Penduo Long emerge en el paisaje por ahí una vez al año. En su apretadísima agenda, rayada con ese trazo desenfrenado que hace de cada nombre un autógrafo, reserva una tarde para encontrarse conmigo y rendir blandas cuentas de lo que ha sido nuestra vida en ausencia del otro. Bajo la pulcra seda de nuestro trato cordial se esconde un par de dagas ensangrentadas.
Almorzamos en Roppongi. Él parece una versión asiática de Don Johnson en Miami Vice y yo llevo los labios brillantes de escarlata bajo la pava de ala infinita. Me pregunta si he engordado y me recuerda aquella única vez que pronuncié mal la palabra “façade”, como si de un gran trofeo anecdótico se tratara. Yo frunzo los labios saboreando el triunfo de no haberle dejado nada más que reprocharme salvo aquella tarde que me encontró con el enjuto y peludo contador de la empresa en el asiento de atrás de su Corniche, pero finjo que es el sabor del Gewürztraminer. Él jamás sería capaz de mencionar ese episodio —la insuperable vergüenza lo haría atragantar—; por eso tanta insistencia en la traición urdida entre mi paladar y mi lengua.
Me pregunta por mi nuevo amante, y yo arrojo la cabeza a un lado con una mueca semejante a una sonrisa mientras le hablo con excesivo detalle de las tardes en Santorini y de todo lo que Jean-Jacques sí me ofrece que él nunca pudo. Penduo sabe que Jean-Jacques no es su verdadero nombre, pero también sabe que bien podría ser el jardinero de la casa en Niza —para mayor humillación—, así que permanece callado.
Alguna vez fuimos felices. Por más que he querido ahogar el recuerdo en bilis, aún ahora debo aceptarlo. Éramos jóvenes y medíamos el dinero en términos de cuántas hamburguesas podríamos comer por cada hora de trabajo. Tomábamos gaseosa en la cama y nos peleábamos por las fresas deshidratadas del cereal que siempre servíamos en un solo bol. Penduo conducía un Honda CRX al que le habían robado la H del capot y nos íbamos de paseo a lugares de nombres graciosos. En la carretera, los árboles desnudos se alzaban como rastrillos que rasguñaban los témpanos del cielo mientras cantábamos canciones de John Lennon a dos voces. A través del vaho parecía como si bajo nuestros guantes rotos siempre estuviera próximo el fin de la primavera. Qué ilusos fuimos al no notar lo delgados que se hacían los calendarios.
La última vez que nos vimos se nos ocurrió ir a cine, por los viejos tiempos. Al oscurecerse la sala Penduo tomó mi mano. Me sorprendí un poco mas no opuse resistencia, rodeados como estábamos de tantas parejas con las sonrisas embobadas iluminadas tenuemente por la pantalla. Por un momento parecíamos una de ellas, y mis comisuras se alzaron también. Sin embargo, al poco rato se quedó dormido y empezó a roncar. En un instante mis dedos deshicieron el tierno nudo que nos unía e hinqué un codo en sus costillas con la vergüenza acumulada de toda una era. Era mi olécranon cobrándole de contado su impotencia, su barriga imperdonable, su cara de mapache rojo al emborracharse, su incapacidad absoluta de hacer la más ligera mención del episodio del Corniche. A quién le importa que yo haya dicho “fáqueid” en vez de “fasad” si él no es capaz de detener el tiempo por dos horas siquiera.
Penduo paga la factura y yo retiro la vista para no encontrarme con la carpeta de cuero cayendo estrepitosamente sobre la mesa. Siempre he odiado ese gesto suyo de displicencia para con el servicio. El compromiso anual se ha cumplido y ya podemos olvidarnos el uno del otro mientras empieza a refrescar y comienza de nuevo el ciclo de desaparición y reaparición de la piel en la calle. El otro año la cita podría ser en Nueva York o Ginebra. Da igual.
En la noche me reuniré con mis amigas para nadar en rusos blancos y les contaré lo envejecido que se ve Penduo mientras nuestras risotadas de cotorra hacen evidentes mis propias patas de gallo. En algún momento de brumosa lucidez les confesaré que no pienso dejar de verlo pese a lo mucho que nos odiamos: mientras podamos almorzar una vez al año y hacernos nimios favores, todo estará bien. No tengo nada que lamentar si pude quedarme con los niños y el galgo afgano.
[ Lucy — Hanne Hukkelberg ]