Le courrier est arrivé!

Justo cuando ando resignada a no recibir más que facturas y volantes de propaganda, me encuentro esto en mi buzón:

Le courrier est arrivé!

Vaya, vaya. Algo me dice que tendré que ir a darle las gracias personalmente al remitente de tan pasmoso y bien pensado regalo. Die Frage ist nicht ob, sondern wann?

[ The Last Trick — Anja Garbarek ]

Because It’s There

“Si no eres tú, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?”
—Frase hasídica citada por Alejandro Jodorowsky


Para cuando amanezca en Bogotá (cosa que debe estar sucediendo en este mismo instante), mi amigo Lowfill estará enfilando camino por la Cordillera Oriental de los Andes, rumbo al Cañón del Chicamocha. Va en bicicleta. Es un trayecto largo y me figuro que tortuoso; cualquiera sabe que no es empresa fácil subir y bajar montañas impulsando un potro metálico con las piernas sobre un sillín angosto.

Si existe una persona en el mundo que aplique a cabalidad la frase de Jodorowsky, es él. Lo recuerdo diciéndome algo muy parecido en una pastelería del centro de Bogotá el año pasado mientras me contaba sus planes. Me había invitado a un tinto con milhoja, ofreciéndome verdades que yo desperdigué sobre la mesa como las migajas de hojaldre que llovían de mis comisuras. Qué pequeña he sido siempre.

El dueño de todas las aventuras va dejando tras sí una cinta de asfalto, una estela de historias que tomará mucho tiempo enrollar. ¡Quién tuviera el coraje de hacer algo siquiera parecido! Al fin y al cabo, en el fondo los viajes no se tratan tanto de imprimir nuevos paisajes en la memoria sino más bien de descubrir en ellos las partes faltantes de uno mismo.

[ The Back Seat of My Car — Paul McCartney ]

La radionovela

La única certeza del día era el arroz con curry. El arroz había sido preparado con el esmero que requiere oprimir un botón, y el curry era uno de esos instantáneos que, a juzgar por los trozos de grasa solidificada que se deshacían entre las muelas, no debería haber pasado directamente del sobre al plato.

La noche anterior había soñado con las calles de una ciudad polvorosa al lado del mar. El sueño culminaba a la entrada de una habitación donde alguien la esperaba. La expectación que había impulsado sus pasos y que se había detenido de golpe en aquel umbral la había dejado algo descompuesta. Esa mañana, mientras despertaba, creyó equivocadamente estar abriendo los ojos en su antigua cama. Cuánta incertidumbre: la luz matutina era tan distinta cielo tras cielo, y la cama era apenas un recuerdo reemplazado por la realidad cual pieza de utilería.

“¿Te quedarías conmigo?”, había dicho el héroe de la radionovela antes de ser interrumpido por una pesada y dramática orquesta mientras caía la tarde del día anterior. ¿Qué respondería la bella voz de su interlocutora? Sacudir el aparato no sacaría las respuestas; había que esperar a la siguiente emisión. Los personajes de aquella historia se habían reencontrado diez años después de una inexplicable separación para decidir el rumbo del resto de sus vidas, y los radioescuchas como ella no se resignaban a aceptar que sus rostros invisibles debían verse ajados por las decisiones mal tomadas, los desesperados saltos al vacío, las lágrimas de impotencia. En la fantasía de las ondas sonoras nada fallaba, los ojos chispeaban.

Al parecer, los vericuetos del camino habían conducido inexorablemente a la heroína de regreso a los brazos de su galán. Asimismo en el sueño, todas las calles desconocidas parecían conducir hacia aquel recinto que ella no se había atrevido a pisar. La diferencia entre el sueño y la realidad era que para cuando ella alcanzara aquel hipotético lugar, no quedaría más remedio que dar el paso y sentir la alfombra bajo los pies. ¿Nunca sintió miedo la protagonista cuando abordó aquel avión? Tras las voces cristalinas se ocultaban los gestos, los poros, la asimetría. Optar por la travesía significaba romper el hechizo de la perfección por entregas. Del otro lado del dial se conocían todas las respuestas de antemano, pero en el mundo visual lo único cierto era una sustancia marrón a medio cuajar sobre un montículo de arroz pegajoso.

El sol proyecta sombras tan distintas cada mañana, reflexionó ella mientras su mirada se tornaba hacia el cielo límpido. No valdría de nada hacer planes para el siguiente día soleado, si la luz nunca tocaría las barandas del balcón de la misma manera. Esa tarde ella no sintonizaría la radionovela.

[ Universo ao Meu Redor — Marisa Monte ]

Waikiki

El sol de mediodía había dejado mis hombros y abdomen calientes al tacto. A mi alrededor el rumor de las olas se imponía sobre las miles de conversaciones que se sostenían sobre toallas y esteras clavadas en la arena. El calor punzante que se extendía sobre mi piel era un llamado del océano, un irresistible canto de sirena. Hipnotizada, me sumergí en las aguas color turquesa y caminé sobre el suave polvillo mojado del suelo marino, dejando atrás la inmensa colonia de morsas que se explayaba sobre la costa. Abajo, la luz creaba sombras serpenteantes sobre las ondas de arena inmutada en volutas bajo mis pies azulados.

