Escisión

La lámpara de mi cuarto se rompió hace tiempo, cuando intentaba arreglar un bombillo que no encendía. No conseguí repuesto para la parte quebrada, así que acostada en el futón recorro la grieta y la pego con cinta pegante mental. ¿Cinta plateada? ¿Cinta transparente? Miro la grieta y pienso en la palabra “cisma”. Cisma, escisión, desavenencia. “Escisión” fue una de esas palabras que salieron en el Concurso de Ortografía cuando estaba en las eliminatorias del colegio. Tenía 13 años y pasé a la final. Me gané unos patines, lo cual siempre se me hizo extraño. ¿Qué mensaje querían enviar con ese premio? ¿”Deja de leer tanto, cuatro-ojos, y sal a tomar aire”? Y yo que ni siquiera tenía gafas, pero fue precisamente en esa final televisada que se hizo evidente mi miopía. Perdí por ciega.

Antes de mi gran debut como perdedora salió en el diario un perfil de los finalistas. Había una foto mía horrible (pero qué le hacemos si yo era horrible). Una entrevistadora me hizo preguntas y le parecí chistosísima. Mi mamá le dijo que yo escribía cuentos, que qué podíamos hacer para publicarlos. La señora era la encargada de Aventuras, el suplemento infantil del periódico del domingo. Dijo que podría enviarlos a su sección para publicarlos en la página de correspondencia de los (pequeños) lectores. No me atreví a hacerlo porque 1) estaba convencida de que de todas maneras no iban a publicar nada y 2) yo escribía en inglés. No obstante el desánimo, yo seguía convencida de que lo que quería era dedicarme a escribir cuentos y sacarlos en libritos. Aquí es donde viene la voz de j. diciendo que si quiero publicar tengo que escribir muchos cuentos primero. Entonces yo me pongo triste y furiosa conmigo misma porque es tal como me dijo Himura alguna vez, que yo no soy más que una simple escritora de blog, y es peor sabiendo que ahora los blogs pasaron de moda y lo de ahora es tener Tumblr donde nadie escribe de a mucho salvo j. que si no tuviera con qué escribir escribiría con su propia sangre, seguro. Como Alexandros Panagulis en Bogiati.

A match as a pen
Blood on the floor as ink
The forgotten gauze cover as paper
But what should I write?
I might just manage my address
This ink is strange; it clots
I write you from a prison
in Greece

No sé a qué iba esta historia. Ah, sí, a que ya no escribo y lo único que tengo es este rectangulito, y eso, porque después de lo pasmada que quedé en Europa le perdí la práctica por completo. Y eso que tenía hartas cosas que contar. Pero con todo y la hirviente frustración que me produce esta involuntaria escisión de lo que otrora creyera vital, hoy voy a hacerle caso a ese par de patines y me voy a tomar el sol.

[ Afuera — Caifanes ]

Acetato

Estoy tratando de simplificar posts, a ver si al fin dejo de demorarme siete horas en una burrada. Son siete horas para escribir “se acabó mi crema dental sabor a kiwi dorado y, como ese sabor lo descontinuaron, me tocó comprar una sabor a limón tropical o algo así”. Dieciséis horas para este elegante tratado:

Se acabó mi crema dental sabor a kiwi dorado y, como ese sabor lo descontinuaron, me tocó comprar una sabor a limón tropical o algo así. Me molesta mucho que en Japón todo lo vivan descontinuando. El otro día me encontré una chocolatina con caramelo y sal y era lo mejor del universo, pero cuando fui a comprarme una segunda ración, la habían descontinuado. También ocurrió con la cocoa que vendían cuando vivía en Tokio. Fue un amor que duró lo que duré en esa ciudad. Y la chocolatina de fresa (¡70% fresa!) solo la venden en febrero. Como verán, solo me preocupo por las chocolatinas. Sin embargo, ha sido lo mismo con mi jugo de ciruela favorito, las camisetas bonitas de Uniqlo, el bento de anguila en el combini, las cremas que huelen rico, los accesorios de Banao, el jugo de maracuyá, el modelo a escala del USS Enterprise, la tarjeta de cumpleaños que compré y no llené y no envié. En cambio las cosas fomes, esas las venden todos los santos días. Y entonces uno se tiene que conformar con las papas con sabor a nada y el bento de arroz con pescado de Fisher-Price. ¿Qué quieren de nosotros los japoneses? Naturalmente, que nos llenemos de angustia por la inminente desaparición de las cosas y nos hagamos a ellas ya.

