Festival

Hoy no es día de dibujar. Es domingo, pero no es día de dibujar. Llevo mucho tiempo encerrada. No he hablado con nadie en 36 horas. La situación de Azuma es parecida. Hay que hacer algo. Como un par de pacientes psiquiátricas salimos a caminar a ver si el aire fresco nos sienta bien. La diferencia es que yo no tengo pastillas de colores sobre mi mesa, pero eso no importa ahora. Al otro lado de la calle donde pasan los buses nos espera el Festival de la Universidad.

El caos es una aparición súbita al final del camino tapizado de osmanto. El aroma de las florecillas anaranjadas cae aplastado por el olor a cocción improvisada. Hay gente gritando irasshaimaseeeeeeeee ikagadesukaaaaaaaaa por todas partes, grupos de rock desafinadísimos en las tarimas y puestos de comida que alguna vez nos pareció interesante pero ahora nos da absolutamente lo mismo. Yakisoba, yakitori, takoyaki, yakisoba, yakisoba, yakimanjuu, yakisoba. Parece un sketch de Monty Python, solo que nadie se ríe. Este es nuestro último festival y nos da la misma nostalgia que tuvo Moff Tarkin cuando mandó destruir Alderaan.

Primero entramos a ver la exposición de arte. Antes íbamos a ver algún cuadro de Azuma exhibido junto a los de sus compañeros, pero ahora que su obra se ha trasladado a su casa solo vamos a examinar el trabajo de los demás. Hay una estudiante de nihonga que cada año saca el mismo cuadro craquelado de una lechuga. Esta vez son dos lechugas. Progreso. Yo juego a la crítica de arte y me invento discursos de análisis de las peores obras. Hago cara seria, gesticulo con las manos, digo “otredad”, “reapropiación” y “paradigma”. Nos desternillamos de risa y seguimos.

Fuera del edificio de artes, un grupo de unas diez personas toca música andina con caras excesivamente sonrientes. Es el club de Folklore (“Phorukurooore”). Tienen ruanas graciosas encima de la ropa de asalariado, dos tamboras, alrededor de cinco zampoñas que no suenan y como mil charangos. No entendemos lo que cantan; ellos tampoco. Más allá hay una demostración de kickboxing. Entre los luchadores debe estar el stalker de Azuma. Ella aparta los ojos del ring mientras yo alcanzo a ver de reojo cómo defienden su virilidad con desespero, como si en algún momento fuera a sorprenderlos la policía de género. O sus propias dudas.

El día está insoportablemente húmedo. El cuerpo se siente pesado como cuando ya ha pasado el mediodía y uno sigue en pijama. Alcanzo a preguntarme si me bañé. También me pregunto si desayuné, si almorcé, si he tomado líquidos en todo el día. Solo me recuerdo leyendo. Paramos en el puesto de comida africana para saludar a Mamadou, el senegalés, cuya camisa lo convierte en la viva imagen de Carl Anderson en el papel de Judas. Queremos una igual. Yo, además, quiero una porción de ese arroz con pollo cuyo nombre no llegué a entender.

Poco después llegamos al edificio de culturas comparadas y biología. No tiene caso preguntar por qué carreras tan disímiles comparten sede, así como tampoco lo tiene seguir caminando. Giramos en redondo y dejamos que el ruido se vaya sofocando mientras mi mano acaricia los arbustos. Las ramas apenas teñidas de rojo en las puntas se desprenden de mis dedos y se mecen como cortinas que corremos para volver a encerrarnos tras bambalinas, allá donde nadie nos ve.

[ China cubana — Willie Colón ]

Devenir

Hace exactamente un año me desmayé. En un par de horas oscurecerá, diré “ya vengo”, iré al baño a cepillarme los dientes y no reapareceré sino hasta el otro día. Luego me sentaré a recoger parches de lo que alcance a recordar. Pero bueno. Ahora como bien. Subí de peso, pero a quién le importan las caderas blanditas si el cerebro funciona de buena gana y no se reinicia solo.