No puedo trazar con exactitud las circunstancias que me habían llevado a una playa cuyo nombre me gustaba ver escrito en letras fluorescentes estampadas en la camiseta de un tío mío cuando tenía cuatro años. Magnum, p.i., The Baby Sitters Club, Kamakura, un viaje fallido a Barcelona. Y sin embargo, ahí estaba. Mi yo del presente jamás habría podido convencer a mi yo del pasado de que aquel punto en la mitad del Pacífico sería conquistado, ni tan siquiera entregándole como prueba la plumeria mustia que llevé sobre la oreja derecha mientras esperaba el bus a Hanauma Bay.

Fue entonces, en la soledad de aquel trozo de océano, que lo supe con claridad: había llegado adonde quería, exactamente adonde quería. ¿Qué importaban los días de infinito aburrimiento que habían precedido a este? ¿Qué importaban los silencios y las lágrimas? El camino había sido recorrido por mí y solo por mí, cada bache, cada ápice. De nadie dependía esta felicidad absoluta más que de mí misma.

La marea talló en mi rostro una sonrisa amplia que nadie habría de ver. Deseosa de saber qué más me depararía el mundo en los años por venir, vadeé a tierra y volví a tumbarme sobre la estera.

[ Over & Over — Moloko ]

Revelación (III)

El ser mujer en Japón es un conjunto de comportamientos impuestos que incluyen un solo tipo de apariencia y la constante demostración de debilidad y sumisión. ¿Y para qué? ¿Por qué son enseñadas las mujeres a ser mujeres de esa manera? ¿No existe una manera más libre e individual de serlo? O mejor dicho, ¿por qué debo convertirme en mujer?

Algo así nos dijo la señora que se nos acercó después de la aburridísima clase de Noboru. Él dijo que los estudios de género eran una pérdida de tiempo, pero para ella no lo eran tanto. Ella quería estudiar ese yugo, entenderlo para liberarse de él.

Revelación (II)

El Tsukuba Express atravesaba raudo la llanura otrora dominada por los arrozales. Noboru leía mientras yo examinaba la vista que ofrecía la ventana una vez emergida desde debajo de la tierra.

Cuando llegué a la prefectura de Ibaraki por primera vez, hace exactamente dos años, me llamó la atención lo baldío del paisaje a lo largo de la vía férrea. Pese a estar en Japón, un país en el que el 97% del terreno es montañoso, esta inmensa planicie me remitía inexorablemente al Midwest de Estados Unidos. Sin embargo, en el corto espacio de mi estadía en el campo, este se fue llenando de bloques residenciales. Cada salida a Tokio era un bosque de bambúes menos, un fragmento menos de inmensidad, una nueva pared en este laberinto de cajas, creciente y apretujado como espuma de levadura.

Noboru se puso a hablarme sobre un libro que estaba leyendo, pero el rugir del tren no me dejaba escucharlo bien. Entre frase y frase yo tornaba mi vista hacia el atardecer color azalea, atardecer que de seguro el ex tutor ignoraría, como lo hacen todos. La conversación se desgastó como un tizón de incienso y pronto el sol terminó de ponerse tras los edificios. De pronto, Noboru sacó unos papeles y me los entregó: eran tareas de los alumnos de su clase de español, a quienes nos disponíamos a ver esa noche. Habían escrito párrafos donde se presentaban y yo debía terminar de corregirlos.

A juzgar por la información presentada en cada hoja, los estudiantes eran en su mayoría adultos mayores. Algunos habían viajado a México alguna vez. Uno de ellos hablaba inglés, francés y holandés. Una había entregado un amasijo de palabras sin sentido que de alguna manera Noboru supo interpretar. Casi todos hablaban de sus achaques. Divertida, pasé las hojas y agregué conjunciones y signos de interrogación con esfero rojo. Entonces llegué al final de lo que prometía ser una página más:

Estoy enferma pero soy feliz.
Tengo cáncer de mama.

Noboru tomó los papeles apenas notó la reaparición de mis anotaciones en la cima de la pila.
—Oye, una persona dice que tiene cáncer…—comenté con una mezcla de perplejidad y pesadumbre ante la ligereza de la revelación.
—Ah, sí—asintió él con gravedad académica—, el cáncer es una enfermedad—
—Yo sé—, interrumpí.

El tren volvió a sumergirse bajo tierra. En la ventana no se veía más que nuestros reflejos pálidos rozando la oscuridad del concreto.