Pero en realidad no quería hablar de eso. Quería hablar de mi nuevo disco de acetato. Me compré el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band a un precio muy razonable—o al menos a mí me parece muy razonable para ser un disco de los Beatles de verdad. Y no, no son doscientos dólares. En todo caso, no puedo ponerlo a sonar porque en esta casa no hay tocadiscos. Tampoco hay mesas ni más de dos cucharas, pero esa es otra historia. Estoy muy contenta porque nunca pensé que llegaría siquiera a ver un disco de acetato original de mi grupo favorito de todos los tiempos y de pronto, ¡tan! Helo aquí, en mis manos. Así de fácil. Cuando vuelva a mi casa en Bogotá, lo guardaré al lado del Let It Be de mi mamá y lo pondré a sonar cuando vengan los invitados especiales.

[ Don’t Go Breaking My Heart — Elton John & RuPaul ]

Nocnitsa

Buenos días. Es otro día como todos los días. Música, desayuno. Mi estómago sigue vacío. Mis oídos también.

Me pongo de pie frente al ventanal. Me quito la camiseta para revelarme en todo mi esplendor a un pintor que sin previo aviso ha invadido mi hasta entonces impenetrable balcón para pintar las barandas. De su brocha van saliendo las varillas brillantes de vinilo con sus respectivas sombras. Es un pintor hábil. Antes había solo aire detrás del vidrio, podría haber salido volando de ahí si hubiera querido, pero ahora me están encerrando. Saben que soy peligrosa.

Me doy la vuelta. En medio de mi habitación hay una clara división entre la luz y las sombras. Al otro lado hay alguien, adivino, pero no puedo verlo. Pronto el negro se vuelve azul se vuelve una colcha con manos que hace mñam mñam mñam y se restriega la cara. No sé quién es ni qué hace su dimensión en mi casa. ¿Es otra hora donde usted está? ¿Me conoce? ¿Me está soñando?

No hay más mundo más allá de estas rejas, más allá de él.

No abra los ojos. No oiga los perros ladrar. Es usted o yo. Usted mismo impuso los términos de este delirio: soy peligrosa y me rehúso a que se limite a imaginarme cuando esté aburrido.

[ Growing Up Falling Down — Paul McCartney ]

Mizuho en el Yukón

La señora Mizuho (no recuerdo el apellido) ha vuelto de un viaje y sus amigas, Keiko (la que se maquilla de colores y se pone dos hebillas en el pelo negrísimo como si estuviera disfrazada de algo) y la señora feminista grandísima que se afeita el bozo, están emocionadísimas por saber cómo le fue. Yo olvidé almorzar antes de ir al trabajo y estoy a punto de desmayarme, así que me limito a terminar un dibujo mientras ellas hablan. Intercalan las frases en inglés con carcajadas que me recuerdan cuando uno está en una clase de idiomas con amigos y le parece chistosísimo intercambiar oraciones simples que en la lengua materna ya no se siente que existan. “Tell me more!” dice Keiko y todas se desternillan de risa con una picardía que las delata en mi ajada memoria como las que se metieron a una iglesia mormona a practicar inglés. Ahora sí que me caen bien.

Doña Mizuho nos cuenta que pasó dos meses en el Yukón de intercambio para mejorar su inglés. Era la estudiante más vieja del programa, era incluso mayor que sus anfitriones pero igual hablaba de su host mother y se refería a ella de esa manera. Se perdió en la nieve tres veces, no pudo ver la aurora boreal, nunca pudo completar todos los ejercicios de la clase en el laboratorio de computadores, llamó alces, comió alce, levantó cuernos de alce (¡pesan más de diez kilos!). La pasó de maravilla y ahora no hace sino reírse recordando todas sus aventuras.

Una señora que no permite que los años le arruinen los planes random y que se ríe de esa manera tiene que ser la mejor señora del mundo. Cuando grande yo quiero ser así.

[ The Way I Feel Inside — The Zombies ]

Hola, por qué andas sola

A veces se me ocurre que quiero escribir sobre mis vecinos de países islámicos y lo deliciosamente insoportable que es recorrer el pasillo de mi edificio a la hora del almuerzo o la cena (“¡y yo comiendo gusanos!”). Sin embargo, en realidad no tengo mayor cosa que decir salvo que ellos se alimentan bien y yo mal.

