La última vez que vine a San Francisco, hace nueve años y medio, empecé a hacer un diario de viaje muy detallado que no terminé. De hecho, solo escribí el día 1. Es más, ni siquiera era tan detallado, sino que se deshacía en florituras y me cansé de intentar describir de manera fantástica el que había sido, hasta entonces, el mejor viaje de mi vida. O me pudo la desidia, yo qué sé. En fin. Esta semana San Francisco me volvió a llamar por casualidad, más bien de afán, y yo decidí que esta vez sí haría un diario de viaje completo. Entonces empecemos.
Nuestro primer destino en la ciudad fue Castro. Con Castro yo tenía una deuda enorme porque en mi anterior visita mi compañero de viaje y yo éramos unos ignorantes totales de esos que se juran muy ‘normales’ y esa otra gente huyuyuy. Uno ni siquiera sabe qué piensa de verdad al respecto porque no sabe nada pero igual huy, mire a ese señor con falda y a esas barbies con dildos, huy. En esa época yo creía además que era frígida, así que estamos hablando de un total desconocimiento de la sexualidad humana. Cuando haya máquinas reproductoras de la realidad de otros tiempos procuraré que la gente no me vea ahí.
Pero bueno, afortunadamente en nueve años pasan muchas cosas, como que uno cuestione su lugar en la escala de Kinsey (y se muera de miedo), le dedique un buen rato a los estudios de género y haga amigos entrañables que resulten saliendo de toda clase de clósets. Entonces, otra vez, Castro.
Es muy emocionante salir del metro al Harvey Milk Plaza y ver no solo el GLBT History Museum sino cada vitrina de aquellas calles como testimonio de victoria en una lucha que aún se halla muy lejos de su fin. Vimos pasar hombres mayores por ahí, los vimos sentados en los cafés y los bares, y nos preguntamos qué historias tendrían para contar. Me dio tristeza pensar que en Bogotá me toca escoger entre callar este tema o arriesgarme a recibir comentarios horribles de la gente ‘normal’, tan facultada como está para decidir quién merece dignidad y quién no. Y encima están los malditos chistes de la radio, la radio esa que suena en todos los taxis y todos los buses y que le dice a la gente que está bien burlarse de las mujeres y de los hombres que parecen mujeres porque les gustan otros hombres. No puedo creer —pensé mientras caminaba por ahí— que haya tantas personas dispuestas a arruinarles la vida a otras por quererse o por intentar cuadrar lo que sienten con lo que ven en el espejo. Es culpa de la maldita ignorancia y la necesidad de ser ‘normal’ a toda costa. Lo sé por todo el tiempo que pasé tratando de negar que a mí me gustaban también las mujeres.
Nos fuimos alejando hacia Dolores Park. Pensé en mis amigos, en los puntos del planeta donde no han podido estar tranquilos por ser como son. Quise escribirles a todos y decirles que hubiera deseado estar con ellos aquí en Castro.