Paréntesis: habla el intestino

Alejémonos por un momento de mi piel achicharrada para enfocarnos en otro órgano que empieza a reclamar atención: mi intestino. Quiero aclarar, primero que todo, que a mí me gusta comer. No soy quisquillosa. Me encanta probar comida nueva. No obstante, mi intestino opina distinto a mí y se opone a todos mis planes. En México lo hizo con especial vehemencia. Desde entonces, intento escucharlo con mayor atención.

Hoy recibí una dolorosa señal de “arrepiéntete o pagarás las consecuencias”, no sé ni por qué. ¿Habrá sido el sushi? ¿La coxinha? ¿El agua del jugo de acerola? Vaya usted a saber. Pero hoy era el día de probar la feijoada y me tocó limitar la ingesta al mínimo, así que me parece que mi intestino es bien malaclase. He tenido retorcijones todo el día.

Ahora mis amigas están en un bar de samba y yo estoy acá guardada por temor a que los retorcijones se conviertan en algo peor y menos manejable fuera de casa. No niego que me alegra tener un respiro después de las maratónicas jornadas turísticas de los últimos días, pero… igual. No es algo que yo haya elegido.

No habiendo más que decir ni hacer, aprovecharé para dormir. Tal vez sueñe con el Real Gabinete Portugués de Lectura, el cual visitamos esta mañana y donde creo que me habría quedado con gusto el día entero.

Um oscurecimento

Maldita sea la praia, maldito sol asesino.

En el baño de la casa de J. hay un espejo de cuerpo entero donde puedo apreciar mis quemaduras en todo su esplendor. Mi cara, mi hombro derecho, mi cadera derecha y mi muslo derecho están adornados de parches color carmín con bordes claramente demarcados. Hay que aceptarlo: no soy precisamente una viajera bella.

Subimos al Corcovado. Como era de esperarse, estaba plagadísimo de turistas de todas partes del mundo. Lo que no me esperaba (ingenua yo) era la cantidad de visitantes tomándose fotos estirando los brazos como el Cristo Redentor. Los odié al instante. Sin querer mi cara de desaprobación quedó inmortalizada en la autofoto de una turista desconocida. Photobomb! Me abrí paso pacientemente entre los selfipalitos y los morrales para tomarle una foto al Pão de Açúcar desde la punta del mirador. Me tomé una autofoto como por no dejar, pero mi cara hinchada y roja por partes la arruinó.

Al bajar del cerro entramos a una tienda de souvenirs. Me di cuenta de que las dueñas eran japonesas y sentí un inmenso alivio de poder hablar en japonés en vez de mi remedo de portugués. Mis amigas dicen que la cara de la señora del mostrador se iluminó apenas me oyó preguntar “cuánto vale este anillo” en su idioma natal. Es absurdo que el japonés sea mi zona de confort lingüístico en este momento.

Tomamos un taxi para el Parque Lage y el taxista nos llevó al Jardín Botánico, aunque recuerdo haberle dicho específicamente que no íbamos allá. Nos tocó entonces caminar un buen trecho hacia nuestro destino original, y luego otro tanto para volver al jardín. Lo bueno es que eso nos abrió un espacio para comer salgadinhos y tomar jugo de acerola, cupuaçú y umbú. Durante todo el trayecto sentí como si la piel de los hombros se me estuviera quedando pegada en las tirantas del morral, pero eso era solo una ilusión causada por los estragos do sol do Brasil.

El guardia del Jardín Botánico fue muy amable y nos dio direcciones todo el tiempo. Otro guardia, que estaba tomando fotos en el cactario —para su esposa, nos aclaró—, se puso a hablar un montón sobre un cactus que crecía en espiral. Me recomendó ir al Teatro Municipal en Lapa. Los cariocas hablan y hablan y nadie los frena.

Finalmente fuimos a un delikatessen y a un centro comercial donde no compré nada. Caminar, caminar y caminar. Estuvo bien, pero supongo que habría estado mejor si no tuviera queimado tudo, de la proa hasta la popa.

