Caprichos memoriosos de un perfume

Ayer me puse un perfume que solía usar en mi primer año en Tsukuba. Me terminé de vestir para encontrarme con alguien pero tuve que cambiarme porque al verme al espejo reconocí mi pinta de siempre de 2007-2008. Era como si el perfume me hubiera forzado a retroceder y ser aquella persona que lo usaba habitualmente.

Hoy me desperté con el olor aún encima. Quise, sin saber por qué, desayunar pan tajado con mantequilla de maní y mermelada. Pasé un buen rato en la cama fantaseando con esa comida improbable. De repente me di cuenta de que el pan tajado con mantequilla de maní y mermelada (y un par de sorbos de té oolong frío) eran mi desayuno habitual del primer año en Tsukuba. Una vez más, el perfume me estaba llevando a otro momento de mi vida sin yo darme cuenta.

Ahora le temo un poco a ese perfume. ¿Cuánto hay encerrado en un olor? ¿Cómo será mi próximo regreso involuntario a 2007-2008? ¿Volveré a tener una vecina china que me despierte en la mitad de la noche con sus golpes desesperados en la pared porque supuestamente estoy hablando duro?

Desde que no vuelva a ese horrible dormitorio al borde de la Nada, supongo que todo está bien. Pero la memoria de los olores es una cosa realmente increíble.

Apocalipsis

Se creían muy listos en su refugio nuclear hasta que intentaron conectarse a Internet.

Actividades extracurriculares (I)

De todas las circulares que me dieron en trece años de colegio, recuerdo una en particular: la de la apertura de inscripciones a las actividades extracurriculares. Cada año las daban, claro, pero la que está en mi mente es la del mejor año: primero de primaria. Digo “el mejor año” porque en ninguna otra ocasión hubo tantas opciones entre las cuales escoger. El horario estaba dividido en dos bloques pero las clases externas (equitación y natación, ¿entre otras?) ocupaban un solo bloque largo.

Las niñas de mi curso se metieron a equitación y sus papás les compraron sombreritos negros chistosos y fustas de colores fluorescentes. Yo, en cambio, me fui por artes plásticas y computadores. “Computadores” era un espacio donde uno pasaba hora y media haciendo lo que uno quisiera frente a un Macintosh Classic. Era una oportunidad preciosa para usar esos aparatos fascinantes para algo que no fuera LOGO. (Odiaba LOGO. Hasta le compuse una canción de odio en tercero de primaria.) Jugaba Shufflepuck Café (e invariablemente perdía a los pocos segundos), Lode Runner, el juego de memoria, Tetris y ahorcado. También jugaba a rellenar círculos con mi textura favorita en el programa de dibujar, esa que parecía un montón de aceitunas.

Tengo la impresión de que “Artes plásticas” estaba dirigido en realidad a niñas de bachillerato, pero en ningún lugar decía que yo no podía tomar esta clase. El profesor, René, un gafufo flaquito con pinta de nerd que manejaba un carro muy pero muy viejo, intentó enseñarme a tomar el lápiz adecuadamente para dibujar. Yo me resistí a aprender porque así no me salía nada bien —bien según yo— ni se podía sacar nada en pocas líneas largas, que ha sido mi estilo desde siempre. Entonces pasé a pintura al óleo. No sé cómo ocurrió eso; debió ser pura terquedad mía porque estaba fascinada con una bailarina de tutú lila que estaba haciendo una niña de bachillerato, o de pronto también porque mi abuela pintó al óleo por muchos años. René intentó ayudarme a hacer figuras humanas proporcionadas, pero mis ojos de infantil arrogancia insistieron en agrandar las cabezas exageradamente. De ahí en adelante el cuadro fue una labor de pa-cien-cia. Para una niñita acostumbrada a rayar cuadernos con esfero, el óleo es pura y física tortura. Terminé de emplastar el lienzo con mucha ayuda de René —les pintó a mis bailarinas deformes unas pestañas que odié— y me desentendí del óleo por el resto de mi vida. No obstante, nunca olvidé el tiempo que pasé pintando con los grandes mientras sonaba en una grabadora “Kingston Town” de UB40 o “Save Your Love” de Bad Boys Blue.