Hoy descubrí que enrejaron el pasillo que conecta los dos edificios de mi facultad en el sexto piso. Al parecer por fin se aburrieron de los suicidios. Me imagino que la gente ahora tendrá que tirarse desde la facultad de arte o tal vez aumentará el número de ahorcados. Afortunadamente no se volvieron a presentar asesinatos desde que un fanático religioso degolló al profesor que estaba traduciendo Los versos satánicos al japonés. Eso fue hace rato, frente a los ascensores del séptimo piso. Todavía hay un cartel amarillento y arrugado pegado a la pared de unas escaleras, invitando a colaborar con las autoridades para encontrar al asesino.

Se cayeron las flores de cerezo y no me tomé la molestia de ir a contemplarlas.

[ God Only Knows — Beach Boys ]

Transambulare

Pensar y pensar y pensar y pensar y pensar y pensar y pensar.

Me encuentro con este espacio en blanco después de todo un mes y me pregunto qué hacer con él. Antes lo sabía bien, pero ya no. Ahora pienso y pienso y pienso y pienso. Podría recurrir al cliché de “parece como si lo hubiera soñado”, pero no. Me aferro a la realidad de lo que ocurrió y saboreo sus últimas migajas. Hay envolturas de chocolate desperdigadas en el cuarto, un tulipán de madera sobre una cajonera, nuevos libros en mi biblioteca. Pasé días royendo un queso zaanlander.

Todo esto sucedió.

No hay un traboule interdimensional que me deje sobre el Cours Lafayette. No hay un tranvía interdimensional que me deje en Servette. Quiero volver, pero ¿cómo? Es imposible. Se acabaron las vacaciones. Si aguardara hasta las siguientes, encontraría las ciudades desnudas. Todos se habrían ido. Todos los que me importan.

Quisiera que me esperaran. Quisiera esperarlos.

[ The Church of What’s Happening Now — Sia ]

Perdidojen Tokio

Bienvenido a Ginza

j. estuvo aquí. Hizo mala cara todo el tiempo. Tuve que ir a recogerlo hasta Kioto en tren bala porque Lucía, mi dai-sempai, no se lo aguantaba más. Se quejaba de lo profanados que andaban los templos, del precio de ingreso a Kiyomizu-dera, de lo mucho que Gion se parecía a La Candelaria. Al fin me tocó arrastrarlo a Nara con la esperanza de que los venados lo espantaran a topetazos. Lamentablemente, los venados estaban entrenados para hacer venias y dar las gracias por la visita a la salida de Todai-ji.

Ya en Tsukuba, me despertó a las tres de la mañana un día para que lo llevara a Tsukiji. Le dije que lo olvidara, que ni loca iría a esquivar carritos transportadores de pescado. Sin embargo, a las 5.20am estábamos roncando en un bus—eso o habíamos sufrido un corto episodio de muerte cerebral gracias a la habitual falta de aire de la flota Kantetsu. En el mercado se las arregló para comprar a punta de señas un pulpo vivo como buena acción del día, pero a la salida un carrito conducido por un trabajador xenófobo nos embistió y el animal sacrificó su vida para evitarles a nuestros familiares el dilema del millón de yenes. Lloramos todo el resto del día.

Pese al trauma (que me dejó con una mueca de eterno pasmo), tuvimos la suficiente frialdad para hablar de la cría y posterior matanza del wasabi. El wasabi se sumerge en una piscina llena de sake hasta que se le tuestan los nervios de la borrachera; entonces se coge del tallo y se degüella. Al final es puro mercy killing. El tema nos remitió entonces a aquella delicia que es el calostro de soya, tal vez por lo que veníamos comiendo helado de ese sabor. El problema de la cría de soya es que uno termina poniéndole nombre y no se imaginan el sufrimiento que es matar a Mameshiba o como quiera que se llame aquel ser simpatiquín cuyo cadáver terminará tirado en un establo hasta que empiece a oler raro y rezumar viscosidades pegajosas. Para ese entonces ya no se le conocerá como Mameshiba sino nattou, y se comerá con salsa de soya y aderezo picante. Lo peor es saber que, como el pulpo, la soya está dispuesta a salvar a sus amos. Se sabe del caso de una que corrió a un poblado vecino para alertar a los aldeanos del incendio de la granja donde vivía mientras sus dueños dormían. Lassie está basada en esta historia, pero tocó cambiar la soya por un perro por cuenta del sentimiento antijaponés de la época.

