Un momento en Embarcadero

Se supone que uno viaja para ser observador y hablar de nuevos paisajes y costumbres, pero a mí el desplazamiento me suele dejar sin palabras. Creo que yo no serviría para ser cronista de viajes pero sí para ser abuela parlanchina. No tengo nada que decir en el momento de viajar pero muchos años después tengo un montón de cosas que contar.

Ayer en el F (tranvía antiguo que corre por la avenida Market desde Castro hasta los Wharves) escuché a un viejito conversar con unos turistas mexicanos. Les contó que el tranvía tenía 88 años, que era la misma edad que tenía él. También les dijo que San Francisco estaba cambiando mucho porque estaban sacando a los pobres para meter a los ricos. Me hubiera gustado quedarme escuchándolo pero me bajé en Embarcadero.

El Ferry Building, cuya torre del reloj domina el paisaje del Embarcadero y la vista de cualquier punto de la avenida Market, es una especie de feria hipster donde todo es “locally sourced”, “family owned”, “small batch”, “artisanal”, “organic” y la tipografía de los letreros siempre tiene más de dos fuentes. Hay tiendas de hongos especiales, carnes especiales, quesos especiales, leche especial, dulces especiales, pan especial, aceite especial y helado especial. El helado tiene que ser increíblemente especial porque la fila para comprarlo se asemeja a la de un banco a la hora de almuerzo o la del check-in de un vuelo atestado. Yo no tenía entre mis planes hacer fila para absolutamente nada, así que me fui al (extrañamente ignorado) puesto contiguo y me comí un frozen yogurt de granada-arándano.

El puerto se sentía todo azul bajo el sol de las 3 de la tarde y desde uno de los restaurantes venía el eco de “Hotel California”. Me pregunté cómo sería poder pasar muchas tardes ahí, así como las señoras en traje de oficina que tenía al frente. Dejé que mi cabeza pasara de la reflexión a la tibieza a la somnolencia y me fui.

The Slow Teleporter

Qué lento es teletransportarse. Y eso que uno pasa todo ese tiempo en un estado semiinconsciente que mantiene viva la ilusión de instantaneidad hasta cierto punto.

Hace muy poco estaba caminando desde el Parque de la 93 hasta el Museo del Oro con el biólogo de Parques Nacionales. Hablamos de huesos rotos. Señalamos cada casa antigua que vimos en el recorrido. Miramos plantas carnívoras y suculentas en el mercado de las pulgas. Mencioné que una vez sin querer le pegué un codazo a un cactus. Me puso a tararear Clair de lune de Debussy y luego la escuchamos desde su celular (a ver qué tanto había recordado) en pleno Parque Nacional. Nota: la gente que trabaja en Parques Nacionales no trabaja en el Parque Nacional.

Volví de la caminata, hice un lote de galletas de chocolate y paf, desaparecí. Del primer trayecto solo recuerdo una luna enorme y amarilla siguiéndonos. Mi vecina de puesto estuvo maldiciendo un rato mientras buscaba infructuosamente una pastilla para dormir. Creo que todo el mundo iba hibernando en la cabina menos yo, que quedé privada hasta que me encontré con la luna, y de ahí para adelante estuve escuchando música. Al principio del viaje me preguntaron qué quería comer pero nunca llegué a ver esa comida. Mejor, porque quién cena a la una de la mañana.

Para el segundo tramo del viaje, el efecto de velocidad ya había menguado y alcancé a sentirme incómoda y aburrida. Me comí una ensalada en la que parecía que hubieran vaciado todo un huerto de rúgula, tomé fotos del paisaje desértico, fui consciente de un turupe en el cojín de mi silla, y finalmente aparecí en mi destino final: San Francisco.

Este es un paseo que había planeado y pagado con tanta antelación que alcancé a olvidarlo y sentirme a la llegada como si me hubiera ganado un viaje gratis. Sorprendidísima. Supongo que soy buena engañándome a mí misma. Ahora vamos a ver qué pasa acá.

