Magical Mystery Tour

1.

No sabía que fuera a gritar tanto cuando lo viera aparecer en la tarima. Pensé, sintiendo mi propio descontrol, en las fans en Shea Stadium y supe que ellas y yo éramos exactamente iguales. La fiebre no ha mermado en cincuenta años.

2.

Paul abrió el concierto con “Magical Mystery Tour”. Estaba coreando, alegre apenas, cuando hubo un relámpago dentro de mi cabeza, y por un instante ya no estuve en El Campín sino en un Fiat Polski 1975. Tenía catorce años, iba hacia Anolaima con mis papás y mi hermana y estábamos cantando esa misma canción, que salía de un cassette doble de caja azul que yo había logrado comprar con mis ahorros. En ese instante entendí. Mi adolescencia no había sido triste, aún con las fiestas insufribles y los comentarios sobre mi cara y mi cuerpo y el abismo entre mis coetáneos y yo, porque yo tenía a los Beatles. Sus canciones eran toda mi felicidad y mi refugio.

Volví a 2012. Y lloré y lloré y lloré.

3.

“Hope of Deliverance” no figuraba en la lista de ninguno de sus conciertos anteriores. Yo ya estaba resignada y pensaba darme por bien servida con “Nineteen Hundred and Eighty-Five”, que es un descubrimiento reciente en mi vida —¡pasa el tiempo y Paul no se agota!—. Pero entonces tomó la guitarra acústica y anunció que ahora venía una novedad en la gira. Y la tocó. ¡La tocó! Nunca antes, solo entonces. Ahí. Conmigo. Para mí. Con esa canción Paul reafirmaba una promesa: me decía que su música estaría ahí para mí por siempre. Mi felicidad y mi refugio, toda la vida.

Olavia se para del escritorio

A mediados del año pasado tuve un trabajo en una agencia de publicidad. Mi labor consistía, entre otras cosas, en entrevistar mujeres que habían estado metidas en una rutina horrible —como lo estaba yo en ese momento— pero tenían una gran pasión a la que querían dedicarse —al igual que yo— y habían tomado la decisión valiente de abandonar el trabajo en pos de la felicidad —contrario a mí que seguía en las mismas—. Claro, la mayoría de estas personas eran chicas ricas que solo habían tenido que decirle al papá “dame para abrir mi tienda de cupcakes” y voilà. Sin embargo, no dejaba de inquietarme la ironía de haber aterrizado en un empleo que me restregaba en la cara una y otra vez lo estúpida que era la infelicidad autoimpuesta.

Pero no romanticemos el asunto. Yo no le hice caso a ninguna señal pese a que todos los días juraba que esa tenía que ser una señal. Tuve que llegar a una buena oficina, con jefes que sí me querían, amigos entrañables por compañeros y un objetivo doscientas mil veces mejor que el convencer a la gente de las bondades de consumir una bebida con sabor a Bricanyl —un saludo a los asmáticos en la audiencia— para decidirme a dar el salto al vacío. Dije que no romantizáramos el asunto y miren cómo lo hice. Ahora sí, en serio. Me fui de la oficina.

Se siente raro haber reclamado mi tiempo y que haya funcionado. Ahora no tengo absolutamente ninguna excusa para dejar de hacer lo que dejé de hacer en nombre de la productividad, la adultez o lo que sea. La situación se presenta como libertad, pero en realidad es un montón de responsabilidad que no deja de coquetear con el miedo. Pero bueno, ya está hecho. A ver qué sale.

鹿の角

Lo bueno de que hoy hace un año haya aterrizado en Colombia es que las conmemoraciones ya se hacen más distantes e innecesarias. Y bueh, es que mañana se cumplen seis años de haberme ido a fritarme la cabeza entre los arrozales. Pero ya no estoy allá. Todo ha cambiado mucho. Ya no importa. O sí importa porque ahora sueño que les cuento a unos japoneses que me atacó un ciervo y me pude defender de sus cuernos con una ahuyama. Pero no recuerdo cómo se dice “cuerno” en japonés y los japoneses en mi cabeza no me saben dar razón. Es “tsuno”, para futuras referencias.

Overheard in Transmilenio

“La mejor ropa que no conozco es la de los indios. Se ponen puros trapitos, ¡pero con estilo!”

