Arqueología de los papeles III: El polvo maldito

Cuenta la leyenda que los exploradores abrieron la tapa del sarcófago e inhalaron fascinados el aire rancio que de escapó de su interior después de miles de años. Poco después murieron en circunstancias inexplicables.

Yo destapé estas cajas llenas de papeles de hace una década y ahora el pecho me está silbando. Mi mamá me pidió que suspendiera la labor hasta después de mi cumpleaños.

Arqueología de los papeles II: El misterio de la carrera equivocada

Se ha manifestado insistentemente un folleto en las cajas que estoy desocupando: “Lenguajes y estudios socioculturales”. Recordemos que antes de irme a Japón yo era la más miserable de las estudiantes de literatura en la Universidad de Los Andes. OK, estoy exagerando. Sé que estoy exagerando. Quiero creer que estoy exagerando, pero recuerdo que cada fin de semestre llegaba un momento en que me ponía a llorar de desesperación por estar haciendo trabajos sobre algo que no me interesaba en absoluto. Mi mamá decía que era la saturación típica de los finales, cuando uno ya solo quiere salir a vacaciones, pero poco a poco se fue haciendo evidente que no se trataba solo de eso. Digo “poco a poco” pese a que recuerdo que, en la primerísima semana de universidad, la única clase que me llamó la atención fue lingüística. Desde el puro principio yo sabía que estaba en el lugar equivocado.

Me estuve sintiendo mal un buen rato mientras me detenía en cada fotocopia y examen que iba botando. Por qué no seguí mi verdadera vocación (“La fonética”), por qué avancé tanto en una carrera que no me interesaba y en la que muchas veces me sentí adivinando las respuestas (“¿Cómo se concibe el tiempo en ‘El contemplado’?”), de dónde saqué la idea de que algún día sería escritora (“Hamartia”). No ayudó el hecho de encontrar algunos borradores de cuentos desastrosos en el camino. Y pensar que este blog todavía tiene el descaro de existir.

La racha de autopalo ocurrió a pesar de que acababa de ver unos formularios que indicaban que, para cuando solicité la beca de Japón, yo ya me encontraba en proceso de iniciar la doble carrera con lenguajes y estudios socioculturales. ¡O sea que no me estaba condenando a la desdicha total por siempre! No obstante, queda la incógnita de por qué elegí el mismo camino que me hacía infeliz cuando tuve la oportunidad de volver a empezar. Creo que en esa época pensaba que mi carrera era lo único que sabía hacer y que me serviría para convertirme en una gran traductora de textos en japonés. Eso no sucedió al fin, pero estudiar literatura en Tsukuba fue una experiencia completamente distinta a la de Bogotá y en cuanto a lo académico fui muy pero muy feliz.

(Incidentalmente, los muebles de mi apartamento se los compré a la traductora de Haruki Murakami al rumano.)

Cuando pienso en las cosas que me gustaban de Los Andes, siempre me remito a mis clases de japonés, francés, chino y latín. Seguro la habría pasado fenomenal en lenguajes y estudios socioculturales, pero si es solo cuestión de aprender idiomas, puedo hacer eso en cualquier momento y en cualquier lugar. Es más, debería dedicarme a eso ahora.

Arqueología de los papeles

En mi cuarto hay unas cajas arrumadas por ahí. A veces pienso en ellas, me digo que debería deshacerlas porque ya ni sé qué hay adentro y necesito el espacio para poner mi maleta nueva. O bueno, hasta hoy las había.

En algún momento de esta tarde, impulsada no sé exactamente por qué, decidí abrir las cajas y deshacerme de ellas de una buena vez. Pero oh, espera, no tan aprisa. Creo que un titular de carnada de clics sería apropiado para el instante inmediatamente anterior a la apertura de la primera caja: “Esta persona abrió unas viejas cajas de cartón arrumadas en su cuarto. Lo que encontró en ellas cambió su percepción de las mudanzas para siempre”.

La tarea era aparentemente inofensiva: una caja, debajo otra y debajo otra y debajo otra. Pero a medida que avanzaba me di cuenta de que cada una era más capa geológica que cubo de cartón. Hasta tesoros había: encontré nada menos que un disco duro portátil que juré haber perdido en la mudanza Tsukuba-Bogotá. Fue un momento muy Indiana Jones, pero sin ratas ni serpientes ni esqueletos. Excavo y saco guacas.

