No fue una premonición

Anoche soñé que todo lo que podía salir mal en el trabajo salía mal. Llegaba tarde, no encontraba el lugar, no podía escuchar bien porque había gente charlando a mi alrededor, repetía lo que el orador decía en vez de interpretar, no podía ni siquiera manipular el micrófono y todo el público me oía insultar a los distractores.

Entonces enfrenté la vida real con mucha cautela. Llegué tempranísimo y me puse a estudiar la presentación que me mandaron a última hora. Cada paso que fue saliendo bien fue un alivio, aunque estoy enferma y por momentos, durante la charla, sentí que se me apagaba el cerebro. Clic-clic, como cuando se va la luz momentáneamente y uno se ha perdido un gesto de alguien.

 

Alaska (II): Tren a Seward

Para los que se preguntan cuándo es que trabajo si me la paso viajando, he aquí la respuesta: nunca dejo de trabajar.

El plan era llegar al hotel a medianoche, dormir hasta las 5am y salir corriendo a la estación para tomar el tren a Seward, un pueblo costero al sur del estado. Sin embargo, lo que ocurrió fue que llegamos, me puse la pijama, me metí a la cama y abrí el computador para terminar el trabajo que había venido adelantando en el aeropuerto de Long Beach. Entonces no es que haya descansado mucho que digamos. Lástima, porque era una cama muy cómoda. Mientras tanto, Cavorite dormía plácidamente a mi lado.

Al otro día, o más bien, al cabo de un ratico, me alisté en tiempo récord (¡fue realmente sorprendente!) y me asomé por la ventana: eran las cinco y el sol brillaba sobre las montañas de Anchorage con intensidad enceguecedora.

El hotel tenía servicio de shuttle para ir a la estación de tren. Creímos que nos había dejado pese a que habíamos bajado a tiempo, pero finalmente llegó. El conductor era un señor gordísimo y jadeante; la van apestaba a cigarrillo. Por el camino nos recomendó ir en Seward a un restaurante llamado el Showcase (“home of the Bucket of Butt”). Cuando estaba casado y vivía allá, nos contó, él y la esposa celebraban su aniversario comiendo primero un baldado de halibut apanado en el Showcase y luego yendo a comer algo más en otro lado. También nos recomendó probar las salchichas de venado.

—Ustedes comen carne, ¿no? Porque en Alaska “vegetariano” significa “mal cazador”.

Ya en la estación, pedimos un chai en leche de soya y un muffin en un puestecito atendido por dos jovencitas que se demoraban un montón en servir. A las pobres les hacían falta brazos para dar abasto con tantos clientes. No sé cómo hacen los que trabajan en esos cafés ultrarrápidos a los que uno está acostumbrado. Yo ya me estaba afanando cuando por fin nos entregaron nuestro pedido y nos subimos al tren.

Arrancamos. La guía del paseo (una chica muy bonita, de ojos azules enormes, pecas y dientes separados) empezó el recorrido contándonos que hasta ahora se iniciaba en el mundo de la interpretación turística y que había sido elegida para entrar al programa de entrenamiento de guías por sus buenas notas en el colegio. También nos habló de algunas calles de Anchorage, del centro comercial más grande de Alaska —al verlo me acordé del de un pueblo de Minnesota que visité cuando era adolescente, pero no logro recordar cuál pueblo era— y del nombre de un político por el cual los alaskanos no suelen escribir bien la palabra “diamond”. Las casas desaparecieron. En su lugar nos vimos rodeados de montañas cubiertas de nieve y sus respectivos reflejos en el agua. En medio de una laguna encontramos la silueta de un alce.

En nuestro vagón iba un grupo de mexicanos (adultos y niños) que sonaban como un doblaje en vivo. Los niños gritaban “¡óoooraaaaleeee!” cada vez que veían algo sorprendente. Cascadas, cañones, glaciares lejanos: todo se llevaba su respectiva exclamación. Al parecer eran dos familias emparentadas y los niños eran un grupo de primos. Cuando algunos de ellos se pusieron a llorar, uno de los adultos les advirtió que la señorita (la guía) iba a venir y sacar del tren a los niños que lloran. Poco después, la guía entró al vagón. Silencio sepulcral.

