Decanatura


El otro día fui a la oficina de decanatura de mi facultad a preguntar si podía hacer un reemplazo de una materia obligatoria. Era un asunto más de curiosidad que de necesidad, así que esperaba salir rápido de la diligencia como quien pregunta un precio y se va de la tienda. La secretaria desapareció con mi pregunta tras un panel divisor del que emergió después para invitarme a pasar. En el espacio escondido había dos sofás de cuero y una mesita con dos pocillos de café y un platico repleto de cacahuetes. En cada sofá había un profesor. Uno de ellos, calvo y con cara de haber pasado tiempo fuera de Japón, era el decano.

El decano repitió la pregunta que le había dicho la secretaria para cerciorarse de estar entendiendo. Yo quería tomar una clase de esta lista que en el libro de las materias sale al lado de la lista de clases de japonés que yo tenía que inscribir en reemplazo de las clases obligatorias de inglés. ¿Correcto? Así es. Se levantó, consultó el manual de inscripción de materias y constató que nada había escrito en él al respecto. Entonces llamó a otra dependencia a transmitir mi duda. El otro profesor decidió entonces amenizar mi espera con un interrogatorio en inglés. ¿Estaba preguntando esto porque había perdido una materia? No, yo no he perdido inglés, yo nunca tomé inglés porque me informaron mal sobre los reemplazos de las materias y tomé lo que no era. Ah. Al cabo de un rato apareció una secretaria diferente a la que me había atendido y anunció que tendría que remitirle la pregunta a otro superior. Acto seguido se esfumó. Lo que pasa, me dijeron los profesores entonces, es que ella es nueva y no sabe qué hacer en estos casos. Risas. Caras de qué hacer qué hacer. En algún punto al segundo profesor se le salió una palabra en alemán.
Deutsch? —anoté yo, sonriente, sin imaginar la señal que estaba dando con el comentario. El profesor suspiró aliviado al no tener que usar más inglés y empezó a volver a explicarme que la pregunta que yo había hecho no la había hecho nunca nadie y en el manual de inscripción de materias no había nada escrito al respecto así que lo mejor era que yo tomara japonés normalmente como para estar seguros y no meterme en problemas luego. En alemán. Asumo que dijo todo eso por los gestos y porque, mal que bien, algo entendí.

La secretaria volvió a aparecer y dijo que como este caso era nuevo y nada había escrito al respecto en el manual de inscripción de materias, el superior había dicho que este caso habría que llevarlo a otro superior.
—Habrá que discutirlo en un consejo general de la universidad— me explicó el decano—. Tomará tiempo.
—¿Días?
El tono de mi voz era enteramente jocoso.
—Meses— respondió él con toda seriedad—.

Ya me iba a ir cuando el profesor de alemán me detuvo. Woher kommst du? Que de dónde era, que dónde aprendí alemán, que si lo había estudiado en mi país. No, yo empecé aquí. Ooooh. Se adivinaba algo de satisfacción en su cara. Supongo que le enorgullecía saber que alguien hubiera logrado aprender un idioma extranjero en esta universidad.

Cogí mi maleta, repartí un par de venias, shitsureishimasu, y me fui.

[ Birds — Emilíana Torrini ]