Todo el día estuve pensando en La Bossa Nostra de Les Luthiers. Oh, sol, cozinheiro da gente. Quién iba a pensar que en ese chiste estuviera contenida una gran verdad.

No sabemos ser criaturas de la mar

Vinimos a Rio de Janeiro a visitar a nuestra amiga J. El vuelo incluía una parada más bien larga en Santiago, así que tuvimos tiempo de subir el Cerro Santa Lucía y tomar caldillo de congrio en el Mercado Central. Fue agradable, pero se sintió raro no ir directo a Valparaíso ni poder ver a Azuma de nuevo.

Rio se me parece muchísimo pero muchísimo a Buenos Aires. Es más, si no fuera porque entiendo los letreros a medias, podría jurar que en cualquier momento podría salir a buscar la casa de mi hermana. No alcanzo ni a sorprenderme de la novedad de estar en este país. Pienso en amigos que podría ir a visitar pero en realidad no.

El pronóstico del tiempo nos prometió lluvia toda la semana, así que esta mañana salimos rumbo a la playa a aprovechar lo poco que se podía bajo las nubes pesadas. La famosa Ipanema. No se podía nadar en el mar, así que nos limitamos a meter los pies en la arena mojada y esperar la caricia de las olas. Yo estaba absorta en la sensación del agua fría y el suelo que se deshacía debajo de mí, cuando de pronto vi que el agua ya no me llegaba a los tobillos sino a la mitad de la pierna. ¿Cómo, si yo no había dado ni un paso? No me pregunten, yo no sé nada. El caso es que la siguiente ola ya no tenía aspecto de caricia sino de puño. Toma. Reboté en la arena y volví a pararme rápidamente. Me fui, amedrentada. Después descubrí que me había raspado una nalga.

Para completar la humillación, no sé qué nos hizo pensar que podríamos dejar de ser meticulosas en la aplicación de bloqueador solar y sobrevivir. Tal vez las nubes. Tal vez el queso asado con ajo y orégano. Tal vez la caipirinha. Tal vez la felicidad de ser un grupo de viejas amigas juntas en una playa en otro país. El tiempo pasó, hablamos de todo, bebimos y solo nos dimos cuenta de que eso no era precisamente la sala de una casa cuando nos fuimos y empezamos a sentir ardor en parches. Las partes donde el bloqueador no llegó son fácilmente discernibles. En mi caso, mi muslo lleva doble ardor gracias a la embestida del mar. Roja por delante y roja por detrás.

Supongo que los siguientes días de este viaje estaremos huyendo del sol cual vampiros. Al menos sabemos que la próxima sesión de playa no será mañana. No sabemos ser criaturas de la mar.

Celulitis

El otro día me compré por Internet un pantalón para hacer ejercicio. Mi trabajo me exige quedarme sentada todo el santo día, así que me toca hacer como los hámsters y correr en una ruedita para no anquilosarme. El pantalón llegó por correo poco tiempo después. Era tan bonito como en la foto. Me lo medí y me miré al espejo. Hm. Mi trasero se veía como si en algunas partes le hubieran sacado cucharaditas. Probablemente debía devolver la prenda y comprar algo más acorde con mi realidad.

Sin embargo, el pantalón me gustaba mucho y yo me sentía particularmente terca respecto de mi compra; el problema era simplemente el cuerpo que lo rellenaba. Pero tal vez eso se podía arreglar. Con un poco de disciplina, posiblemente. Busqué en Internet remedios y ejercicios para eliminar esos huecos. Cepillarse la piel, pagar por unos masajes agresivos, echarse no sé qué cremas, comer tal cosa y beber tal otra, levantar pesas. A medida que avanzaba en mi investigación, la esperanza de hallar una cura se fue reduciendo. Vi fotos de muchas celebridades en bikini. Flacas, no tan flacas, musculosas. Todas con celulitis. Y si esta gente tiene todo el dinero del mundo para arreglarse lo que sea y el problema sigue ahí, pues debe ser que realmente no tiene solución. Recordé incluso un episodio de Dr. 90210 donde una actriz porno adicta a las cirugías plásticas se mandaba operar un hoyuelito que le salía en la parte trasera de su muslo y doctor le hacía una costura especial bajo la piel. Al final salía una toma de la actriz satisfecha con el resultado, alejándose en shorts por un terreno rocoso. El hoyuelito seguía ahí.

