Si quieres un futuro mejor, ¡te esperamos! en el Centro Andino

Este es un buen momento para escribir. No importa lo que diga hoy. No sé por qué sigo operando bajo la creencia errónea de que debo tener algo sustancial que decir para ganarme el derecho a hacer un post. Las redes sociales dejan secuelas difíciles de superar.

Pero no, pensándolo bien no creo que sea exactamente eso. Es más bien el sentido distorsionado del esfuerzo mental y el tiempo que toma escribir más de dos frases. Esto también es legado de las redes sociales. Quiero decir algo, ya no tengo Twitter para evacuarlo instantáneamente; por ende, ya no lo diré. Y así, mi vida sigue sin documentar. Contrario a lo que llegué a creer, Twitter no era un buen diario.

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Cuando era chiquita, en la radio sonaba el jingle de un centro de estudios técnicos del cual no tengo nada especial que decir salvo que se quedó en mi memoria para siempre. “Centro Andino”, cantaba un dueto, y luego otra voz enumeraba uno por uno los programas ofrecidos, así:
—¡Centro Andino!
—Programación de computadores.
—¡Centro Andino!
Y así sucesivamente hasta rematar con: “Si quieres un futuro mejor, ¡te esperamos! en el Centro Andino”.

La mente está llena de cosas así.

Sueños recientes de viejos amores

Anoche soñé con alguien que quise hace mucho tiempo y con quien ya no estoy en contacto. Yo estaba trabajando en una mesa, en lo que parecía ser un café, y él aparecía de repente y se sentaba frente a mí a charlar, así tan campante. Hablaba de su familia y de su trabajo; se dedicaba a algo relacionado con el cacao. Yo estaba furiosa y le respondía de manera cortante a todo lo que me decía. ¿Cómo podía venir así, de la nada? ¿Cómo se atrevía a hablarme como si siempre hubiéramos sido un par de amigos y nada más? De todas formas, sin dejar de ser cortante, le daba una recomendación de algo que también tenía que ver con cacao.

De fondo en el recinto sonaba “Centro da saudade” de Carlinhos Brown.

En lo que parece ser un capítulo aparte del mismo sueño, se desconfiguraba el layout de este blog y todo se veía un poco pixelado y en colores pastel. Yo no recordaba cómo arreglar el código fuente.

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A veces sueño con mi ex. En mis sueños él es amable y podemos conversar. En la vida real eso nunca fue posible porque él creía que yo no lo había superado y entendía mis acercamientos en pos de una relación cordial como señal de que yo quería que volviéramos.

La semana pasada soñé que él me hablaba de la soledad a nuestra edad. Me decía que a estas alturas de la vida todos, de una u otra manera, nos habíamos quedado solos, y me daba a entender que creía que yo estaba divorciada. Yo le aclaraba que noooo, yo seguía casada. Mi tono era como de a mí no me venga a meter en su mismo costal de melancolía, que yo, lejos de usted, soy feliz.

Me desperté con cierta sensación de satisfacción.

Venta de pinceles (o por fin una buena influencia de la publicidad)

Hoy más que nunca he sentido el poder de influencia de la publicidad en las redes sociales sobre mí. Afortunadamente no ha sido para convencerme de teorías de conspiración.

Como empecé a seguir en Instagram a un par de ilustradores, al algoritmo se le ocurrió enviarme un señuelo relacionado con materiales de dibujo: pinceles para recrear efectos de cómic viejo en Procreate —no pude evitar acordarme por un momento de las ilustraciones de Manuel Gómez Burns—. Mordí el anzuelo. Desde entonces, no hago sino ver publicidad de pinceles y más pinceles, cada uno más fascinante que el anterior. Yo, que llevo todo el año sin dibujar, y ahora me muero por conseguirme aunque sea un pincel de esos para ponerme a jugar, estoy que grito “¡gracias!” no sé a quién por esta dosis de presión inesperada que podría encaminarme de vuelta a otro de mis grandes hobbies. Este mes ha sido mágico en lo que respecta a redescubrir mis pasatiempos: se van rompiendo hechizos y yo me siento cada vez más yo en lo que quiero hacer en mi tiempo libre.