[ A Murder of One — Counting Crows ]

Revelación (I)

Hacía mucho tiempo que no veía a Noboru, mi ex tutor. El hombre que siempre me hacía pensar en lo insoportable que puede llegar a ser la vida para los habitantes de este archipiélago había desaparecido de mi vista tras su transferencia a la Universidad de Tokio. Sin embargo, de repente, me había contactado de nuevo y ahora nos dirigíamos en su auto hacia una estación del Tsukuba Express localizada en medio de una nada que rápidamente se llenaba de edificios residenciales. El vehículo atravesaba una vía estrecha y serpenteante para salir de la universidad donde me había recogido mientras sonaba algo de jazz, una tonada desconocida. De pronto su voz rompió nuestro musicalizado silencio con una revelación.
—Mi esposa quiso morir anoche.
La extraña construcción de aquella frase en español era una hermosa alfombra que cubría parcialmente el profundo abismo que pretendía mostrarme. Era un abismo que ya había visto bastantes veces, incluso de cerca. Este lugar está minado de cráteres sin fondo que hay que bordear con cuidado.
—¿¡Intentó matarse!?
—Sí. Dos veces.
Noboru hablaba en un tono más bajo de lo usual, pero sin exaltarse. Me explicó con amabilidad que su esposa había recurrido al popular método de asfixia por monóxido de carbono dentro de su carro y, cuando ello no funcionó (no me quedó del todo claro cómo se frustró el plan), se encerró en el baño para ahorcarse con un cable.
El auto avanzaba ahora en medio de dos filas interminables de gingkos desnudos.
—¿Y está sola ahora?
—Sí. Está durmiendo.
—Pe-pero… ¿no deberías estar con ella mejor? ¿No es peligroso dejarla sola?
—Sí—replicó él, impasible—. Pero hay que trabajar.

[ Peace Train — Cat Stevens ]

The Team

The Team

The Team

The Team

[ Crazy — Aerosmith ]

Mordacia mordax

—Si pudiera, abriría la boca hasta donde dieran mis mandíbulas y la encajaría sobre tu cabeza rapada.
—Deja de portarte como una lamprea.
—En Portugal son muy apetecidas. Se guisan en su propia sangre y se sirven con arroz. A los antiguos romanos les encantaban.
—¿Te das cuenta de por qué no quiero volver a saber de ti?
—Yo sólo quería hablar.
—Pues yo no.
—¿Todavía te gusta la música? Encontré unas canciones bonitas este fin de semana.
—…
—Tal vez no quieras probarme nunca más, pero al menos déjame pegarme a un vidrio desde donde te pueda ver.

[ Love Can Damage Your Health — Télépopmusik ]

Songino Khairkhan

Me han transferido a Ulán Bator. Estoy segura de que se trata de un error, pero la carta del Ministerio de Educación es clara y tiene mi nombre completo. Al parecer, por cuestiones de la crisis económica han decidido endilgarle el bulto estudiantil a países con más espacio y pensiones más baratas. Así pues, una vez obtenga la visa de Mongolia, procederé a repartir mis cachivaches, darme mis últimos paseos por Tokio y pedir mi último sushi de anguila. Ya estoy resignada.

Apenas me enteré de la noticia intenté obtener ayuda de mis padres por vía telefónica, pero la comunicación se cortaba misteriosamente en cuanto hacía mención del tema. Llamé entonces a Himura para pedirle en clave que me sacara de este entuerto, pero me dijo que soy una obsesa y estoy loca, y procedió a ignorar el timbre del celular como si no vibrara sobre su muslo. “Es una alarma”, les explicó fríamente a quienes le preguntaron si no iba a contestar.

El señor Sakaguchi, quien ante la inminencia de mi partida aceptó salir a comer conmigo, dice que no tengo de qué preocuparme, ya que Ulán Bator es una ciudad grande y respetable como cualquier capital. Pero la verdad es que él es un insensible y no le ha echado un vistazo a la desmoralizadora Wikipedia. Detrás de su amplia sonrisa se esconde el hecho de que el momento en que me suba al bus que me lleve al aeropuerto será el momento en que él borre mi existencia de su cabeza. Se preguntará entonces de dónde rayos salió aquel pequeño retrato de él hecho en tinta.

Tal vez no sea tan malo, después de todo. Los mongoles hablan como si en su lengua se vivieran reventando dulces efervescentes—¡siempre hay algo nuevo que aprender! Además los lácteos me encantan y la changua hizo parte de mi dieta durante toda mi época de colegio. Al frío sabré acostumbrarme tarde o temprano. La montaña de cebollas no puede ser un lugar tan terrible para vivir, si todavía hay gente que reside allí.

Dos años después, creo, retornaré a Colombia con el rostro ajado y el sabor del té con leche y sal en la boca. Habrá demasiada gente en la calle, demasiadas palabras inteligibles condensadas. La yo de hoy sabe que tendrá un impulso de soplar suavemente sobre las cenizas del amor perdido. Sin embargo, la yo de ese entonces habrá aprendido que los humanos no somos más que nombres en listas infinitas. Hemos inventado de todo para recordarnos, pero lo único que hemos logrado es mantener frescas las palabras. Más allá de eso, las cicatrices se desvanecen y renuevan orondas ante nuestra impotente vista miope que no puede trascender los océanos.

Había llamado a Himura con desespero, como si él hubiera podido hacer algo desde allá. Pero la verdad es que desde nuestro último beso nos habíamos convertido tan solo en aquello que nos permitieran las máquinas: voces entrecortadas, abreviaciones, pixeles. Da lo mismo que me vaya a Ulán Bator ya mismo: es pasar de un olvido a otro olvido.

[ I Get Along Without You Very Well — Chet Baker ]