De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.
Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.
Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.
Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.
La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.