Ahora la gracia es pasar del impulso a la práctica.

Un meteoro rosa

Ayer estaba sentada frente al computador, tratando infructuosamente de buscar ideas para escribir, y en algún momento elevé la mirada hacia el cielo, como cualquier persona obligada a pensar un poquito más de lo normal.

Justo donde posé la vista, encontré una estela.

Era una pincelada de un rosa muy vivo que contrastaba hermosamente con el azul cerúleo lechoso sobre el que se iba pintando lentamente. Me quedé mirándola, creyendo que se trataba de un avión bien ubicado al atardecer. El rosa se fue tornando rojo fulgurante cuando me di cuenta de que la parte frontal de la estela estaba ardiendo. Eso no era un avión. Era un meteoro.

Cuando la visión desapareció detrás de unos edificios cercanos, entré a Twitter a ver si alguien más había visto lo mismo que yo. Dos o tres personas más describían un fenómeno igual a la misma hora, pero se encontraban en la Costa Este de Estados Unidos.

Esto es lo que voy a extrañar de Twitter.

Un posible destello de lucidez

Jajajaja, yo dizque “hola a todos, ya volví” y dejé pasar todo un año antes de volver a sentarme frente a esta pantalla. A veces pienso que lo mío es un trastorno de déficit de atención, pero seguramente el problema real son las redes sociales. Pero bueno, ese problema como que ya se nos está acabando forzosamente.

Llevo meses con una idea dándome vueltas en la cabeza: prácticamente todas mis amistades que han pasado de Internet a la vida real se han dado gracias a este blog. Y lo que es más, han perdurado pese a mi inactividad prolongada en el mismo. A Twitter no puedo atribuirle las mismas propiedades ni de lejos. Entonces, ¿qué hago/hacía yo ahí? Antes la respuesta era clarísima: buscaba un sucedáneo de compañía, algo así como poner la radio para enmascarar el silencio cotidiano y, de paso, tener ciertos chispazos de interacción. A eso habría que sumarle, obviamente, la simple compulsión de la adicción a la dopamina: qué hay de nuevo, qué hay de nuevo, qué hay de nuevo.

Sin embargo, el tono de las voces en ese ruido de fondo ha cambiado; ahora es mucho más agresivo y menos introspectivo. El tema del día es la pelea del día. Intenté silenciar la algarabía y limitar mi exposición a las reyertas por mucho tiempo, pero el problema se desbordó y mi muro pobremente construido empezó a exhibir fisuras. Estaba más o menos acostumbrada a la indignación por hechos externos, las noticias sobre las que necesariamente había que emitir una opinión, pero de repente noté que todo se había condensado aún más en una sola madeja muy compacta fuera de la cual ningún conflicto tenía importancia alguna. Sin embargo, ese no es el punto. El punto es lo alejada que me descubrí de todo eso. Vi a gran parte de mis conocidos hablar del mismo hecho al mismo tiempo, tomar partido en la misma pelea, y entonces vi con absoluta claridad que nada de eso tenía que ver conmigo de ninguna manera. ¿Qué estoy esperando acaso, que algún día vuelvan a hablar de su vida como antaño y yo les responda e intercambiemos anécdotas y afiancemos nuestros lazos de amistad? Eso ya no va a ocurrir en ese mundo.

Voy a detenerme aquí un momento para dar una explicación no pedida: esta reflexión no es producto de ninguna epifanía. No he alcanzado la iluminación, no he evolucionado. Lo que parece ser un instante de repentina claridad no es sino un atisbo de cielo azul en el ojo del huracán de la implosión de las redes sociales que me gustaban. Instagram, por nombrar una más, es un bazar lleno de videos forzados que yo no quiero ver y se nota que sus creadores tampoco los quieren hacer. Y de resto qué, ¿me voy a pasar a TikTok? ¿Tan desesperada estoy por buscar en qué despilfarrar el tiempo? Yo no debería estar dándole relevancia a nada de esto, pero se trata del vicio que me sacó de este espacio amado por años, y del que aún no me declaro curada.