Un reencuentro amistoso

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablaron. Se solían contar todo y buscaban un momento para charlar todos o casi todos los días. Pero eso fue en otra época. Los días, las semanas y los meses se han acumulado como papeles olvidados sobre una mesa y la ausencia se ha dejado de notar hace rato.

Hablan de un tema concreto que agotan con diligencia. Ahora solo queda el silencio sobre las caras dibujando trayectorias nerviosas en los ojos y las comisuras de los labios. Tratan de remediarlo preguntando qué han hecho, a qué se dedican, qué hay de nuevo. No es que realmente les interese saberlo, así como a ninguno de los dos le anima explicar su vida en detalle. Al menos no a ese interlocutor en particular. Descripciones someras, brochazos burdos que no alcanzan a dar cuenta de nada. La aventura más fascinante queda reducida a “nada, ahí, lo mismo de siempre”. Uno de los dos incorpora personajes que solo le son familiares a él en una anécdota anodina sin ningún tipo de explicación, exigiéndole implícitamente a su interlocutor que tenga o finja tener conocimiento de ellos. Es una manera sutil pero contundente de demostrarle que ya no hace parte de su universo. El otro dice “ajá” como por no poner en evidencia el truco, no espetarle al mago fallido del insulto que ese idioma no lo habla, que esos nombres no tienen caras y que si las tienen no corresponden a nadie que le produzca la menor curiosidad.

El silencio vuelve a caer lenta e inevitablemente como una pluma tras el último soplido exhausto de un concurso para mantenerla en el aire. Luego vienen los formalismos: bueno, tengo cosas que hacer, sí, yo también, hablamos después, otro día nos vemos, adiós. A la brevísima vergüenza de confirmarse ajenos le sigue el alivio de la ausencia renovada. Queda la esperanza de que ninguno de los dos llegue a sentirse apremiado por la decencia para repetir el encuentro.

Historia triste de un oso

Anoche volví a encontrarme con el biólogo de Parques Nacionales. Durante el día, mientras yo estaba catando aromáticas en un fortín administrativo, él estaba en el aeropuerto esperando a un oso. Quisiera que esta fuera una historia feliz y dibujable donde los osos hablan y el biólogo hubiera tenido que pararse a la salida de Llegadas con un cartel —”Sr. Oso”— para luego ayudarle a arrastrar sus maletas a un carro blanco que lo llevaría a un hotel bonito pero sin mucho entretenimiento en Ciudad Salitre. El oso haría en el camino un comentario sobre la incomodidad de los asientos del avión donde venía y la falta de comida decente y preguntaría cómo ha estado el clima en Bogotá en estos días. Y… bueno, claro que no fue así.

El osezno perdió a su madre a manos de cazadores y lo trajeron enjaulado en un avión a Bogotá, de donde se lo pensaban llevar al zoológico del Parque Jaime Duque pero al fin terminó en una reserva no sé dónde. El pobre llegó a la ciudad deshidratado y pálido (aprendí que la palidez de un oso se nota en la lengua), y rápidamente lo despacharon en un carro hacia su nuevo y solitario mundo. O al menos así creo que será, no sé por qué no hice más preguntas. Vi un video del pobre tomando agua con desespero dentro de su jaula de viaje. Es un comienzo de vida muy desalentador. Supongo que estaré recibiendo más noticias del oso después porque el biólogo tiene que ir a visitarlo pronto.

2014-03-14

Ayer salí a tomar cerveza y comer papas con queso con el biólogo que conocí trabajando para Parques Nacionales el año pasado. Yo había estado metida en una traducción larga y urgente hasta entrada la tarde, tecleando a toda velocidad bajo el estruendo del aguacero usual. Justo cuando terminé y envié los archivos salió el sol: una ilustración muy apropiada y a gran escala de mi estado mental. Concentración. Afán. Truenos. Última revisión. Descanso. Sol. ¿Qué hay por hacer?

