. Esas personas no viven en Japón, o no viven en absoluto.

[ Phonograph — Jesca Hoop ]

Fünke



¿Notan alguna similitud entre la foto 1 (Olavia Kite haciendo cara de Robin Gibb en la pampa argentina) y la foto 2 (el elenco de Arrested Development)? ¿Pueden explicar la causa de dicha coincidencia?

[ A Well Respected Man — The Kinks ]

味彩

Ajisai es un restaurante pequeñito recientemente abierto en Kasuga, un barrio de Tsukuba ubicado entre la universidad y un radiotelescopio. Es un espacio con apenas dos mesas cubiertas con manteles de caucho, manejado por una señora con fuerte acento de Ibaraki que abre cuando se le viene en gana. Por un precio bastante razonable, la señora sirve comida casera de tamaño decente y encima café o té con derecho a repetición hasta que muera la conversación entre todos los comensales y ella. Esta noche una de las mesas es ocupada por un estudiante de educación física, beisbolista, y uno de cultura comparada que no cesa de rascarse el pecho bajo la camisa. No vienen juntos, pero eso no impide que fluya la conversación.

En la otra mesa hay una pareja que conversa en inglés. El hombre, tal vez malayo, habla el idioma con elegante acento británico pero su japonés es sorprendentemente bueno. La mujer podría ser de cualquier parte. Su inglés americano brota a borbotones, inundando el vaso de agua y luego la bandeja con sopa de miso, arroz, omelette con salsa de tomate y trocitos de calamar. El deportista, exhortado por la patrona tras admitir que no entiende nada de lo que dicen, dirige una pregunta a la joven. Ella no se da por aludida y sigue hablando rapidísimo, gesticulando sin parar. Él insiste hasta que ella se da cuenta. Al principio no entiende la pregunta, su cabeza confundida con un idioma que lleva semanas sin usar.

—¿De qué país viene?—repite el deportista, seguido de un eco de ayuda por parte del interlocutor original.
—Ah, sí. De Colombia.
—Colombia…
—Suramérica—, ayuda ella.
—¿Y usted?
Esta vez la pregunta va dirigida al presunto malayo.
—Yo soy de la prefectura de Nara.
—Oh, su inglés es demasiado bueno para ser japonés.
—¿Verdad que sí?— la extranjera dice, sonriente. Es la única frase que emite sin titubear. Durante el resto de la conversación ella procura limitarse a reír y hacer comentarios cortos. No tiene mucha confianza en su dominio del japonés y lo vive olvidando. Además, le avergüenza hablar esta lengua frente al hombre que hasta hace dos minutos la escuchaba atentamente. No obstante, el estudiante de educación física y la dueña la bombardean con preguntas: ¿Qué le parecen los hombres japoneses? (“Demasiado tímidos”.) ¿Cuál es su celebridad japonesa favorita? (“Creo que los japoneses del común son más guapos”.) ¿Por qué vino a Japón? (“Me empezó a interesar la cultura japonesa por Dekirukana, pero llegué más que todo por suerte”.)

Un par de horas, dos tazas de té verde y muchos temas después, el beisbolista se abriga, paga y parte. Pide perdón por haber interrumpido la conversación de la pareja, gesto al que no se une la patrona; es obvio que lo que no se paga con dinero se hace manteniéndola entretenida. “Hasta una próxima ocasión”, se despide. Inmediatamente después, el malayo que resultó siendo japonés y la extranjera cuyo país de origen da lo mismo abandonan el recinto también.

—Me habías dicho que este era un restaurante casero, pero no sabía que lo sería tanto—, observa él desde un escalón al otro lado de la puerta corrediza. Ella aún le debe un recuento de sus vacaciones de invierno. Alcanzarán la medianoche en un restaurante familiar de cadena sorbiendo té y cocoa caliente. A su alrededor habrá mucha más gente, pero nadie los incluirá en sus conversaciones.

[ All My Friends — LCD Soundsystem ]

If You Buy, I Give You Good Price

Un día mi sempai me preguntó si quería ir a Vietnam. Como yo no tenía idea de lo que allí había por ver salvo platanales como los que adornaban los escenarios de Forrest Gump y Playa infernal, accedí. Pagué el tiquete de vuelo, compré un libro de vocabulario inglés-vietnamita y pasé una tarde en Tokio sacando la respectiva visa en una embajada donde lo mandaban a uno a almorzar “o algo” mientras la solicitud era procesada.

La noche anterior al viaje descubrí las aptitudes musicales del señor Sakaguchi en un karaoke, y creo que incluso me enamoré de su rendición de “Somewhere Over the Rainbow”. Para ese entonces no tenía la maleta hecha y no creía que al día siguiente estaría sintiendo calor en la capital mundial de las motos. Aún durante la escala en Taiwan fue difícil creerlo.

El viaje en sí transcurrió de manera un poco reminiscente de los documentales de Discovery Travel & Adventure. Probamos platos exquisitos, comimos frutas de nombres desconocidos, pasamos días y noches enteros en buses húmedos y apretados, paramos en baños con letrina, nos dejamos estafar, nos intentamos defender de las estafas y aún así nos siguieron estafando, tomamos muchísimo café con leche condensada e ignoramos como pudimos los incesantes llamados de “hello motorbike”, “hello cyclo”, “hello pineapple rambutan”, “hello, ma’am” y un largo etcétera coronado con una cínica promesa: “if you buy, I give you good price”.