A esta hora debería estar haciendo una llamada a Ginebra. Si marcara, empero, lo más seguro es que me contestaría un anuncio en francés señalando lo que ya sé: que al otro lado de la línea no hay nadie. Ahora, si de lo que se trata es de buscar al dueño del número ahora inactivo, podría marcar otro número, pero ya no sería una llamada de buenos días sino una de lamento despertarte a medianoche. El inevitable cambio, un continuo reajuste. Hace un año ni siquiera había interlocutor al teléfono.

Nos movemos, cambiamos, nos estrellamos contra paredes que aparecen de la nada en medio de autopistas, taladramos caminos entre las paredes, avanzamos de una manera u otra. Las más férreas resoluciones se ablandan y disuelven. Se hace evidente lo inútil que es el miedo a lo borroso del horizonte cuando miramos hacia atrás y entendemos que lo que se avecinaba, ahora tan claro, era imposible de ver con antelación, que a la larga de nada sirvió planear. Hace un año hablé de quien era yo diez años atrás. Hoy hablo de esa yo de hace un año. Diez años, un año, la misma inmensa ignorancia. Caminamos miopes por la vida mientras los sucesos nos saltan a la cara como gatos asustados.

[ L’âge d’or — Emily Loizeau ]

Hello

Hoy llegué al salón de clase y me senté a escuchar música mientras esperaba al profesor. De pronto alguien tocó mi hombro. Volteé a mirar y me quité los audífonos. Era la ucraniana a la que le había explicado algo de gramática española el otro día. Detrás estaba el gringo que una vez me había preguntado si me gustaba el libro que estábamos leyendo para la clase. Los dos me saludaron. Respondí con un “hello” vacilante terminado en signo de interrogación, a la espera del favor que seguramente me iban a pedir. No hice mayor esfuerzo por esconder mi hostilidad.

Pero no me pidieron ningún favor. Me preguntaron qué música estaba oyendo. Sonreían. Me estaban sonriendo a mí. Entonces recordé que normalmente las personas que se han saludado antes suelen volver a intercambiar palabra, no necesariamente a beneficio personal.

Me avergoncé.

Tarde o temprano tendré que readaptarme a convivir con seres humanos, lo sé. Pero eso no sucederá mientras yo siga en este país.

[ The Pageant of the Bizarre — Zero 7 ]

No tomar las de Villadiego

Pensándolo bien, no soy la fuente de todos los males del mundo. No voy a dejarlo todo tirado para recluirme (todavía más) a ver si con mi exilio se restablece la armonía mundial. Habrá que respirar profundo, volver al campo de batalla y sentarse a atender las heridas ocasionadas y recibidas. Tomará tiempo, no lo dudo, pero me figuro que vale la pena.

“But the way I see it, you can either run from it, or learn from it!

[ Ladyflash — The Go! Team ]

Tomar las de Villadiego

Imaginaré que ya escribí lo que callo porque lo dicho ha sido, cuando no insuficiente, contraproducente y fatal.

“You can’t touch anything without destroying it!”

[ I Am Nothing — Nellie McKay ]

Tomber

Una vez fingí estar inconsciente para asustar a mi hermana. Éramos chiquitas y ella se puso a llorar. Prometí no volver a hacerlo.

Cuando estaba en bachillerato me gustaba dejarme caer en el pasto como si me desmayara. Esto siempre culminaba en un doloroso golpe en la cabeza, pero era divertido.

Una vez me desmayé de verdad. Estaba en mi casa. Nadie se enteró.

[ Murder of Birds — Jesca Hoop ]

おにぎり

Si he de recordar a Minori, lo primero que se me viene a la cabeza es una mesa cubierta de rayas proyectadas por la persiana, dos sillas, un bol lleno de cereal ensopado con fresas deshidratadas y dos cucharas peleando por la última fresa como si de un puck de hockey se tratara. Después viene un par de cojines frente a un televisor. Estamos viendo Black-Jack. Comemos cream stew con mucho queso encima y bebemos jugo de uva. Durante mi estadía en Dubuque, IA, él era mi vida. Y después su ausencia fue mi vida.

El apartamento de Minori quedaba en un edificio medio hundido. Todo lo que se caía rodaba, y si uno se acostaba hacia cierto lado se mareaba, como si estuviera de cabeza. Pasábamos los días subiendo y bajando aquella cuesta interna y también la grande que conducía a la universidad, alcanzando cosas de la nevera, abrazándonos para compensar las fallas de la calefacción. Minori tenía el pelo largo y negro y las cejas más hermosas que yo hubiera visto jamás. Minori, con nombre de niña, parecía una niña. Un vendedor en San Francisco me preguntó al inicio de la primavera por qué sería que los feos lograban encontrar parejas tan bonitas. Yo pensaba que se refería a mí al hablar de los feos.