El biólogo, que tiene un apellido muy exótico de origen desconocido —envidió la mención que hice de mis ancestros libaneses y las dos frases en árabe que mi tatarabuelo le enseñó a mi abuelo y este a mí—, me contó la historia de cuando pasó seis meses en un ashram en India, de cómo meditó con 15.000 personas y no sintió nada pero volvió a Londres y los estados mentales trascendentales lo atraparon en el Tube. Teníamos en común una desazón post-Asia. Mientras le hablaba de mi apresurada mudanza fuera de Japón me di cuenta de que Masayasu no me hizo el favor que le pedí, nunca fue a mi apartamento a sacar algunas cosas importantes que no alcancé a empacar. El diario de mis primeros meses en Tokio ya no existe.

Al regreso quedé atrapada en una estación de Transmilenio porque había bloqueos en la calle 40 sur. Bloqueos a las 10pm. Me tocó hacer maromas para llegar a mi casa como mil años después. Para este punto ya no sé qué medio de transporte tomar en Bogotá porque nada funciona. Nada. Nada. Nada.

3.11 (tres años después)

Ya han pasado tres años. En tres años no he vuelto a Japón. Intenté cruzar el Pacífico una vez pero me quedé en la mitad, en un paraíso aguamarina. Es raro pensar en conmemorar al mismo tiempo cosas tan felices y otras tan tristes. Me gradué, prueba de que sobreviví, ¡pero qué manera de probar que lo hice! Salvada de milagro en una bahía montañosa de la isla de Kyushu.

A veces pienso en esa tarde y en cómo me enteré de todo por Twitter —mientras la vida seguía tan normal al otro lado del país—, el camino confundido de vuelta al ryokan, las imágenes en la televisión. Especialmente las imágenes en la televisión. La sensación al despertarme al otro día y caer en cuenta de que eso había sucedido. Recuerdo que me la pasé pensando que una ciudad bombardeada no era un buen lugar para pensar en cómo volver a un área recién arrancada de su cotidianidad por un terremoto monstruoso.

Sin embargo, los recuerdos de angustia vienen inexorablemente ligados a otros, positivos, como el sabor del kakuni manju que me fui comiendo por la calle minutos antes de que temblara —ubiqué el momento por la hora de las fotos que tomé ese día—. El sol brillaba sobre los mártires crucificados de otra época, un parque con patos cubría las vajillas rotas y bicicletas derretidas de otra época. Había miedo, tristeza y cansancio pero todo a mi alrededor era increíblemente hermoso.

A pesar de todo, pienso en Nagasaki y me siento agradecida. Estoy convencida de que algún día volveré allá a rendirle homenaje a la ciudad por haberme acogido en un momento tan difícil y confuso.

Haber visto llover

Hace poco alguien preguntó en qué ciudades ha visto uno llover, pero como no me gusta la lluvia, no recuerdo mucho. Sin embargo, a modo de excusa para escribir, rememoraré unos cuantos chubascos.

Tokio (2006). La primera semana de mi vida en Japón tuve que comprar una sombrilla de ¥100 en una tienda de Akihabara. Creo que en realidad costó ¥500 precisamente porque estaba lloviendo. No era transparente como la que usaba Charlotte en Lost in Translation cuando atravesaba el famoso cruce de Shibuya y yo soñaba con emular esa película de algún modo, así que después me compré otra que sí lo era. No duraron mucho. Con el pasar del tiempo me volví un repositorio de sombrillas transparentes dañadas. Mis primeras expediciones por Tokio estuvieron casi siempre acompañadas de lluvia, así que el color gris suele remitirme a mis primeras impresiones de la ciudad.

Kamakura (2006/2009). Chee Siang, Cora y yo fuimos a Kamakura en verano y no fue exactamente el mejor paseo del mundo. Nos bajamos en una estación muy lejana, así que tuvimos que caminar un montón para llegar al templo del Gran Buda. Afortunadamente había una tienda de ¥100 en el camino y pudimos comprarnos impermeables, porque del mal genio ya casi ni hablábamos. Además, las constantes quejas por todo de mis compañeros de curso y viaje no ayudaban en absoluto. Me prometí arreglar ese mal recuerdo algún día. Años después llevé a Cavorite a conocer el Gran Buda bajo el cielo más azul del que tenga memoria. Había pasado un tifón la noche anterior y en todos los balcones había ropa puesta a secar. Fue uno de los días más felices de mi vida en Japón.