Palitos y bolitas

Todos mis amigos en Tsukuba me preguntan por qué anduve perdida la semana pasada. Yo sé que la rumba no es lo mismo sin mí, pero a veces hay que alejarse del ruido y las luces para reconectarse con el centro de uno mismo. Ustedes saben, para ser más zen y escuchar la inner voice. Yo los quiero mucho y amo emborracharme con ustedes pero estoy en un país oriental y aquí se vino fue a meditar, y como hasta ahora no lo estaba logrando pues me fui a Corea. Corea, el Japón chiviado de Asia, el Siete de Agosto del Extremo Oriente. Me fui sin saber nada ni esperar nada más que un reencuentro conmigo misma; el resto vendría por añadidura (Google search: “Seoul nightlife”). Con la espiritualidad por el cielo llegué a Incheon y cuál no sería mi sorpresa cuando veo una camisa color yema de huevo demasiado familiar para mi gusto en Arribos. Me le acerqué porque me pilló mirándolo y me sonrió y ya no tenía escapatoria.
—¿Usté qué hace aquí?—, le dije.
—No, más bien usté qué hace aquí.
—Hey, yo vivo en este continente. Y aquí no piden visa.
—Técnicamente usté no vive en este continente, usté está en una isla.
—Ay, en fin.
El pisco este venía dizque a una de sus cosas matemáticas que, imagino, consistirán en pararse frente a un tablero y llenarlo de matachos y luego ponerse la mano con el dedo índice y el pulgar en L bajo el mentón y decir “hmmm”. Y al lado habrá muchos tipos de todas partes del mundo mirando el mismo tablero y diciendo “hmmm” también.

Pero bueno, en vista de que ninguno de los dos sabía leer palitos y bolitas nos fuimos juntos en el tren como para ofrecernos apoyo moral. Tampoco era que nos habláramos de a mucho durante el trayecto, así que mi plan de aislamiento hasta ahora funcionaba a medias tirando a bien. Sin embargo, él en su buena fe quiso bajarse en la misma estación de metro que yo dizque para ayudarme a encontrar mi hotel y resultamos cogiendo taxi para llegar quién sabe cómo a un lugar completamente inconexo de todo que no se parecía a nada visto ni antes ni después. Ahí se hizo evidente que tendríamos que pasar los siguientes días juntos si queríamos sobrevivir. Al hotel llegamos al fin después de ver un río gigantesco y luego volverlo a ver, la rabia convertida en miedo convertido en estoicismo nervioso convertido en genuino agradecimiento.

Desde entonces creo que nos hicimos amigos, como esos policías de las películas que viven un montón de aventuras juntos y vuelan (literalmente) en un Chevy Impala café con el Gran Cañón de fondo o algo así. Viendo el periplo en retrospectiva lo imagino despidiéndose de mí con cabestrillo después de ese episodio donde coge al jefe de la mafia con las manos en la masa y yo llego a último momento a dispararle cuando le está apuntando a la cara pero está dando su discurso final de cómo los policías son —somos— tan tontos. “¡Aguanta, Johnny!”, grito yo mientras él se agarra el hombro ensangrentado, porque a todos los policías veteranos les disparan es en ese punto entre el pecho y el hombro donde a uno le gustaría recostarse si no fuéramos policías ni amigos de aventuras internacionales sino otras cosas más bonitas. Eso u oficinistas borrachos en el metro. Le estrecho la mano buena, le doy un abrazo pero suelta un “ughhh” gutural que nos da risa y le prometo que nos volveremos a ver algún día.

Así que eso estuve haciendo. O no, pero a quién le importan las caminatas sin rumbo y los festivales de luces y las comidas picantes que dejan los labios adoloridos. No me encontré ni nada por el estilo. No creo siquiera haber tenido tiempo de buscarme. Fui a Seúl, volví y ahora he vuelto con ustedes a continuar la fiesta.

[ Ride the Tiger — Jefferson Starship ]

GCEA

Aprender a tocar un instrumento nuevo es como aprender un nuevo idioma. Ayuda haber aprendido un [instrumento/idioma] parecido antes, pero uno inevitablemente incorpora [acordes/vocabulario] del [instrumento/idioma] equivocado de vez en cuando. Al menos eso me pasa a mí: me confundo al hablar, me confundo al tocar. G en ukulele se toca igual que D en guitarra. Ima (“ahora” en japonés) suena como immer (“siempre” en alemán).