El tren tenía un vagón panorámico donde uno podía sentarse un rato y apreciar mejor la vista. Fuimos un par de veces, pero el silencio lo ponía a uno a cabecear. Era como un templo de contemplación solemne de la naturaleza. Entonces concluimos que estábamos mucho mejor con los niños ruidosos que nos tenían muertos de risa.

(Niño: Juguemos a molestarnos el uno al otro.
Niña: ¡Ay!
Niño: Juguemos a lastimarnos el uno al otro.)

Al cabo de varias horas, cuando el asombro menguó y nos acostumbramos a los bosques interminables, la nieve y los postes de telégrafo a medio caer, llegamos a Seward.

Alaska (I): Retransmisión e interrupción del crepúsculo

Hace unos meses, más o menos por casualidad, Cavorite y yo nos hicimos a un par de tiquetes a Anchorage. Planeamos cada día del futuro paseo cuidadosamente y luego nos olvidamos del asunto. Estoy haciendo sonar esto como si hubiéramos ido al pueblo de al lado, pero la realidad de los viajes no suele golpearme sino hasta último momento. Finalmente, llegó el día. Nos fuimos al aeropuerto como si realmente fuéramos a ir al pueblo de al lado. Me llevé un poco de trabajo para el camino porque teníamos una escala larga en Long Beach.

El aeropuerto de Long Beach es una promesa del esplendor del sur de California, que aún no conozco. Es bien pequeñito, pero el cielo azul (que San Francisco no quiso mostrar nunca) y las palmeras nos hicieron la espera más agradable. En los tubos expuestos del techo había pajaritos a la espera de la partida de la siguiente horda de humanos para rescatar las migas que pudieran haber dejado atrás. Un pajarito bajo las sillas era seguido de cerca por dos más. Recogía miguitas y se las pasaba.

En algún momento, durante el segundo vuelo, vi el cielo adoptar aquella familiar franja verde y roja que precede al negro nocturno. Me quedé mirándola hasta que se apagó. Entonces me distraje un rato. Luego volví a mirar por la ventana: la escena había retrocedido y el cielo tenía otra vez la franja verde y roja del crepúsculo. Parecía como si yo me hubiera enloquecido. Pero el horizonte no volvió a apagarse del todo. En esa nueva cuasiluz azulada empezamos a ver glaciares derramándose por entre montañas y pequeños cúmulos de chispas amarillas. Nos acercamos a uno de estos últimos y aterrizamos. Era casi la medianoche.

Bajamos del avión. Un alce disecado en pleno pasillo del aeropuerto nos dio la bienvenida a Alaska.

Camas heladas

Hace frío.

En realidad hace sol, pero su única función es iluminar y engañar a la gente, haciéndole creer que este es un día espléndido. Va uno a ver y no. En este momento la temperatura es la misma aquí y en Anchorage, Alaska.

Anoche me metí a la cama a eso de las diez de la noche. Me abracé y me hice un ovillo mientras intentaba conciliar el sueño. Un rato después apareció Cavorite. Quise acercarme a él en busca de calor corporal pero tenía las manos escandalosamente heladas. Salté al extremo del colchón como si me hubiera pasado corriente. Me puse a temblar. Entonces trajo una cobija extra y por fin pude hacerme otra vez un ovillo, esta vez recostada contra él, cerrar los ojos y quedar fundida.

Acabo de caer en cuenta de que hace unos trece años estuve en una situación parecida.

El apartamento de Minori en Dubuque, Iowa, tenía un sistema de calefacción sumamente débil. La casa donde se suponía que yo vivía era bien calientita, pero quién quiere estar tostadito y cómodo en soledad cuando se pueden pasar penurias en compañía. El edificio donde vivía Minori se estaba hundiendo hacia un lado. Si uno ponía una botella quieta en el piso, esta empezaba a rodar (hicimos el experimento). Se podía sentir el mareo de estar ligeramente de cabeza si uno se acostaba del lado que no era.