Huế (2008). En nuestro viaje por Vietnam —creo que la única verdadera aventura que he tenido—, Yin y yo teníamos una parada obligada de un par de horas en Huế, la antigua capital del Imperio Nguyễn. Tomamos entonces un tour expreso que incluía algo de tiempo en el Palacio Imperial, un complejo enorme que de ninguna manera llegaríamos a ver completo. Llegamos en medio de un aguacero torrencial, compramos un par de sombrillas arco iris completamente dañadas que la vendedora se negó a cambiar y nos pusimos a atravesar exquisitas estructuras antiguas ennegrecidas de barrizal en barrizal.

París (2010). Cavorite y yo veníamos del Museo de Orsay con muchas ganas de conocer la galería de paleontología que queda a un costado del Jardin des Plantes, pero apenas vimos la puerta cerrada se desgajó el aguacero y nos tocó meternos a un McDonald’s a escampar. Algo compramos para tener acceso al wifi y al baño, y cuando murieron nuestros computadores decidimos dejar de perder el tiempo y salir a la Biblioteca Nacional.

Buenos Aires (2010). Nunca he visto nubes más negras que las que cubrieron la ciudad cuando mi hermana y yo nos disponíamos a salir de su apartamento. El paisaje a través de las ventanas se desfiguró por completo y debimos conformarnos con ver The September Issue en mi computador.

Cartagena: Los ancianos del rock

Cuando llegamos a nuestro hotel en Cartagena, nos advirtieron que el resto de los huéspedes eran británicos. Subimos a la terraza y nos encontramos a una especie de lagarto reseco tirado cuan largo era, no sé si en una cama de playa o en una banca. Era un tipo de edad indeterminada, conservado cual practicante avanzado del sokushinbutsu.

La noche siguiente decidí subir a la terraza del hotel otra vez. Estaba mirando el castillo iluminado cuando de repente aparecieron Keith Richards y Andy Bell con unas cervezas. Me saludaron amigablemente y me invitaron a unírmeles, pero en el shock de la socialización forzada les dije que estaba esperando a alguien y desaparecí entre las sombras como salamandra asustada. Antes de irme me recomendaron un festival de reggae.

Hoy me los volví a encontrar. A la luz del día ninguno me recordaba. Bajaron uno a uno mientras yo intentaba fingir en una mesa que el sopor del mediodía no me noquearía. Andy Bell me saludó en español. Keith Richards —que ahora que lo pienso, probablemente era el mismo lagarto seco de la primera vez— deambuló por el lobby como si cada dos pasos le hubieran puesto una pared nueva y hubiera tenido que cambiar de dirección hasta hallar por fin la salida de su laberinto invisible.

No sé a qué habrán venido y no pienso averiguarlo, pero en los surcos profundos de su cara de coliflor puedo adivinar que esta es una de sus aventuras más inofensivas.

***

Adenda no relacionada: El sitio donde hemos ido a desayunar los últimos días es bien peculiar: todo lo que venden es horrendo —agua de charco por tinto, crepe vulcanizado— pero el pan que hace la dueña alemana es tan bueno que sigo sugiriendo que volvamos allá.

2014-01-29

No puedo hacer de mi vida algo altamente poético. No estoy en un proceso de autodescubrimiento ni ha cambiado nada significativamente. Mi cuerpo está igual. Mi mente está igual. Tengo el mismo trabajo y no he hecho nuevos amigos. Bueno, de pronto uno, no estoy segura.

Ayer fui a tomar algo con un biólogo que conocí en los eventos de Parques Nacionales donde estuve trabajando el año pasado. No recuerdo cómo fue que nos pusimos a hablar, creo que fue cuando me prestó sus binoculares para ver a los flamencos en un lago en el desierto y de ahí resultó que a ambos nos gustaba viajar. Tenía una anécdota buenísima de su primer viaje a la India pero no la reproduciré acá porque fijo se encuentra este blog y se convence de que a mí lo único que me gusta es burlarme de la gente. El caso es que yo era la intérprete y tenía que estar pendiente de los ilustres visitantes extranjeros, así que no podía ponerme a discutir pasajes baratos ni accidentes gastronómicos en tierras lejanas por más que quisiera.