(niño de alrededor de 9 años en el alimentador de Transmilenio a sus papás que hablaban de lo mala que es la ropa china)

Missing

Hoy hace un año fue mi último desayuno con Yurika. También fue mi grado de la universidad, pero en este momento quiero pensar solo en ella. Pienso en ella porque le escribí para recordarle el aniversario y el correo me lanzó al instante un mensaje terrorífico: la dirección de correo ya no existe. Google me la trajo en forma de fotos improbables, pero no es suficiente. Quiero decirle que recuerdo nuestros desayunos en el parque, los museos en Naoshima que eran como estar muerto y conocer el cielo, su ropa bonita, el anillo que me trajo de Mozambique y usé con el hakama de grado. En realidad me siento mal por permitir que esto haya sucedido.

He sido muy ingrata con mis amigos de Japón. Le echo la culpa al miedo a usar el japonés, aunque afortunadamente ha bajado considerablemente desde que empecé a dar clases particulares. Pero yo cuándo no tengo miedo a hablar en el idioma que sea, me dice una parte de mi cabeza. Podría decirse que así soy yo y ya, pero eso no es una buena excusa. Y tampoco es que me vaya a resignar a perder los poquitos amigos que me dio esa tierra loca. Tengo un número de teléfono con indicativo +81 en un bloc de notas del Museo Chichu de Naoshima. Voy a desafiarlo todo. La tengo que encontrar, sea como sea.

Espanyol

Uno creería que la lengua materna es algo así como el sistema operativo predeterminado que trae el cerebro desde la fábrica. Claro, no es así porque uno en realidad tiene que aprenderlo, ma-ma-ma mi mamá me mima amo a mi mamá, pero uno debería salir airoso de esa tarea teniendo todo un entorno que funciona en dicho idioma. Fácil, ¿no? ¿No?

No para mí, al parecer.

En contadas ocasiones a lo largo de los años he recibido ciertos comentarios haciendo referencia a mi español raro. Que hablando sueno como si lo hubiera aprendido tarde, como si fuera mi segunda lengua; que mis escritos en este idioma se sienten forzados, contrario a lo que hago en inglés, que de dónde viene ella (señalándome a mí). Y bueno, eso no pasaba de observaciones curiosas que podrían ser refutadas por la mayoría de gente que habla conmigo todos los días. Sin embargo, al parecer estaban en lo cierto: Esta semana me diagnosticaron déficit de español.

Ustedes se preguntarán cómo alguien puede llegar a semejante conclusión, pero… supongo que al leerme debe salir a flote lo mucho que me cuesta. No sé, me imagino. Ya no confío en el orden de las palabras que escribo ni en el vocabulario disponible en mi cerebro. En todo caso, hay mentes agudas que lo ponen a hablar a uno en ambos idiomas durante el fin de semana y zas, captan las fallas. Entonces vienen las preguntas, que cuánto tiempo estuve por fuera, que cuál es mi autor favorito en español, blablabla, cada vez con mayor preocupación en el rostro.

Este relato es interrumpido por uno de mis doscientos jefes, quien me pide que llame a un señor para hacerle una entrevista. Me niego rotundamente. Puedo escribir pero no puedo llamar, declaro. El superior no entiende, ¿es que yo conozco al entrevistado? No, y eso es peor, respondo. Risas en la oficina. ¿Este es un problema con todas las empresas? Con todas las personas. Para quienes son perfectamente normales, este es un asunto graciosísimo. ¡Tamaña idiotez la paraliza! Pero para uno, enfrentado a la horripilante tarea de abrirse el pecho frente a todos ―honorables miembros funcionales de la sociedad, les presento mi miedo irracional, esperaba no tener que pasar por esto con ustedes―, no. Mi consuelo en este momento es que comparto espacio con una ejecutiva de cuenta que evita los ascensores a toda costa.

¿En qué iba? Ah, sí. Mi lengua débil. Entonces me prescribieron ejercicios de lectura en voz alta y montones de práctica para reforzar el idioma que debo haber dejado a medias en algún punto de mi adolescencia. No dejo de sorprenderme por esto pese a los indicios que venían apareciendo desde hace tanto. Creo que en realidad no hablo bien ningún idioma. Cuánto se burlan de los que dicen “leo pero no hablo”, pero estoy segura de que ese es mi caso. Así sí que menos voy a coger el teléfono.

