Baile Átha Cliath

La otra noche soñé que me disponía a viajar a Bogotá con una compañera de clases de Brunei. Ya iba llegando al aeropuerto cuando me enteraba de que mi vuelo no arrancaba desde Narita: lo haría desde Dublín.

¡Dublín!

¿Y cómo diablos iba a llegar yo a Irlanda? Jugueteaba con la idea de tomar un ferry, pero al parecer lo más sensato era tomar otro vuelo.

El problema del nuevo tiquete se resolvía rápidamente: un avión con puestos estaba a punto de salir. Pero entonces recordaba—¡no tenía visa! Sin visa no habría transbordo y sin transbordo no habría Bogotá. Para colmo, la bruneyana abría la bocota para expresar extrañeza puesto que a ella nadie nunca le había pedido una visa. “Sí, pero es que el mío es un país pobre”, replicaba yo con ganas de formar una L y una J con el índice y el pulgar de cada mano, ubicarlas alrededor de su cuello y convertirlas en paréntesis cada vez más cerradas.

Entonces caía en cuenta de una cosa más, como si fuera poco: se me había quedado el pasaporte en el apartamento en Tsukuba. La idea de salir corriendo a la embajada irlandesa a tratar de obtener una visa instantáneamente se iba desvaneciendo, y mi resignación me llevaba a salir del aeropuerto hacia las calles de Tokio, sobre la bahía. De repente, ya no era la niña de Brunei quien me acompañaba, sino Azuma. En la vida real esto constituiría un gran consuelo, pero en el sueño ella simplemente me decía que quería ir a un centro comercial en Odaiba. Desde donde estábamos paradas se veía gigantesco y tentador al otro lado del mar, pero la angustia y el desánimo me invitaban a abstenerme de abandonar la empresa de regresar a casa por pasar todo un día vitrineando y jugando Taiko no Tatsujin. De todas maneras alcanzaba a meditarlo un rato—antes de despertarme con el corazón en la mano y la certeza de que nadie iría a ninguna parte, mucho menos a Dublín.

[ So Easy — Röyskopp ]

Never Can Say Goodbye

Ayer Yin, Azuma y yo fuimos a Shimokitazawa en Tokio en busca de un vestido que necesito para la próxima semana. Fue una búsqueda algo ardua pero afortunadamente fructífera pese a lo específico de mi pedido.

Estábamos volviendo ya a la estación de tren cuando notamos que en la calle había mucha gente congregada en torno a la vitrina de una tienda: estaban absortos viendo un video de Michael Jackson.

[ Don’t Say Goodbye Again — Michael Jackson ]

Bloomsday

I've Been Meaning to See You, But I Got Trapped in a Dream

Pudo haber soñado cualquier cosa. Pudo haber sido de nuevo el inexplicable fantasma de su amiga muerta sentada en el sofá. Pero ahora sus ojos estaban abiertos y ya no recordaría nada. Un día nublado. Lo primero que se ve siempre es la ventana—corrección: un borrón. Las gafas están a un lado, tal vez en el piso, tal vez sobre un libro, tal vez camufladas entre una maraña de cables.

El día tarda en empezar, pero las horas transcurridas entre el computador, el futón y la guitarra son infinitas. Olivia Ruiz. Un rato eterno se va escrutando una bolsa de marañones. Qué curioso que estas sean las semillas de una fruta que crece justo debajo de estos riñoncitos. Hay marañones planitos, mitades abandonadas. Otros están completos y son gordos. Tres episodios de Daria. El gran almuerzo de hoy: arroz con marañones. Arroz con furikake sabor a ajo y marañones. Y una taza de yujacha. Mientras restregaba el calentador de agua de la cocina con una esponjilla jabonosa podía oír un eco metálico reprochándole el opíparo banquete de un tazón de arroz con marañones comprados en una feria callejera el mes pasado, comparado con—algo peor. Siempre hay algo peor, porque es ese país y no este. Concurso de miserias. Permanece lo dicho, pero su voz se ha desvanecido. La de Sandra, fallecida hace años, suena clara como una campana de verano desde esa noche, pero la de él se ha evaporado, dejando apenas el residuo granuloso de las palabras.

