Nueve de mayo

Esta es la historia de un recién egresado de literatura que se creía demasiado exquisito para la sociedad por haber cursado un pregrado en humanidades. Un día entró a trabajar a una oficina, vaya usted a saber por qué, y se indignó porque tenía que recalentar su almuerzo en un microondas rodeado de señoras bajitas y flacas con el pelo teñido de rubio cenizo excesivamente alisado y blusa blanca embutida dentro del pantalón ajustado. Muchas cosas pasaban por la cabeza del joven mientras miraba su recipiente de plástico dar vueltas entre la caja iluminada. Pensaba en el libro que estaba en mora de escribir, en los cafetines de Buenos Aires que no estaba frecuentando para empaparse de verdadera cultura y escribir dicho libro, en el asco que le daban todos aquellos que ni por un instante habían contemplado las bondades de the life of the mind. Valdría la pena preguntarse, empero, por qué este artista en ciernes no empleaba sus horas libres en hacer el manuscrito que lo llevaría a la gloria si tanto lo desvelaba el asunto. El microondas pitó. Mientras tanto, en Buenos Aires, un señor llegaba a un cafetín, pedía una porción de queso roquefort y leía las noticias deportivas bajo el rostro luminoso y cuadrado de Susana Giménez.

Ocho de mayo

Este blog debería contener algo mejor que el diario inútil de una persona que no existe.

Cinco de mayo

El día empieza como un mar tranquilo, sin nada de nada en el horizonte y uno flotando cual barco velero con millonarios del Mediterráneo. No sé por qué millonarios pero el día es así. De repente hay una conversación muy larga con j. Él tiene una idea y la idea requiere una hoja de vida. Oh, oh. En cuestión de minutos paso de ser alguien que nunca ha hecho nada más que pasear por la Micronesia a ser alguien con cierta experiencia en ciertas áreas que no constan en mi título. La cosa progresa (¡!) y tengo una entrevista. Me lleva un taxista-atleta que me dice que él es de mentalidad ganadora y no acepta la derrota. Va a correr una carrera muy pronto. Yo también tengo un reto, creo. El estómago me da tumbos a medida que subimos por la 94 y él señala los andenes, indicando cómo le gustaría que fueran todos los andenes de Bogotá. Y bueno, yo voy acá narrando detalles nimios como evadiendo pero el asunto es que llego al edificio y subo a la oficina y me llevan a un lugar apartado y me preguntan quién soy yo y qué he hecho. Hay una charla larga que incluye Internet, Internet y más Internet. Que si tengo Facebook. Y Twitter. Cuántos followers. Hace cuánto tengo un blog. Aprovecho para dar un poco de historia patria y hablar de TOL. Y ya, supongo. Muchas gracias, tenemos más gente por entrevistar, la llamaremos.

Salgo del edificio, cruzo la calle, suena el celular. Es de la oficina. ¿Qué se me habrá quedado allá?, pienso. Empieza mañana, me dicen.

Oh.

Cuatro de mayo

Qué bonito es el campus/fortín de Los Andes. Huele a matas y tiene una vista espectacular de la ciudad. Siempre lo extrañé mientras estuve en Tsukuba, aún con la plena conciencia de que en sus aulas no fui exactamente feliz.

Recorro uno de sus tantos caminos y siento como si hubiera soñado alguna vez que estuve ahí, corriendo del Au al R para no llegar tarde a clase de francés. Fue justo en esa clase que descubrí que no podría convertirme en una de esas personas que funcionan a punta de tinto.

“Nunca te vi”, me dice una recién conocida egresada de la facultad que abandoné. Lo sé, lo sé. Nadie puede dar fe de mi existencia en esos días —¡no sé cómo hizo Gazapos para encontrarme!—. Tuve que irme al otro lado del mundo, a los acantilados sobre la Nada, para poder dibujar algo sobre el espejo.

Tres de mayo: Libros

Mis papás instalaron nuevas repisas para los libros en mi cuarto. Ahora la vigilancia constante de los lomos desde tres de las cuatro paredes causa la impresión de que quien aquí habita gusta de leer o estudió literatura o algo así. No se deje engañar, querido visitante.

