Missing

Hoy hace un año fue mi último desayuno con Yurika. También fue mi grado de la universidad, pero en este momento quiero pensar solo en ella. Pienso en ella porque le escribí para recordarle el aniversario y el correo me lanzó al instante un mensaje terrorífico: la dirección de correo ya no existe. Google me la trajo en forma de fotos improbables, pero no es suficiente. Quiero decirle que recuerdo nuestros desayunos en el parque, los museos en Naoshima que eran como estar muerto y conocer el cielo, su ropa bonita, el anillo que me trajo de Mozambique y usé con el hakama de grado. En realidad me siento mal por permitir que esto haya sucedido.

He sido muy ingrata con mis amigos de Japón. Le echo la culpa al miedo a usar el japonés, aunque afortunadamente ha bajado considerablemente desde que empecé a dar clases particulares. Pero yo cuándo no tengo miedo a hablar en el idioma que sea, me dice una parte de mi cabeza. Podría decirse que así soy yo y ya, pero eso no es una buena excusa. Y tampoco es que me vaya a resignar a perder los poquitos amigos que me dio esa tierra loca. Tengo un número de teléfono con indicativo +81 en un bloc de notas del Museo Chichu de Naoshima. Voy a desafiarlo todo. La tengo que encontrar, sea como sea.

Espanyol

Uno creería que la lengua materna es algo así como el sistema operativo predeterminado que trae el cerebro desde la fábrica. Claro, no es así porque uno en realidad tiene que aprenderlo, ma-ma-ma mi mamá me mima amo a mi mamá, pero uno debería salir airoso de esa tarea teniendo todo un entorno que funciona en dicho idioma. Fácil, ¿no? ¿No?

No para mí, al parecer.

En contadas ocasiones a lo largo de los años he recibido ciertos comentarios haciendo referencia a mi español raro. Que hablando sueno como si lo hubiera aprendido tarde, como si fuera mi segunda lengua; que mis escritos en este idioma se sienten forzados, contrario a lo que hago en inglés, que de dónde viene ella (señalándome a mí). Y bueno, eso no pasaba de observaciones curiosas que podrían ser refutadas por la mayoría de gente que habla conmigo todos los días. Sin embargo, al parecer estaban en lo cierto: Esta semana me diagnosticaron déficit de español.

Ustedes se preguntarán cómo alguien puede llegar a semejante conclusión, pero… supongo que al leerme debe salir a flote lo mucho que me cuesta. No sé, me imagino. Ya no confío en el orden de las palabras que escribo ni en el vocabulario disponible en mi cerebro. En todo caso, hay mentes agudas que lo ponen a hablar a uno en ambos idiomas durante el fin de semana y zas, captan las fallas. Entonces vienen las preguntas, que cuánto tiempo estuve por fuera, que cuál es mi autor favorito en español, blablabla, cada vez con mayor preocupación en el rostro.

Este relato es interrumpido por uno de mis doscientos jefes, quien me pide que llame a un señor para hacerle una entrevista. Me niego rotundamente. Puedo escribir pero no puedo llamar, declaro. El superior no entiende, ¿es que yo conozco al entrevistado? No, y eso es peor, respondo. Risas en la oficina. ¿Este es un problema con todas las empresas? Con todas las personas. Para quienes son perfectamente normales, este es un asunto graciosísimo. ¡Tamaña idiotez la paraliza! Pero para uno, enfrentado a la horripilante tarea de abrirse el pecho frente a todos ―honorables miembros funcionales de la sociedad, les presento mi miedo irracional, esperaba no tener que pasar por esto con ustedes―, no. Mi consuelo en este momento es que comparto espacio con una ejecutiva de cuenta que evita los ascensores a toda costa.

¿En qué iba? Ah, sí. Mi lengua débil. Entonces me prescribieron ejercicios de lectura en voz alta y montones de práctica para reforzar el idioma que debo haber dejado a medias en algún punto de mi adolescencia. No dejo de sorprenderme por esto pese a los indicios que venían apareciendo desde hace tanto. Creo que en realidad no hablo bien ningún idioma. Cuánto se burlan de los que dicen “leo pero no hablo”, pero estoy segura de que ese es mi caso. Así sí que menos voy a coger el teléfono.