Vaya, el momento más emocionante de mi día. Diez minutos antes de la hora de partir, el cierre de la falda se ha enganchado en las medias pantalón y ahora hay un hueco a la altura del trasero. Y aquí no venden medias pantalón para mí, el compás humano. El momento más emocionante de mi día. La aventura. La búsqueda del esmalte más barato de la colección—una aguatinta color verde limón—, la paciente aplicación del mismo en derredor del agujero mientras se escucha el portugués más bogotano de la vida en un video de Internet. Si es portugués de Portugal no debería entender tanto, ¿verdad? Una cara familiar. Él sí está hablando portugués y no portuñol. Me gusta el verbo “ficar”. Nunca he leído a Pessoa. Se imaginó informándole eso al desapegado boticario que recomienda bananos para el mal genio, una mesa metálica redonda en medio de los dos.
—Nunca he leído a Pessoa.
Sobre la mesa hay granitos de azúcar.

En el parqueadero estaba la gata Kiku observando a su novio El Rubio desde el calor de una moto. Algunos están plácidos y felices. Algunos tienen a alguien a quién observar largamente desde un lugar alto y cálido. Ya rodando en la bicicleta, rodeando un árbol, reflexionaba sobre los dieciséis de otros junios. Las raíces habían levantado breves ondulaciones que ella nunca esquivaba. Para eso es una bici de montaña. La falda al vuelo sobre la bici de montaña.

La clase fue un largo bloque de tiempo muerto. Su cabeza jamás estuvo allí. Sin embargo, la aparición de Hazuki marcó el verdadero comienzo del día. Su blusa de colores parecía sacada de otra década, pero se veía impecable. Bella. Y una vez más, la niña que usa shorts ridículos llegó al salón. Miradas de complicidad contra la moda japonesa. Cuánta alegría le daba poder tener miradas de complicidad con ella. Juntas salieron del salón y partieron en dirección de Frijol, el restaurante mexicano. Como estaba cerrado, siguieron hacia Kuraudo, el restaurante de okonomiyaki. Mientras esperaban, Hazuki sacó un sobre de su maleta.
—Tu cumpleaños es en julio. Como no nos vamos a encontrar, te traje un regalo.
—¿En serio?
Su rostro se iluminó. ¡Un regalo! ¡De Hazuki! ¡De cumpleaños! ¡Se acordó! ¡Me quiere! Era una edición moderna con ilustraciones simpáticas de un manual antiguo chino de salud. Gracias. En serio, gracias. Gracias. Arigatou. Hontou ni, arigatou. Bajo la iluminación del recinto, el rostro de Hazuki creaba sombras hermosas. Solo su nariz se asomaba a la luz. Ella es hermosa bajo cualquier luz, pero no lo sabe, o lo sabe y lo niega. ¿No hay mayonesa? El okonomiyaki siempre sabe mejor con mayonesa. Como el último okonomiyaki que comimos en Hiroshima. La conversación se estancó en cómodos silencios. Qué llenura tan terrible, pero igual tengo ganas de sherbet de yuzu. No está caro, en todo caso. Entonces vio el fin acercándose como la pared de un cuarto de tortura. Algún día no podré verla más.

Regresó a su hogar en silencio, bajo la lluvia invisible. Mientras aseguraba la bicicleta vio a Azuma en el pasillo del edificio. Hola, estaba comiendo con Hazuki. ¿Quieres pasar? El clima no coopera. La televisión está malísima, como siempre. ¿Puedo cambiar de canal? Por favor.
—Soñé con una amiga que murió hace años—dijo de repente, recostada contra una almohada y una serpiente de peluche—. Era tal como la recordaba, la voz, la actitud… Estaba sentada en el sofá de mi casa. Era diciembre 13. Entonces llegaba Himura y preguntaba si alguien más vendría de visita. No, nadie, ¿por qué? Para mí era como un fin de semana normal. “¿Ustedes no celebran la cremación del cedro?” No, no tenía idea de que existía esa celebración. Mejor ven, te presento a Sandra. O más bien, al fantasma de Sandra.

(¿A qué viene todo esto?)

[ La saule pleureur — Olivia Ruiz ]

金曜はどう?

Pese a que aborrezco la rigidez de la vida social japonesa, he aprendido a apreciar ciertos rituales que la componen. Uno de ellos es la planeación anticipada de encuentros.