El invierno llegó rapidísimo a Iowa y los radiadores del apartamento se encendieron, pero no había mucha diferencia entre eso y nada. Por la noche yo me ponía una pijama de manzanitas que me había regalado mi abuela, me tendía de costado y empezaba a patear frenéticamente para que la fricción calentara las sábanas. No era posible quedar dormida de primerazo. No entiendo por qué nunca le buscamos una solución al asunto, con lo fácil que era. Creo que ese año no le busqué solución a nada. Volví a Bogotá con diez kilos de más.

El apartamento en San Francisco también tiene radiador, pero no sabemos cómo funciona (si es que lo hace). Al menos las noches aquí solo alcanzan los 9ºC en vez de -23ºC, pero temo que mi resistencia al frío ha empeorado. Quisiera rematar con algo bien cursi sobre el amor y los abrazos y el calor, pero lo único que puedo declarar es que necesito una pijama más gruesa.

Paquetá y los mares intocables

No recordaba lo mucho que extraño montar bicicleta hasta que, esta mañana, le dimos una vuelta a la isla de Paquetá. El día era de un azul prístino. De la isla en sí no hay mucho que decir salvo que es hermosa y colorida y solo se la puede recorrer en bici. El único bemol es que no es recomendable meterse al mar desde sus playas (después de enterarnos de esto nos daba impresión ver niños jugando en el agua). Durante el recorrido pensaba, como siempre, en lo mucho que me gustan las islas. En cierto modo yo misma soy una isla.

Desde el ferry de vuelta vi flotar en el agua verde vasos, botellas, paquetes de galguerías y medusas que seguramente eran en realidad bolsas de plástico.

De regreso al continente, atravesamos una avenida vacía donde nos cruzamos casualmente con unos tipejos que nos hicieron pensar en coger taxi ya ya ya. Desde el carro los volvimos a ver unas cuadras más adelante, departiendo amigablemente con agentes de la ley. Digo, los estaban requisando. J. había alcanzado a pensar que nos iban a asaltar pero de milagro siguieron derecho. Yo tenía los ojos demasiado resecos para entender y asustarme.

Llegamos a la estación del teleférico que lleva al Pão de Açúcar pero nos topamos con una fila monstruosa. De la calle entraba a un salón y lo llenaba todo y luego atravesaba un pasillo y volvía a la acera y se alejaba del edificio. Me negué a pasar una tarde tan bonita esperando un turno ahí. Entonces le echamos un vistazo a Praia Vermelha, caminamos por Urca y comimos paleta y maní japonés sentadas en una tapia frente al mar. Es extraño (y triste) que haya tantas playas donde uno no se debe meter al agua por lo contaminada que está. Así es Paquetá, así es Praia Vermelha y así es la playa de Urca. Tantas cosas bonitas y dañadas.

La comida nunca dejó de caerme mal, así que para qué buscar culpables a estas alturas. En la noche alcancé a disfrutar algo de nuestra última picanha, pero espero que mi intestino no tome represalias. Ya mañana dejamos Brasil y volvemos a matar tiempo en Santiago. Si todo sale bien, pasado mañana estaré de vuelta en Bogotá.

Reflexiones inconclusas en Copacabana

En la anterior entrega de este diario de viaje, dejamos a mis amigas en un bar de samba mientras yo dormía. Pues bien, ellas volvieron a la casa a las 3 o 4 de la mañana con historias de encuentros surreales con chicos hermosos y cuentas pagadas por desconocidos. Y muchas caipirinhas. Todo eso me hizo pensar en mi condición actual de no-del-todo-soltera, cosa que no lamento pero que tal vez habría interferido con la experiencia de anoche si hubiera ido. Debo confesar que pienso mucho en Cavorite. Sería bonito cantar juntos La Bossa Nostra bajo el sol de Copacabana (preferiblemente sin quemarnos).