The Ides of March

Hace un año cogí un tren bala a Kioto. Allí me despediría de María Lucía, tomaría un tren a Kobe y ahí un avión a Nagasaki. El plan era escribir sobre ese último viaje en solitario antes de graduarme y volver a casa. Algo alcancé a hacer. Primer capítulo de una serie que no tuvo más entregas.

Ya dio vuelta la espiral. Estoy en el mismo punto de partida pero un paso más alejada de todos los lugares que este mes ha contenido en calendarios pasados. Una playa. Un tren. Un túnel. Ciruelos en flor.

Qué diferencias tan grandes entre 2009, 2010 y 2011. Y entre estos tres años y el aburrimiento de 2012. No me gusta que todo se desvanezca así. Me entristece saber que estoy cada vez más lejos de allá, de todos los allás que he tenido. Me veo anclada en este escritorio y me aterra imaginarme así de quieta por siempre.

Necesito un plan de escape.

3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

Sensaciones agradables

(Una idea de Andrés Villaveces.)

Pasar los pies de una parte caliente a una parte fría de la cama.
Los besos esquimales.
Estirar el cuello y que haga crac.
Escribir a mano en japonés.
Tocar la cara interior del brazo de Cavorite.
Lavarse la cara con agua fría por la noche.
Tomar un jugo ácido con una tableta de chocolate en la boca.
Quitarse el brasier.
El olor de los ciruelos en flor.
Escribir rápido en un teclado suave.
Las gotas refrescantes en los ojos.
El sonido de la risa de Aleyda.
Momentos muy específicos de ciertas canciones.
El silencio que hace la nieve al caer.
El mar.

Cliché

Aferrarse a una amistad como rezago de algo más grande que fue y jamás de los jamases volverá a ser ni a parecerlo. Aferrarse a algo que se ha denominado “amistad” pero consiste apenas en responder saludos esporádicos. Only speak when spoken to. Una audiencia eterna con el príncipe Naruhito.

Saberse una cabeza más en medio de la multitud. Desear fervientemente que por un momento la masa se disperse y algo lo haga resaltar a uno; que esa persona lo vea a uno ahí, sepa que uno esté ahí, aprecie que uno esté ahí. Entender que nunca será así.

Alejarse. No alterar en lo mínimo la corriente del gentío.

El libro de colorear que no lo era

pinch

Beatriz, dulce profesora de español devenida en ogro infantofóbico, tengo algo que he querido decirte desde hace más de veinte años. Beatriz, en primero de primaria fuiste a hacer un reemplazo en nuestro salón, y por deshacerte de nosotras un par de horas nos obligaste a colorear nuestros ejemplares de El oso que no lo era. Yo nunca he sido buena coloreando y tú hiciste que me tirara un libro que yo adoraba precisamente por sus ilustraciones en blanco y negro.

Jamás te perdonaré por el sacrilegio que me obligaste a cometer. No pasa un año sin que yo piense con tristeza en mi libro buenecito que tuve que arruinar con lápices Magicolor. No te odio porque tú nos odiabas más —¿esa transformación es común en todas las profesoras de español veteranas?—, pero deploro que hayas tenido la simpleza de creer que las ilustraciones en blanco y negro están incompletas. Tal vez ni siquiera pensaste en eso. Tal vez solo pensaste que éramos bobas y los colores eran nuestros huesitos para roer sobre cualquier superficie. Coloreen. Ya. Hipnosis colectiva. La anestesia de un movimiento mecánico color siena tostado arrasando con la textura de la piel de un oso hecha en tinta. Cuánta rabia acuné en cada tachón descuidado disfrazado de reforma infantil. Algún día volveré a comprar el libro y descansaré. Y tú, Beatriz, de ti no sé siquiera si aún vives.

Por cierto: el libro completo escaneado está aquí para que todos conozcan la inmensa maravilla que era Frank Tashlin.