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Hoy empecé (otra vez) a leer Stupeur et tremblements, de Amélie Nothomb. Ya lo había intentado antes, pero en Tsukuba no estaba de ánimo para concentrarme en ningún libro —así que con mayor razón aprecio Seda, Asterios Polyp y When You Reach Me, que fueron los únicos que me lograron sacar del pantano un rato—. Lo poco que había alcanzado a avanzar me servía para fantasear en la Alcaldía mientras repartía venias y cargaba papeles. Ahora voy despacio —mi francés sirve máximo para pedir Orangina en las tiendas—, pero voy.

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Estaba alistándome para salir por la tarde cuando llegó un mensajero a mi casa y me entregó un paquete. Así, sin mayor explicación, me convertí en la dueña de la última copia en existencia de Lo definitivo y lo temporal, de Javier Moreno. Me siento un poco indigna de este honor, pero bueno.

Dos de mayo

Mis jeans de barrer barrizales quedaron adentro del vestier. Me vistieron primorosa, me subieron a unos tacones con vista a toda la ciudad, y me pararon frente al espejo. Tenía piernas kilométricas.

Primero de mayo

En la adolescencia es fácil caer en la vergüenza infinita cuando las amigas íntimas se enteran de que uno se ha besado en una fiesta con un tipo más bajito que uno. O sea, ¡más bajito! ¿Pueden creerlo? ¿Será que a ella le tocó agachar la cabeza? The horror! Pero cuando la adolescencia ya pasó, y el tipo del beso es ahora uno de los amigos más antiguos y entrañables que uno tiene, y encima de eso uno ha seguido campante por la vida dándose besos y más que besos con otros tipos de menor estatura que uno, ¿no viene siendo hora de que las amigas dejen de burlarse de lo que pasó aquella noche?

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Terminé de leer (¡por fin!) How to Live Safely in a Science Fictional Universe, de Charles Yu. Me quedé un rato pensativa, condensando ciertas ideas de lo que el libro llegó a representar para mí. Luego pasé otro rato tratando de que las lágrimas no se convirtieran en llanto ruidoso.

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Extraño el karaoke japonés.

Treinta de abril

Hoy es treinta de abril y es hora de preguntarnos “¿qué hemos aprendido, Charlie Brown?”

Aprendí que no me gusta escribir todos los días, pero la constante presión es altamente útil para al menos mantener cierta motivación y no dejar este blog botado mientras miro por la ventana y me doy cuenta de que a las palomas les gusta el transformador de energía que obstruye la maravillosa (a…já) vista de mi cuarto. Me di cuenta de que me gusta poner fechas por títulos y de que me gusta cómo se ve la palabra “dieciséis”. Aprendí que el pingüino es el mejor animal que existe, pero creo que esa es una lección vieja. Intenté aprender a tocar el charango, pero se sintió como un ukulele gigante con cuerdas de más y no me agradó tanto. Noté que la presión autoimpuesta para el blog generaba nuevas (y muy bienvenidas) autopropuestas: por qué no volver a escribir canciones, por qué no volver a escribir poesía.

No he logrado escribir más rápido. Sigo distrayéndome muchísimo. Por dios, ¡si me estoy distrayendo mientras escribo esto! Espero que el día que saquen mi direct-to-home-video biopic se aseguren de incluir una escena donde lucho contra mí misma para sacar un parrafito de nada. Será una historia de superación personal tipo A Beautiful Mind, pero en vez del Premio Nobel me gano un comentario.

Ahora que he recobrado una mínima parte de mi disciplina, debo hacer lo siguiente:

  • seguir escribiendo como si no hubieran cambiado las reglas del juego
  • hacer textos fuera del blog
  • no se me ocurre más, pero dos viñetas no más se ve como mal

Eso es todo por ahora. Ha sido un buen primer mes post-Japón. Ahora me voy a seguir socializando espontáneamente, actividad novedosa y fascinante que me ha traído este cambio de vida.

Veintiocho de abril

El sensei ha pasado demasiado tiempo en este país. Me cuenta la historia de un colombiano que decide volver de Japón al cabo de muchos años solo para darse cuenta de que no soporta Colombia.

Veintisiete de abril

En este momento no extraño Japón. Tampoco digo que la esté pasando absolutamente de maravilla en Colombia, pero es lo que es lo que es. Estoy acá, ya no estoy allá. Punto. Siento como si ni siquiera hubiera volado desde allá, pese a que recuerdo todo perfectamente. Me teletransporté y no hay vuelta atrás.

Siento que extrañar Japón es como extrañar un sueño, un mundo donde las leyes de la física son distintas, algo imposible de emular y por tanto inútil de anhelar.