Más del 90% de las mujeres tenemos celulitis. Entonces, ¿por qué debo sentirme mal? ¿Por qué debo esclavizarme en la búsqueda de una solución que no existe para un problema que no lo es? ¿Por qué debería esconderme como si fuera un monstruo? A este paso, todas las mujeres tendrían que taparse y sentirse avergonzadas. Y claro, muchas lo hacen. No es noticia que la industria de la belleza vive de vender lo normal como error de la naturaleza (¡o error de uno mismo al negarse a usar los productos redentores!). Las revistas de chismes hablan de “los peores cuerpos para la playa” y escrutan hasta el último centímetro de mujeres que se están dando el lujo de pasar tiempo en un buen balneario. Como si uno tuviera que ganarse ese derecho. Los medios andan diciéndonos que aún en pleno descanso tenemos que hacer lo posible por no dañarles el paisaje a los demás vacacionistas con nuestras abominables masas gelatinosas. Las mujeres debemos sacrificarnos por el bien de las miradas que nos acechan. El premio de quienes sufren es atraer más miradas.

Pero bah, yo digo que al diablo con todo eso. Yo lo que quiero es hacer ejercicio con ropa chévere y estoy en todo mi derecho porque sí. Abandoné la búsqueda y las preocupaciones y me quedé con el pantalón. Es cómodo y me gusta como se ve: no hay nada más acorde con mi realidad que eso.

弾力のある私

Mi vida parece encogerse y expandirse al ritmo de mis trabajos de traducción. No sé por qué me asombra, pero a veces estoy metida en un proyecto grande en el que solo puedo pensar en, digamos, nombres de clases y partes de electrodomésticos y de repente recuerdo que existe otro yo que toca ukulele, hace dibujos, planea viajes y lee con paciencia un libro de cuentos en japonés. Pero ese yo no puede regresar hasta que el otro, versión limitada, no cumpla su misión de pasar todos esos nombres de clases y partes de electrodomésticos a otro idioma.

Creo que disfruto la sensación en retrospectiva. Olvidarme de muchos aspectos de mí misma, reducirme a equivalencias, a pesquisas de palabras que designan cosas que siempre vi pero nunca se me ocurrió nombrar. Pero solo en retrospectiva.

Hoy terminé un trabajo larguísimo y sumamente tortuoso unas horas antes de lo previsto y fue como si me hubieran sacado de prisión de repente y dejado a la orilla de una carretera en el desierto. ¿Y ahora qué? Sé perfectamente qué, pero no estaba preparada para volver a ser yo tan pronto. Sin embargo, es algo que anhelo cada instante mientras trabajo. Crecer y recuperar mi tamaño original; ese que ocupa tanto espacio, tantos espacios.

積ん読

El otro día se me dio por leer un libro en japonés que tenía por ahí. Se trataba de una selección de cuentos de Haruki Murakami que, suponía yo, debía haber venido en una de esas cajas que a veces mando traer de Japón.

Leer en japonés se me dificulta muchísimo ahora que voy a cumplir cuatro años de haber regresado de Tsukuba, así que las imágenes escritas transcurren para mí a paso de caracol. No obstante, aún sin haber terminado siquiera el primer cuento, se me ocurrió que podría conseguir más títulos de la misma colección y seguir expandiendo esta especie de universo recién redescubierto. Así pues, entré a Amazon.jp y busqué el libro que estoy leyendo para así encontrar los demás en los vínculos de “artículos relacionados”. En la parte superior de la página de resultado me salió un aviso: “Usted compró este libro el 24 de febrero de 2010”. ¿¡Qué!?