Ahora voy en que debo llegar antes del 21 de agosto de 2002 a Dubuque, Iowa para asistir a un campamento de integración de estudiantes internacionales. Ahí voy a conocer a un japonés pelilargo al que luego me voy a volver a encontrar en un asado y le voy a pedir que me lleve de vuelta al dormitorio porque quien me había traído se fue sin mí. Y ese va a ser mi novio. A ese novio, que ahora está casado (con alguien que no soy yo) y vive en Tokio, le acabo de escribir para preguntarle si quiere una foto de su grado que recién apareció en un sobre.

Siento que este es un proceso opuesto al del regreso de Japón: en vez de forzarme a aceptar la inexistencia de mis cosas —así algunas aparezcan luego inexplicablemente—, estoy cada vez más abrumada por la manera como prácticamente todo lo que llegué a tener en Dubuque está acá, once años después. Esto también significa que las cosas de Japón, perdidas o no, pasarán al olvido tarde o temprano. Ese es un buen consuelo.

 

Quand le ciel bas est lourd

No quiero llegar triste a mi cumpleaños. El año pasado lo hice, pero tuve el aliciente inmediato del curso en Honolulu. Extraño Honolulu. Es una lástima que la Universidad de Hawaii no tenga maestría en interpretación porque me iría derechito allá y buscaría quedarme en la isla de Oahu por siempre. O por un buen rato, al menos. Llevo tres años y medio en Bogotá y el cielo gris me está pesando.

Hoy es el cumpleaños de una amiga que tenía en Dubuque. No hablo con ella desde hace mil millones de años. Podría decir con toda seguridad que ya no es mi amiga, pero ahí está en Facebook. De mi paso por Iowa no me queda ningún amigo. Ocasionalmente recibo algún mensaje breve de Minori, mi ex de esa época. Hace poco me dejó un comentario con motivo de la victoria de Colombia sobre Japón. Él vive en Tokio con su esposa y no sé cómo se ve ahora porque nunca publica fotos —hace tiempo me encontré por accidente una foto de él con la entonces novia, le conté y casi me manda matar de la paranoia por su privacidad—.

De Tsukuba sí me quedan amigos. Alicia me cuenta que tiene tres días de descanso al mes en la empresa de tercerización de servicios hospitalarios donde trabaja. Está exhausta. Hazuki vive en el dormitorio de su compañía, que no sé si será la misma relacionada con teatro que me había mencionado en una carta cuando recién volví a Colombia. Vi la dirección en Google Street View: parece ser un lugar bonito. Yurika renunció a su empleo en abril y se fue a Chiang Mai con el novio. Masayasu debe estar terminando ya su doctorado. Me escribió antes del partido Colombia-Japón.

(Creo que sin querer los nombré en orden de adaptabilidad a la vida japonesa, del más conforme al más inconforme —a Masayasu no lo aceptaron en ningún trabajo y en la última entrevista laboral le sugirieron tomar la vía académica, la vía de los no-aptos para la vida en sociedad—.)

Quisiera ir a Japón en tour de visitas pero no he hecho sino tomar desvíos. Siempre se atraviesa un viaje más imperioso. Pero ya llegará el momento. Supongo que si no estoy buscando el regreso con tanta vehemencia es porque aún no lo necesito, o ya no lo necesito tanto como creía. O no sé. Japón sigue siendo para mí el novio de la relación conflictiva, el que uno extraña pese a que con él no hubo sino peleas. Ese que uno esperaba que fuera the one pero éramos de temperamentos distintos y cómo así que no funcionó, no puede ser, si era tan buen partido. Y ahora estoy con uno peor, entonces termino idealizando algo que tuvo sus buenos momentos pero no era para toda la vida. ¿Podremos ser amigos al menos?

El cielo de Bogotá deja entrever un par de parches azul oscuro con desgana. La sensación de agobio continúa. Nunca pensé que Baudelaire pudiera llegar a hablar por mí. Y de qué manera.

