Uno creería que la lengua materna es algo así como el sistema operativo predeterminado que trae el cerebro desde la fábrica. Claro, no es así porque uno en realidad tiene que aprenderlo, ma-ma-ma mi mamá me mima amo a mi mamá, pero uno debería salir airoso de esa tarea teniendo todo un entorno que funciona en dicho idioma. Fácil, ¿no? ¿No?
No para mí, al parecer.
En contadas ocasiones a lo largo de los años he recibido ciertos comentarios haciendo referencia a mi español raro. Que hablando sueno como si lo hubiera aprendido tarde, como si fuera mi segunda lengua; que mis escritos en este idioma se sienten forzados, contrario a lo que hago en inglés, que de dónde viene ella (señalándome a mí). Y bueno, eso no pasaba de observaciones curiosas que podrían ser refutadas por la mayoría de gente que habla conmigo todos los días. Sin embargo, al parecer estaban en lo cierto: Esta semana me diagnosticaron déficit de español.
Ustedes se preguntarán cómo alguien puede llegar a semejante conclusión, pero… supongo que al leerme debe salir a flote lo mucho que me cuesta. No sé, me imagino. Ya no confío en el orden de las palabras que escribo ni en el vocabulario disponible en mi cerebro. En todo caso, hay mentes agudas que lo ponen a hablar a uno en ambos idiomas durante el fin de semana y zas, captan las fallas. Entonces vienen las preguntas, que cuánto tiempo estuve por fuera, que cuál es mi autor favorito en español, blablabla, cada vez con mayor preocupación en el rostro.
Este relato es interrumpido por uno de mis doscientos jefes, quien me pide que llame a un señor para hacerle una entrevista. Me niego rotundamente. Puedo escribir pero no puedo llamar, declaro. El superior no entiende, ¿es que yo conozco al entrevistado? No, y eso es peor, respondo. Risas en la oficina. ¿Este es un problema con todas las empresas? Con todas las personas. Para quienes son perfectamente normales, este es un asunto graciosísimo. ¡Tamaña idiotez la paraliza! Pero para uno, enfrentado a la horripilante tarea de abrirse el pecho frente a todos ―honorables miembros funcionales de la sociedad, les presento mi miedo irracional, esperaba no tener que pasar por esto con ustedes―, no. Mi consuelo en este momento es que comparto espacio con una ejecutiva de cuenta que evita los ascensores a toda costa.
¿En qué iba? Ah, sí. Mi lengua débil. Entonces me prescribieron ejercicios de lectura en voz alta y montones de práctica para reforzar el idioma que debo haber dejado a medias en algún punto de mi adolescencia. No dejo de sorprenderme por esto pese a los indicios que venían apareciendo desde hace tanto. Creo que en realidad no hablo bien ningún idioma. Cuánto se burlan de los que dicen “leo pero no hablo”, pero estoy segura de que ese es mi caso. Así sí que menos voy a coger el teléfono.