Lima, día 2: Gracias a las intérpretes

Desperté en un lugar hermoso. El apartamento adonde había llegado era amplio, luminoso, con muebles bonitos y utensilios de cocina impresionantes. Era el hogar de Ana, una amiga a quien le había escrito para encontrarnos un día pero me propuso que más bien me quedara en su casa y alimentara a sus gatas cada mañana mientras ella volvía de Colombia. Así que lo primero que hice fue buscar el comedero. Me sentí un poco rara de no poder comunicarme con las gatas para que me guiaran al sitio. Me di cuenta de que yo hablo perro pero no hablo gato.

Hacia el mediodía, Manuel (personaje importante de esta serie, ver día 1) me hizo el favor de recogerme y llevarme a la FIL.

La Feria Internacional del Libro de Lima es como un gran laberinto, pero en comparación con la de Bogotá es apenas un pabellón. Igual uno se pierde. Entramos al final de una charla de Matthias Rozes, de L’Association (la editorial de cómic francés). La charla era en francés con interpretación simultánea. Como llegamos tarde, no se nos ocurrió pedir audífonos, pero igual yo entiendo un poco. O al menos eso quisiera creer.

Cuando llegó la hora de las intervenciones del público, un joven de chaqueta de pana que estaba sentado justo al frente nuestro hizo una pregunta larguísima sobre cómo ganar mucha plata haciendo cómics o algo así. No le puse mucho cuidado, la verdad. Matthias se bajó los audífonos y procedió a responder. Era una explicación larguísima. Seguía y seguía y seguía. Y seguía. En francés. Mientras tanto, el pobre preguntador empezó a hacer señas de que no tenía audífonos y no entendía. Miraba a todas partes señalándose las orejas, clamando la misericordia de los organizadores del evento. Matthias seguía hablando. El tipo seguía sin entender ni jota. Finalmente un técnico de sonido se apiadó del joven y le puso unos audífonos en la cabeza. En el preciso momento en que el aparato se posó sobre sus oídos, una voz dijo en español: “gracias a todos por su participación y gracias a las intérpretes”. Y la presentación se acabó.

Estaba que me reventaba de la risa.

De repente, Manuel señala a alguien al otro lado del auditorio y me dice: “¿Esa no es Francesca?”

Flashback (suena uauuuauuuauuua, como en Kung Fu, la leyenda continúa):

En 2011, Olavia Kite llega a Lima por primera vez, en el último trayecto de un tour Argentina-Chile-Perú. El objetivo: visitar a Francisco, uno de sus primeros amigos de Internet. Pronto surge un malentendido y Olavia y Francisco no se vuelven a dirigir la palabra. El problema: Olavia sigue en casa de Francisco y todavía le quedan muchos días en la ciudad. Ya se imaginarán lo divertido de la situación. Entonces aparece Francesca, amiga de Francisco de quien Olavia había oído hablar. Rescata a Olavia. Pasan muchas cosas absurdas y divertidas. Hay pisco sour. El paseo se ha salvado.

(uauuuauuuauuua de vuelta al presente)

¡Era Francesca! Manuel la reconocía porque también es ilustradora. Le hice señas. Menuda sorpresa se llevó de verme ahí.

Apenas se disipó la multitud me acerqué a hablarle. Me hizo muchas preguntas. Alguien de las que iban con ella preguntó si yo dibujaba. Dije que no. “No le hagan caso”, repuso ella. Fue bonito saber que, a pesar del paso del tiempo, todavía nos reíamos como descosidas cuando estábamos juntas. Me presentó a Deborah, su socia, de quien también había oído hablar mucho hacía tiempo. Me contaron que a las intérpretes se les olvidó apagar el micrófono un momento y todo el auditorio las oyó ofrecerse comida.

Salimos de la FIL y Manuel me invitó a almorzar ceviche. Luego me acompañó a un supermercado a comprar una SIM card para mi celular porque este es el siglo XXI y vivir incomunicado ya no es opción. O porque soy una adicta irredenta.

Volví al apartamento y dejé que el día gris se agotara.

Lima, día 1: Man lebt nur einmal!

