おにぎり

Si he de recordar a Minori, lo primero que se me viene a la cabeza es una mesa cubierta de rayas proyectadas por la persiana, dos sillas, un bol lleno de cereal ensopado con fresas deshidratadas y dos cucharas peleando por la última fresa como si de un puck de hockey se tratara. Después viene un par de cojines frente a un televisor. Estamos viendo Black-Jack. Comemos cream stew con mucho queso encima y bebemos jugo de uva. Durante mi estadía en Dubuque, IA, él era mi vida. Y después su ausencia fue mi vida.

El apartamento de Minori quedaba en un edificio medio hundido. Todo lo que se caía rodaba, y si uno se acostaba hacia cierto lado se mareaba, como si estuviera de cabeza. Pasábamos los días subiendo y bajando aquella cuesta interna y también la grande que conducía a la universidad, alcanzando cosas de la nevera, abrazándonos para compensar las fallas de la calefacción. Minori tenía el pelo largo y negro y las cejas más hermosas que yo hubiera visto jamás. Minori, con nombre de niña, parecía una niña. Un vendedor en San Francisco me preguntó al inicio de la primavera por qué sería que los feos lograban encontrar parejas tan bonitas. Yo pensaba que se refería a mí al hablar de los feos.

En Dubuque, donde no había nada que hacer salvo engordar, nosotros nos entregábamos a infinitos roadtrips alternados con mercados en Wal-Mart o en el supermercado japonés de Chicago. Siempre comprábamos el mismo pan plano de hierbas, siempre el mismo jugo de uva, siempre un costal rosado de arroz. El camino —cualquier camino— estaba lleno de animales muertos para contar. Henos ahí en su carro negro cantando canciones de John Lennon y The Mamas and the Papas —35: la cola intacta al final del puré negro delata su antigua condición de mapache—. Henos ahí comiendo helado en Madison, WI, andando en sandalias y creyéndonos hippies. I can’t win, but here I am, awfully glad to be unhappy. Ahora está en la cocina haciendo onigiris para mis onces con el arroz sobrante de la cena. En sus manos salta una masa granulosa envuelta en plástico, convirtiéndose lentamente en un triángulo como los que salían en los programas de la NHK. Ya no recuerdo cómo me miraba. Creo que ya no recuerdo cómo me miraba nadie.

Odiaba el pueblo pero adoraba la domesticidad compartida que me ofrecía él, así viniera acompañada de cierta dosis de sumisión. Cuando por fin me estaba acostumbrando a la nieve perpetua alguien apagó la opción de desaturación del paisaje y me tocó volver a Bogotá. Mi vida siguió en el horror de haber perdido todos mis pasatiempos y dudosos talentos mientras que la de él se llenó de amigos indios y fiestas y trago. Lo extrañaba locamente. Quería terminar mi detestable carrera a toda velocidad e irme a recorrer todas las carreteras del mundo con él. Aprendí japonés y él español, pero los nuevos puentes lingüísticos parecían cruzar todo tipo de abismos menos el nuestro. La ruptura se demoró en llegar.

Mucho tiempo después volví a verlo en Tokio, y luego en Tsukuba y luego en Nueva York. Su pelo ya no era negro ni largo y sus cejas habían desaparecido. Minori, con nombre de niña, parecía una señora. Se horrorizó al encontrar un ejemplar de The Feminine Mystique sobre la mesa. Me dijo que me había vuelto feminista por ser fea, y que las feministas feas como yo se quedan solas y tristes por el resto de la vida. Tal vez sea cierto, yo qué voy a saber. Con declaraciones así quién no se entristece y quién no prefiere quedarse solo. Me echó de su apartamento que ya no se inclinaba hacia ninguna parte a las dos de la mañana. Me negué a pararme del sofá. Le dije que me diera cinco horas —hasta que ya no hubiera riesgo de que me violaran en la calle— y me largaría definitivamente. Y eso hice. De todas formas nos despedimos bien y supongo que le agradecí por todo. En esos días también me había hecho onigiris.