Japón es un país pionero en tecnología, pero existe cierto apego inexplicable hacia lo análogo. Los gráficos computarizados son impecables, pero los programas de televisión usan modelos de cartulina e icopor para ilustrar la información que presentan. Así pues, pese a que todos los teléfonos celulares traen calendario y alarmas, la agenda de papel es una posesión imprescindible.

Hacia el final de cada encuentro, las partes que hasta entonces venían llenando vaso tras vaso de té se inclinan hacia un lado y esculcan el fondo de sus carteras. Entonces se concentran en sus respectivas libretas y llevan a cabo un ping-pong de disponibilidad.
—¿Qué tal la próxima semana?
—La próxima semana me queda un poco difícil. ¿La siguiente está bien?
—¿Qué día?
—¿El lunes?
—Hm, el lunes estoy ocupada. ¿El miércoles?
—¿Miércoles por la noche?
—Sí.
—Sí, tengo tiempo.
—¿No hay problema?
—No.
—¿Segura?
—Segura.
Entonces la visita se da por terminada y las partes no establecen comunicación alguna sino hasta la siguiente cita, a no ser que hayan quedado de discutir algún otro detalle por mensajes de texto. La excepción son las buenas amistades, que según me dicen, se envían mensajes en una continua y lenta conversación. Creo que Alicia intentó eso conmigo cuando estudiábamos alemán juntas, pero en ese entonces yo no entendía las curiosas dinámicas de la amistad japonesa y di por terminadas muchas charlas escritas. Finalmente dejé de estudiar alemán y se acabaron las excusas para decirnos algo que no fuera “hola”.

Algunas personas me dicen que no es tan difícil hacerse amigo de los japoneses, que en estadías cortas se han hecho a un corrillo de curiosos sonrientes con los que han compartido ratos agradables. Sin embargo, vale la pena anotar que la actitud de la mayoría cambia en cuanto se enteran que uno no vino acá de intercambio sino para quedarse un buen rato (por “un buen rato” me refiero a más de un año). Entonces, tarde o temprano, la novedad se acaba y la sonrisa de bienvenida se desgasta. Habiéndose agotado el repertorio de preguntas estándar para extranjeros, la relación se erosiona y muere.

En parte no los culpo: en una sociedad donde el respeto excesivo de los límites personales ha erigido auténticas fortalezas alrededor de cada uno, establecer un vínculo amistoso es toda una proeza, aún entre ellos. La espontaneidad no existe, quedando en su reemplazo una estela de excusas tras cada reunión. No obstante, sigue irritándome que por tener uno las piernas más largas y los ojos más redondos merezca uno un trato completamente distinto. A más de uno le he escuchado eso de “no saber cómo hablarles a los extranjeros” como excusa para excluirlo a uno de toda interacción posible. Como si todos fuéramos a reaccionar igual, con nuestros tentáculos asesinos que no perdonan las intrusiones incorrectas. Nos imitan con su pelo ondulado a la fuerza y los ojos redondos de sus personajes, pero el día que se topan con nosotros frente a frente hacen corto circuito. Empero, pese a todo, no me rindo.

Probablemente el aprecio que le tengo a este ritual pese a que destila acartonamiento se debe simplemente a que presenciar la apertura de aquel librillo significa que quien tengo al frente pretende volver a verme. Armada de una cuchara y mis uñas abro agujeros en las paredes. Al otro lado una persona me sonríe, y es uno de esos rarísimos casos en los que puedo estar segura de que la sonrisa es sincera.

[ Listen — Collective Soul ]

Hämärtyä

Ya no me conoce, me estoy desvaneciendo en su mente.
No puedo verlo desde aquí—tengo los ojos borrosos.

[ Postcards from Italy — Beirut ]

Solanum tuberosum

Córtale las alas al pájaro para que no pueda volar.
Córtale las raíces a la papa para que no pueda escapar.

La papa tiene nacientes tentáculos blancos y morados. Ampútalos: la papa no puede ser más hermosa que tú.

La papa tiene ojos por todas partes. Pínchalos: la papa no debe ver más allá de lo que tú ves.

La papa, disfrazada de tierra, se esconde en tu nevera. Castígala, escáldala, borra la nebulosa que alberga en su corazón. Que su piel se deslía en desespero. Petrifícala en sal, trufilla indócil.

Domina a quien busca dominarte. El cuchillo es tu cetro; empúñalo sin temor. Ofrece un banquete en honor a tu señorío, paladea tu trofeo con fruición, y deja que una mano enguantada remueva las huellas ennegrecidas de sangre almidonada.