Almorzamos bolinhos de bacalhau, frango à passarinho y yuca frita en un puesto junto a la playa en Copacabana. Luego nos echamos a descansar frente al mar. El sol ya no brillaba tanto, pero de todas formas me cubrí generosamente con diversos productos bloqueadores recién comprados en una droguería frente a la entrada del metro. Hasta chapstick especial llevé, porque esta mañana los labios se me estaban descascarando cual papel de colgadura viejo. Al final de la tarde paramos por una tienda de jugos y probé uno de cacao. No sabía a chocolate.

En la playa estuve pensando acerca de una cuenta de Instagram que había visto la otra vez, cuya dueña era muy delgada y salía en bikini y todos la alababan. Para una persona blandita como yo, vencer el temor de exponerse en la playa en bikini es relativamente fácil. Al fin y al cabo, a la playa va todo tipo de cuerpos y a nadie le importa. Sin embargo, creo que esa liberación aún no llega a traducirse en las fotos. ¿Cómo sería si la del bikini en Instagram fuera alguien como yo, con pliegues en la panza? Seguramente pocos comentarían directamente, pero haría las delicias de grandes y chicos con mi cuerpo feo, o algo así. (A veces pienso que es más fácil ser una voz del feminismo cuando se es convencionalmente atractivo. A Gloria Steinem le funcionó y ella misma lo acepta. Es una paradoja tremenda.) Se me acaba de ocurrir que al no publicar fotos con mi panza blandita estoy ayudando a perpetuar la idea de que solo las ultraflacas/megaatléticas tienen derecho a salir en fotos en bikini. Tengo que ponerme a hacer harto ejercicio y decirle no al bolinho de bacalhau para ganarme el derecho de… ¿ser un objeto? Esto está difícil y yo tengo que madrugar mañana. Le voy a echar cabeza.

Empiezo a pensar que no sería mala idea seguir estudiando rudimentos del portugués aún después de regresar a Bogotá. Lo poco que entiendo ha sido útil. Además, tengo la impresión de que algún día volveré a este país.

Paréntesis: habla el intestino

Alejémonos por un momento de mi piel achicharrada para enfocarnos en otro órgano que empieza a reclamar atención: mi intestino. Quiero aclarar, primero que todo, que a mí me gusta comer. No soy quisquillosa. Me encanta probar comida nueva. No obstante, mi intestino opina distinto a mí y se opone a todos mis planes. En México lo hizo con especial vehemencia. Desde entonces, intento escucharlo con mayor atención.

Hoy recibí una dolorosa señal de “arrepiéntete o pagarás las consecuencias”, no sé ni por qué. ¿Habrá sido el sushi? ¿La coxinha? ¿El agua del jugo de acerola? Vaya usted a saber. Pero hoy era el día de probar la feijoada y me tocó limitar la ingesta al mínimo, así que me parece que mi intestino es bien malaclase. He tenido retorcijones todo el día.

Ahora mis amigas están en un bar de samba y yo estoy acá guardada por temor a que los retorcijones se conviertan en algo peor y menos manejable fuera de casa. No niego que me alegra tener un respiro después de las maratónicas jornadas turísticas de los últimos días, pero… igual. No es algo que yo haya elegido.

No habiendo más que decir ni hacer, aprovecharé para dormir. Tal vez sueñe con el Real Gabinete Portugués de Lectura, el cual visitamos esta mañana y donde creo que me habría quedado con gusto el día entero.

Um oscurecimento

Maldita sea la praia, maldito sol asesino.

En el baño de la casa de J. hay un espejo de cuerpo entero donde puedo apreciar mis quemaduras en todo su esplendor. Mi cara, mi hombro derecho, mi cadera derecha y mi muslo derecho están adornados de parches color carmín con bordes claramente demarcados. Hay que aceptarlo: no soy precisamente una viajera bella.

