弾力のある私

Mi vida parece encogerse y expandirse al ritmo de mis trabajos de traducción. No sé por qué me asombra, pero a veces estoy metida en un proyecto grande en el que solo puedo pensar en, digamos, nombres de clases y partes de electrodomésticos y de repente recuerdo que existe otro yo que toca ukulele, hace dibujos, planea viajes y lee con paciencia un libro de cuentos en japonés. Pero ese yo no puede regresar hasta que el otro, versión limitada, no cumpla su misión de pasar todos esos nombres de clases y partes de electrodomésticos a otro idioma.

Creo que disfruto la sensación en retrospectiva. Olvidarme de muchos aspectos de mí misma, reducirme a equivalencias, a pesquisas de palabras que designan cosas que siempre vi pero nunca se me ocurrió nombrar. Pero solo en retrospectiva.

Hoy terminé un trabajo larguísimo y sumamente tortuoso unas horas antes de lo previsto y fue como si me hubieran sacado de prisión de repente y dejado a la orilla de una carretera en el desierto. ¿Y ahora qué? Sé perfectamente qué, pero no estaba preparada para volver a ser yo tan pronto. Sin embargo, es algo que anhelo cada instante mientras trabajo. Crecer y recuperar mi tamaño original; ese que ocupa tanto espacio, tantos espacios.

積ん読

El otro día se me dio por leer un libro en japonés que tenía por ahí. Se trataba de una selección de cuentos de Haruki Murakami que, suponía yo, debía haber venido en una de esas cajas que a veces mando traer de Japón.

Leer en japonés se me dificulta muchísimo ahora que voy a cumplir cuatro años de haber regresado de Tsukuba, así que las imágenes escritas transcurren para mí a paso de caracol. No obstante, aún sin haber terminado siquiera el primer cuento, se me ocurrió que podría conseguir más títulos de la misma colección y seguir expandiendo esta especie de universo recién redescubierto. Así pues, entré a Amazon.jp y busqué el libro que estoy leyendo para así encontrar los demás en los vínculos de “artículos relacionados”. En la parte superior de la página de resultado me salió un aviso: “Usted compró este libro el 24 de febrero de 2010”. ¿¡Qué!?

Según Amazon.jp, hace cinco años ordené cuatro libros: uno para mi tesis, uno de interés general (estudios sobre matoneo entre jovencitas), uno para no sentirme tan bruta y light frente a los hombres que admiraba, y finalmente el libro de cuentos de Murakami. De esos, el único que leí entero fue el de la tesis. Otro lo he intentado leer una y otra y otra vez sin mucho éxito —¿el libro me es insoportable o realmente soy tan bruta y light como creía?—. Los otros dos se quedaron nuevecitos en la biblioteca. Luego los metí en cajas, los mandé en barco hasta acá, los puse en otra otra biblioteca y los olvidé. Hasta ahora. Ya solo queda uno invicto.

Dicen que uno compra libros creyendo estar comprando el tiempo para leerlos. De hecho, los de 2010 no son los únicos que me están esperando; he seguido acumulando más, convencidísima de que tarde o temprano los voy a devorar, o tal vez satisfecha con el mero placer estético de su aparición en mi cuarto. Lo peor es que, como mencioné hace dos párrafos, sigo con la intención de adquirir todavía más. Hubo un momento, hace no mucho, en que llegué a pensar en no comprar más libros hasta no terminar los que tengo, pero no nos engañemos: la tentación es demasiado fuerte como para quedarse uno quieto en las librerías, ya sean físicas o virtuales.

Desafortunadamente, a pesar de nuestra insaciable sed de lectura (o de simple acumulación de papel entintado y cosido), la vida es finita y no podremos devorar todos los tomos que quisiéramos. Peor aún con la amenaza de Internet y sus “contenidos” rondando cerca. No me siento en capacidad de decirles qué deberían hacer al respecto, pero yo, por lo pronto, estoy tratando de convertir los clics nerviosos (mi problema de siempre) en ratos de lectura fuera del computador. Quiero pensar que algún día llegaré a un punto de equilibrio entre los libros leídos y aquellos entrantes y no estoy simplemente desperdiciando mi dinero en promesas acumuladas. No obstante, aún si avanzo a paso de caracol, desde ya tengo la satisfacción de que los libros pospuestos no esperaron su turno en vano.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

Misaki tuvo un accidente

Misaki volvió a la casa hoy tras una larga temporada en la clínica veterinaria. El mes pasado el perro de un vecino se le lanzó desde un garaje, rompió el vidrio de la puerta y un trozo le cortó la córnea del ojo derecho a nuestra perrita. No era la primera vez que ese perro atacaba, y ciertamente no fue la última. Incluso hoy intentó mandársele encima al golden retriever que siempre acompaña a Misaki en el camino desde y hacia la guardería.

