Skein (2)

Durante el último mes y medio me han venido acompañando dos madejas de lana color grafito. No estoy hablando de mi primer proyecto, que por falta de agujas extra tuve que ensartar en un palito de balso para archivarlo, sino de una entrega especial con fecha límite.

Mi extraña afición viajera llamó la atención de Rini, una de mis anfitriones en Chile, a quien en el colegio habían forzado a tejer patincitos y demás partes del ajuar de un bebé hipotético y por tanto lo olvidó todo en cuanto pudo. Fuimos a comprar lana y agujas, le refresqué la memoria sobre cómo empezar y cómo no aumentar puntos accidentalmente, y esta mujer resultó ser el relámpago del tejido. Al cabo de un par de horas ya había acabado con la lana y tenía media bufanda hecha. Mientras tanto yo, el remedo de maestra, no hacía sino volver a empezar y volver a empezar y volver a empezar.

Se suponía que este proyecto era un regalo para entregar en Pittsburgh, pero allá llegué a seguir dándole. Las madejas se fueron convirtiendo en un tejido largo, elástico y blandito —fuwa fuwa, como dirían en japonés—. A veces pillaba a Victor, el roommate francés, tocándolo cuando yo no estaba trabajando en él, estirándolo y estrujándolo. Pasé varias tardes adelantando lo más que podía, pero de repente me mandaron una traducción larga de urgencia y no pude seguir. Las lanas color grafito volvieron conmigo a Bogotá.

Anoche, después de varios días de bloqueo mental crónico, terminé unos trabajos pendientes y decidí que ya nada tenía por qué interponerse entre la bufanda y yo. Tejí. Mis papás llegaron a hacerme la charla. Les hablé sin levantar la mirada de las agujas. Ayudé a mis papás a subir algo pesado por las escaleras. Volví a tejer. Se fueron a dormir. Seguí tejiendo. Me dolía ya la mano derecha: no me importó. Me hice ruido con la televisión para espantar el sueño (el canal de la NHK es óptimo para eso aunque no logré encontrar el programa donde un chef japonés iba a enseñar a hacer tarta de limón francesa). Finalmente, a la 1am, escondí la última colita de lana en la bufanda.

Da una sensación rara ver el producto terminado ya desmontado de las agujas: esa cosa es útil y esa cosa útil la hice yo de cero. Pasé varias horas distraída y de esa distracción salió algo tangible. Increíble. Ahora tengo un regalo de Navidad listo para entregar y el deseo de averiguar qué más puede salir de estas manos.

朝月

Es de madrugada y quién sabe por qué razón ya no estoy durmiendo. Me rodea una caja negra con una abertura rectangular azul. El rectángulo tiene en medio un manchón luminoso. Interrumpo el sueño de un par de ojos menos defectuosos que los míos. Él dice que nunca había visto la luna a través de esa ventana. Me pongo las gafas. La mancha se convierte en un semicírculo levemente difuminado entre la bruma. Una rama seca atraviesa el satélite y lo hace ver como hielo resquebrajado. Es una vista realmente hermosa —qué suerte tengo de contar con un par de vidrios para descifrar borrones—. La contemplamos un rato y nos volvemos a acomodar en la cama. Despertaremos de nuevo cuando haya desaparecido.

Back in San Francisco, Day 3: Chinatown/Haight-Ashbury

1.

El 4 de septiembre de 1977, el restaurante Golden Dragon, en Washington Street, fue escenario de una masacre fruto de la guerra de pandillas chinas. Los Joe Boys intentaron asesinar a un miembro de los Wah Ching en venganza por la muerte de uno de los suyos. De los cinco muertos resultantes, dos eran turistas. También hubo once heridos, ninguno de los cuales pertenecía a ninguna pandilla.

Treinta y cinco años después, dos turistas colombianos que no se animarían a entrar a Pozzetto se dieron un festín en el D&A Cafe de Washington Street, sin saber que muchos cambios de nombre antes ese era… el Golden Dragon.

***

2.

Los hippies viajan en manadas. Me hacen pensar en los hámsters salvajes de Infinite Jest, no sé por qué. Pasa un rebaño en la calle que no está desierta pero se siente así. Rato después, pasa otro. No se detienen como los homeless del resto de la ciudad (que son muchísimos, para mi sorpresa); solo pasan.