Debo empezar este diario de viaje con una confesión: yo no quería venir a Lima. Acepté porque me hablaron de Guy Delisle, porque encontré una tarifa buenísima para las fechas propuestas y porque cuando le expuse mi indecisión a mi primo Juanfran, me respondió “YOLO”. Entonces bueh, Lima, cómic, tiquete barato, YOLO.

Un par de semanas antes del viaje me enteré de que había comprado el tiquete en la fecha equivocada si quería ver a Delisle. No podía cambiarlo ni me devolverían el dinero si lo cancelaba, así que seguí aferrada a la filosofía de mi primo. Algo se me ocurriría para hacer allá. Al fin y al cabo, un viaje no le sobra a nadie. Mucho menos a mí.

Podría decirse que he viajado bastante a lo largo de mi vida. No obstante, todavía me sorprende mucho el hecho de que uno se meta en una sala de espera un poco incómoda durante un par de horas y salga para encontrarse un letrero de “Bienvenidos a [otro país]”. ¡Otro país! ¡Así de fácil!

En esta ocasión la sala de espera tenía vista a uno de los atardeceres más bonitos que he visto en mi vida. Se adivinaban picos nevados debajo de un mar de ámbar enceguecedor. Descendimos lenta, muy lentamente y nos sumergimos en remolinos de espuma que se extendían hasta el infinito. Bajo esa superficie, la oscuridad. Lima y su clima.

“Bienvenidos a Perú”. Mágico, les digo.

Lo primero que me pasó en el país fue que el señor de Inmigración me llamó “Señorita Laura” con toda seriedad. Crucé el duty free riéndome bajito. Luego salí del control de aduanas y me topé con una congregación multitudinaria, abrumadora, de personas expectantes. Decenas de letreros con nombres en busca de caras. Uno de esos era para mí.

Poco tiempo después de instalarme en mi cuarto, pasó a recogerme Manuel Gómez Burns. Manuel es un ilustrador peruano a quien al parecer miré mal en Entreviñetas 2013. La verdad es que en ese momento yo me sentía como mosca en leche rodeada de tantos artistas (yo no estaba dibujando en ese momento; la tableta de hacer rayones estaba nuevecita) y no sabía por qué este —que no tenía pinta de artista— me estaba hablando si yo no tenía nada que ofrecer en cuanto al único tema que los oía tratar: su obra y la obra de los demás. Ah, yo y mi ansiedad social. Terminamos haciéndonos amigos por chat de Facebook tiempo después gracias a otro artista peruano que también conocí en el festival. Entonces supongo que le estaba debiendo algo de amabilidad en persona.

Mi primera cena en Perú fue pollo. El restaurante quedaba un poco lejos, así que caminamos y caminamos y caminamos. Ya en la mesa, Manuel anunció que tenía una sorpresa para mí: ¡un libro de Guy Delisle! ¡Firmado por el autor! ¡Y un muñequito de Playmobil! Luego me mostró su cuaderno de dibujos y, mientras yo rayaba una de sus páginas, me dijo que debería practicar más con tinta y pincel en vez de la tableta de dibujar. Supongo que ya va siendo hora de salir de la zona de confort que supone el comando undo. Me queda la tarea para cuando regrese a Bogotá.

Volvimos sobre nuestros pasos. Ahora yo iba cargando un libro, un Elvis en miniatura y las sobras del pollo. Nos quedamos hablando un rato más frente a la entrada del edificio. Había un carro de la policía parqueado cerca. Las luces me molestaban los ojos. Escuché la palabra “serenazgo”. Finalmente, nos despedimos. Llegué a pensar que me iba a quedar por fuera del edificio porque no sabía timbrarle al vigilante y no tenía cómo comunicarme con nadie. Eso habría sido un giro interesante.

La Vie Claire, l’esprit pas clair

Llevo lo que va de julio haciendo un dibujo diario. No he parado ni un solo día, lo cual es poco característico de mí y hasta me asusta. Sin embargo, toca aprovechar esta buena racha en vez de tratar de hallarle algún significado funesto.

Hoy, por recomendación de Cavorite, dibujé a Greg LeMond y Bernard Hinault, dos leyendas del ciclismo sobre las que aprendí hace poco. Después de terminar el dibujo y subirlo a las redes sociales (este mundo moderno exige mucho para dar a conocer lo que uno hace), me di cuenta de que no había coloreado bien una partecita de la camiseta de LeMond. Es claro que en general yo no coloreo bien —me lo han dicho desde la primaria—, pero este rincón me molestaba. ¿Qué hacer? ¿Bajar el dibujo y subir una nueva versión? ¿Dejarlo así?