[ I Know — Fiona Apple ]

A Happy Place Called Tsukuba

—Llevaba varios días sin encontrarte en casa. Pensé que de pronto te habías suicidado.
—Sí, yo también pensé lo mismo de ti cuando timbré y timbré y nada que me abrías.

[ Past in Present — Feist ]

The Magnificent Game of Love and Courage

En distintos lugares del mundo y con un desfase de alrededor de dos meses, un hombre de 85 años y un niño de 3 días se aferran con lo poco que les queda o hasta ahora tienen a este mundo. Atravesando las paredes y los océanos hay hilos invisibles que los atan a los pensamientos de tantos otros seres que hacen lo posible por seguir caminando sin distraerse. Recuerdos e ilusiones. Las historias que quedaron sin ser contadas. Las canciones que no se enseñaron. Un problema de matemáticas. Un libro de cuentos. A una de estas dos personas la conocí y pasé con ella mucho pero muchísimo tiempo. A la otra me moría por conocerla y pasar con ella mucho pero muchísimo tiempo. O lo razonable. Pero no sé qué es lo razonable para alguien que de antemano uno quiere tanto.

No puedo decir que alguno de ellos haya perdido la lucha o que el otro tarde o temprano lo hará, por más que se hayan encontrado en extremos opuestos de una línea del tiempo. Ambos han ganado. La vida que han tenido les ha valido para cambiar su entorno de manera radical. Y no hablo de ganar elecciones parlamentarias ni nada de eso. Hablo de la capacidad extraordinaria que han tenido estos héroes, nuestros héroes, para transformarnos por dentro, para darnos una felicidad que nos dure lo suficiente como para emprender la lucha nosotros mismos también. Si ponemos atención nos daremos cuenta de que lo que ha ocurrido allá afuera, alrededor de esa gran batalla interna, ha sido una acumulación desbordante de amor. Todos nos hemos reunido en torno a ellos; les hemos dado partes de nosotros a como diera lugar con la esperanza impotente de ayudarlos a pelear más y mejor.

Al final del proceso ellos se van (no sabemos aún por qué), pero ese amor queda. Queda para que lo compartamos y para que nos ilumine cuando nos sintamos solos e irredentos. Ahora sabemos —aunque lo hemos aprendido de la manera más dolorosa posible— que no es justo rendirnos en nuestra relativa completud cuando ellos, sin siquiera dientes ni uñas para luchar, lo hicieron de manera tan pero tan valiente.

[ Pigeon — Jump, Little Children ]

Ultimate Showdown

Tengo que pensar en cosas que hacer cuando regrese a Colombia.

No sé si después de haber dicho esto deba explicar que voy a regresar a Colombia. Sí, for good. Sí, tanto tiempo ha pasado, querido lector, y todo se acaba. Por suerte este blog no —fear not—, pero las becas sí. Cuando el sensei hace las rondas de la mañana y ve que uno ya domina bien las artes de dejar las frases sin terminar, responder toda pregunta con “¡hn!” y dar venias como si la vida fuera el eterno final de un show de variedades, hay un close-up a su cara de satisfacción mientras emite un gruñido y asiente lentamente. Entonces es hora de recibir un pedazo de papel primorosamente adornado y desfilar en carro de bomberos bajo una lluvia de papelitos de colores.

Claro que en este momento la Universidad de Tsukuba tiene otra opinión y pretende enviarme de regreso a casa a patadas y sin diploma. Yo sigo intentando convencerlos de que, habiendo aprendido los rudimentos del japonés, el alemán, el ukulele, la bisutería y la humillación, ya he cumplido mi misión en este lado del mundo, pero parece que aún me falta un par de sesiones de flagelación y vueltas al pueblo en cepo. Parece un asunto excepcional, pero es tan solo otro emocionante capítulo de un año cargado de acción burocrática, no acabando de emerger del episodio aquel en el que intentaban sacarme de mi apartamento por no contestar el teléfono cuando me llamaban a pedirme que pagara meses de arriendo que ya había pagado. Cabe anotar que los que llamaban no eran los dueños del inmueble sino los dulces y carismáticos encargados del centro de estudiantes internacionales, siempre tan dispuestos a ayudar al extranjero en apuros. Ahora mis verdugos son las directivas de la facultad, empeñados en hacerme ver que en casi cuatro años no he atinado a hacer absolutamente nada bien. Extranjera estúpida, siempre haciendo de las suyas. ¿Es que no conoce las reglas? Pues no, no señor, a mí nadie me explicó nada. La persona encargada de ello pasaba cada mes a pedir mi firma para que le pagaran y ya.