Hace un par de semanas nos reunimos con una amiga de The Open List, y en medio de nuestra conversación ella dio una descripción tan bonita y elocuente de lo que fue para nosotros esa juventud de escribir y encontrarnos cual estrellas solitarias que emiten pulsaciones hacia la nada y de pronto se descubren parte de una galaxia, de leernos intensamente unos a otros con curiosidad y cariño, que mi inquietud de hace meses se avivó. Qué rayos hago lejos de mi blog.

Entonces heme aquí, gastando el tiempo en lo que no debo de todos modos, como toda la vida, haciendo esto en vez de cumplir mis obligaciones. Si voy a hablar sola, que sea en mi espacio y no en un pozo negro.

Ruido de llaves, crujir de puertas

Llevo un montón de tiempo evadiendo este blog, convencida de que no tengo nada que decir. Sin embargo, esta mañana tuve la clara sensación de querer escribir. Todavía no tengo nada que decir, pero, ¿eso cuándo ha importado? Por fin lo entiendo.

Esperaba volver al editor del blog como quien llega a un cuarto abandonado, intacto pero desaturado bajo el gris del polvo acumulado. La realidad, empero, es otra: soy una persona vieja que vuelve a un lugar favorito de su juventud a revivir recuerdos y se encuentra con que todo ha cambiado y ya nada le evoca nada. Suele ocurrir. Ahora no sé cómo usar esto pero qué le vamos a hacer. Ya estamos aquí; no vamos a huir.

Ahora, ¿en qué quedamos la última vez que escribí aquí? Ah, sí. Era 2020. Supongo que debí haber documentado el encierro de 2020-2021, pero el ánimo no estaba como para inmortalizar eso. Lo único que vale la pena mencionar al respecto, por ahora, es que sufrí tremendamente por la falta de verde en mi vida, así que armé una enorme colección de plantas de interior. Ahora soy una especie de jardinera que usa las matas como pretexto para procrastinar.

Hay más cosas que contar, obviamente, pero no agotemos todo de una vez. Quitémonos la chaqueta y pongámonos cómodos. Estamos en casa.

Abarrotes

Ayer vi a mi papá escribir la palabra “abarrotes” como encabezado de una lista.

Qué gran palabra, abarrotes.

No he podido dejar de pensar en ella, y en ella en la letra de mi papá.

The Sounds of Silence

Hace dos años, durante un largo viaje por tierra a través del desierto, Cavorite y yo paramos en algún punto del Valle de la Muerte para tomar un par de sorbos del café que llevábamos. Había caído la noche y frente a nuestro carro alquilado había un letrero que explicaba algo sobre el paisaje que teníamos ante nuestros ojos, un paisaje que bien podía no existir porque no podíamos ver absolutamente nada. Después del tentempié apagamos todas las luces y esperamos a que nuestras pupilas dilatadas hicieran la magia de abrir el velo negro que nos recubría y revelar la presencia de la Vía Láctea en el cénit.

Mientras mirábamos hacia arriba, maravillados, me percaté de algo de repente y le pedí a Cavorite que aguzara el oído:

Silencio.

Creo que esa fue la primera vez en mi vida que pude apreciar el silencio absoluto.

La oportunidad se presentó de nuevo unos días más tarde, en Monument Valley. Nos topamos con unas turistas japonesas que venían de un sendero que daba vuelta a una roca; lo tomamos y, pocos metros después, se desplegó ante nosotros el valle verde y terracota sumido en la más intensa quietud. Nuevamente le pedí a Cavorite que aguzara el oído y allí nos quedamos un rato, absorbiendo el vacío.

El viernes pasado recordé estas dos escenas al despertar en Bogotá y notar que de las calles vecinas, otrora rebosantes de pitos furiosos, no venía ningún ruido. Me quedé en la cama escuchando este singular acontecimiento, rememorando y preguntándome si la gente a mi alrededor también lo habría notado. Me los imaginaba aguzando el oído como nosotros en el desierto, admirando este milagro de la ciudad.