En Dubuque, donde no había nada que hacer salvo engordar, nosotros nos entregábamos a infinitos roadtrips alternados con mercados en Wal-Mart o en el supermercado japonés de Chicago. Siempre comprábamos el mismo pan plano de hierbas, siempre el mismo jugo de uva, siempre un costal rosado de arroz. El camino —cualquier camino— estaba lleno de animales muertos para contar. Henos ahí en su carro negro cantando canciones de John Lennon y The Mamas and the Papas —35: la cola intacta al final del puré negro delata su antigua condición de mapache—. Henos ahí comiendo helado en Madison, WI, andando en sandalias y creyéndonos hippies. I can’t win, but here I am, awfully glad to be unhappy. Ahora está en la cocina haciendo onigiris para mis onces con el arroz sobrante de la cena. En sus manos salta una masa granulosa envuelta en plástico, convirtiéndose lentamente en un triángulo como los que salían en los programas de la NHK. Ya no recuerdo cómo me miraba. Creo que ya no recuerdo cómo me miraba nadie.

Odiaba el pueblo pero adoraba la domesticidad compartida que me ofrecía él, así viniera acompañada de cierta dosis de sumisión. Cuando por fin me estaba acostumbrando a la nieve perpetua alguien apagó la opción de desaturación del paisaje y me tocó volver a Bogotá. Mi vida siguió en el horror de haber perdido todos mis pasatiempos y dudosos talentos mientras que la de él se llenó de amigos indios y fiestas y trago. Lo extrañaba locamente. Quería terminar mi detestable carrera a toda velocidad e irme a recorrer todas las carreteras del mundo con él. Aprendí japonés y él español, pero los nuevos puentes lingüísticos parecían cruzar todo tipo de abismos menos el nuestro. La ruptura se demoró en llegar.

Mucho tiempo después volví a verlo en Tokio, y luego en Tsukuba y luego en Nueva York. Su pelo ya no era negro ni largo y sus cejas habían desaparecido. Minori, con nombre de niña, parecía una señora. Se horrorizó al encontrar un ejemplar de The Feminine Mystique sobre la mesa. Me dijo que me había vuelto feminista por ser fea, y que las feministas feas como yo se quedan solas y tristes por el resto de la vida. Tal vez sea cierto, yo qué voy a saber. Con declaraciones así quién no se entristece y quién no prefiere quedarse solo. Me echó de su apartamento que ya no se inclinaba hacia ninguna parte a las dos de la mañana. Me negué a pararme del sofá. Le dije que me diera cinco horas —hasta que ya no hubiera riesgo de que me violaran en la calle— y me largaría definitivamente. Y eso hice. De todas formas nos despedimos bien y supongo que le agradecí por todo. En esos días también me había hecho onigiris.

[ I Know — Fiona Apple ]

A Happy Place Called Tsukuba

—Llevaba varios días sin encontrarte en casa. Pensé que de pronto te habías suicidado.
—Sí, yo también pensé lo mismo de ti cuando timbré y timbré y nada que me abrías.

[ Past in Present — Feist ]

The Magnificent Game of Love and Courage

En distintos lugares del mundo y con un desfase de alrededor de dos meses, un hombre de 85 años y un niño de 3 días se aferran con lo poco que les queda o hasta ahora tienen a este mundo. Atravesando las paredes y los océanos hay hilos invisibles que los atan a los pensamientos de tantos otros seres que hacen lo posible por seguir caminando sin distraerse. Recuerdos e ilusiones. Las historias que quedaron sin ser contadas. Las canciones que no se enseñaron. Un problema de matemáticas. Un libro de cuentos. A una de estas dos personas la conocí y pasé con ella mucho pero muchísimo tiempo. A la otra me moría por conocerla y pasar con ella mucho pero muchísimo tiempo. O lo razonable. Pero no sé qué es lo razonable para alguien que de antemano uno quiere tanto.