[ Déjate caer — Los Tres ]

Purge

Creo que no puedo volver a hablar con el señor Sakaguchi. Creo que no puedo volver a mirarlo a la cara. No quiero que se aparezca en mi clase de teoría literaria. No quiero topármelo en el camino ni coincidir con él en ningún evento. No quiero saber más de su japonesa existencia.

Espero que finalmente haya entendido lo que había querido decirle desde esa noche en que sus palabras me obligaron a verlo bajo una luz distinta, desde siempre. Tal vez en esa ocasión había mentido y solo probaba el alcance de su recién adquirido don de labia, souvenir de Alemania. Después el efecto se desvaneció y él retornó a su condición de nipón desdeñoso de las palabras. Pero yo seguí caminando con el dardo clavado al cuello.

Anoche fue hora de sacármelo de un solo tirón—después de múltiples intentos infructuosos de atenderlo lenta y sutilmente, como si de un caso de elefantiasis se tratara.

—No estoy pidiéndote que aprecies lo que hago, sino que sepas que eres lo suficientemente importante en mi vida como para inspirarme a escribir—, declaré después de revelar la proveniencia del primer cuento que escribiera en años y estrellarme estrepitosamente contra el muro de su indiferencia.
—Gracias, pero suena extraño si lo mencionas. Deberías guardarte esas cosas.

Debe ser por eso que los habitantes de este archipiélago al final se desesperan y se tiran a las vías férreas. Yo podré seguir con mi vida después de purgar este veneno, pero ¿qué hay de todas esas personas a las que las palabras se les pudren en la garganta? Los gusanos se les subirán al cerebro y enloquecerán, engrosando las estadísticas y la fama de cada edificio alto que se cruce en el camino.

[ I Ran (So Far Away) — A Flock of Seagulls ]

The Bird and the Bee

Cuando era chiquita me preocupaba la llegada del futuro. El futuro, esa era delirante y peligrosamente cercana que venía siendo predicha hasta el mínimo detalle. Pues bien, a mí ese horizonte me preocupaba puesto que cuando llegase mi casa sería demolida para construir una brillante “casa del futuro”.

Algo así suelo evocar cuando escucho a The Bird and the Bee. Como salidos de una fantasía de azulejos color verde limón y turquesa, Greg Kurstin e Inara George imaginan el porvenir musicalmente desde un mundo de licuadoras anaranjadas en el que creíamos que volaríamos a la Luna en una nave Pan Am.

El futuro llegó y mi casa sigue igual, aparatos más, aparatos menos. Nadie está hibernando en el camino a Júpiter. Sin embargo, este dúo me hace cerrar los ojos, retroceder en el tiempo y ponerlo a andar de diferente manera para poder declarar, como en su último álbum: “Ray guns are not just the future”.

Soliloquios

Yo: ¿No te ocurre a veces que pasa el día entero y no usas la voz ni una sola vez?
Hazuki: No.
Yo: ¿No?
Hazuki: No. Yo hablo sola.

[ You’re a Cad — The Bird and the Bee ]

また連絡するね

Una tarde de verano en 2002, un tímido joven japonés se detuvo en un pasillo frente a una colombiana ligeramente menos tímida recién llegada a Dubuque, Iowa. Departieron un rato.
—Después te llamo—, dijo él en inglés a modo de despedida.
—¿Cómo planeas llamarme si no tienes mi número?
El joven quedó algo perplejo ante la audacia de su interlocutora. Parecía una invitación, pero no había manera de asegurarlo. Excepto, tal vez, si cumplía la promesa.

Los días pasaron y los paisajes cambiaron. Hubo encuentros y desencuentros. La nieve cayó y se derritió y volvió a caer. Los aviones surcaron los océanos en vaivén. Así transcurrieron casi siete años.

Una mañana, el teléfono rompió el silencio en un minúsculo y desordenado apartamento en Tsukuba, Ibaraki. Una extranjera levantó el auricular.
—¿Estás despierta?—dijo una voz en japonés desde el otro lado de la línea.
La mujer rió, somnolienta. Parecía el eco de una antigua invitación, pero no había manera de asegurarlo: ella nunca había recordado una promesa durante tanto tiempo.

[ Qui sommes nous? — Olivia Ruiz ]