Al final j. se fue como vino, con su mala cara, su maleta de rueditas y su pelo de David Foster Wallace. Le voy a decir que vuelva pronto para poner en marcha nuestro proyecto de traer a cinco palmireños, darles una cámara y un teléfono de emergencia y botarlos en Asakusa o Akihabara a filmar sus experiencias. Mirá ve, perdidojen Tokio.

[ Little Person — Jon Brion ]

Ein guter Freund kann ein Buch sein

Libros
Literary Theory es más gordo que el directorio telefónico de Medellín. Infinite Jest también lo es. Ay de la gente a la que le da por cargar estos monstruos a todas partes.


Imagino una escena en la que uno está sentado en una banca de un parque, meditabundo, con los codos apoyados sobre los muslos y las manos entrecruzadas bajo el mentón. La presión de los dedos arrastra la piel hacia los labios como los pliegues recogidos de una falda hasta fruncirlos en una mueca triste. Sin las manos interviniendo la cara sería menos graciosa pero igual de sombría. Al lado se encuentra un amigo con las piernas cruzadas (un tobillo apoyado sobre una rodilla) y un brazo extendido sobre el espaldar de la banca. El amigo tiene cosas que decir, pero uno en su estado taciturno no admite más voces que las de los niños que corretean cerca. No obstante, uno sabe que tarde o temprano levantará la cabeza de su pedestal, dirigirá la mirada al lado como para revisar si aún corre humo sobre los últimos vestigios de la hecatombe y, oh sorpresa, el amigo seguirá ahí. Nada tan reconfortante como esa certeza.

Hay libros que se portan como esos amigos silenciosos. Lo acompañan a uno, esperan pacientemente, no dicen nada si uno no quiere que digan nada. A veces uno los fuerza a hablar como para no sentirse ingrato —”a ver, cuénteme algo, pues”—, pero el desespero que uno carga es tan grande que las palabras le salpican a uno la cara como un vómito insultante. El libro espera a que uno le tenga la misma paciencia que él ha demostrado por uno.

Este año tuve un amigo así. Se trataba de la segunda edición de Literary Theory: An Anthology, de Julie Rivkin y Michael Ryan. Este hermoso bloque de 1314 páginas me acompañó a Bogotá, Medellín, Nueva York, Mito y Guam. Me vio deprimida, paralizada de pánico frente a una pantalla, tratando de embutirme el conocimiento que claramente no iba a entrar así con el líquido cefalorraquídeo contaminado de bilis. Se encogió de hombros al oírme maldecir por quincuagésima vez cada uno de los tres instantes en los que se me ocurrió meterme a esta carrera. Esperó su momento de hablar. Por meses y meses, simplemente esperó, pese a que lo insulté y le dije que si volvía a mencionarme a Lacan lo botaba del balcón. Supongo que nos volvimos como esas parejas que no se hablan pero tienen que hacer un viaje juntas y poco a poco empiezan a soltar frasecillas sobre el pésimo servicio de los paradores de carretera hasta que finalmente una de las partes hace un chiste y la otra no puede contener la risa que durante tanto tiempo ha estado aguantando para demostrar su odio. Puedo ver al libro sentado frente a mí en una carroza que va por un camino fangoso bordeando un bosque. Me ojea ansiosamente, quiere contarme cosas sobre Baudrillard e Irigaray, pero yo estoy mirando hayas por la ventana como si me dispusiera a ordenarle a algún sirviente que las tale todas. En algún momento el libro y yo nos tenemos que bajar a comprar jamalacs y me toca recordarle que el jamalac se puede comer todito con sal y picante, que si no se acuerda de cómo era eso en Vietnam. El libro me dice que no nos conocíamos en ese entonces. Ah, verdad. El silencio se hace menos pesado. Está bien, ahora sí cuéntame qué dijo Walter Benjamin. Bueno pero si prometes no mandarme lejos. Te lo prometo.

El próximo año este texto será reemplazado por The Cultural Studies Reader. Sin embargo, no quiero relegar al olvido a este fiel compañero de viajes que tan estoicamente aguantó mi ingratitud. Ahora que las nubes parecen disiparse en mi cerebro, quisiera retomar todo aquello que la parálisis no me permitió ver claramente. Es muy probable que al fin no haya sido tan mala idea decidirme tres veces por esta carrera. El libro se enorgullece de saberlo.