Quise pensar que este era un fenómeno nuevo, que los valores del Peace & Love habían degenerado en esto tan sin forma. Sin embargo, George Harrison cuenta que fue a Haight-Ashbury en 1967 creyendo que iba a encontrar un edén artístico de despertares espirituales y lo que halló fue una versión aún peor de lo que vimos nosotros. En esa época, la recua de vagos en las drogas era todo un banco de peces perdidos ocupando las calles por completo. Lo que nos tocó a nosotros fue apenas el final del oleaje, la mera espuma, pero en realidad ese mar nunca fue del todo paradisíaco.

Ya conociendo eso, me volqué a las tiendas a buscar un sombrero.

Back in San Francisco, Day 2: Japantown

En Las esferas del dragón, el maestro Roshi le entrega a Gokú una pesada caparazón de tortuga para que entrene con ella a cuestas todos los días. El método sugiere que uno se acostumbra tanto al peso extra que, cuando finalmente se libera de él, adquiere una ligereza que lo lleva a uno a saltar altísimo y correr como el rayo.

Así me sentí yo cuando me quité el morral que llevé a Japantown.

Tenía que dejar a Cavorite en un edificio art deco rosado hermosísimo sobre Market Street. Después quedaba libre para hacer cualquier cosa hasta recibir la señal de reencuentro. Armada con un mapa, un paraguas y un morral —el kit para trabajar en algún café— cogí por cualquier calle y seguí derecho, derecho, a ver qué. Modifiqué el curso un par de veces, paré por un sándwich de salmón con aguacate y un batido de coco con aguacate —palta, palta, palta— en un sitio con un letrero grande que decía “free wifi” —donde con cierta perplejidad me dijeron que no había conexión a Internet cuando pedí la clave, como si el letrero no existiera y yo estuviera loca—, y subí subí subí y bajé bajé bajé.

Art deco en San Francisco.

En el descenso de la loma el paisaje se empezó a poner raro: faroles de piedra en los jardines, letreros en japonés, un estanque en el centro de un conjunto de edificios, un templo. Era como haber pasado un portal interdimensional y encontrarme en un nuevo mundo que era pero no era familiar. Un barrio inclinado de Tokio but not quite. Durante un rato me sentí explorando un planeta desconocido donde curiosamente entendía la escritura y del que recordaba cosas sin haber estado allí antes. El nivel de extrañeza aumentaba al no haber nadie en la plazoleta central donde se erguía una especie de pagoda con cara de sombrilla múltiple. Un planeta abandonado, además. Entonces encontré la palabra 平和 (heiwa, “paz”) en un muro detrás de la pagoda, y ahí sí tuve un recuerdo de verdad.

La primera vez que fui a San Francisco yo no tenía más referencia de Japón que un jovencito mechudo de Maebashi y su modo de ser y actuar. Tiempo después aprendí que no todos los japoneses eran como él —menos mal—, pero por lo pronto él era mi pedacito de archipiélago. Este pedacito se convertía en toda una experiencia de confines del Pacífico en escenarios tales como el kaitenzushi en Chicago donde gritaban “irasshaimase!” cuando uno entraba, el supermercado Mitsuwa, el jardín japonés de St. Louis o, lógicamente, Japantown. Lo hice parar tras la pagoda, frente al letrero que no podía leer, y le tomé una foto. Mi japonés en pseudo-Japón: lo más cercano que jamás estaría a the real deal.

Pero ya sabemos que no fue así.

Entré a un centro comercial con mi morral al hombro y empecé a ver kimonos, paquetes de plástico color pastel y utensilios de cocina. Quisiera decir que el paisaje concordaba con el que había visto nueve años atrás, pero no: esta vez lo entendía. Todo tenía un lugar en mi memoria, pero en otro escenario. Quise hablarle en japonés a la cajera de la librería Kinokuniya como si del Kinokuniya de Shinjuku se tratara, mas no fui capaz. Luego, en la papelería Maidō, me creí una estudiante de la Universidad de Tsukuba que probaba esferos de colores en el Maruzen frente al auditorio. Prolongar el sueño me costaría caro. No obstante, no pude resistirme a pagar por quedarme con algunas de sus piezas.