Mis manos pequeñitas parecen haberse adaptado rapidísimo al ukulele, y ahora la guitarra se me antoja gigantesca. Me pregunto cómo sería si en este momento retomara el bajo. Se sentiría kilométrico, seguramente. Recuerdos de colegio, de los pocos buenos que hay. Prácticas eternas en las tardes. Callos. Tengo tres nuevos en los dedos de la mano izquierda. Cuando estoy lejos de casa me los palpo, compruebo su insensibilidad con las uñas y noto cómo esta nueva adicción invoca pedazos de mí que creía perdidos. Tengo catorce años y felicidad infinita en el aislamiento.

[ How Can I Tell You — Cat Stevens ]

Ukulele

Tengo un ukulele.

Ahora puedo pasar las tardes feliz como esos jóvenes que vi en Guam sentados a la entrada de un edificio. Charlaban mientras uno de ellos tocaba y yo quería esa felicidad tan simple. He querido esto desde hace tanto, desde Hawaii, desde Nellie McKay.

No ha pasado un día y ya puedo tocar tres canciones.

Soy inmensa pero inmensamente feliz.

[ Don palabras — La maldita vecindad ]

Escisión

La lámpara de mi cuarto se rompió hace tiempo, cuando intentaba arreglar un bombillo que no encendía. No conseguí repuesto para la parte quebrada, así que acostada en el futón recorro la grieta y la pego con cinta pegante mental. ¿Cinta plateada? ¿Cinta transparente? Miro la grieta y pienso en la palabra “cisma”. Cisma, escisión, desavenencia. “Escisión” fue una de esas palabras que salieron en el Concurso de Ortografía cuando estaba en las eliminatorias del colegio. Tenía 13 años y pasé a la final. Me gané unos patines, lo cual siempre se me hizo extraño. ¿Qué mensaje querían enviar con ese premio? ¿”Deja de leer tanto, cuatro-ojos, y sal a tomar aire”? Y yo que ni siquiera tenía gafas, pero fue precisamente en esa final televisada que se hizo evidente mi miopía. Perdí por ciega.

Antes de mi gran debut como perdedora salió en el diario un perfil de los finalistas. Había una foto mía horrible (pero qué le hacemos si yo era horrible). Una entrevistadora me hizo preguntas y le parecí chistosísima. Mi mamá le dijo que yo escribía cuentos, que qué podíamos hacer para publicarlos. La señora era la encargada de Aventuras, el suplemento infantil del periódico del domingo. Dijo que podría enviarlos a su sección para publicarlos en la página de correspondencia de los (pequeños) lectores. No me atreví a hacerlo porque 1) estaba convencida de que de todas maneras no iban a publicar nada y 2) yo escribía en inglés. No obstante el desánimo, yo seguía convencida de que lo que quería era dedicarme a escribir cuentos y sacarlos en libritos. Aquí es donde viene la voz de j. diciendo que si quiero publicar tengo que escribir muchos cuentos primero. Entonces yo me pongo triste y furiosa conmigo misma porque es tal como me dijo Himura alguna vez, que yo no soy más que una simple escritora de blog, y es peor sabiendo que ahora los blogs pasaron de moda y lo de ahora es tener Tumblr donde nadie escribe de a mucho salvo j. que si no tuviera con qué escribir escribiría con su propia sangre, seguro. Como Alexandros Panagulis en Bogiati.

A match as a pen
Blood on the floor as ink
The forgotten gauze cover as paper
But what should I write?
I might just manage my address
This ink is strange; it clots
I write you from a prison
in Greece

No sé a qué iba esta historia. Ah, sí, a que ya no escribo y lo único que tengo es este rectangulito, y eso, porque después de lo pasmada que quedé en Europa le perdí la práctica por completo. Y eso que tenía hartas cosas que contar. Pero con todo y la hirviente frustración que me produce esta involuntaria escisión de lo que otrora creyera vital, hoy voy a hacerle caso a ese par de patines y me voy a tomar el sol.

