Se ha manifestado insistentemente un folleto en las cajas que estoy desocupando: “Lenguajes y estudios socioculturales”. Recordemos que antes de irme a Japón yo era la más miserable de las estudiantes de literatura en la Universidad de Los Andes. OK, estoy exagerando. Sé que estoy exagerando. Quiero creer que estoy exagerando, pero recuerdo que cada fin de semestre llegaba un momento en que me ponía a llorar de desesperación por estar haciendo trabajos sobre algo que no me interesaba en absoluto. Mi mamá decía que era la saturación típica de los finales, cuando uno ya solo quiere salir a vacaciones, pero poco a poco se fue haciendo evidente que no se trataba solo de eso. Digo “poco a poco” pese a que recuerdo que, en la primerísima semana de universidad, la única clase que me llamó la atención fue lingüística. Desde el puro principio yo sabía que estaba en el lugar equivocado.
Me estuve sintiendo mal un buen rato mientras me detenía en cada fotocopia y examen que iba botando. Por qué no seguí mi verdadera vocación (“La fonética”), por qué avancé tanto en una carrera que no me interesaba y en la que muchas veces me sentí adivinando las respuestas (“¿Cómo se concibe el tiempo en ‘El contemplado’?”), de dónde saqué la idea de que algún día sería escritora (“Hamartia”). No ayudó el hecho de encontrar algunos borradores de cuentos desastrosos en el camino. Y pensar que este blog todavía tiene el descaro de existir.
La racha de autopalo ocurrió a pesar de que acababa de ver unos formularios que indicaban que, para cuando solicité la beca de Japón, yo ya me encontraba en proceso de iniciar la doble carrera con lenguajes y estudios socioculturales. ¡O sea que no me estaba condenando a la desdicha total por siempre! No obstante, queda la incógnita de por qué elegí el mismo camino que me hacía infeliz cuando tuve la oportunidad de volver a empezar. Creo que en esa época pensaba que mi carrera era lo único que sabía hacer y que me serviría para convertirme en una gran traductora de textos en japonés. Eso no sucedió al fin, pero estudiar literatura en Tsukuba fue una experiencia completamente distinta a la de Bogotá y en cuanto a lo académico fui muy pero muy feliz.
(Incidentalmente, los muebles de mi apartamento se los compré a la traductora de Haruki Murakami al rumano.)
Cuando pienso en las cosas que me gustaban de Los Andes, siempre me remito a mis clases de japonés, francés, chino y latín. Seguro la habría pasado fenomenal en lenguajes y estudios socioculturales, pero si es solo cuestión de aprender idiomas, puedo hacer eso en cualquier momento y en cualquier lugar. Es más, debería dedicarme a eso ahora.