Cuando ya estaba por salir del centro comercial, me encontré un puestecillo donde una anciana vendía onigiris recién hechos. Al ver la escena, sentí que tenía que hablar japonés necesariamente, como si la señora ligeramente encorvada y las bolitas de arroz estuvieran tan ancladas al ensueño en el que me había envuelto que no pudieran contaminarse con un pedido en inglés. Entonces hablé, milagrosamente sin miedo. Quise quedarme en ese limbo por siempre, pero parte de la felicidad radicaba en tener a quién volver. El camino era largo. Las puertas se abrieron y me dejaron intempestivamente en el agua.

Lentamente, bajo la lluvia, volví al edificio art deco rosado y esperé a Cavorite al calor del café con leche más feo de la galaxia. Apareció. Recibió una llamada. Esperé otro rato. Ahora había que celebrar el final del día. De nuevo a Japantown. Me quité el morral y usé mis brazos livianísimos para entregarle un par de onigiris de mis sabores favoritos y ayudarle a destaparlos.

Back in San Francisco, Day 1: Castro

La última vez que vine a San Francisco, hace nueve años y medio, empecé a hacer un diario de viaje muy detallado que no terminé. De hecho, solo escribí el día 1. Es más, ni siquiera era tan detallado, sino que se deshacía en florituras y me cansé de intentar describir de manera fantástica el que había sido, hasta entonces, el mejor viaje de mi vida. O me pudo la desidia, yo qué sé. En fin. Esta semana San Francisco me volvió a llamar por casualidad, más bien de afán, y yo decidí que esta vez sí haría un diario de viaje completo. Entonces empecemos.

Nuestro primer destino en la ciudad fue Castro. Con Castro yo tenía una deuda enorme porque en mi anterior visita mi compañero de viaje y yo éramos unos ignorantes totales de esos que se juran muy ‘normales’ y esa otra gente huyuyuy. Uno ni siquiera sabe qué piensa de verdad al respecto porque no sabe nada pero igual huy, mire a ese señor con falda y a esas barbies con dildos, huy. En esa época yo creía además que era frígida, así que estamos hablando de un total desconocimiento de la sexualidad humana. Cuando haya máquinas reproductoras de la realidad de otros tiempos procuraré que la gente no me vea ahí.

Pero bueno, afortunadamente en nueve años pasan muchas cosas, como que uno cuestione su lugar en la escala de Kinsey (y se muera de miedo), le dedique un buen rato a los estudios de género y haga amigos entrañables que resulten saliendo de toda clase de clósets. Entonces, otra vez, Castro.

Es muy emocionante salir del metro al Harvey Milk Plaza y ver no solo el GLBT History Museum sino cada vitrina de aquellas calles como testimonio de victoria en una lucha que aún se halla muy lejos de su fin. Vimos pasar hombres mayores por ahí, los vimos sentados en los cafés y los bares, y nos preguntamos qué historias tendrían para contar. Me dio tristeza pensar que en Bogotá me toca escoger entre callar este tema o arriesgarme a recibir comentarios horribles de la gente ‘normal’, tan facultada como está para decidir quién merece dignidad y quién no. Y encima están los malditos chistes de la radio, la radio esa que suena en todos los taxis y todos los buses y que le dice a la gente que está bien burlarse de las mujeres y de los hombres que parecen mujeres porque les gustan otros hombres. No puedo creer —pensé mientras caminaba por ahí— que haya tantas personas dispuestas a arruinarles la vida a otras por quererse o por intentar cuadrar lo que sienten con lo que ven en el espejo. Es culpa de la maldita ignorancia y la necesidad de ser ‘normal’ a toda costa. Lo sé por todo el tiempo que pasé tratando de negar que a mí me gustaban también las mujeres.

Nos fuimos alejando hacia Dolores Park. Pensé en mis amigos, en los puntos del planeta donde no han podido estar tranquilos por ser como son. Quise escribirles a todos y decirles que hubiera deseado estar con ellos aquí en Castro.

Falta la palta

El dueño de la casa donde me estoy quedando, un artista sesentón, frita unos huevos, parte una palta en la mitad y voilà, la cena. Admirable. Un país donde todo sea susceptible de ser arreglado con palta es un país en el que quiero vivir. Y si a eso agregamos la presencia de empanadas, pan con queso crema, ají, queso crema con ají, sopaipilla con ají, paté de ave-pimentón y ese invento divino que es el kuchen, yo estoy bien pero bien a gusto. Y todo eso lo bajamos con una buena dosis de mote con huesillo. Ah, Chile, qué bien me tratas.