En fin. Hoy empieza otro round de la pelea, siempre un paso más cerca del ultimate showdown, y yo ya voy preparando las vendas y el alcohol. De cualquier manera, ya casi se acaba el final de este periplo. Estuvo todo muy bueno y muy malo al mismo tiempo, muchas gracias, pero ya quiero que llegue el día de coger mi atado de ropa y subirme de polizonte a un tren de carga para llegar con la cara sucia y sudorosa a aquel ranchito perdido en medio de las colinas que tanto recuerdo. Espero que quien me reciba al otro lado no se asuste al encontrarme toda cubierta de cicatrices. Son historias; ya nos sentaremos al amor del fuego a contarlas todas.

[ Ping Island Lightning Strike Rescue — Mark Mothersbaugh ]

Luces de Purkinje

Henos aquí, enfrentados a la realidad. No se puede tener los ojos cerrados demasiado tiempo. Al menos no cuando ya se ha despertado y uno es consciente de que hay un telón anaranjado con manchas voladoras obstaculizando lo que sea que haya enfrente. El error, aunque inevitable, consiste en abrir los ojos. Las luces se evaporan. A veces quedan algunos destellos morados salpicando el paisaje, pero estos no duran más de diez segundos. Y entonces hela ahí, la frustración de saber que el sueño no fue más que un sueño y que faltan catorce horas para acostarse de nuevo, que si se sigue dando vueltas tercamente en la cama se enfrían los pies y las cobijas se tornan insoportables, que volver a dormir no lo devuelve a uno al capítulo en el que quedó la madrugada anterior como sí pasa cuando uno vuelve a despertar. Despertar para que a uno se le escape un suspiro de impotencia al abrir la ventana y encontrarse un parqueadero que da contra un bosque que da contra un edificio que da contra el cielo que tal vez dé contra el océano que da contra una playa que da contra una calle que da contra una fachada que tropieza con un borde y ese borde es un alféizar y sobre ese alféizar reposan los dedos conocidos de alguien que tampoco puede verlo a uno con tanto obstáculo por delante.

Obviamente, la frustración desaparecería si al disiparse las luces de Purkinje apareciera ante uno una espalda o una cara—esa espalda y esa cara. Pero entonces surgirían nuevas frustraciones. Qué cosa para roncar tan duro y por qué demonios no se acordó de pagar el recibo del gas a tiempo, por ejemplo.

[ Don’t Bring Me Down — Sia ]

Delirio

Anoche soñé que atravesaba un arrozal inmenso en bus. La carretera partía el infinito en dos; alrededor el cielo desdibujaba el horizonte, fundiendo el verde en un azul blancuzco enceguecedor. Quién sabe dónde estaría sembrada la última hilera de arroz, dónde romperían las olas al otro lado de aquel mar. El bus seguía y seguía bajo esa luz extraña que encendía las espigas como antorchas.

Creo que me equivoco al hablar en pasado: aún estoy soñando con aquel campo, encerrada en la inmensidad. A veces creo que despierto. La última vez que abrí los ojos era de noche. A mi alrededor había torres repletas de luces alzándose hasta converger en una especie de cúpula ilusoria. Perdida entre el negro y el neón seguí a alguien que de repente había extendido su mano tras su espalda, hacia mí. Caminamos como si la ciudad no se fuera a acabar nunca, como si su infinitud fuera una excusa para seguir juntos. Sabía que cuando desenredara nuestros dedos se abriría un abismo entre nosotros y se llenaría de agua salada. No me sueltes, no me dejes ir a dormir. No dejes que el sol nos toque los párpados a destiempo. Está bien. Me resignaré a ser paciente y esperar el final de este delirio. Igual yo sé que a tu siguiente día no pertenezco.