No puedo decir que alguno de ellos haya perdido la lucha o que el otro tarde o temprano lo hará, por más que se hayan encontrado en extremos opuestos de una línea del tiempo. Ambos han ganado. La vida que han tenido les ha valido para cambiar su entorno de manera radical. Y no hablo de ganar elecciones parlamentarias ni nada de eso. Hablo de la capacidad extraordinaria que han tenido estos héroes, nuestros héroes, para transformarnos por dentro, para darnos una felicidad que nos dure lo suficiente como para emprender la lucha nosotros mismos también. Si ponemos atención nos daremos cuenta de que lo que ha ocurrido allá afuera, alrededor de esa gran batalla interna, ha sido una acumulación desbordante de amor. Todos nos hemos reunido en torno a ellos; les hemos dado partes de nosotros a como diera lugar con la esperanza impotente de ayudarlos a pelear más y mejor.

Al final del proceso ellos se van (no sabemos aún por qué), pero ese amor queda. Queda para que lo compartamos y para que nos ilumine cuando nos sintamos solos e irredentos. Ahora sabemos —aunque lo hemos aprendido de la manera más dolorosa posible— que no es justo rendirnos en nuestra relativa completud cuando ellos, sin siquiera dientes ni uñas para luchar, lo hicieron de manera tan pero tan valiente.

[ Pigeon — Jump, Little Children ]

Ultimate Showdown

Tengo que pensar en cosas que hacer cuando regrese a Colombia.

No sé si después de haber dicho esto deba explicar que voy a regresar a Colombia. Sí, for good. Sí, tanto tiempo ha pasado, querido lector, y todo se acaba. Por suerte este blog no —fear not—, pero las becas sí. Cuando el sensei hace las rondas de la mañana y ve que uno ya domina bien las artes de dejar las frases sin terminar, responder toda pregunta con “¡hn!” y dar venias como si la vida fuera el eterno final de un show de variedades, hay un close-up a su cara de satisfacción mientras emite un gruñido y asiente lentamente. Entonces es hora de recibir un pedazo de papel primorosamente adornado y desfilar en carro de bomberos bajo una lluvia de papelitos de colores.

Claro que en este momento la Universidad de Tsukuba tiene otra opinión y pretende enviarme de regreso a casa a patadas y sin diploma. Yo sigo intentando convencerlos de que, habiendo aprendido los rudimentos del japonés, el alemán, el ukulele, la bisutería y la humillación, ya he cumplido mi misión en este lado del mundo, pero parece que aún me falta un par de sesiones de flagelación y vueltas al pueblo en cepo. Parece un asunto excepcional, pero es tan solo otro emocionante capítulo de un año cargado de acción burocrática, no acabando de emerger del episodio aquel en el que intentaban sacarme de mi apartamento por no contestar el teléfono cuando me llamaban a pedirme que pagara meses de arriendo que ya había pagado. Cabe anotar que los que llamaban no eran los dueños del inmueble sino los dulces y carismáticos encargados del centro de estudiantes internacionales, siempre tan dispuestos a ayudar al extranjero en apuros. Ahora mis verdugos son las directivas de la facultad, empeñados en hacerme ver que en casi cuatro años no he atinado a hacer absolutamente nada bien. Extranjera estúpida, siempre haciendo de las suyas. ¿Es que no conoce las reglas? Pues no, no señor, a mí nadie me explicó nada. La persona encargada de ello pasaba cada mes a pedir mi firma para que le pagaran y ya.

En fin. Hoy empieza otro round de la pelea, siempre un paso más cerca del ultimate showdown, y yo ya voy preparando las vendas y el alcohol. De cualquier manera, ya casi se acaba el final de este periplo. Estuvo todo muy bueno y muy malo al mismo tiempo, muchas gracias, pero ya quiero que llegue el día de coger mi atado de ropa y subirme de polizonte a un tren de carga para llegar con la cara sucia y sudorosa a aquel ranchito perdido en medio de las colinas que tanto recuerdo. Espero que quien me reciba al otro lado no se asuste al encontrarme toda cubierta de cicatrices. Son historias; ya nos sentaremos al amor del fuego a contarlas todas.

[ Ping Island Lightning Strike Rescue — Mark Mothersbaugh ]