Lo indefendible

Ayer debí haber dicho: Esta es una discusión inútil. No tiene caso debatir sobre lo que hacemos por gusto, llámese pasatiempo, hobby, afición, pasión o “el aire que respiro”. Da lo mismo si empezamos a hacerlo desde chiquitos o a los 65 años; si da plata, felicidad, satisfacción o una vía de escape de algo desagradable que reside en el fondo de la mente. A nadie le importa si todo nos aburre rapidísimo o si el mundo es un buffet infinito de saberes y habilidades por explorar. Es absurdo cuestionar el lugar que tiene cada actividad en la vida del otro.

Pero no dije nada y me quedé con la sensación de haber perdido el tiempo defendiendo la validez de algo tan indefendible como el color favorito. Bah, re bah.

Encuentro de dos yos en una biblioteca

—Su última afiliación se venció en 2006.

Todos esos años habían pasado desde la última vez que estuve en la Biblioteca Luis Ángel Arango. El paso del tiempo era de cierto modo obvio: salvo por la entrada y la salida, yo no reconocía absolutamente nada en el edificio. La zona de afiliación quedaba en otro lado, los computadores eran distintos, había un café al final del primer piso. Sin embargo, durante mi breve estancia en el recinto fueron aflorando otros detalles que me confirmaron que este año era este año y no otro año, que ahí estaba esta yo y no la yo de antes. Y que entre las dos había un abismo enorme.

Mi papá me afilió a la BLAA para evitar el enorme gasto en libros que me traería el estudiar literatura. Me compró el libro de introducción a la teoría literaria, que fue el primero que me pidieron, y hasta ahí llegó. Mi pobreza de estudiante me obligaba a aceptar el hecho de que en cuatro años leería mucho, pero ningún libro sería mío. La única excepción es una copia defectuosa de la edición de la RAE de Don Quijote de La Mancha que compré con mis ahorros en preparación para una clase dedicada exclusivamente a este libro, clase que no llegué a tomar porque en vacaciones llamé al Icetex y me dijeron que había pasado la primera ronda del proceso de selección para una beca del Ministerio de Educación japonés.

(Nota al margen: detesto mi Don Quijote desde el día que lo compré porque tiene una arruga en el lomo. Me parece un descuido de mi parte haber elegido un libro con un desperfecto tan obvio, aunque también pudo haber sido un accidente posterior a la compra. Ahora que lo pienso, pobre libro. Merece cariño con su cicatriz y todo.)

La BLAA me vio llegar una tarde con un hombre alto y calvo que me había regalado medio melocotón tras encontrarme leyendo a Maquiavelo en una banca. El sujeto, un estudiante de física de otra universidad, había aparecido para poner a tambalear el orden de mi vida: la relación a distancia que venía manteniendo hasta ese momento se me antojó insulsa de repente en comparación con sus anécdotas anacrónicas. Entonces lo dejé tomarme de la mano en un café, lo dejé mirarme como me miraba, le reproché el haberlo arruinado todo. La biblioteca se convertiría en uno de nuestros destinos habituales en las tantas caminatas por el centro que constituirían la cotidianidad de nuestro amor.

Pero esta vez, este año, no estaba con él. Ya ni recuerdo cómo se siente besar a alguien más alto que yo. El pasado se hizo tangible en esa ausencia, en el subir una rampa de un salón a otro sin parar a leer el tablero de quejas y sugerencias. Entre ese él y la yo de ahora había mares de distancia, pero la biblioteca no los había alcanzado a ver. Aquí se entendía como un corte abrupto, una cinta rota y vuelta a pegar con escenas faltantes.

Tras hacer efectiva mi nueva afiliación, pasé por una mesa de libros en descuento. No sabía bien cómo llegar al otro extremo de la edificación para salir, así que me detuve un momento antes de buscar un letrero de ayuda. La yo de antes se limitaba a pasar saliva frente a las carátulas de Anthony Browne, consciente de que la mesada no daba para tantos lujos y los incentivos para volver a dibujar tendrían que esperar. Esta vez intenté mirar los libros con la misma cautela de antaño, pero esa ya no era yo. Quiero este y este y este y este y este otro. Y dibujar no se pone en duda. Bolsa en mano, recordé de repente cómo llegar a la puerta de salida. Ya me ubicaba perfectamente en mi viejo mapa interno del edificio, aunque sabía que ni este ni yo éramos los mismos. Fue como trazar las mismas líneas de un esbozo antiguo para dar con figuras completamente nuevas.