[ Lullaby (Goodnight, My Angel) — Billy Joel ]

Rapture

En realidad el de las abducciones es un problema menor. Al fin y al cabo, a la gente le da vergüenza confesar que la violaron con un montón de agujas del espacio exterior y prefiere callar el trauma hasta que algún reportero desocupado decide sacar a la luz su oscuro secreto —¡Usted puede ser el siguiente!—. El verdadero conflicto surge con los llamados Mensajeros de los Hermanos Mayores, esos que convocan a todo un pueblucho a reunirse en una granja y los invitan a inmolarse todos juntos porque solo así Nuestros Hermanos Mayores los rescatarán y salvarán de un final horrible en este planeta de porquería —como si no fuera horroroso prenderle fuego a un granero lleno de mujeres y niños o hacer una fiesta de Coca-Cola con insecticida—.

Los sobrevivientes de las abducciones, los callados, argüirán que ellos (porque los observan con cierta confusa distancia, contrario a los fanáticos) no nos necesitan muertos y que ni el alma ni la conciencia están en su programa de investigación. Es un estudio estrictamente biológico. Sin embargo, ellos no están del todo desentendidos de nuestra manía de malinterpretarlo todo y desaprueban los asesinatos en masa en nombre de la redención extraterrestre. Uno de los abducidos asegura que una vez volvió de su viaje cósmico a tiempo para detener a unos pobres desgraciados en tenis blancos que se disponían a servir compota de manzana con fenobarbital en platos desechables. “¡Así no es!” gritó arrancándole la cuchara a un viejo desdentado.

Ellos me dejaron justo en ese lugar para que les enseñara a esos ignorantes que no es necesario morir, que nunca habrá nada mejor que esto para nosotros. Nos toman prestados, no más. Es por el bien de la galaxia. Eso dicen”.

El señor Wicks se ríe cuando pasan en televisión refritos de películas donde salen mujeres locas con pancartas que dicen Take me!

“Es obvio que entienden lo que decimos cuando pedimos que nos lleven, pero es como si una rata de laboratorio hiciera lo mismo con los investigadores en la tienda de animales. Seguro los científicos reirían y harían algún comentario sobre lo poco que sabe la rata acerca de su destino en caso de ser elegida. Nunca se llevarían a la rata con el letrero. Yo, por ejemplo, nunca pedí nada. Yo era la estúpida rata que se limitaba a correr como loca en la ruedita, esa que parecía más normal, más apta para ser descabezada. A veces pierdo la visión del ojo izquierdo y las sondas me dejan marcas moradas por toda la piel, pero aún puedo trabajar, mi esposa me consuela cuando aparezco llorando en las madrugadas y ellos me aseguran que viviré muchos años. Ninguna rata podría decir lo mismo”.

[ Smoke on the Water — Señor Coconut ]

Golem

No sé si ha pensado en esto alguna vez, pero todo el tiempo hay cosas muertas cayendo de nuestro cuerpo. No me refiero a brazos enteros a lo bailarín de Thriller, sino a partes diminutas. Pelo, piel, los bichitos que viven en nuestras pestañas. Teniendo en cuenta estas minúsculas instancias de la muerte a nuestro alrededor, no es del todo descabellado pensar en la posibilidad de una invasión zombi a pequeña escala. Pero qué sé yo de zombis, ¿verdad?

Los zombis no van a salir de los cementerios cuando vengan por nosotros. No vale de nada que sigan quemando las fosas comunes. Esos muertos ya no vuelven. No sé si me entienda cuando le digo que no tendrá oportunidad de vengarse con un hacha de la novia de su ex novio chorreando sanguaza por la calle. Míreme a los ojos, ¿me va a decir que no me cree? Tal vez lo haga cuando la puerta de su casa se atasque y a usted se le dé por tomar un baño mientras baja el sol —qué iluso es uno pensando que es un simple caso de expansión por calor—. Usted abre el grifo y espera un rato. ¿Qué es eso? ¿Una peinilla? ¡Qué demonios cree que hace? ¿Acaso cree que tengo tiempo de lidiar con sus muertos? Escúcheme. No desatienda el sifón. No quiero volver a ver el agua saliendo a borbotones por el piso. Inocente porquería verde-gris, dirá usted. Ja.