Subimos al Corcovado. Como era de esperarse, estaba plagadísimo de turistas de todas partes del mundo. Lo que no me esperaba (ingenua yo) era la cantidad de visitantes tomándose fotos estirando los brazos como el Cristo Redentor. Los odié al instante. Sin querer mi cara de desaprobación quedó inmortalizada en la autofoto de una turista desconocida. Photobomb! Me abrí paso pacientemente entre los selfipalitos y los morrales para tomarle una foto al Pão de Açúcar desde la punta del mirador. Me tomé una autofoto como por no dejar, pero mi cara hinchada y roja por partes la arruinó.

Al bajar del cerro entramos a una tienda de souvenirs. Me di cuenta de que las dueñas eran japonesas y sentí un inmenso alivio de poder hablar en japonés en vez de mi remedo de portugués. Mis amigas dicen que la cara de la señora del mostrador se iluminó apenas me oyó preguntar “cuánto vale este anillo” en su idioma natal. Es absurdo que el japonés sea mi zona de confort lingüístico en este momento.

Tomamos un taxi para el Parque Lage y el taxista nos llevó al Jardín Botánico, aunque recuerdo haberle dicho específicamente que no íbamos allá. Nos tocó entonces caminar un buen trecho hacia nuestro destino original, y luego otro tanto para volver al jardín. Lo bueno es que eso nos abrió un espacio para comer salgadinhos y tomar jugo de acerola, cupuaçú y umbú. Durante todo el trayecto sentí como si la piel de los hombros se me estuviera quedando pegada en las tirantas del morral, pero eso era solo una ilusión causada por los estragos do sol do Brasil.

El guardia del Jardín Botánico fue muy amable y nos dio direcciones todo el tiempo. Otro guardia, que estaba tomando fotos en el cactario —para su esposa, nos aclaró—, se puso a hablar un montón sobre un cactus que crecía en espiral. Me recomendó ir al Teatro Municipal en Lapa. Los cariocas hablan y hablan y nadie los frena.

Finalmente fuimos a un delikatessen y a un centro comercial donde no compré nada. Caminar, caminar y caminar. Estuvo bien, pero supongo que habría estado mejor si no tuviera queimado tudo, de la proa hasta la popa.

Todo el día estuve pensando en La Bossa Nostra de Les Luthiers. Oh, sol, cozinheiro da gente. Quién iba a pensar que en ese chiste estuviera contenida una gran verdad.

No sabemos ser criaturas de la mar

Vinimos a Rio de Janeiro a visitar a nuestra amiga J. El vuelo incluía una parada más bien larga en Santiago, así que tuvimos tiempo de subir el Cerro Santa Lucía y tomar caldillo de congrio en el Mercado Central. Fue agradable, pero se sintió raro no ir directo a Valparaíso ni poder ver a Azuma de nuevo.

Rio se me parece muchísimo pero muchísimo a Buenos Aires. Es más, si no fuera porque entiendo los letreros a medias, podría jurar que en cualquier momento podría salir a buscar la casa de mi hermana. No alcanzo ni a sorprenderme de la novedad de estar en este país. Pienso en amigos que podría ir a visitar pero en realidad no.

El pronóstico del tiempo nos prometió lluvia toda la semana, así que esta mañana salimos rumbo a la playa a aprovechar lo poco que se podía bajo las nubes pesadas. La famosa Ipanema. No se podía nadar en el mar, así que nos limitamos a meter los pies en la arena mojada y esperar la caricia de las olas. Yo estaba absorta en la sensación del agua fría y el suelo que se deshacía debajo de mí, cuando de pronto vi que el agua ya no me llegaba a los tobillos sino a la mitad de la pierna. ¿Cómo, si yo no había dado ni un paso? No me pregunten, yo no sé nada. El caso es que la siguiente ola ya no tenía aspecto de caricia sino de puño. Toma. Reboté en la arena y volví a pararme rápidamente. Me fui, amedrentada. Después descubrí que me había raspado una nalga.

