一人暮らし

Y así es como uno aprende a conformarse con una venia como si fuera un abrazo.

[ Lay Around — The Jealous Girlfriends ]

Azuma y yo

Agréguenle al bosque callejones estrechos, casas tradicionales japonesas, huertos, un templo abandonado y un radiotelescopio y voilà, nuestras tardes.

[ The Universal — Blur ]

El boletín de Tsukuba

Ya salió la primera edición del año fiscal 2009 del boletín en español de la Alcaldía de Tsukuba, a cargo de Yin y Olavia Kite. La publicación de carácter gratuito se encuentra disponible en el centro para estudiantes extranjeros de la Universidad de Tsukuba y el centro comercial Iias Tsukuba, entre otros. En ella se encuentra información de interés para la población hispanohablante de la ciudad.

La institución de nuevo personal en el equipo editorial del boletín se refleja en los cambios hechos al diseño de página, siendo el más notable la abolición de la fuente Comic Sans. Las nuevas editoras han asumido el cargo con entusiasmo e infinita paciencia para con Microsoft Word, en vista de las limitaciones tecnológicas propias de las alcaldías locales.

Olavia Kite se declara feliz, tanto con su nuevo empleo como con su compañera de equipo. La misma seriedad que las caracterizó en su travesía por Vietnam el año pasado se verá en la inclusión de nombres de organizadores de eventos en chistes internos (caso del famoso Sr. Ganbaator de Mongolia) y de autorretratos hechos en Paint en sus notas editoriales.

[ Landslide — Fleetwood Mac ]

Ileri Yol

Aquellos familiarizados con Dünyayı Kurtaran Adam (excelso filme también conocido como Turkish Star Wars) recordarán la escena de entrenamiento en la que los gallardos protagonistas no hacen sino manotear rocas hasta sacarse sangre. Siguiendo de cerca el proceso de Murat y Ali se encuentra un niñito, quien imita a sus ídolos con entusiasmados saltitos y puños al aire que el buen Murat (interpretado por el inolvidable Cüneyt Arkın) corrige en un gesto de “no desfallezcas, chico; cómete tus verduras y algún día serás como yo”.

Hace aproximadamente dos años aprendí a montar bicicleta en el parque de mi barrio en Bogotá. Mi mentor fue nada menos que Lowfill, el héroe ciclístico de las cumbres andinas. Una retahíla de accidentes después, puedo decir que ya la domino con relativa destreza. Incluso pasé una temporada esquivando carros sin frenos ni luz—hasta que el señor Sakaguchi me llevó casi que de la oreja al taller.

El sábado pasado, movida por un extraño impulso (como suele suceder con casi todo lo que hago en mi vida) tomé mi fiel vehículo al atardecer y arranqué a toda velocidad con rumbo al parque Doho, el más grande de Tsukuba. El recorrido ida y vuelta tardaría aproximadamente una hora, estimé. Suficiente para escuchar un disco completo de The Alan Parsons Project. Sin más respiro que el que me imponían los semáforos me apropié de la avenida, bordeé el parque por una calle llena de primorosos restaurantes europeos y me devolví por detrás del Tsukuba Space Center, donde entrenan a los astronautas japoneses.

Calculo que recorrí unos ocho kilómetros, que en realidad no son nada comparado con las grandes travesías pero que para mí significan un montón. Son mis saltitos de niño entusiasmado que observa a sus héroes prepararse para la verdadera acción.

Supongo que otro fin de semana podría intentar ir aún más lejos.

Por cierto, querida teleaudiencia: si andan en busca de buen cine, no se pierdan Dünyayı Kurtaran Adam. 91 minutos de acción en el desierto, zombies, pedradas a la cara, humor turco y naves espaciales al mejor estilo directamente sacadas de Star Wars. La banda sonora es de John Williams, Miklós Rósza y Queen, entre otros afectados.

[ Boble — Hanne Hukkelberg ]

Le courrier est arrivé!

Justo cuando ando resignada a no recibir más que facturas y volantes de propaganda, me encuentro esto en mi buzón:

Le courrier est arrivé!

Vaya, vaya. Algo me dice que tendré que ir a darle las gracias personalmente al remitente de tan pasmoso y bien pensado regalo. Die Frage ist nicht ob, sondern wann?