Según Amazon.jp, hace cinco años ordené cuatro libros: uno para mi tesis, uno de interés general (estudios sobre matoneo entre jovencitas), uno para no sentirme tan bruta y light frente a los hombres que admiraba, y finalmente el libro de cuentos de Murakami. De esos, el único que leí entero fue el de la tesis. Otro lo he intentado leer una y otra y otra vez sin mucho éxito —¿el libro me es insoportable o realmente soy tan bruta y light como creía?—. Los otros dos se quedaron nuevecitos en la biblioteca. Luego los metí en cajas, los mandé en barco hasta acá, los puse en otra otra biblioteca y los olvidé. Hasta ahora. Ya solo queda uno invicto.

Dicen que uno compra libros creyendo estar comprando el tiempo para leerlos. De hecho, los de 2010 no son los únicos que me están esperando; he seguido acumulando más, convencidísima de que tarde o temprano los voy a devorar, o tal vez satisfecha con el mero placer estético de su aparición en mi cuarto. Lo peor es que, como mencioné hace dos párrafos, sigo con la intención de adquirir todavía más. Hubo un momento, hace no mucho, en que llegué a pensar en no comprar más libros hasta no terminar los que tengo, pero no nos engañemos: la tentación es demasiado fuerte como para quedarse uno quieto en las librerías, ya sean físicas o virtuales.

Desafortunadamente, a pesar de nuestra insaciable sed de lectura (o de simple acumulación de papel entintado y cosido), la vida es finita y no podremos devorar todos los tomos que quisiéramos. Peor aún con la amenaza de Internet y sus “contenidos” rondando cerca. No me siento en capacidad de decirles qué deberían hacer al respecto, pero yo, por lo pronto, estoy tratando de convertir los clics nerviosos (mi problema de siempre) en ratos de lectura fuera del computador. Quiero pensar que algún día llegaré a un punto de equilibrio entre los libros leídos y aquellos entrantes y no estoy simplemente desperdiciando mi dinero en promesas acumuladas. No obstante, aún si avanzo a paso de caracol, desde ya tengo la satisfacción de que los libros pospuestos no esperaron su turno en vano.

La impresora láser

Una vez en el colegio me tocó trabajar en grupo con N. y, por lo tanto, tuve que ir a su casa. El apartamento de N. quedaba en una loma, allá donde están los edificios finolis cuyos apartamentos ocupan todo un piso y uno sale directamente del ascensor al vestíbulo, sin pasillos de por medio.

El apartamento de N. tenía las paredes verdes y los apliques dorados, como dictaban las normas de decoración bogotana de ese entonces. No recuerdo mucho más, salvo que imprimimos el trabajo en papel Kimberly y para el título empleamos la fuente de las portadas ochenteras de la revista Ideas. También recuerdo una cosa más, la más importante: al terminar de escribir, N. puso el papel gris moteado sobre una gran mole cúbica ubicada en una esquina del estudio. La mole se comió el papel y al instante lo devolvió calientico y cubierto de letras nítidas y negrísimas. Era una impresora láser y lo que hacía era magia pura.

No sé si esto ocurrió antes o después de adquirir nuestra primera impresora: una Canon bubble jet monocroma cuyo prospecto de compra me mantuvo con afán durante mi primer y único viaje a Manizales, poco después de mi cumpleaños número 11. Las calles tipo montaña rusa estaban muy bien y el nevado prometido no se veía nunca, pero yo quería volver ya a Bogotá para tener impresora y jugar a plasmar en papel las locuras que hacía en Creative Writer. Debo decir que para ser de inyección de tinta, la BJ-200ex era una máquina excelente. El otro día estuve sacando trabajos viejos del colegio y me sorprendí de la calidad de impresión de ese aparato. Además venía con un diskette con varias fuentes que no dudé en implementar en todas mis tareas.