Creo que las clases de arte para niños son muy limitadas, o al menos lo eran en mi tiempo. Todo estaba encaminado a las manualidades con tijeras y plastilina y a la “estimulación de la creatividad”; nada de exploración de diferentes técnicas que podrían despertar el interés de un futuro artista. El colegio dejó de ofrecer computadores y artes plásticas en la jornada extracurricular y mi familia me metió a cursos de fin de semana en Cafam de La Floresta y la Academia Guerrero. En el de Cafam aprendí a hacer un muñeco articulado de cartón paja que este año apareció mágicamente en una bolsa y ahora tengo en mi escritorio. En la Academia no me aceptaron en una clase de acuarela para grandes (por ser chiquita), así que me tocó conformarme con estar en un grupo con otros niños con los que nunca hablaba y hacer actividades de recreación con papel que me aburrían enormemente. Años después mi padrino me regaló unas acuarelas con las que hice un par de chambonadas. Todavía puedo hacer chambonadas en acuarela, aunque la tinta china me gusta más.

La oferta de actividades para la tarde fue decayendo hasta que solo quedaron tres deportes, el galardonado escuadrón de porristas —cheerleaders, por favor, que este es un colegio del norte—, el coro, la banda de rock, las tutorías de matemáticas y los castigos de los jueves. Durante mucho tiempo eché de menos esas tardes, pero al menos tuve la oportunidad de aprovechar el entusiasmo inicial y gozar no solo de un rato de libertad en un colegio cada vez más represivo, sino también de la paciencia de un profesor a quien no le pareció descabellado enseñarle a una niña de siete años a pintar al óleo.

Reflexiones en DFW

Desperté a la 1:40am, angustiada sin saber por qué. Tenía la certeza de que no debía quedarme dormida pero al mismo tiempo esa idea carecía de sentido. La luna llena brillaba a través de las persianas. Segundos después caí en cuenta de que hoy me iba. Qué decepción.

Esta despedida fue muy diferente de las anteriores: como San Francisco queda en el futuro (así los husos horarios digan lo contrario), uno puede alquilar por Internet un auto parqueado cerca de donde uno está y la magia de la tecnología abre el carro cuando uno hace clic en un link en el celular. Cavorite escogió un Mini Cooper plateado de un parqueadero sobre la calle Dolores, pasó a recogerme frente al edificio y nos fuimos al aeropuerto. Debo decir que partir así duele muchísimo menos que subirse a una van que siempre llega veinte minutos antes de lo previsto y sentirse arrancado de repente de una vida a la que uno ya se había acostumbrado. Peor aún si es la vida que uno quisiera que fuera la de siempre.

Todavía no he llegado a Bogotá; estoy haciendo una escala larga en Dallas. Llevo horas viendo aviones partir frente a un horizonte inmeeeeeenso bajo el cielo azul claro. Cuando el primer avión despegó desde San Francisco, vi la ciudad cubierta de niebla y lo único que se me ocurrió fue que esa sería una buena foto para Instagram. Me sentí mal por pensar bobadas de redes sociales y decidí dibujar el recuerdo de aquella vista. Aún no lo he hecho. He ahí el problema.

He pensado mucho durante este viaje. He acumulado rabia. Rabia de la buena, supongo, de la que le hace a uno pensar que los cambios logrados hasta ahora no son suficientes y que hace falta algo más. O que el cambio no se limita al deseo del mismo sino a su ejecución, con todo y el terror que ello conlleva. Terror. Llevo años fortaleciendo fobias que han distorsionado mi mundo y estoy cansada de vivir así. Me devuelvo al apartamento si oigo que alguien viene subiendo las escaleras para no tener que cruzármelo y decir “hi”. Me invento actividades o lecturas supuestamente interesantes (léase “le doy clic a cualquier cosa”) para no empezar las cosas que quiero/debo hacer (como el dibujo del que hablé, por ejemplo). Mis blogs se mantienen a duras penas por esta razón. No obtengo muchas cosas que quiero por la combinación de mi fobia a empezar y mi fobia a hablar.