Me enteré del incidente pocas horas antes de tomar el vuelo de regreso a Bogotá desde San Francisco. Se imaginarán cómo pasé todas esas horas en el aire con tanto tiempo para pensar y la perra aún en riesgo de infección y rascándose las suturas. En aras de ahorrarle ese mismo sufrimiento a mi hermana, solo le contamos cuando hubo llegado desde Buenos Aires. Para ese entonces, Misaki ya se encontraba fuera de peligro.

No entiendo por qué el vecino insiste en mantener a su perro encerrado en un garaje con puertas de vidrio si las vive rompiendo, poniendo a todo el mundo en peligro. Ahora Misaki está sin un ojo y ese perro agresivo sigue campante, seguramente porque no es un pitbull sino un perro lanetas que uno tomaría por amistoso. Lo peor es que ante la primera mención que hice del hecho (cuando Misaki todavía estaba en la clínica en condición delicada), la respuesta que obtuve fue que ahora ella se iba a volver vengativa contra nosotros porque “esa raza es así”. El pitbull siempre tiene la culpa.

Afortunadamente Misaki ya salió adelante de este episodio y conserva su temperamento alegre de siempre. El otro día vi How to Train Your Dragon y me hizo llorar mucho porque tiene que ver con eso de que la vida sigue incluso con partes del cuerpo faltantes. Y sí, la vida de Misaki siguió. Para fortuna nuestra, siguió.

Dos mujeres, dos caminos

En 2008, mi novio terminó conmigo. Ya veníamos mal desde hacía rato, pero yo estaba totalmente obcecada por el poder del amor (o la dependencia emocional) y reaccioné de manera poco decorosa. Poco después el hombre empezó a aparecer en Facebook con su nueva novia: una bombshell total que le gustaba a todo el mundo, según me contaban por ahí. Mientras tanto, yo era… bueno, lo que ya se sabe: carenerd, narigona, gafufa, mente random y cuerpo de nevera. Es vergonzoso escribir las burradas que se me pasaban por la cabeza en ese entonces, pero yo sabía que en estas condiciones no tenía cómo competir.

Anoche estaba tomando café con unos amigos cuando apareció un conocido de ellos y nos saludó. Iba acompañado de una mujer vestida de negro con el pelo teñido de rojo arreglado en una especie de victory rolls que me parecieron muy bonitos. Solo al final del breve encuentro la presentó y nos despedimos. De repente tuve un destello de lucidez y la reconocí.

Era ella.

Al darme cuenta de quién era la persona que acababa de ver, también noté que en ningún momento había sentido que hubiera estado en presencia del Nacimiento de Afrodita ni nada por el estilo. No estoy tratando de decir que ella era fea o que yo era más bonita que ella. Lo que quiero decir es que durante años yo estuve alimentando el mito de que un hombre había dejado a Amy Farrah Fowler por Jessica Rabbit y resulta que ninguna de las dos era tal. Éramos dos mujeres y ya. La atracción de mi ex se había marchitado en un lado y había florecido en otro, pero la competencia que yo estaba perdiendo nunca había existido.

Sintiéndome mucho mejor conmigo misma, seguí charlando animadamente con mis amigos.

Nota final: Después del terremoto de 2011, el ex en cuestión me llamó sorpresivamente para saber cómo estaba y darme apoyo moral. Después de la discusión obligada sobre el pánico y la incertidumbre, me preguntó por mi vida después de él. Le conté. Entonces se le ocurrió decir que tenía muchos puntos porque había estado con la más más (sic) de los geeks del anime y la más más de los geeks de la computación. ¿Así que ambas éramos ganadoras en diferentes categorías? En fin, ya lo saben: soy la más más.

2015 (Sopor)

Hoy las piscinas públicas de La Dorada están a reventar. De resto, casi todo está cerrado.

Nosotros no vamos a la piscina a pesar del agobiante calor. Comemos paletas, tomamos siestas, nos encerramos en los cuartos más frescos, pero ni siquiera tenemos vestido de baño como para unirnos al plan general.