Desde entonces he vivido fascinada con las impresoras láser. Sin embargo, llegar a tener una era absolutamente impensable. Mis papás nos trajeron impresoras a color después —nunca tan buenas como la Canon monocroma—, pero de impresoras láser ni se hablaba. Era ridículo querer algo tan empresarialmente costoso. Entonces usaba las que podía a mi alrededor. En Iowa, la universidad me dio un número de páginas para imprimir gratis, y como decidí no quedarme allá para terminar la carrera, aproveché para hacerme hojas adornadas a todo color con mi nombre en el encabezado y bordecitos bajados de esa novedosa maravilla dosmilera que era Clipart Online. En Los Andes prefería hacer fila y pagar en la sala de computadores del edificio B que volver a presentar un trabajo todo rojo por culpa de los caprichos de la impresora a color de la casa.

Nuestra impresora más reciente, una multifuncional cuyo escáner sacaba todo en degradé porque el bombillo solo alumbraba de un lado, me sacó una noche el letrero de “no hay tinta” poco después de habérsela cambiado. Me propuse no olvidar que necesitaba tinta nueva pronto y empecé a ir a un café Internet del barrio con reggaeton a todo volumen para imprimir cosas. Un día me devolvieron la memoria USB con un archivo nuevo llamado sex_algo_nosequé.lnk, y otro día me mandaron a usar yo misma un computador tan rebosante de malware que me tomó más de 15 minutos abrir un simple archivo PDF y mandarlo a la impresora. Láser. Me quisieron cobrar ese tiempo. Quería cobrárselo más bien yo a ellos porque quién me devuelve ese pedazo de mi vida. No volví al café Internet. Tampoco le volví a poner tinta a la multifuncional.

Entonces llegamos al fin de semana pasado. Estaba con mi papá en un almacén de electrónicos y vi una impresora láser con un precio perfectamente asequible para un ámbito no empresarial. Era monocroma, como mi primer amor. De repente se me ocurrió que ahora soy adulta y gano plata y puedo tener todo lo que quiera. Entonces me la compré, y de paso me compré también un escáner aparte.

Volví a la casa, la puse en el piso en la mitad de mi cuarto, ahí donde pudiera hacer más estorbo, y la instalé. Le mandé unos archivos aburridos pero urgentes. Salieron al instante, calienticos, nítidos y negrísimos. El sueño de toda una vida hecho realidad.

Misaki tuvo un accidente

Misaki volvió a la casa hoy tras una larga temporada en la clínica veterinaria. El mes pasado el perro de un vecino se le lanzó desde un garaje, rompió el vidrio de la puerta y un trozo le cortó la córnea del ojo derecho a nuestra perrita. No era la primera vez que ese perro atacaba, y ciertamente no fue la última. Incluso hoy intentó mandársele encima al golden retriever que siempre acompaña a Misaki en el camino desde y hacia la guardería.

Me enteré del incidente pocas horas antes de tomar el vuelo de regreso a Bogotá desde San Francisco. Se imaginarán cómo pasé todas esas horas en el aire con tanto tiempo para pensar y la perra aún en riesgo de infección y rascándose las suturas. En aras de ahorrarle ese mismo sufrimiento a mi hermana, solo le contamos cuando hubo llegado desde Buenos Aires. Para ese entonces, Misaki ya se encontraba fuera de peligro.

No entiendo por qué el vecino insiste en mantener a su perro encerrado en un garaje con puertas de vidrio si las vive rompiendo, poniendo a todo el mundo en peligro. Ahora Misaki está sin un ojo y ese perro agresivo sigue campante, seguramente porque no es un pitbull sino un perro lanetas que uno tomaría por amistoso. Lo peor es que ante la primera mención que hice del hecho (cuando Misaki todavía estaba en la clínica en condición delicada), la respuesta que obtuve fue que ahora ella se iba a volver vengativa contra nosotros porque “esa raza es así”. El pitbull siempre tiene la culpa.