[ The Last Trick — Anja Garbarek ]

Because It’s There

“Si no eres tú, ¿quién? Si no es aquí, ¿dónde? Si no es ahora, ¿cuándo?”
—Frase hasídica citada por Alejandro Jodorowsky


Para cuando amanezca en Bogotá (cosa que debe estar sucediendo en este mismo instante), mi amigo Lowfill estará enfilando camino por la Cordillera Oriental de los Andes, rumbo al Cañón del Chicamocha. Va en bicicleta. Es un trayecto largo y me figuro que tortuoso; cualquiera sabe que no es empresa fácil subir y bajar montañas impulsando un potro metálico con las piernas sobre un sillín angosto.

Si existe una persona en el mundo que aplique a cabalidad la frase de Jodorowsky, es él. Lo recuerdo diciéndome algo muy parecido en una pastelería del centro de Bogotá el año pasado mientras me contaba sus planes. Me había invitado a un tinto con milhoja, ofreciéndome verdades que yo desperdigué sobre la mesa como las migajas de hojaldre que llovían de mis comisuras. Qué pequeña he sido siempre.

El dueño de todas las aventuras va dejando tras sí una cinta de asfalto, una estela de historias que tomará mucho tiempo enrollar. ¡Quién tuviera el coraje de hacer algo siquiera parecido! Al fin y al cabo, en el fondo los viajes no se tratan tanto de imprimir nuevos paisajes en la memoria sino más bien de descubrir en ellos las partes faltantes de uno mismo.

[ The Back Seat of My Car — Paul McCartney ]

La radionovela

La única certeza del día era el arroz con curry. El arroz había sido preparado con el esmero que requiere oprimir un botón, y el curry era uno de esos instantáneos que, a juzgar por los trozos de grasa solidificada que se deshacían entre las muelas, no debería haber pasado directamente del sobre al plato.

La noche anterior había soñado con las calles de una ciudad polvorosa al lado del mar. El sueño culminaba a la entrada de una habitación donde alguien la esperaba. La expectación que había impulsado sus pasos y que se había detenido de golpe en aquel umbral la había dejado algo descompuesta. Esa mañana, mientras despertaba, creyó equivocadamente estar abriendo los ojos en su antigua cama. Cuánta incertidumbre: la luz matutina era tan distinta cielo tras cielo, y la cama era apenas un recuerdo reemplazado por la realidad cual pieza de utilería.

“¿Te quedarías conmigo?”, había dicho el héroe de la radionovela antes de ser interrumpido por una pesada y dramática orquesta mientras caía la tarde del día anterior. ¿Qué respondería la bella voz de su interlocutora? Sacudir el aparato no sacaría las respuestas; había que esperar a la siguiente emisión. Los personajes de aquella historia se habían reencontrado diez años después de una inexplicable separación para decidir el rumbo del resto de sus vidas, y los radioescuchas como ella no se resignaban a aceptar que sus rostros invisibles debían verse ajados por las decisiones mal tomadas, los desesperados saltos al vacío, las lágrimas de impotencia. En la fantasía de las ondas sonoras nada fallaba, los ojos chispeaban.

Al parecer, los vericuetos del camino habían conducido inexorablemente a la heroína de regreso a los brazos de su galán. Asimismo en el sueño, todas las calles desconocidas parecían conducir hacia aquel recinto que ella no se había atrevido a pisar. La diferencia entre el sueño y la realidad era que para cuando ella alcanzara aquel hipotético lugar, no quedaría más remedio que dar el paso y sentir la alfombra bajo los pies. ¿Nunca sintió miedo la protagonista cuando abordó aquel avión? Tras las voces cristalinas se ocultaban los gestos, los poros, la asimetría. Optar por la travesía significaba romper el hechizo de la perfección por entregas. Del otro lado del dial se conocían todas las respuestas de antemano, pero en el mundo visual lo único cierto era una sustancia marrón a medio cuajar sobre un montículo de arroz pegajoso.

El sol proyecta sombras tan distintas cada mañana, reflexionó ella mientras su mirada se tornaba hacia el cielo límpido. No valdría de nada hacer planes para el siguiente día soleado, si la luz nunca tocaría las barandas del balcón de la misma manera. Esa tarde ella no sintonizaría la radionovela.

[ Universo ao Meu Redor — Marisa Monte ]

Waikiki

El sol de mediodía había dejado mis hombros y abdomen calientes al tacto. A mi alrededor el rumor de las olas se imponía sobre las miles de conversaciones que se sostenían sobre toallas y esteras clavadas en la arena. El calor punzante que se extendía sobre mi piel era un llamado del océano, un irresistible canto de sirena. Hipnotizada, me sumergí en las aguas color turquesa y caminé sobre el suave polvillo mojado del suelo marino, dejando atrás la inmensa colonia de morsas que se explayaba sobre la costa. Abajo, la luz creaba sombras serpenteantes sobre las ondas de arena inmutada en volutas bajo mis pies azulados.