El itinerario era bastante apresurado, un recorrido por el país entero de sur a norte en tan solo diez días, empezando en Ho Chi Minh (antigua Saigón) y terminando en Hanoi. A medida que avanzábamos hacia el reino del Viet Minh el ambiente se iba tornando más confuso, el clima más frío y la gente más dispuesta a liberarnos de nuestro dinero a cambio de baratijas, pan francés o servicios mal prestados. Sin embargo, por alguna extraña razón yo iba armada de paciencia tipo monje budista y sólo exploté en dos ocasiones:

  1. En una sastrería en Hoi An, donde me hicieron un adefesio por vestido (me pidieron una segunda oportunidad; cuando fingí satisfacción ante la casi imperceptible mejoría las modistas se pusieron contentas y me abrazaron).
  2. En el aeropuerto de Hanoi, cuando una mesera se inventó una treta compleja para cobrarnos un ojo de la cara por dos jugos y un huevo frito en aceite requemado. Al fin exclamé airada que no teníamos más plata y nos fuimos.

No nos hicimos amigos de ningún local, como suele suceder en los documentales. Sin embargo, el recepcionista del hostal en Hanoi me pidió el favor de ayudarle a mejorar su pronunciación del inglés. Mientras lo hacíamos repetir las palabras de su libro de vocabulario, descubrimos que el hombre confundía la l con la n y le daba lo mismo decir “light” o “night”. Entonces el hombre llegó a un vocablo extraño que pronunció correctamente mientras me señalaba: “Miss World”. Al otro día, todo su conocimiento del inglés había desaparecido.

Abandonamos Vietnam como emprendiendo la retirada de un campo de batalla indeseado y caótico. La promesa de calma y orden que se escuchaba en la voz automática de las rampas eléctricas nos hizo suspirar aliviadas, dichosas de regresar a este imperio frío y despojado de vida. No obstante, cuando recuerdo el sabor del cha ca (pescado frito típico de Hanoi) o las dunas de Mui Ne que apenas pude atisbar tras la ventana del bus pienso que no estaría mal darle otra oportunidad a aquel país inescrutable. Tal vez, algún día.

[ Marcia baila — Les Rita Mitsouko ]

The Spy Who Loved Me

El fin de semana pasado estuve sintiendo una extraña obstrucción en la garganta. Si bien podía comer normalmente y posiblemente convivir con ella durante un rato, fingir sonrisas con ella e ir de compras con ella, la masa amenazaba con estallar dentro de mí y hacerme implotar. Puedo imaginarme un cuerpo derrumbándose como casino de Las Vegas para dejar un montículo de tejido como una prenda más de las que yacen en el tatami al final del día, sólo que con sangre fluyendo por sus orificios. No sería un descubrimiento agradable para los de la inmobiliaria, que vendrían furiosos a mi apartamento en busca de la renta atrasada.

Escribí un par de líneas furiosas en un cuaderno con un esfero que pintaba intermitentemente y me fui a dormir. Pero la bola en mi garganta no desaparecía; al contrario, crecía y rasgaba las paredes de mi tracto respiratorio. Entonces fue necesario tomar cartas en el asunto. Desafortunadamente cometí el craso error de recurrir a un antiguo confidente de quien se había descubierto recientemente que se trataba de un agente secreto encubierto: nada menos que James Bond. Ustedes saben cómo es Bond: elegante, atractivo, caballeroso, el galán que le corre a uno la silla en el restaurante, el que baila y besa con una pasión inolvidable, ese hombre que lo mira a uno con ojos imperturbables y está dispuesto a escuchar los más recónditos misterios del corazón con interés casi genuino, pero asesino al fin. De manera que fiel a su condición de espía de heladas venas, James aprovechó para tomar mi masa laríngea, recubrirla con una pasta corrosiva hecha de reproches e insultos y lanzármela a la cara cual letal tarta de crema. El dolor ocasionado por quien otrora me prometiera un amor inquebrantable me reveló que si uno sabe que el agente seduce y se hace el comprensivo mientras se entera de cuanto secreto sensible uno tenga por entregar para luego asesinarlo a uno de manera pintoresca, ¿para qué lo va a mirar uno con ojitos de Bambi? Como si así fuera a hacer una excepción… La adorada enemiga de Bond se retuerce y desaparece de escena mientras 007 hace un chiste insulso.

Afortunadamente en el primer piso de mi edificio vive Azuma, la primera persona que conocí en Japón (recién aterrizada en Narita, de hecho) y la mejor amiga que Tsukuba y los giros del destino me han podido dar. Con la excusa de ayudarle a mover una lavadora fui a su casa y entre las dos les pusimos dinamita a nuestras respectivas rocas asfixiantes y respiramos hondo. Volví a mi apartamento con los brazos estirados en júbilo, dispuesta a caer finalmente en un sueño reparador. No es un final muy emocionante para algo que amenazaba con acabar conmigo, pero en las historias de la vida los desenlaces suelen ser mucho más sencillos que el misterio que los desencadena.

Ahora que todo se mueve relativamente bien, declaro con un puño al aire que me rehúso a dejar de quejarme. Me niego categóricamente a dejar de expresar lo que siento. No pienso convertir el silencio en un amasijo de jirones ensangrentados sobre una vía de la línea Chuo de la Japan Railways. Si desahogarme es muestra de mi suprema debilidad, tal como dijo Bond antes de dispararme con una pistola con silenciador (o hacerme caer a un estanque de pirañas, o estrangularme con mi propio brasier—elijan ustedes su muerte Ian Flemingesca favorita), pues débil habré de ser para (sob)revivir. Tal vez al final resulte como Baron Samedi en Live and Let Die, riéndome a carcajadas en un tren mientras el agente 007 se deshace de mi recuerdo, convencido de la infalibilidad del veneno ofídico en mi corazón.

[ You Only Live Twice — Nancy Sinatra ]