Afortunadamente Misaki ya salió adelante de este episodio y conserva su temperamento alegre de siempre. El otro día vi How to Train Your Dragon y me hizo llorar mucho porque tiene que ver con eso de que la vida sigue incluso con partes del cuerpo faltantes. Y sí, la vida de Misaki siguió. Para fortuna nuestra, siguió.

Dos mujeres, dos caminos

En 2008, mi novio terminó conmigo. Ya veníamos mal desde hacía rato, pero yo estaba totalmente obcecada por el poder del amor (o la dependencia emocional) y reaccioné de manera poco decorosa. Poco después el hombre empezó a aparecer en Facebook con su nueva novia: una bombshell total que le gustaba a todo el mundo, según me contaban por ahí. Mientras tanto, yo era… bueno, lo que ya se sabe: carenerd, narigona, gafufa, mente random y cuerpo de nevera. Es vergonzoso escribir las burradas que se me pasaban por la cabeza en ese entonces, pero yo sabía que en estas condiciones no tenía cómo competir.

Anoche estaba tomando café con unos amigos cuando apareció un conocido de ellos y nos saludó. Iba acompañado de una mujer vestida de negro con el pelo teñido de rojo arreglado en una especie de victory rolls que me parecieron muy bonitos. Solo al final del breve encuentro la presentó y nos despedimos. De repente tuve un destello de lucidez y la reconocí.

Era ella.

Al darme cuenta de quién era la persona que acababa de ver, también noté que en ningún momento había sentido que hubiera estado en presencia del Nacimiento de Afrodita ni nada por el estilo. No estoy tratando de decir que ella era fea o que yo era más bonita que ella. Lo que quiero decir es que durante años yo estuve alimentando el mito de que un hombre había dejado a Amy Farrah Fowler por Jessica Rabbit y resulta que ninguna de las dos era tal. Éramos dos mujeres y ya. La atracción de mi ex se había marchitado en un lado y había florecido en otro, pero la competencia que yo estaba perdiendo nunca había existido.

Sintiéndome mucho mejor conmigo misma, seguí charlando animadamente con mis amigos.

Nota final: Después del terremoto de 2011, el ex en cuestión me llamó sorpresivamente para saber cómo estaba y darme apoyo moral. Después de la discusión obligada sobre el pánico y la incertidumbre, me preguntó por mi vida después de él. Le conté. Entonces se le ocurrió decir que tenía muchos puntos porque había estado con la más más (sic) de los geeks del anime y la más más de los geeks de la computación. ¿Así que ambas éramos ganadoras en diferentes categorías? En fin, ya lo saben: soy la más más.

2015 (Sopor)

Hoy las piscinas públicas de La Dorada están a reventar. De resto, casi todo está cerrado.

Nosotros no vamos a la piscina a pesar del agobiante calor. Comemos paletas, tomamos siestas, nos encerramos en los cuartos más frescos, pero ni siquiera tenemos vestido de baño como para unirnos al plan general.

Mi primo de ocho años decide desechar la idea de visitar a un amigo y se queda en la casa con el resto de la familia. Durante el almuerzo-cena jugamos a imaginarnos televisores que estallan con tal fuerza que acaban con el universo y con el mismo estallido crean nuevos universos, y bebidas con gas más feas que el té con gas. (Después Cavorite me recuerda que el kombucha es té con gas y a mí me gusta mucho.)

Mi tío dice que no es muy común que un adulto le dé toda su atención a un niño durante tanto tiempo como lo he venido haciendo hoy con mi primo. Supongo que lo hago en parte porque es mi primo y me cae muy bien y en parte porque imaginar cosas locas es genial pero los adultos no andan muy en la onda de eso, así que hay que aprovechar cuando uno tiene un niño al lado.

En cuanto al año que empieza, ya habrá tiempo de entrar en él en forma. Primero hay que huir de este calor para que nos dejen de pesar tanto los párpados.