Después de varios días de sentirme parecido a como me sentía en Tsukuba —pero sin el radiotelescopio ni la luz bonita ni la posibilidad de darme una vuelta en Tokio—, se me metió en la cabeza que quería hacer galletas. Esto es un poco extraño puesto que normalmente no soy una gran entusiasta de la repostería, pero recordando el disgusto que me llevé en Honolulu cuando volví a comer Chips Ahoy después de muchos años, decidí gastar mi tiempo de esa manera.
Las Chips Ahoy Chunky eran las mejores galletas del universo según yo hace diez años. Eran increíblemente chocolatosas y… no recuerdo más. Solo me veo sentada en la mesa del comedor compartiéndolas con mi novio de esa época. Probablemente valdría la pena repetir la experiencia, pensé al volver a verlas este verano. Digo “probablemente” porque pasé frente a la sección de galletas una y otra vez, dubitativa, antes de decidirme a comprarlas. Llevé un paquete a la casa, saqué unas cuantas y las acompañé con un vaso de leche de almendra. ¿El veredicto? Cartón demasiado dulce, arena solidificada demasiado dulce. Es difícil de explicarlo, pero estos no eran bizcochos dignos de ser digeridos y no entendí cómo fui capaz de disfrutar tamaño engaño en el pasado.
Entonces, volviendo al día de ayer: el desespero de esta mala sensación con la que ando se mezcló con el recuerdo de aquel falso bocado y terminé en el supermercado armándome de cocoa, harina y otros tantos ingredientes. Se suponía que solo me estaba preparando para ponerme manos a la obra otro día, pero apenas llegué a la casa y se desgajó el aguacero del fin del mundo supe que no había tiempo que perder. Nunca antes había hecho galletas desde cero, así que las probabilidades de que saliera una cosa asquerosa eran altísimas. Mientras batía la mezcla recordé que una vez en Tsukuba nos reunimos a hacer empanadas pero yo leí mal la cantidad de harina y por mi culpa resultamos con galletas saladas con pollo fosilizado en su interior.
Tardé más o menos dos horas yendo y viniendo del horno porque la mezcla resultó como para repartirle galletas a un pelotón. En todo ese tiempo no se me ocurrió pensar en cómo me estaba sintiendo; en mi mente solo había masa, calor, papel parafinado y un reloj que vigilar. Las primeras galletas se quemaron por ponerlas en el lado equivocado del horno, pero las siguientes quedaron fenomenales. Tienen pedacitos de chocolate amargo y pepas de pimienta negra cuyo sabor estalla en la boca sorpresivamente. Quedé muy contenta con el resultado.
Como salieron tantas galletas, voy a regalar algunas, pero ya estoy pensando en mi próxima acometida culinaria. Tal vez hasta invite a alguien a comer a mi casa.