Hice la prueba de colorear lo que faltaba y ver si me gustaba más. Luego lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Y lo rehice. Y lo deshice. Le pregunté a Cavorite su opinión. Me dijo que ni siquiera había encontrado el rincón faltante del que yo hablaba. Lo deshice. Miré al techo. Lo rehice. Y lo deshice de nuevo, ahora sí para siempre. Pero luego lo rehice. Al fin decidí dejarlo sin el ajuste, pero perdí mucho tiempo llegando a esta conclusión.

Una cosa mala de dibujar a computador es que da pie para estos ataques de indecisión. El papel no le permite a uno darse el lujo de dudar de lo ya hecho. Lo que fue, fue y listo. Tratar de corregir un error es arriesgarse a cometer uno aún más grande. En cambio en el computador uno puede deshacer un mal trazo y seguir como si nada. No obstante, eso implica que uno tiene que estar seguro de que ese era un mal trazo para poder continuar y no caer en un ciclo casi eterno de undo/redo. Y toca estar seguro de que algo está terminado y no se va a ajustar más. Dejar el perfeccionismo. Saber detenerse. Dejar ir. O si no cuándo duerme uno.

En últimas el dibujo quedó bonito y a Cavorite le encantó. Ya con eso es suficiente para darme por bien servida y no escrutarle hasta el último pixel. Mañana será otro día y habrá otro dibujo; solo espero que mi trazo decidido albergue menos dudas microscópicas.

Víspera de cumpleaños / Despertares

El año pasado decidí que quería cumplir años lejos de todo y de todos, así que me fui a la Isla de Pascua. Uno podría pensar que después de Tsukuba yo quedaría aborreciendo la sensación de absoluta soledad, pero por momentos me hace falta. Tal vez la diferencia es que ahora sé que existo, mientras que en ese entonces (especialmente en 2010) sentía que no. Este año mi cumpleaños será ligeramente más social y local. Ya empecé a celebrar. Estoy contenta.

En estos últimos días me he despertado recordando todas las cosas que me gustan: tocar ukulele hasta que me duelan las yemas de los dedos, dibujar, cantar. Encontré una canción de Mocedades que no conocía y quedé como si nunca hubiera escuchado música en mi vida y quisiera más y más de eso tan nuevo y tan genial.

Hoy recordé que me gusta escribir. Sin embargo, no supe sobre qué era que escribía antes. Supongo que nunca lo he sabido, solo he escrito lo que salga.

A veces me da miedo que este despertar sea temporal, como el de la película, y el día de mañana vuelva a olvidar todo y solo me sienta aburrida y desesperada.

No fue una premonición

Anoche soñé que todo lo que podía salir mal en el trabajo salía mal. Llegaba tarde, no encontraba el lugar, no podía escuchar bien porque había gente charlando a mi alrededor, repetía lo que el orador decía en vez de interpretar, no podía ni siquiera manipular el micrófono y todo el público me oía insultar a los distractores.

Entonces enfrenté la vida real con mucha cautela. Llegué tempranísimo y me puse a estudiar la presentación que me mandaron a última hora. Cada paso que fue saliendo bien fue un alivio, aunque estoy enferma y por momentos, durante la charla, sentí que se me apagaba el cerebro. Clic-clic, como cuando se va la luz momentáneamente y uno se ha perdido un gesto de alguien.

 

Alaska (II): Tren a Seward

Para los que se preguntan cuándo es que trabajo si me la paso viajando, he aquí la respuesta: nunca dejo de trabajar.

El plan era llegar al hotel a medianoche, dormir hasta las 5am y salir corriendo a la estación para tomar el tren a Seward, un pueblo costero al sur del estado. Sin embargo, lo que ocurrió fue que llegamos, me puse la pijama, me metí a la cama y abrí el computador para terminar el trabajo que había venido adelantando en el aeropuerto de Long Beach. Entonces no es que haya descansado mucho que digamos. Lástima, porque era una cama muy cómoda. Mientras tanto, Cavorite dormía plácidamente a mi lado.