[ Buttons — Sia ]

Los hacendados, ¿hacen dados?


j. le propone un problema a Cavorite, un problema con dados. Hay que encontrar la manera de que el mayor valor del dado A le gane al del lado B, y a su vez este le gane al del dado C, y este además le gane al del dado A.

A mí se me ocurre una solución: que los dados tengan como valores cartas de la baraja francesa. Así, el as será menor que cualquier otro número pero de todas maneras le ganará al mayor valor. Cavorite me dice que eso no se puede porque el problema exige el uso de números naturales y J, Q y K no lo son. Yo le digo que no importa, quitamos esos y de todas maneras el as sigue siendo mayor y menor al mismo tiempo. Obviamente, mi respuesta no es tomada en serio. Me rindo. Él insiste. Arguyo, en favor de mi falta de rigor matemático, que yo no veo números en mi cabeza como para resolver el problema de manera apropiada (en realidad sí los veo, pero son de colores y están en Helvetica Regular). Sorprendido, él levanta la mirada: ¿no? ¿Qué veo entonces? Él, por ejemplo, ve las reglas del ejercicio. Yo le digo que lo que hay en mi mente son tres dados en corrillo, cada uno de diferente tamaño. Si el tamaño de cada dado representa su valor, la manera de hacer que el mayor sea más pequeño que el menor sería poniéndolos en las esquinas de una escalera escheriana. “Necesitamos dados Escher”, concluyo. Bluelephant se entera de mi sugerencia: pronta y tajantemente responde que no, que esto es un problema de verdad. De todas maneras Cavorite opina que mis soluciones son “bonitas”, y con “bonitas” me figuro que quiere decir “no te has tomado tu clozapina”.

Me pregunto cómo será ver reglas. Observo a Cavorite agazapado sobre su escritorio y noto que su cabeza desaparece parcialmente tras una larga lista ilegible de comandos. Están al revés: me encuentro al otro lado de su pantalla mental. Lo dejo ocupado con sus dados abstractos y me llevo los míos tan claros (e imposibles) a Tokio. Pronto pasaré un rato sentada en el sofá más bonito del mundo, pero esa es otra historia.

[ The Girl You Lost to Cocaine — Sia ]

Foux du Fafa

En vista de que cada vez estoy más convencida de que he perdido la cabeza y tendré que pasar un par de años recluida en un sanatorio haciendo terapia ocupacional a lo Esther Greenwood, decidí estudiar para mi último examen de francés. Estudiar estudiar, no como las veces anteriores que me las di de diva, ojeé el libro con glamoroso tedio y aún así saqué buenas notas. Me desperté temprano, leí el texto con atención —era un artículo muy interesante sobre la construcción de la sociedad japonesa a partir de los hábitos de la relación madre-hijo—, hice una lista de vocabulario nuevo en las memo-fichas que últimamente venía destinando a una serie de dibujos sobre mi vida y, al parecer, aprendí algo. Después de años de casar dibujos con sonidos como pares de medias en un mar de ropa donde también los guantes y los gorros parecen cuadrar, ver una palabra y saber que así se pronuncia y esto significa y nunca se leerá de otra manera y se escribe así y punto es verdaderamente reconfortante.

***

Ayer fui a Tokio porque al parecer me gusta gastarme la plata y el tiempo en llegar tarde a las diligencias importantes para no poder hacerlas. Sin embargo, como no ando con ánimos de llorar por la leche derramada, me fui a caminar por ahí como para no perder el viaje. Resulté en un supermercado donde los letreros no estaban en japonés —y al parecer cobraban por las traducciones, porque ¡ala, qué precios!—. Se sentía rarísimo leer claramente “cherry tomatoes” y “Swiss cheese” (¡y ver queso, encima!). Me pareció estar en un sueño raro, algo así como un preview retorcido de Europa, solo que con muchos menos rubios. Compré algo de comer y me senté en un parque a la sombra de los ciruelos en flor, aunque “sombra” es un decir porque un ciruelo en flor no es más que una colección de chamizos adornados por Sanrio y dispuestos por ahí como para arrancarle a uno una sonrisa forzada en lo peor del invierno.

***

Où est la piscine?

[ Le poinçonneur des lilas — Serge Gainsbourg ]