Hace poco me di cuenta de que muchas personas me están haciendo barra para que yo saque así sea un mísero dibujo al día. Cavorite lo intenta de todas las maneras posibles y yo sigo reticente a abandonarme al hábito. Hace poco conocí a Maria C., una amiga de la universidad de él, e incluso ella me manda mensajes preguntándome por el dibujo del día. Y no entiendo por qué lo hacen pero les agradezco desde el fondo de mi alma; hasta me dan ganas de llorar de pensar en esto porque cómo es posible que alguien se tome el trabajo de decirle a otra persona que dibuje, y peor aún viendo a los verdaderos dibujantes que no sueltan el cuaderno ni un solo instante. No me explico cómo puede ocurrir que una actividad que uno adora le puede dar a uno tanto miedo y uno se pueda dar el lujo de posponerla indefinidamente.

Pero no quiero que las cosas sean así por siempre. Tengo rabia y quiero que la rabia se acabe. Temo que esta sea otra declaración de lucidez temporal que tan solo acabará en otra semana sin dibujos ni ukulele ni posts, y otra y otra. No puedo seguir siendo así. No puedo seguir pensando que la cobardía me define.

Llegó la hora de abordar el último vuelo. Bogotá es otra de las cosas que me dan rabia y no quiero más, pero también tengo que dejar de verla como un destino inexorable. Una vez más, el deseo por sí solo no siempre lleva a la acción. A la rabia, en cambio, empiezo a tenerle un poco más de fe.

El Hombre Renacentista

El Hombre Renacentista tenía muchísimos intereses y montones de cosas que hacer y pensar. No se acepta gente así en el mundo de hoy; se supone que hay que especializarse y dedicarse con alma, vida y sombrero a una sola afición. Perseguir la pasión, le llaman. Supongo que esto se debe a que con tanto trabajo y movimiento ya no queda tiempo para ser bueno en más de un ámbito.

Además de no tener que ir a la oficina, el Hombre Renacentista contaba con una ventaja crucial para la consecución de la polimatía: no tenía Twitter, Facebook, Whatsapp e Instagram avisándole todo el tiempo que había algo nuevo para ver YA. El Hombre Renacentista no tenía la posibilidad de caer en el hechizo de querer averiguar cómo este Hombre Renacentista nunca había pintado un cuadro en su vida, lo que logró te dejará sin aliento o las 78 cosas que todo Hombre Renacentista seguramente ha sentido mientras diseña máquinas imposibles (¡en gifs!). Lo que hacía era lo que había, y ya.

Tal vez yo podría ser como el Hombre Renacentista. Me dedicaría a leer y dibujar y escribir y tocar el ukulele —un instrumento muy poco renacentista— sin preocuparme mucho por demostrar que solo una de esas actividades es mi pasión. No sé por qué me molesta tanto el concepto de pasión de hoy en día. Tal vez es porque poner en una hoja de vida que “escribir publirreportajes es mi pasión” es una ofensa a las ideas que realmente dejan sin sueño más de un desdichado. Y yo, que no tengo ideas y tampoco sé bien cómo funciona el mundo, solo tengo entendido que no puedo dejar de lado ninguna de mis aficiones y que tal vez eso deba seguir siendo así, aún si ello conlleva el no convertirme jamás en alguien realmente bueno en algo. Por lo pronto, algo que puedo hacer es dejar de distraerme tanto con tantas estupideces. Saber que lo que hago es lo que hay, y ya.