Sin embargo, al cabo de un rato tuve que poner música para sacarme de mi estado contemplativo y empezar las labores del día. Al fin y al cabo, este no es el desierto.

La bonanza del tiempo

Últimamente me encuentro con más tiempo en mis manos porque mi trabajo ha cambiado un poco. No sé si esto sea temporal, pero se siente extraño no dedicarle cada segundo de mi vida a traducir contrato tras contrato tras contrato. Hace un año no podía darme ni un respiro. Ahora me doy cuenta de que hay que aprovechar esta bonanza del tiempo.

No sé en qué momento, tal vez hoy mismo, vi un chispazo de una vida anterior donde escribir de largo era una actividad deseable. Puede haber sido cuando vi una serie de fotografías de los habitantes de un dormitorio estudiantil, jóvenes, en pasillos y camarotes, y luego adultos, más o menos emulando la escena original, despojados de algo que no podía señalar con exactitud. O tal vez fue cuando me encontré por casualidad con un tesoro de fotos olvidadas que había tomado con un celular viejo, y la joie de vivre de la juventud me dio de lleno en el rostro. Un ukulele nuevo en la playa. Un karaoke. ¿Qué quería yo en ese entonces?

¿Qué quería yo?

¿Qué remordimiento me queda del pasado? ¿Qué dejé de hacer en mi infinita procrastinación que podría aprovechar para hacer ahora? Estoy analizándolo todo como si me hubiera ganado la lotería y ahora tuviera que tomar decisiones inteligentes sobre cómo invertir el premio. Sacarle la herrumbre a mi japonés semiabandonado podría ser una buena opción. Dolorosa, eso sí. Retomar el ukulele. Volver a dibujar. Intentar por enésima vez volver a ser yo en vez de una silueta con mi nombre.

Así que heme aquí, no tan sonriente como en aquellas fotos desenterradas, con un montón de tiempo en mis manos, algo de nervios y poca fuerza de voluntad. Heme aquí pensando en emular la felicidad del pasado, pero despojada de algo que no podría señalar con exactitud.

深夜食堂 (Temporada 2)

Empecé a ver un programa de televisión japonés. La cámara recorrió las calles de Shinjuku de noche. Sé que he estado ahí. De repente, tuve que pausarlo. Una punzada: tuve la sensación de que Tokio nunca fue mía. Mi —cada vez más breve, comparativamente— vida en Japón fue una vida en el campo. Tokio era el sitio de visitar los fines de semana. Y en un punto, ni siquiera eso.

Recuerdo mi apartamento en Tsukuba, el cielorraso en mi habitación, con la lámpara. Alguna vez, ya de regreso en Colombia, dibujé esa superficie de madera interrumpida en la mitad por una cuadrícula en relieve de la que pendía un benjamín. La imagen se había perfeccionado en mi memoria de tantas horas que había pasado acostada boca arriba porque el ánimo no me daba para más. Para qué ir a Tokio, pensaba. Qué gracia tiene.

Sin embargo, si en la pantalla hubieran aparecido arrozales en vez de luces y cables, ¿me sentiría mejor? Lo dudo. Tampoco el campo era mío. Mío era el camino que recorría en la bicicleta para ver paisajes que me hacían feliz. Mío era un bosque en medio del barrio que talaron poco antes de graduarme, como para darme a entender que ya todo se estaba acabando y era hora de irme. Mío era un radiotelescopio que ya no existe más.

Pero yo sé por qué es la nostalgia y el desarraigo. Temo por el idioma que se me cae a pedazos. Temo por las amistades que desaparecerán si dejo que el idioma se termine de derrumbar. Temo que se acabe un vínculo que hace tanto tiempo parecía ser el único y verdadero.

Sé que estoy inmortalizando una sensación pasajera, y que es tonto pensar lo que estoy pensando. Sé que cuando vuelva de visita a Japón volveré a Shinjuku y me sentiré a gusto entre la multitud hormigueante, caminando rápido, con un rumbo fijo incluso al divagar.

Tengo que estudiar, empero. Sería una pérdida tan triste dejar de entender. Supongo que el programa de televisión ayudará.