Para completar la humillación, no sé qué nos hizo pensar que podríamos dejar de ser meticulosas en la aplicación de bloqueador solar y sobrevivir. Tal vez las nubes. Tal vez el queso asado con ajo y orégano. Tal vez la caipirinha. Tal vez la felicidad de ser un grupo de viejas amigas juntas en una playa en otro país. El tiempo pasó, hablamos de todo, bebimos y solo nos dimos cuenta de que eso no era precisamente la sala de una casa cuando nos fuimos y empezamos a sentir ardor en parches. Las partes donde el bloqueador no llegó son fácilmente discernibles. En mi caso, mi muslo lleva doble ardor gracias a la embestida del mar. Roja por delante y roja por detrás.

Supongo que los siguientes días de este viaje estaremos huyendo del sol cual vampiros. Al menos sabemos que la próxima sesión de playa no será mañana. No sabemos ser criaturas de la mar.

Celulitis

El otro día me compré por Internet un pantalón para hacer ejercicio. Mi trabajo me exige quedarme sentada todo el santo día, así que me toca hacer como los hámsters y correr en una ruedita para no anquilosarme. El pantalón llegó por correo poco tiempo después. Era tan bonito como en la foto. Me lo medí y me miré al espejo. Hm. Mi trasero se veía como si en algunas partes le hubieran sacado cucharaditas. Probablemente debía devolver la prenda y comprar algo más acorde con mi realidad.

Sin embargo, el pantalón me gustaba mucho y yo me sentía particularmente terca respecto de mi compra; el problema era simplemente el cuerpo que lo rellenaba. Pero tal vez eso se podía arreglar. Con un poco de disciplina, posiblemente. Busqué en Internet remedios y ejercicios para eliminar esos huecos. Cepillarse la piel, pagar por unos masajes agresivos, echarse no sé qué cremas, comer tal cosa y beber tal otra, levantar pesas. A medida que avanzaba en mi investigación, la esperanza de hallar una cura se fue reduciendo. Vi fotos de muchas celebridades en bikini. Flacas, no tan flacas, musculosas. Todas con celulitis. Y si esta gente tiene todo el dinero del mundo para arreglarse lo que sea y el problema sigue ahí, pues debe ser que realmente no tiene solución. Recordé incluso un episodio de Dr. 90210 donde una actriz porno adicta a las cirugías plásticas se mandaba operar un hoyuelito que le salía en la parte trasera de su muslo y doctor le hacía una costura especial bajo la piel. Al final salía una toma de la actriz satisfecha con el resultado, alejándose en shorts por un terreno rocoso. El hoyuelito seguía ahí.

Más del 90% de las mujeres tenemos celulitis. Entonces, ¿por qué debo sentirme mal? ¿Por qué debo esclavizarme en la búsqueda de una solución que no existe para un problema que no lo es? ¿Por qué debería esconderme como si fuera un monstruo? A este paso, todas las mujeres tendrían que taparse y sentirse avergonzadas. Y claro, muchas lo hacen. No es noticia que la industria de la belleza vive de vender lo normal como error de la naturaleza (¡o error de uno mismo al negarse a usar los productos redentores!). Las revistas de chismes hablan de “los peores cuerpos para la playa” y escrutan hasta el último centímetro de mujeres que se están dando el lujo de pasar tiempo en un buen balneario. Como si uno tuviera que ganarse ese derecho. Los medios andan diciéndonos que aún en pleno descanso tenemos que hacer lo posible por no dañarles el paisaje a los demás vacacionistas con nuestras abominables masas gelatinosas. Las mujeres debemos sacrificarnos por el bien de las miradas que nos acechan. El premio de quienes sufren es atraer más miradas.

Pero bah, yo digo que al diablo con todo eso. Yo lo que quiero es hacer ejercicio con ropa chévere y estoy en todo mi derecho porque sí. Abandoné la búsqueda y las preocupaciones y me quedé con el pantalón. Es cómodo y me gusta como se ve: no hay nada más acorde con mi realidad que eso.