[ Afuera — Caifanes ]

Acetato

Estoy tratando de simplificar posts, a ver si al fin dejo de demorarme siete horas en una burrada. Son siete horas para escribir “se acabó mi crema dental sabor a kiwi dorado y, como ese sabor lo descontinuaron, me tocó comprar una sabor a limón tropical o algo así”. Dieciséis horas para este elegante tratado:

Se acabó mi crema dental sabor a kiwi dorado y, como ese sabor lo descontinuaron, me tocó comprar una sabor a limón tropical o algo así. Me molesta mucho que en Japón todo lo vivan descontinuando. El otro día me encontré una chocolatina con caramelo y sal y era lo mejor del universo, pero cuando fui a comprarme una segunda ración, la habían descontinuado. También ocurrió con la cocoa que vendían cuando vivía en Tokio. Fue un amor que duró lo que duré en esa ciudad. Y la chocolatina de fresa (¡70% fresa!) solo la venden en febrero. Como verán, solo me preocupo por las chocolatinas. Sin embargo, ha sido lo mismo con mi jugo de ciruela favorito, las camisetas bonitas de Uniqlo, el bento de anguila en el combini, las cremas que huelen rico, los accesorios de Banao, el jugo de maracuyá, el modelo a escala del USS Enterprise, la tarjeta de cumpleaños que compré y no llené y no envié. En cambio las cosas fomes, esas las venden todos los santos días. Y entonces uno se tiene que conformar con las papas con sabor a nada y el bento de arroz con pescado de Fisher-Price. ¿Qué quieren de nosotros los japoneses? Naturalmente, que nos llenemos de angustia por la inminente desaparición de las cosas y nos hagamos a ellas ya.

Pero en realidad no quería hablar de eso. Quería hablar de mi nuevo disco de acetato. Me compré el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band a un precio muy razonable—o al menos a mí me parece muy razonable para ser un disco de los Beatles de verdad. Y no, no son doscientos dólares. En todo caso, no puedo ponerlo a sonar porque en esta casa no hay tocadiscos. Tampoco hay mesas ni más de dos cucharas, pero esa es otra historia. Estoy muy contenta porque nunca pensé que llegaría siquiera a ver un disco de acetato original de mi grupo favorito de todos los tiempos y de pronto, ¡tan! Helo aquí, en mis manos. Así de fácil. Cuando vuelva a mi casa en Bogotá, lo guardaré al lado del Let It Be de mi mamá y lo pondré a sonar cuando vengan los invitados especiales.

[ Don’t Go Breaking My Heart — Elton John & RuPaul ]

Nocnitsa

Buenos días. Es otro día como todos los días. Música, desayuno. Mi estómago sigue vacío. Mis oídos también.

Me pongo de pie frente al ventanal. Me quito la camiseta para revelarme en todo mi esplendor a un pintor que sin previo aviso ha invadido mi hasta entonces impenetrable balcón para pintar las barandas. De su brocha van saliendo las varillas brillantes de vinilo con sus respectivas sombras. Es un pintor hábil. Antes había solo aire detrás del vidrio, podría haber salido volando de ahí si hubiera querido, pero ahora me están encerrando. Saben que soy peligrosa.

Me doy la vuelta. En medio de mi habitación hay una clara división entre la luz y las sombras. Al otro lado hay alguien, adivino, pero no puedo verlo. Pronto el negro se vuelve azul se vuelve una colcha con manos que hace mñam mñam mñam y se restriega la cara. No sé quién es ni qué hace su dimensión en mi casa. ¿Es otra hora donde usted está? ¿Me conoce? ¿Me está soñando?

No hay más mundo más allá de estas rejas, más allá de él.

No abra los ojos. No oiga los perros ladrar. Es usted o yo. Usted mismo impuso los términos de este delirio: soy peligrosa y me rehúso a que se limite a imaginarme cuando esté aburrido.