いちご

Hace un año regresé de Bangkok a Tsukuba. Estaba muy enferma. La noche anterior me había comido el único pad thai de lo que quería ser un viaje gastronómico pero resultó en un camarote frente a un intoxicado austríaco. Pero creo que de esto ya he hablado; nunca sé qué le he contado a quién y mis amigos se arman tener paciencia y me dicen “sí, eso ya me lo contaste”. Cada vez que oigo eso me siento como de noventa y seis años. “Sí, abuela”.

Debe estar haciendo frío en Japón. Pienso en eso todo el tiempo. Pienso en los ciruelos florecidos que ya no puedo ver. Y en las fresas. Debe haber fresas de todos los tamaños y precios en los supermercados. Los ponen en cajitas transparentes encima de cajas grandes de cartón, blancas con letras rojas: いちご (“ichigo”). Era rico comer fresas con leche condensada. Mi mamá habla de las fresas como si fueran cualquier cosa; están ahí en la tienda y ya. Pero en Japón son especiales. Son frutas de invierno, de invierno nada más. Uno ve las fresas y sabe que hace frío afuera. Y entonces las chocolatinas vienen con sabor a fresa, y la leche y el mochi con fríjol. Chocolatina Meiji 70% fresa. Todavía me quedan algunas que traje y dejé olvidadas por ahí. Ahora deben saber a plastilina.

“Ichigo” también se escribe en kanji: 苺. Es un kanji peculiar, me parece a mí, porque contiene el radical de hierba (la rayita cruzada dos veces de arriba) y el caracter de “madre” (母). ¿Será la fresa la madre de las frutas?

Odio lo que escribo.

It’s (Not) My Party

Hoy me harté. Estaba viendo un paisaje verde furioso desteñirse lentamente entre Mariquita y Armero cuando le eché un vistazo a mi celular y me irritó lo que encontré en esa red de monólogos en la que estoy metida. Pensé que era apenas una señal de mi mente para mirar más por la ventana del carro y decidí esperar hasta la noche. Ahora estoy en mi cama y la sensación de hartazgo continúa. Quiero una desintoxicación. Quiero salirme de la fiesta —porque no importa cuánto me proponga lo contrario, yo siempre siempre me aburro en las fiestas—. No estamos teniendo ninguna conversación real ustedes y yo, en todo caso. No en Twitter. Fijo vuelvo más tarde, pero por ahora dejo mi vaso a medio tomar en cualquier mesa y me alejo del ruido. No sé por qué de repente me veo pedaleando en Tsukuba a medianoche con un frío tremendo.

Lana Del Rey

Ella es el tema de moda, la nueva estrella que amamos odiar. ¿Una Rebecca Black con más dinero y mejores compositores? Que la avispa de la silicona le picó los labios, que en realidad se llama Elizabeth Grant, que nadie se hace así de famoso de la noche a la mañana, que en Saturday Night Live hizo el oso. No importa, realmente. Ya Liz Phair la declaró heredera del rock feminista de la tercera ola (¿y Le Tigre qué?), así que yo no tengo mucho que hacer por acá. Pero la verdad es que yo no estoy aquí solo para decir que también tuve algo que ver en la polémica, sino que tengo que mostrarles algo que probablemente no se esperaban si los han tenido aburridos a punta de “Video Games”: vintage Lana Del Rey (si es que me puedo permitir el uso de tal término).

Lo que viene a continuación es algo que encontré en la barra del lado de YouTube después de repasar “Born to Die” como por quincuagésima vez —me encanta, es como un tesoro muy sencillo escondido bajo muchas capas de orquesta—. Esta vocecita tan distinta de la Jessica Rabbit que conocemos ahora tiene una cualidad yokoonesca medio hipnótica que desafortunadamente (?) desapareció en la siguiente encarnación de la cantante. Dejaré que ustedes decidan cuál Lana Del Rey les gusta más. Yo voy como en buffet, degustando un poquito de cada una y encontrándoles sabor a ambas.

De ñapa les dejo otra canción temprana de Del Rey aquí. Y si por casualidad no tienen idea de quién es Liz Phair, guarden esta para darse ánimo la próxima vez que se pregunten qué diablos les hace falta para que les ponga cuidado esa persona que vienen stalkeando desde hace rato.