Al otro día, o más bien, al cabo de un ratico, me alisté en tiempo récord (¡fue realmente sorprendente!) y me asomé por la ventana: eran las cinco y el sol brillaba sobre las montañas de Anchorage con intensidad enceguecedora.

El hotel tenía servicio de shuttle para ir a la estación de tren. Creímos que nos había dejado pese a que habíamos bajado a tiempo, pero finalmente llegó. El conductor era un señor gordísimo y jadeante; la van apestaba a cigarrillo. Por el camino nos recomendó ir en Seward a un restaurante llamado el Showcase (“home of the Bucket of Butt”). Cuando estaba casado y vivía allá, nos contó, él y la esposa celebraban su aniversario comiendo primero un baldado de halibut apanado en el Showcase y luego yendo a comer algo más en otro lado. También nos recomendó probar las salchichas de venado.

—Ustedes comen carne, ¿no? Porque en Alaska “vegetariano” significa “mal cazador”.

Ya en la estación, pedimos un chai en leche de soya y un muffin en un puestecito atendido por dos jovencitas que se demoraban un montón en servir. A las pobres les hacían falta brazos para dar abasto con tantos clientes. No sé cómo hacen los que trabajan en esos cafés ultrarrápidos a los que uno está acostumbrado. Yo ya me estaba afanando cuando por fin nos entregaron nuestro pedido y nos subimos al tren.

Arrancamos. La guía del paseo (una chica muy bonita, de ojos azules enormes, pecas y dientes separados) empezó el recorrido contándonos que hasta ahora se iniciaba en el mundo de la interpretación turística y que había sido elegida para entrar al programa de entrenamiento de guías por sus buenas notas en el colegio. También nos habló de algunas calles de Anchorage, del centro comercial más grande de Alaska —al verlo me acordé del de un pueblo de Minnesota que visité cuando era adolescente, pero no logro recordar cuál pueblo era— y del nombre de un político por el cual los alaskanos no suelen escribir bien la palabra “diamond”. Las casas desaparecieron. En su lugar nos vimos rodeados de montañas cubiertas de nieve y sus respectivos reflejos en el agua. En medio de una laguna encontramos la silueta de un alce.

En nuestro vagón iba un grupo de mexicanos (adultos y niños) que sonaban como un doblaje en vivo. Los niños gritaban “¡óoooraaaaleeee!” cada vez que veían algo sorprendente. Cascadas, cañones, glaciares lejanos: todo se llevaba su respectiva exclamación. Al parecer eran dos familias emparentadas y los niños eran un grupo de primos. Cuando algunos de ellos se pusieron a llorar, uno de los adultos les advirtió que la señorita (la guía) iba a venir y sacar del tren a los niños que lloran. Poco después, la guía entró al vagón. Silencio sepulcral.

El tren tenía un vagón panorámico donde uno podía sentarse un rato y apreciar mejor la vista. Fuimos un par de veces, pero el silencio lo ponía a uno a cabecear. Era como un templo de contemplación solemne de la naturaleza. Entonces concluimos que estábamos mucho mejor con los niños ruidosos que nos tenían muertos de risa.

(Niño: Juguemos a molestarnos el uno al otro.
Niña: ¡Ay!
Niño: Juguemos a lastimarnos el uno al otro.)

Al cabo de varias horas, cuando el asombro menguó y nos acostumbramos a los bosques interminables, la nieve y los postes de telégrafo a medio caer, llegamos a Seward.

Alaska (I): Retransmisión e interrupción del crepúsculo

Hace unos meses, más o menos por casualidad, Cavorite y yo nos hicimos a un par de tiquetes a Anchorage. Planeamos cada día del futuro paseo cuidadosamente y luego nos olvidamos del asunto. Estoy haciendo sonar esto como si hubiéramos ido al pueblo de al lado, pero la realidad de los viajes no suele golpearme sino hasta último momento. Finalmente, llegó el día. Nos fuimos al aeropuerto como si realmente fuéramos a ir al pueblo de al lado. Me llevé un poco de trabajo para el camino porque teníamos una escala larga en Long Beach.