Vega, Mission, telenovelas

Ayer me encontré con Vega. Comimos comida peruana, recorrimos Mission de cabo a rabo bajo el sol, probamos las bebidas frías de una chocolatería increíble (“small batch”, “artisanal”), le dimos una oportunidad a un jugo que creímos de corozo pero resultó no parecerse en nada al corozo (sabía más bien a vino avinagrado) y, finalmente, estuvimos viendo novelas viejas en YouTube. Amar y vivir no estaba completa, pero sí Café con aroma de mujer. Vimos pedacitos de varios episodios desde el principio hasta el final y, ayudados por Wikipedia, nos hicimos una idea general de la trama. Concluimos que el lío de Café no habría podido ocurrir en la era de las redes sociales y los celulares. Bastaba con que Sebastián y Gaviota se hubieran agregado a Facebook al principio de su idilio y ya. Se habrían ahorrado muchas malas decisiones. Vivimos en un futuro sin desencuentros donde ya nadie se pierde.

Un momento en Embarcadero

Se supone que uno viaja para ser observador y hablar de nuevos paisajes y costumbres, pero a mí el desplazamiento me suele dejar sin palabras. Creo que yo no serviría para ser cronista de viajes pero sí para ser abuela parlanchina. No tengo nada que decir en el momento de viajar pero muchos años después tengo un montón de cosas que contar.

Ayer en el F (tranvía antiguo que corre por la avenida Market desde Castro hasta los Wharves) escuché a un viejito conversar con unos turistas mexicanos. Les contó que el tranvía tenía 88 años, que era la misma edad que tenía él. También les dijo que San Francisco estaba cambiando mucho porque estaban sacando a los pobres para meter a los ricos. Me hubiera gustado quedarme escuchándolo pero me bajé en Embarcadero.

El Ferry Building, cuya torre del reloj domina el paisaje del Embarcadero y la vista de cualquier punto de la avenida Market, es una especie de feria hipster donde todo es “locally sourced”, “family owned”, “small batch”, “artisanal”, “organic” y la tipografía de los letreros siempre tiene más de dos fuentes. Hay tiendas de hongos especiales, carnes especiales, quesos especiales, leche especial, dulces especiales, pan especial, aceite especial y helado especial. El helado tiene que ser increíblemente especial porque la fila para comprarlo se asemeja a la de un banco a la hora de almuerzo o la del check-in de un vuelo atestado. Yo no tenía entre mis planes hacer fila para absolutamente nada, así que me fui al (extrañamente ignorado) puesto contiguo y me comí un frozen yogurt de granada-arándano.

El puerto se sentía todo azul bajo el sol de las 3 de la tarde y desde uno de los restaurantes venía el eco de “Hotel California”. Me pregunté cómo sería poder pasar muchas tardes ahí, así como las señoras en traje de oficina que tenía al frente. Dejé que mi cabeza pasara de la reflexión a la tibieza a la somnolencia y me fui.

The Slow Teleporter

Qué lento es teletransportarse. Y eso que uno pasa todo ese tiempo en un estado semiinconsciente que mantiene viva la ilusión de instantaneidad hasta cierto punto.

Hace muy poco estaba caminando desde el Parque de la 93 hasta el Museo del Oro con el biólogo de Parques Nacionales. Hablamos de huesos rotos. Señalamos cada casa antigua que vimos en el recorrido. Miramos plantas carnívoras y suculentas en el mercado de las pulgas. Mencioné que una vez sin querer le pegué un codazo a un cactus. Me puso a tararear Clair de lune de Debussy y luego la escuchamos desde su celular (a ver qué tanto había recordado) en pleno Parque Nacional. Nota: la gente que trabaja en Parques Nacionales no trabaja en el Parque Nacional.

Volví de la caminata, hice un lote de galletas de chocolate y paf, desaparecí. Del primer trayecto solo recuerdo una luna enorme y amarilla siguiéndonos. Mi vecina de puesto estuvo maldiciendo un rato mientras buscaba infructuosamente una pastilla para dormir. Creo que todo el mundo iba hibernando en la cabina menos yo, que quedé privada hasta que me encontré con la luna, y de ahí para adelante estuve escuchando música. Al principio del viaje me preguntaron qué quería comer pero nunca llegué a ver esa comida. Mejor, porque quién cena a la una de la mañana.