The Ides of March

Hace un año cogí un tren bala a Kioto. Allí me despediría de María Lucía, tomaría un tren a Kobe y ahí un avión a Nagasaki. El plan era escribir sobre ese último viaje en solitario antes de graduarme y volver a casa. Algo alcancé a hacer. Primer capítulo de una serie que no tuvo más entregas.

Ya dio vuelta la espiral. Estoy en el mismo punto de partida pero un paso más alejada de todos los lugares que este mes ha contenido en calendarios pasados. Una playa. Un tren. Un túnel. Ciruelos en flor.

Qué diferencias tan grandes entre 2009, 2010 y 2011. Y entre estos tres años y el aburrimiento de 2012. No me gusta que todo se desvanezca así. Me entristece saber que estoy cada vez más lejos de allá, de todos los allás que he tenido. Me veo anclada en este escritorio y me aterra imaginarme así de quieta por siempre.

Necesito un plan de escape.

3.11

Durante todo el tiempo que viví en Japón me pregunté constantemente qué haría si el Gran Terremoto del que tanto advertían me cogiera en un lugar concurridísimo. El peor escenario era la estación de Shinjuku, indudablemente. Sin embargo, estas reflexiones nunca se tradujeron en la consideración de la amenaza como algo real. Uno no espera, de verdad no espera que las cosas sucedan de esa manera.

“El Japón que conoces ya no existe”, me escribió Hazuki en una carta que recibí para mi cumpleaños el año pasado. Creo que alcancé a notar el cambio cuando por fin pude volver a Tokio después del terremoto. Todo, desde la misma estación de Tokio, estaba a media luz y en silencio. Era como si Tsukuba se hubiera expandido y se hubiera tragado la región entera. Ese es el Japón que abandoné y que sigue ahí, según parece. El “según parece” es la parte que me duele. Desde el 11 de marzo de 2011 no he sabido nada de primera mano.

A veces me siento culpable por no haber estado en Tsukuba en ese momento y tampoco haberlo estado mucho tiempo después. Puedo jurar que lo mío no fue huida, pero se parece mucho a todos esos casos de extranjeros que acamparon en Narita para largarse en el primer avión que los llevara. O no sé si se parece. Se parece en que no pude entregar el apartamento como debería y dejé un montón de cosas botadas. Se parece en que no he vuelto a pisar suelo japonés y eso aún me entristece. Siento como si al haber estado en Nagasaki hoy hace un año y tener mi tiquete de regreso a Colombia reservado para el 31 de marzo me hubiera deshecho deliberadamente de la responsabilidad de una catástrofe que nadie pudo haber previsto ni controlado. Como si mi fortuna me hubiera quitado el derecho al miedo, a la incertidumbre e inmensa soledad que de hecho sentí.

No puedo hablar de la tragedia en sí porque no estuve ahí. Ha pasado un año y sigo sin entender nada.

Sensaciones agradables

(Una idea de Andrés Villaveces.)

Pasar los pies de una parte caliente a una parte fría de la cama.
Los besos esquimales.
Estirar el cuello y que haga crac.
Escribir a mano en japonés.
Tocar la cara interior del brazo de Cavorite.
Lavarse la cara con agua fría por la noche.
Tomar un jugo ácido con una tableta de chocolate en la boca.
Quitarse el brasier.
El olor de los ciruelos en flor.
Escribir rápido en un teclado suave.
Las gotas refrescantes en los ojos.
El sonido de la risa de Aleyda.
Momentos muy específicos de ciertas canciones.
El silencio que hace la nieve al caer.
El mar.

Cliché

Aferrarse a una amistad como rezago de algo más grande que fue y jamás de los jamases volverá a ser ni a parecerlo. Aferrarse a algo que se ha denominado “amistad” pero consiste apenas en responder saludos esporádicos. Only speak when spoken to. Una audiencia eterna con el príncipe Naruhito.

Saberse una cabeza más en medio de la multitud. Desear fervientemente que por un momento la masa se disperse y algo lo haga resaltar a uno; que esa persona lo vea a uno ahí, sepa que uno esté ahí, aprecie que uno esté ahí. Entender que nunca será así.

Alejarse. No alterar en lo mínimo la corriente del gentío.