Me fui de la biblioteca pensando en lo que vendría ahora. Más viajes al centro, aunque sin caminatas románticas. Más lecturas, ojalá, pero todas radicalmente distintas de las obligaciones que me habían llevado allí años atrás. Compré una bolsa de bolitas de tamarindo en la tienda donde siempre solía parar y seguí mi camino.

Skein

Hoy recibí mis primeras lecciones de tejido, a crochet y a dos agujas. Quería aprenderlo de mis abuelas —porque cómo era posible que yo estuviera desperdiciando todo ese conocimiento ancestral—, pero la materna me dijo que ella había aprendido de un libro y la paterna, que había tomado un curso. (A veces uno tiene unas imágenes tan románticas del pasado.) Claro que mi abuela paterna sí recibió lecciones de crochet de su abuela, quien le ponía a hacer cadenetas y desbaratarlas hasta que le quedaran bien recticas. Y bueno, debo aclarar que este no es mi primer intento, sino que cuando mi abuela materna intentó enseñarnos crochet a mi hermana y a mí en las tardes después del colegio no le pusimos mucho cuidado, entonces me entró la culpabilidad tardía.

Como otra vez me estoy sintiendo incómoda con mi relación con Twitter (o con los tuiteros), aproveché que por casualidad pasamos hoy por la calle de los almacenes de hobbies para señoras y adornos de Navidad para manifestarles a mis papás mi deseo de encontrar un nuevo pasatiempo (porque leer, dibujar y tocar el ukulele no son suficientes, al parecer). No fue sino decirles para salir de una tienda con una bolsa de agujas, hilo y lanas.

Lo que no sospechaba era que resultaría aprendiendo de mi madre, a quien jamás se me ocurrió preguntarle nada sobre este tipo de manualidades. Se acordó de los puntos que llevaba muchos años sin practicar, me enseñó, supervisó mis primeras hileras y me puso a hacer la misma cadeneta larguísima de mi abuela. También me mostró, para que viera lo radicalmente distinto que puede ser el crochet de diferentes manos, carpetas hechas por mi abuela paterna (hilo finísimo monocromo), mi abuela materna (hilo grueso, colores vivos) y la mamá de mi tío político (lana, rosas en relieve). Mi motivación ahora es sumar algo mío a la colección.

Por lo pronto, mi abuela paterna ya se enteró de mis planes y me dijo que me va a prestar sus revistas de tejido. A la materna le informaré pronto. La bufanda que estoy haciendo está quedando demasiado ancha, pero no planeo deshacerla.

Notas (幸運)

Esta semana:

  • El vigilante de mi conjunto hizo pasar a un taxi random en vez del que había llamado, causando un breve episodio de tensión (el señor ya nos había llevado pero podía tratarse de un amable y conocido taxista pirata ladrón de carreras)
  • Me abrieron la puerta de un carro mientras estaba adentro mirando hacia la puerta del lado opuesto; otro vehículo pasó por un charco y me cayó un baldado de agua en toda la espalda
  • Fui a trabajar enferma y al volver a la casa me di cuenta de que había olvidado las llaves

Pero:

  • El taxista se ofreció a recogerme todas las mañanas, cosa que fue de inmensa ayuda pese a lo insoportable que es empezar el día con Olímpica Estéreo
  • Conocí la planta de General Motors
  • El clima estuvo inusualmente cálido y soleado cuando me quedé por fuera de la casa, y por casualidad Cavorite llamó, así que ni me aburrí ni me enfermé más mientras esperaba a que llegara a mi papá

Hace poco mi tío político me dijo que debía dejar de decir que tengo mala suerte porque cada vez que voy a un restaurante no hay algo de lo que pido. A partir de este pequeñísimo balance y otro par de detalles generales, he de declarar que tiene razón: en realidad lo que tengo es buena suerte. Lo acepto, sí, todo está más que bien, pero los meseros siguen devolviéndose a mi mesa a darme malas noticias.