Caprichos memoriosos de un perfume

Ayer me puse un perfume que solía usar en mi primer año en Tsukuba. Me terminé de vestir para encontrarme con alguien pero tuve que cambiarme porque al verme al espejo reconocí mi pinta de siempre de 2007-2008. Era como si el perfume me hubiera forzado a retroceder y ser aquella persona que lo usaba habitualmente.

Hoy me desperté con el olor aún encima. Quise, sin saber por qué, desayunar pan tajado con mantequilla de maní y mermelada. Pasé un buen rato en la cama fantaseando con esa comida improbable. De repente me di cuenta de que el pan tajado con mantequilla de maní y mermelada (y un par de sorbos de té oolong frío) eran mi desayuno habitual del primer año en Tsukuba. Una vez más, el perfume me estaba llevando a otro momento de mi vida sin yo darme cuenta.

Ahora le temo un poco a ese perfume. ¿Cuánto hay encerrado en un olor? ¿Cómo será mi próximo regreso involuntario a 2007-2008? ¿Volveré a tener una vecina china que me despierte en la mitad de la noche con sus golpes desesperados en la pared porque supuestamente estoy hablando duro?

Desde que no vuelva a ese horrible dormitorio al borde de la Nada, supongo que todo está bien. Pero la memoria de los olores es una cosa realmente increíble.

Apocalipsis

Se creían muy listos en su refugio nuclear hasta que intentaron conectarse a Internet.

Actividades extracurriculares (I)

De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.

Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.

Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.

Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.

La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.

Reflexiones en DFW

Desperté a la 1:40am, angustiada sin saber por qué. Tenía la certeza de que no debía quedarme dormida pero al mismo tiempo esa idea carecía de sentido. La luna llena brillaba a través de las persianas. Segundos después caí en cuenta de que hoy me iba. Qué decepción.

Esta despedida fue muy diferente de las anteriores: como San Francisco queda en el futuro (así los husos horarios digan lo contrario), uno puede alquilar por Internet un auto parqueado cerca de donde uno está y la magia de la tecnología abre el carro cuando uno hace clic en un link en el celular. Cavorite escogió un Mini Cooper plateado de un parqueadero sobre la calle Dolores, pasó a recogerme frente al edificio y nos fuimos al aeropuerto. Debo decir que partir así duele muchísimo menos que subirse a una van que siempre llega veinte minutos antes de lo previsto y sentirse arrancado de repente de una vida a la que uno ya se había acostumbrado. Peor aún si es la vida que uno quisiera que fuera la de siempre.

Todavía no he llegado a Bogotá; estoy haciendo una escala larga en Dallas. Llevo horas viendo aviones partir frente a un horizonte inmeeeeeenso bajo el cielo azul claro. Cuando el primer avión despegó desde San Francisco, vi la ciudad cubierta de niebla y lo único que se me ocurrió fue que esa sería una buena foto para Instagram. Me sentí mal por pensar bobadas de redes sociales y decidí dibujar el recuerdo de aquella vista. Aún no lo he hecho. He ahí el problema.

He pensado mucho durante este viaje. He acumulado rabia. Rabia de la buena, supongo, de la que le hace a uno pensar que los cambios logrados hasta ahora no son suficientes y que hace falta algo más. O que el cambio no se limita al deseo del mismo sino a su ejecución, con todo y el terror que ello conlleva. Terror. Llevo años fortaleciendo fobias que han distorsionado mi mundo y estoy cansada de vivir así. Me devuelvo al apartamento si oigo que alguien viene subiendo las escaleras para no tener que cruzármelo y decir “hi”. Me invento actividades o lecturas supuestamente interesantes (léase “le doy clic a cualquier cosa”) para no empezar las cosas que quiero/debo hacer (como el dibujo del que hablé, por ejemplo). Mis blogs se mantienen a duras penas por esta razón. No obtengo muchas cosas que quiero por la combinación de mi fobia a empezar y mi fobia a hablar.