Para el segundo tramo del viaje, el efecto de velocidad ya había menguado y alcancé a sentirme incómoda y aburrida. Me comí una ensalada en la que parecía que hubieran vaciado todo un huerto de rúgula, tomé fotos del paisaje desértico, fui consciente de un turupe en el cojín de mi silla, y finalmente aparecí en mi destino final: San Francisco.

Este es un paseo que había planeado y pagado con tanta antelación que alcancé a olvidarlo y sentirme a la llegada como si me hubiera ganado un viaje gratis. Sorprendidísima. Supongo que soy buena engañándome a mí misma. Ahora vamos a ver qué pasa acá.

Un reencuentro amistoso

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablaron. Se solían contar todo y buscaban un momento para charlar todos o casi todos los días. Pero eso fue en otra época. Los días, las semanas y los meses se han acumulado como papeles olvidados sobre una mesa y la ausencia se ha dejado de notar hace rato.

Hablan de un tema concreto que agotan con diligencia. Ahora solo queda el silencio sobre las caras dibujando trayectorias nerviosas en los ojos y las comisuras de los labios. Tratan de remediarlo preguntando qué han hecho, a qué se dedican, qué hay de nuevo. No es que realmente les interese saberlo, así como a ninguno de los dos le anima explicar su vida en detalle. Al menos no a ese interlocutor en particular. Descripciones someras, brochazos burdos que no alcanzan a dar cuenta de nada. La aventura más fascinante queda reducida a “nada, ahí, lo mismo de siempre”. Uno de los dos incorpora personajes que solo le son familiares a él en una anécdota anodina sin ningún tipo de explicación, exigiéndole implícitamente a su interlocutor que tenga o finja tener conocimiento de ellos. Es una manera sutil pero contundente de demostrarle que ya no hace parte de su universo. El otro dice “ajá” como por no poner en evidencia el truco, no espetarle al mago fallido del insulto que ese idioma no lo habla, que esos nombres no tienen caras y que si las tienen no corresponden a nadie que le produzca la menor curiosidad.

El silencio vuelve a caer lenta e inevitablemente como una pluma tras el último soplido exhausto de un concurso para mantenerla en el aire. Luego vienen los formalismos: bueno, tengo cosas que hacer, sí, yo también, hablamos después, otro día nos vemos, adiós. A la brevísima vergüenza de confirmarse ajenos le sigue el alivio de la ausencia renovada. Queda la esperanza de que ninguno de los dos llegue a sentirse apremiado por la decencia para repetir el encuentro.

Historia triste de un oso

Anoche volví a encontrarme con el biólogo de Parques Nacionales. Durante el día, mientras yo estaba catando aromáticas en un fortín administrativo, él estaba en el aeropuerto esperando a un oso. Quisiera que esta fuera una historia feliz y dibujable donde los osos hablan y el biólogo hubiera tenido que pararse a la salida de Llegadas con un cartel —”Sr. Oso”— para luego ayudarle a arrastrar sus maletas a un carro blanco que lo llevaría a un hotel bonito pero sin mucho entretenimiento en Ciudad Salitre. El oso haría en el camino un comentario sobre la incomodidad de los asientos del avión donde venía y la falta de comida decente y preguntaría cómo ha estado el clima en Bogotá en estos días. Y… bueno, claro que no fue así.

El osezno perdió a su madre a manos de cazadores y lo trajeron enjaulado en un avión a Bogotá, de donde se lo pensaban llevar al zoológico del Parque Jaime Duque pero al fin terminó en una reserva no sé dónde. El pobre llegó a la ciudad deshidratado y pálido (aprendí que la palidez de un oso se nota en la lengua), y rápidamente lo despacharon en un carro hacia su nuevo y solitario mundo. O al menos así creo que será, no sé por qué no hice más preguntas. Vi un video del pobre tomando agua con desespero dentro de su jaula de viaje. Es un comienzo de vida muy desalentador. Supongo que estaré recibiendo más noticias del oso después porque el biólogo tiene que ir a visitarlo pronto.