No puedo trazar con exactitud las circunstancias que me habían llevado a una playa cuyo nombre me gustaba ver escrito en letras fluorescentes estampadas en la camiseta de un tío mío cuando tenía cuatro años. Magnum, p.i., The Baby Sitters Club, Kamakura, un viaje fallido a Barcelona. Y sin embargo, ahí estaba. Mi yo del presente jamás habría podido convencer a mi yo del pasado de que aquel punto en la mitad del Pacífico sería conquistado, ni tan siquiera entregándole como prueba la plumeria mustia que llevé sobre la oreja derecha mientras esperaba el bus a Hanauma Bay.

Fue entonces, en la soledad de aquel trozo de océano, que lo supe con claridad: había llegado adonde quería, exactamente adonde quería. ¿Qué importaban los días de infinito aburrimiento que habían precedido a este? ¿Qué importaban los silencios y las lágrimas? El camino había sido recorrido por mí y solo por mí, cada bache, cada ápice. De nadie dependía esta felicidad absoluta más que de mí misma.

La marea talló en mi rostro una sonrisa amplia que nadie habría de ver. Deseosa de saber qué más me depararía el mundo en los años por venir, vadeé a tierra y volví a tumbarme sobre la estera.

[ Over & Over — Moloko ]

Revelación (III)

El ser mujer en Japón es un conjunto de comportamientos impuestos que incluyen un solo tipo de apariencia y la constante demostración de debilidad y sumisión. ¿Y para qué? ¿Por qué son enseñadas las mujeres a ser mujeres de esa manera? ¿No existe una manera más libre e individual de serlo? O mejor dicho, ¿por qué debo convertirme en mujer?

Algo así nos dijo la señora que se nos acercó después de la aburridísima clase de Noboru. Él dijo que los estudios de género eran una pérdida de tiempo, pero para ella no lo eran tanto. Ella quería estudiar ese yugo, entenderlo para liberarse de él.

Revelación (II)

El Tsukuba Express atravesaba raudo la llanura otrora dominada por los arrozales. Noboru leía mientras yo examinaba la vista que ofrecía la ventana una vez emergida desde debajo de la tierra.

Cuando llegué a la prefectura de Ibaraki por primera vez, hace exactamente dos años, me llamó la atención lo baldío del paisaje a lo largo de la vía férrea. Pese a estar en Japón, un país en el que el 97% del terreno es montañoso, esta inmensa planicie me remitía inexorablemente al Midwest de Estados Unidos. Sin embargo, en el corto espacio de mi estadía en el campo, este se fue llenando de bloques residenciales. Cada salida a Tokio era un bosque de bambúes menos, un fragmento menos de inmensidad, una nueva pared en este laberinto de cajas, creciente y apretujado como espuma de levadura.

Noboru se puso a hablarme sobre un libro que estaba leyendo, pero el rugir del tren no me dejaba escucharlo bien. Entre frase y frase yo tornaba mi vista hacia el atardecer color azalea, atardecer que de seguro el ex tutor ignoraría, como lo hacen todos. La conversación se desgastó como un tizón de incienso y pronto el sol terminó de ponerse tras los edificios. De pronto, Noboru sacó unos papeles y me los entregó: eran tareas de los alumnos de su clase de español, a quienes nos disponíamos a ver esa noche. Habían escrito párrafos donde se presentaban y yo debía terminar de corregirlos.

A juzgar por la información presentada en cada hoja, los estudiantes eran en su mayoría adultos mayores. Algunos habían viajado a México alguna vez. Uno de ellos hablaba inglés, francés y holandés. Una había entregado un amasijo de palabras sin sentido que de alguna manera Noboru supo interpretar. Casi todos hablaban de sus achaques. Divertida, pasé las hojas y agregué conjunciones y signos de interrogación con esfero rojo. Entonces llegué al final de lo que prometía ser una página más:

Estoy enferma pero soy feliz.
Tengo cáncer de mama.

Noboru tomó los papeles apenas notó la reaparición de mis anotaciones en la cima de la pila.
—Oye, una persona dice que tiene cáncer…—comenté con una mezcla de perplejidad y pesadumbre ante la ligereza de la revelación.
—Ah, sí—asintió él con gravedad académica—, el cáncer es una enfermedad—
—Yo sé—, interrumpí.

El tren volvió a sumergirse bajo tierra. En la ventana no se veía más que nuestros reflejos pálidos rozando la oscuridad del concreto.

[ A Murder of One — Counting Crows ]