El aeropuerto de Long Beach es una promesa del esplendor del sur de California, que aún no conozco. Es bien pequeñito, pero el cielo azul (que San Francisco no quiso mostrar nunca) y las palmeras nos hicieron la espera más agradable. En los tubos expuestos del techo había pajaritos a la espera de la partida de la siguiente horda de humanos para rescatar las migas que pudieran haber dejado atrás. Un pajarito bajo las sillas era seguido de cerca por dos más. Recogía miguitas y se las pasaba.

En algún momento, durante el segundo vuelo, vi el cielo adoptar aquella familiar franja verde y roja que precede al negro nocturno. Me quedé mirándola hasta que se apagó. Entonces me distraje un rato. Luego volví a mirar por la ventana: la escena había retrocedido y el cielo tenía otra vez la franja verde y roja del crepúsculo. Parecía como si yo me hubiera enloquecido. Pero el horizonte no volvió a apagarse del todo. En esa nueva cuasiluz azulada empezamos a ver glaciares derramándose por entre montañas y pequeños cúmulos de chispas amarillas. Nos acercamos a uno de estos últimos y aterrizamos. Era casi la medianoche.

Bajamos del avión. Un alce disecado en pleno pasillo del aeropuerto nos dio la bienvenida a Alaska.

Camas heladas

Hace frío.

En realidad hace sol, pero su única función es iluminar y engañar a la gente, haciéndole creer que este es un día espléndido. Va uno a ver y no. En este momento la temperatura es la misma aquí y en Anchorage, Alaska.

Anoche me metí a la cama a eso de las diez de la noche. Me abracé y me hice un ovillo mientras intentaba conciliar el sueño. Un rato después apareció Cavorite. Quise acercarme a él en busca de calor corporal pero tenía las manos escandalosamente heladas. Salté al extremo del colchón como si me hubiera pasado corriente. Me puse a temblar. Entonces trajo una cobija extra y por fin pude hacerme otra vez un ovillo, esta vez recostada contra él, cerrar los ojos y quedar fundida.

Acabo de caer en cuenta de que hace unos trece años estuve en una situación parecida.

El apartamento de Minori en Dubuque, Iowa, tenía un sistema de calefacción sumamente débil. La casa donde se suponía que yo vivía era bien calientita, pero quién quiere estar tostadito y cómodo en soledad cuando se pueden pasar penurias en compañía. El edificio donde vivía Minori se estaba hundiendo hacia un lado. Si uno ponía una botella quieta en el piso, esta empezaba a rodar (hicimos el experimento). Se podía sentir el mareo de estar ligeramente de cabeza si uno se acostaba del lado que no era.

El invierno llegó rapidísimo a Iowa y los radiadores del apartamento se encendieron, pero no había mucha diferencia entre eso y nada. Por la noche yo me ponía una pijama de manzanitas que me había regalado mi abuela, me tendía de costado y empezaba a patear frenéticamente para que la fricción calentara las sábanas. No era posible quedar dormida de primerazo. No entiendo por qué nunca le buscamos una solución al asunto, con lo fácil que era. Creo que ese año no le busqué solución a nada. Volví a Bogotá con diez kilos de más.

El apartamento en San Francisco también tiene radiador, pero no sabemos cómo funciona (si es que lo hace). Al menos las noches aquí solo alcanzan los 9ºC en vez de -23ºC, pero temo que mi resistencia al frío ha empeorado. Quisiera rematar con algo bien cursi sobre el amor y los abrazos y el calor, pero lo único que puedo declarar es que necesito una pijama más gruesa.

Paquetá y los mares intocables

No recordaba lo mucho que extraño montar bicicleta hasta que, esta mañana, le dimos una vuelta a la isla de Paquetá. El día era de un azul prístino. De la isla en sí no hay mucho que decir salvo que es hermosa y colorida y solo se la puede recorrer en bici. El único bemol es que no es recomendable meterse al mar desde sus playas (después de enterarnos de esto nos daba impresión ver niños jugando en el agua). Durante el recorrido pensaba, como siempre, en lo mucho que me gustan las islas. En cierto modo yo misma soy una isla.

Desde el ferry de vuelta vi flotar en el agua verde vasos, botellas, paquetes de galguerías y medusas que seguramente eran en realidad bolsas de plástico.