[ Growing Up Falling Down — Paul McCartney ]

Mizuho en el Yukón

La señora Mizuho (no recuerdo el apellido) ha vuelto de un viaje y sus amigas, Keiko (la que se maquilla de colores y se pone dos hebillas en el pelo negrísimo como si estuviera disfrazada de algo) y la señora feminista grandísima que se afeita el bozo, están emocionadísimas por saber cómo le fue. Yo olvidé almorzar antes de ir al trabajo y estoy a punto de desmayarme, así que me limito a terminar un dibujo mientras ellas hablan. Intercalan las frases en inglés con carcajadas que me recuerdan cuando uno está en una clase de idiomas con amigos y le parece chistosísimo intercambiar oraciones simples que en la lengua materna ya no se siente que existan. “Tell me more!” dice Keiko y todas se desternillan de risa con una picardía que las delata en mi ajada memoria como las que se metieron a una iglesia mormona a practicar inglés. Ahora sí que me caen bien.

Doña Mizuho nos cuenta que pasó dos meses en el Yukón de intercambio para mejorar su inglés. Era la estudiante más vieja del programa, era incluso mayor que sus anfitriones pero igual hablaba de su host mother y se refería a ella de esa manera. Se perdió en la nieve tres veces, no pudo ver la aurora boreal, nunca pudo completar todos los ejercicios de la clase en el laboratorio de computadores, llamó alces, comió alce, levantó cuernos de alce (¡pesan más de diez kilos!). La pasó de maravilla y ahora no hace sino reírse recordando todas sus aventuras.

Una señora que no permite que los años le arruinen los planes random y que se ríe de esa manera tiene que ser la mejor señora del mundo. Cuando grande yo quiero ser así.

[ The Way I Feel Inside — The Zombies ]

Hola, por qué andas sola

A veces se me ocurre que quiero escribir sobre mis vecinos de países islámicos y lo deliciosamente insoportable que es recorrer el pasillo de mi edificio a la hora del almuerzo o la cena (“¡y yo comiendo gusanos!”). Sin embargo, en realidad no tengo mayor cosa que decir salvo que ellos se alimentan bien y yo mal.

Hoy descubrí que enrejaron el pasillo que conecta los dos edificios de mi facultad en el sexto piso. Al parecer por fin se aburrieron de los suicidios. Me imagino que la gente ahora tendrá que tirarse desde la facultad de arte o tal vez aumentará el número de ahorcados. Afortunadamente no se volvieron a presentar asesinatos desde que un fanático religioso degolló al profesor que estaba traduciendo Los versos satánicos al japonés. Eso fue hace rato, frente a los ascensores del séptimo piso. Todavía hay un cartel amarillento y arrugado pegado a la pared de unas escaleras, invitando a colaborar con las autoridades para encontrar al asesino.

Se cayeron las flores de cerezo y no me tomé la molestia de ir a contemplarlas.

[ God Only Knows — Beach Boys ]

Transambulare

Pensar y pensar y pensar y pensar y pensar y pensar y pensar.

Me encuentro con este espacio en blanco después de todo un mes y me pregunto qué hacer con él. Antes lo sabía bien, pero ya no. Ahora pienso y pienso y pienso y pienso. Podría recurrir al cliché de “parece como si lo hubiera soñado”, pero no. Me aferro a la realidad de lo que ocurrió y saboreo sus últimas migajas. Hay envolturas de chocolate desperdigadas en el cuarto, un tulipán de madera sobre una cajonera, nuevos libros en mi biblioteca. Pasé días royendo un queso zaanlander.

Todo esto sucedió.

No hay un traboule interdimensional que me deje sobre el Cours Lafayette. No hay un tranvía interdimensional que me deje en Servette. Quiero volver, pero ¿cómo? Es imposible. Se acabaron las vacaciones. Si aguardara hasta las siguientes, encontraría las ciudades desnudas. Todos se habrían ido. Todos los que me importan.

Quisiera que me esperaran. Quisiera esperarlos.

[ The Church of What’s Happening Now — Sia ]