Mi primo de ocho años decide desechar la idea de visitar a un amigo y se queda en la casa con el resto de la familia. Durante el almuerzo-cena jugamos a imaginarnos televisores que estallan con tal fuerza que acaban con el universo y con el mismo estallido crean nuevos universos, y bebidas con gas más feas que el té con gas. (Después Cavorite me recuerda que el kombucha es té con gas y a mí me gusta mucho.)

Mi tío dice que no es muy común que un adulto le dé toda su atención a un niño durante tanto tiempo como lo he venido haciendo hoy con mi primo. Supongo que lo hago en parte porque es mi primo y me cae muy bien y en parte porque imaginar cosas locas es genial pero los adultos no andan muy en la onda de eso, así que hay que aprovechar cuando uno tiene un niño al lado.

En cuanto al año que empieza, ya habrá tiempo de entrar en él en forma. Primero hay que huir de este calor para que nos dejen de pesar tanto los párpados.

2014 (Reprise)

Cartagena – San Francisco – Point Reyes – Sonoma – Pescadero – Santa Cruz – Davenport – Isla de Pascua – Medellín – Popayán – Cali – México, D.F. – Teotihuacan – San Francisco – Point Reyes Station – Marshall – Santa Cruz – Villa de Leyva – Ráquira – La Dorada.

Qué año tan plácido. Plácido o falto de emoción. Feliz. Un año de depuración. Me deshice (y me sigo deshaciendo) de un montón de cosas que no necesito en mi vida. Objetos, vínculos, hábitos. Hasta peso perdí.

Mi vida laboral sufrió un sacudón violento pero necesario. Tomé un curso de interpretación médica. Conocí a Michael Sandel, a Ken Segall y al inventor de la kinesio tape. Estuve en un almuerzo con Joe Sacco y me dijo que soy muy buena intérprete. Manuele Fior me dio un beso en la mejilla.

Armé un mueble con Cavorite. Probé quesos y cervezas con Cavorite. Me fui de roadtrip con Cavorite. Estuve en un concierto de Franz Ferdinand con Cavorite. Comí ostras recién abiertas por Cavorite. Recogí fresas en un huerto junto al mar con Cavorite. Me enfermé del estómago y casi me desmayo encima del lecho de muerte de Frida Kahlo pero me cuidó Cavorite. Tengo mil y un recuerdos felices con Cavorite.

También hubo momentos dolorosos. Me fui entre una zanja en México y de milagro no me partí la pierna. Misaki tuvo un accidente y perdió un ojo. Sin embargo, ver How to Train Your Dragon me ayudó a entender que estará bien, que de hecho ya está bien y debo estar feliz de seguir con ella. Tener un perro es hermoso y durísimo al mismo tiempo.

Y como siempre, la sensación de continuidad. Nada empezará para mí cuando despierte mañana: volveré a la casa a cantar como siempre, a dibujar como siempre, a trabajar como siempre. Estoy muy contenta, a decir verdad.

Work from Home Day

Los jueves son días de teletrabajo en la oficina de Cavorite. Para mí casi todos los días son días de no ver a nadie. Nunca habíamos aprovechado para trabajar juntos, hasta ahora. Aunque en realidad no estamos juntos juntos: Cavorite está en el comedor y yo en el escritorio del cuarto. Desde nuestros respectivos puestos no nos vemos y tampoco nos oímos. De cuando en cuando uno de los dos se da una vueltecilla para descansar la espalda y saludar al otro.

En la mañana, antes de separarnos, hablamos de la tortura que son las oficinas abiertas: la empresa le pide a uno que dé el extra y sea súper productivo, pero es como esos concursos de televisión donde uno tiene que cumplir una misión que requiere mucha concentración mientras evade huecos, salta obstáculos sorpresa y le llueven pasteles encima. Entonces uno está dispuesto a hacer su trabajo pero al mismo tiempo tiene que ver cómo se las ingenia para ignorar las entrevistas de la radio que domina la sala, la conversación interminable de los dos del frente, el ruido de la chuzografía del de al lado, la vibración del escritorio por las piernas inquietas algún otro, el timbre incesante del celular de uno que está chateando más allá, y encima la mirada vigilante del jefe que realmente espera que uno esté súper enfocado y dé resultados en ese ambiente laboral.