De regreso al continente, atravesamos una avenida vacía donde nos cruzamos casualmente con unos tipejos que nos hicieron pensar en coger taxi ya ya ya. Desde el carro los volvimos a ver unas cuadras más adelante, departiendo amigablemente con agentes de la ley. Digo, los estaban requisando. J. había alcanzado a pensar que nos iban a asaltar pero de milagro siguieron derecho. Yo tenía los ojos demasiado resecos para entender y asustarme.

Llegamos a la estación del teleférico que lleva al Pão de Açúcar pero nos topamos con una fila monstruosa. De la calle entraba a un salón y lo llenaba todo y luego atravesaba un pasillo y volvía a la acera y se alejaba del edificio. Me negué a pasar una tarde tan bonita esperando un turno ahí. Entonces le echamos un vistazo a Praia Vermelha, caminamos por Urca y comimos paleta y maní japonés sentadas en una tapia frente al mar. Es extraño (y triste) que haya tantas playas donde uno no se debe meter al agua por lo contaminada que está. Así es Paquetá, así es Praia Vermelha y así es la playa de Urca. Tantas cosas bonitas y dañadas.

La comida nunca dejó de caerme mal, así que para qué buscar culpables a estas alturas. En la noche alcancé a disfrutar algo de nuestra última picanha, pero espero que mi intestino no tome represalias. Ya mañana dejamos Brasil y volvemos a matar tiempo en Santiago. Si todo sale bien, pasado mañana estaré de vuelta en Bogotá.

Reflexiones inconclusas en Copacabana

En la anterior entrega de este diario de viaje, dejamos a mis amigas en un bar de samba mientras yo dormía. Pues bien, ellas volvieron a la casa a las 3 o 4 de la mañana con historias de encuentros surreales con chicos hermosos y cuentas pagadas por desconocidos. Y muchas caipirinhas. Todo eso me hizo pensar en mi condición actual de no-del-todo-soltera, cosa que no lamento pero que tal vez habría interferido con la experiencia de anoche si hubiera ido. Debo confesar que pienso mucho en Cavorite. Sería bonito cantar juntos La Bossa Nostra bajo el sol de Copacabana (preferiblemente sin quemarnos).

Almorzamos bolinhos de bacalhau, frango à passarinho y yuca frita en un puesto junto a la playa en Copacabana. Luego nos echamos a descansar frente al mar. El sol ya no brillaba tanto, pero de todas formas me cubrí generosamente con diversos productos bloqueadores recién comprados en una droguería frente a la entrada del metro. Hasta chapstick especial llevé, porque esta mañana los labios se me estaban descascarando cual papel de colgadura viejo. Al final de la tarde paramos por una tienda de jugos y probé uno de cacao. No sabía a chocolate.

En la playa estuve pensando acerca de una cuenta de Instagram que había visto la otra vez, cuya dueña era muy delgada y salía en bikini y todos la alababan. Para una persona blandita como yo, vencer el temor de exponerse en la playa en bikini es relativamente fácil. Al fin y al cabo, a la playa va todo tipo de cuerpos y a nadie le importa. Sin embargo, creo que esa liberación aún no llega a traducirse en las fotos. ¿Cómo sería si la del bikini en Instagram fuera alguien como yo, con pliegues en la panza? Seguramente pocos comentarían directamente, pero haría las delicias de grandes y chicos con mi cuerpo feo, o algo así. (A veces pienso que es más fácil ser una voz del feminismo cuando se es convencionalmente atractivo. A Gloria Steinem le funcionó y ella misma lo acepta. Es una paradoja tremenda.) Se me acaba de ocurrir que al no publicar fotos con mi panza blandita estoy ayudando a perpetuar la idea de que solo las ultraflacas/megaatléticas tienen derecho a salir en fotos en bikini. Tengo que ponerme a hacer harto ejercicio y decirle no al bolinho de bacalhau para ganarme el derecho de… ¿ser un objeto? Esto está difícil y yo tengo que madrugar mañana. Le voy a echar cabeza.

Empiezo a pensar que no sería mala idea seguir estudiando rudimentos del portugués aún después de regresar a Bogotá. Lo poco que entiendo ha sido útil. Además, tengo la impresión de que algún día volveré a este país.