En noviembre del año pasado hubo un evento más y me lo volví a encontrar. Otra vez intentamos hablar. Otra vez no se pudo. Me despedí de él en medio de la confusión de todo el mundo tomándose fotos y dándose abrazos. Me pidió que le anotara mi número de celular en un pedacito de papel minúsculo y arrugado. Le dije que fijo lo iba a perder. Al parecer no lo hizo porque reapareció hace poco y terminamos sentados en un café del Park Way comiendo nachos con queso y hablando de cosas como esa vez que los mejores vulcanólogos del mundo se dieron cita en el Galeras y el volcán les explotó en la cara.

Y ya. Una postal de mi vida para su posterior repaso. No sé por qué la escribí pero aquí está.

Primeros acercamientos a los cerros de Bogotá

La primera vez que subí una montaña en Bogotá fue en 2008. Subí por las razones equivocadas: porque Himura lo había hecho antes con la estudiante de intercambio alemana que le gustaba y yo quería hacer todo lo que ellos habían hecho en mi ausencia en aras de convertirme en un ser más deseable para él. En ese entonces yo encontraba imposible el que alguien pudiera quererme a mí por ser yo y no alguien más dechado de virtudes —es decir, con más belleza, mayor disposición a la actividad física y mejores inclinaciones académicas—, así que sentí que tal vez por vía de imitación podría alcanzar algún grado de aceptabilidad. Sobra decir que el asunto empezó mal y terminó peor. Yo quería morirme en la subida gracias a mi nulo estado físico, él me regañaba, el agua de la cascada que finalmente alcanzamos me heló hasta el tuétano y él solo gruñó “tú te lo buscaste”.

Apenas regresé a Japón, al final de las vacaciones, me terminó. Obvio, cómo más iba a acabar esta historia.

Pienso en esto porque he vuelto a subir una montaña en Bogotá. En noviembre del año pasado me metí en una conversación ajena en Twitter y gracias a eso terminé visitando la Quebrada La Vieja con Alejandro Martín. Este no es el mismo cerro de antes (aquella vez fue el Pico del Águila) pero sentí que la ocasión podría servirme para reescribir el recuerdo amargo, así que me puse la misma ropa que llevé la vez anterior.

Himura y yo en 2008
2008

Yo en 2013
2013

No tengo idea de cómo mejoró mi resistencia de 2008 para acá, tal vez fue por virtud de haber atravesado arrozales en bicicleta durante cuatro años, pero el caso es que esta vez no quise morirme en la subida y más bien quedé encantada. Tanto así que ayer repetí el paseo con mi mejor amiga del colegio y una amiga de ella. Lo emocionante del asunto no se limita a haber hecho una especie de acto de psicomagia para exorcizar un mal recuerdo sino que me llevó a darme cuenta de que en poco más de cinco años he cambiado un montón, no solo en lo que a mi estado físico respecta. Ya no estoy pensando en llenar requisitos para agradarle a alguien porque el ser yo está bien, y si sé menos que otras personas o corro menos o deslumbro menos con mis atributos, eso también está bien.

Es raro pensar en los cerros de Bogotá como lugares que se pueden visitar y no un simple telón de fondo que cambia de color según el clima. La Quebrada La Vieja es un tesoro oculto al final de la calle 72 (¡la mismísima calle 72!) que se puede visitar temprano en las mañanas de lunes a sábado. Al adentrarse en el bosque, el ruido de la ciudad desaparece por completo y es reemplazado por sonidos de pájaros, agua y ramas meciéndose al viento. Cuesta creer que hay avenidas llenas de buses ahí al lado y que esto sigue siendo Bogotá. A medida que se avanza, el paisaje va cambiando de tal manera que uno se siente pasando mundos en un juego de correr y trepar. Mi parte favorita es un bosque de pinos donde las agujas caídas absorben el ruido de los pasos y el silencio da la impresión de no estar andando de verdad.

Ahora espero seguir volviendo a la montaña y conocer más montañas. Estoy segura de que hace unos años no habría dicho esto ni en sueños, por lo cual sigo sorprendida.