A mediodía —tras dejarle a Cavorite en la mesa un dibujito donde soy un esqueleto sentado frente al computador esperándolo para almorzar— fuimos por takeout a un restaurante pakistaní. También pasamos por nuestra librería favorita para llevarnos un libro enorme de cocina con el que queremos ver si hacemos algo interesante. En el camino nos dieron una muestra gratis de los jugos de una nueva juguería. “Cold-pressed”, dice el letrero a la entrada del lugar, al igual que prácticamente todos los avisos relacionados con bebidas de frutas que uno pueda ver por estos lares. Puras ganas de meterle participio adjetivado a todo para cobrar más.

Después del almuerzo nos tomamos un té y comimos chocolates de los que siempre traigo del aeropuerto de Bogotá. El sol se puso en algún momento, seguimos trabajando hasta que no pude más del tedio y nos acabamos las sobras del almuerzo con agua de flor de jamaica y aplanchados de postre.

Ahora yo estoy escribiendo esto a modo de break (traduzco un par de frases entre párrafo y párrafo) y Cavorite está leyendo en la sala. Pronto nos iremos a dormir y mañana madrugaré a terminar el trabajo.

El problema de no escribir

El problema de no escribir es que la memoria no da para sostenerlo todo. Por ejemplo, desde ayer he estado tratando de recordar una frase sabia de Edmond Baudoin, pero solo vuelven a mí las circunstancias en las que me la dijo:

Yo estaba parada frente a una nevera con un pedazo de pizza en la mano y Baudoin, lleno de vida como siempre, diciendo que… Siempre va a ser difícil, pero es en la persistencia frente a la dificultad donde se mide lo mucho que uno quiere algo. Creo que es eso. Creo. Después me dieron una segunda tajada de pizza, una repleta de tomate jugoso por encima. Estaba rica pero difícil de manipular. Luego alguien me dijo que yo le parecía hermosísima y que se iba del país enamorado de mí, pero yo no pude darle ninguna respuesta inteligible porque en ese momento tenía la pizza agarrada en parte con la mano y en parte con los dientes y el jugo del tomate estaba goteando sobre mi vestido. Finalmente mis compañeros de hotel me anunciaron que había llegado su taxi y yo bajé corriendo las escaleras para ver si podía pegármeles y llegar a dormir temprano también. Otra persona corrió tras de mí y me preguntó si ya me iba. “No sé”, respondí. Y me fui.

Y la gran frase importante de Baudoin se quedó entre la nevera y las escaleras. Entre todas las cosas que debí haber escrito pero no lo hice porque para qué. He ahí el para qué.

El baile random

Nadie nos ve cuando hacemos el baile random. Es nuestro pequeño baile de victoria y lo hemos hecho en cada rincón del mundo donde nos hemos encontrado porque en todos lados nos ha pasado algo digno de celebrarse así. Siempre es diferente (después de todo, es random) y por ende no lo voy a describir.

El baile random no es algo que nos inventamos juntos: yo tenía el mío propio antes de conocerlo a él —mi ex lo detestaba—, y hay indicios de que él también tenía uno. Creo que la primera vez que salió a flote entre nosotros fue cuando entramos al cuarto que habíamos alquilado por Airbnb en Amsterdam y era mucho más bonito de lo que habíamos imaginado.

A veces me pongo a pensar en cómo algo que mi ex detestaba, y que tal vez hubiera sido mejor reprimir en pos de la conservación de nuestros afectos, resultó ser un aspecto natural de mi relación con otra persona. Es como verse empujando una pieza de rompecabezas entre otra donde las líneas de la imagen parecen corresponder pero uno no entiende por qué hay que hacer un poquito de fuerza para que encajen —”¿estarán mal cortadas?” se pregunta uno, tozudo que es—, y además desde donde uno está sentado no alcanza a ver que quedan espacios minúsculos entre pieza y pieza. Aparecen otras piezas alrededor y de pronto la diferencia imperceptible se hace patente: esa no era. Toca resignarse a despegarlas con la desilusión de no estar avanzando donde se creía tener terreno ganado.

Pero entonces uno saca otra pieza distraídamente de entre la caja y no sé cuál es la onomatopeya para la sensación y el sonido imperceptible del roce de dos pedazos de cartón recortado ubicándose perfectamente en su lugar, pero eso es lo que pasa cuando se encuentran dos personas que hacen el baile random cuando las cosas salen muy bien.