Hace poco me di cuenta de que muchas personas me están haciendo barra para que yo saque así sea un mísero dibujo al día. Cavorite lo intenta de todas las maneras posibles y yo sigo reticente a abandonarme al hábito. Hace poco conocí a Maria C., una amiga de la universidad de él, e incluso ella me manda mensajes preguntándome por el dibujo del día. Y no entiendo por qué lo hacen pero les agradezco desde el fondo de mi alma; hasta me dan ganas de llorar de pensar en esto porque cómo es posible que alguien se tome el trabajo de decirle a otra persona que dibuje, y peor aún viendo a los verdaderos dibujantes que no sueltan el cuaderno ni un solo instante. No me explico cómo puede ocurrir que una actividad que uno adora le puede dar a uno tanto miedo y uno se pueda dar el lujo de posponerla indefinidamente.

Pero no quiero que las cosas sean así por siempre. Tengo rabia y quiero que la rabia se acabe. Temo que esta sea otra declaración de lucidez temporal que tan solo acabará en otra semana sin dibujos ni ukulele ni posts, y otra y otra. No puedo seguir siendo así. No puedo seguir pensando que la cobardía me define.

Llegó la hora de abordar el último vuelo. Bogotá es otra de las cosas que me dan rabia y no quiero más, pero también tengo que dejar de verla como un destino inexorable. Una vez más, el deseo por sí solo no siempre lleva a la acción. A la rabia, en cambio, empiezo a tenerle un poco más de fe.

El Hombre Renacentista

El Hombre Renacentista tenía muchísimos intereses y montones de cosas que hacer y pensar. No se acepta gente así en el mundo de hoy; se supone que hay que especializarse y dedicarse con alma, vida y sombrero a una sola afición. Perseguir la pasión, le llaman. Supongo que esto se debe a que con tanto trabajo y movimiento ya no queda tiempo para ser bueno en más de un ámbito.

Además de no tener que ir a la oficina, el Hombre Renacentista contaba con una ventaja crucial para la consecución de la polimatía: no tenía Twitter, Facebook, Whatsapp e Instagram avisándole todo el tiempo que había algo nuevo para ver YA. El Hombre Renacentista no tenía la posibilidad de caer en el hechizo de querer averiguar cómo este Hombre Renacentista nunca había pintado un cuadro en su vida, lo que logró te dejará sin aliento o las 78 cosas que todo Hombre Renacentista seguramente ha sentido mientras diseña máquinas imposibles (¡en gifs!). Lo que hacía era lo que había, y ya.

Tal vez yo podría ser como el Hombre Renacentista. Me dedicaría a leer y dibujar y escribir y tocar el ukulele —un instrumento muy poco renacentista— sin preocuparme mucho por demostrar que solo una de esas actividades es mi pasión. No sé por qué me molesta tanto el concepto de pasión de hoy en día. Tal vez es porque poner en una hoja de vida que “escribir publirreportajes es mi pasión” es una ofensa a las ideas que realmente dejan sin sueño más de un desdichado. Y yo, que no tengo ideas y tampoco sé bien cómo funciona el mundo, solo tengo entendido que no puedo dejar de lado ninguna de mis aficiones y que tal vez eso deba seguir siendo así, aún si ello conlleva el no convertirme jamás en alguien realmente bueno en algo. Por lo pronto, algo que puedo hacer es dejar de distraerme tanto con tantas estupideces. Saber que lo que hago es lo que hay, y ya.

Vega, Mission, telenovelas

Ayer me encontré con Vega. Comimos comida peruana, recorrimos Mission de cabo a rabo bajo el sol, probamos las bebidas frías de una chocolatería increíble (“small batch”, “artisanal”), le dimos una oportunidad a un jugo que creímos de corozo pero resultó no parecerse en nada al corozo (sabía más bien a vino avinagrado) y, finalmente, estuvimos viendo novelas viejas en YouTube. Amar y vivir no estaba completa, pero sí Café con aroma de mujer. Vimos pedacitos de varios episodios desde el principio hasta el final y, ayudados por Wikipedia, nos hicimos una idea general de la trama. Concluimos que el lío de Café no habría podido ocurrir en la era de las redes sociales y los celulares. Bastaba con que Sebastián y Gaviota se hubieran agregado a Facebook al principio de su idilio y ya. Se habrían ahorrado muchas malas decisiones. Vivimos en un futuro sin desencuentros donde ya nadie se pierde.