Yo sigo limpiando frenéticamente los rincones de la casa para detener un segundo ataque, pero es apenas un paliativo para lo inevitable. Volverán por mí. Ya están volviendo. No puedo permitir que se me sigan resecando las piernas.

[ Don’t Worry Baby — Beach Boys ]

Brez Besed

No hablamos. Ya van dos días y no hablamos. A veces uno de los dos lee un poema en voz alta, como si a través de las palabras de otros pudiéramos decir algo, pero el otro de todas maneras no entiende. Por mí que Sylvia Plath se muera. Ah no, ya se murió. Llenó de trapos los resquicios de las puertas y metió la cabeza en el horno. Eso no se lo estoy diciendo, lo estoy explicando con esta cara de no querer explicarle nada. Por mí que usted meta la cabeza en el horno. Avíseme con antelación y yo me voy a dar una vuelta, me llevo a los niños.

Muchas cosas le digo yo con esta cara de no decir nada. Es un desconsiderado. Siempre ha sido así. Yo que tanto lo conozco y no le recuerdo una sola instancia diferente a esto con lo que siempre me sale. Recuerdo más bien otras cosas. Recuerdo cómo nos conocimos y esa vez que se le quedó engarzada la camisa nueva en un alambre de púas. Al menos fue la camisa y no media barriga. Recuerdo cómo le fue creciendo esa panza mucho más lentamente de lo que creció y desapareció (parcialmente) la mía, dos veces. Diferente levadura hay en nuestra masa, y sin embargo era (¿es?) rico sentirlo por las noches, así blandito.

No me habla. Tal vez soy yo la única que anda con ganas de recordarle que anoche se volvió a meter las llaves en el bolsillo y por eso no las encuentra en el recipiente de madera al lado de la puerta. Creo que el perro debe mirar también con esa urgencia de hablar sin hablar que tengo yo, y por eso ahora ambos tenemos la misma cara. Míreme, míreme, míreme, sóbeme la pancita, ya no me importa si no me saca a pasear.

Le sobo la panza al perro. Alguien en esta casa es feliz, al menos. Esta noche voy a arrimarle un pie frío en la cama, a ver si entiende.

[ 50 Ways to Leave Your Lover — Paul Simon ]

La llama lanzallamas

Voy a escribir porque no se me ocurre qué más hacer. Me duele la cabeza y dejé que me crecieran demasiado las uñas. Dejé que me crecieran demasiado las uñas y se me tropiezan en mi mayor, lo cual dificulta enormemente la práctica del ukulele. Mi mayor es una nota muy sencilla en guitarra, pero muy cansona en ukulele. Y peor aún con estas garras que hacen ruido al teclear. No estoy acostumbrada a esto desde que tocaba bajo y me tocaba mantenerlas cortísimas.

Quisiera poder escribir entradas de diario interesantes como j. Hoy en Pandi mis padres y yo comimos brevas con arequipe y hablamos de cómo las brevas son mucho mejores con queso costeño. Jugué ping-pong con mi papá. Mi papá es mucho mejor que yo, pero yo no soy tan, tan mala. Es el único deporte en el que no soy ridículamente mala, a decir verdad.

j. dice que hay que escribir todos los días, pero si cada día escribo basura como esta, realmente no hay mucha esperanza en el mundo para mí. Escribiré sobre una llama que escupe fuego: la llama lanzallamas. La policía secreta de Perú recibe de vez en cuando casos especiales que requieren armas ultrasecretas perfectamente camuflables entre el paisaje. Cuando las cosas se ponen pesadas el jefe aprieta un botón y le murmura al segundo en el mando: “llama a la llama lanzallamas”. Lo que al lector no le queda claro al empezar a leer “La llama lanzallamas” es si se trtata de una fuga de gas que ha cobrado vida o de una llama hembra que anda pariendo como si botara balas de cañón. Ni lo uno ni lo otro.

Espere “La llama lanzallamas” en su kiosco favorito. Esperemos el fin de las conversaciones con j. a raíz de esta manifestación de talento literario nulo.

[ When You Smile — The Flaming Lips ]