San Francisco, California: Día 1

El martes 4 de marzo de 2003, a las 2 de la mañana, un auto Honda CRX negro, modelo 1986, partió de Dubuque, Iowa, con destino a Chicago. Sus ocupantes, un japonés de pelo largo conocido como Minori Honda y una colombiana de cejas gruesas llamada Laura Acosta, llevaban en sus maletas la ilusión de conocer en un par de horas la ciudad de sus sueños: San Francisco. El auto se sumergía bajo la niebla que entrelazaba árboles yertos a lado y lado de la vía como una etérea cobija. Al emerger de ella, los viajeros encontraban las estrellas en la negrura de terciopelo de la madrugada.

El cielo adquiría tonos azulados a medida que el pequeño vehículo avanzaba. Los viajeros atravesaron barrios de Chicago a los que nunca habrían ido en otras circunstancias, barrios en los que el uso del inglés desaparecía por completo. Dieron las 6 de la mañana y Laura vislumbró los primeros letreros que anunciaban la llegada a Midway, un aeropuerto que nunca la dejó de asombrar por su aspecto atrasado.

La espera en una incómoda sala vio los primeros rayos del día romper las nubes grises de aquel día. Por fin abordaron: sólo quedaba ahora esperar a que el aparato aterrizara un par de husos horarios atrás. Cuatro horas y media después, el paisaje sepia de invierno había sido reemplazado por matices de terracota desértico: estaban en California. Aterrizaron, y la emoción del limpísimo día azul no desapareció sino hasta el momento de volver a casa. Éste era un sueño hecho realidad: San Francisco se desplegaba ante sus pies.

Tomando un carro alquilado, Minori y Laura recorrieron algunas calles de la ciudad, buscaron frenéticamente el Golden Gate hasta cruzarlo, y llegaron hasta más allá de Sausalito, donde el mapa que cargaban ya no era de utilidad. Laura vio el Océano Pacífico por primera vez, y los colores del paisaje eran algo que ella jamás olvidaría: azul del mar, azul del cielo, verde de las montañas, anaranjado del puente.

En la tarde se guiaron con uno de sus múltiples mapas para llegar a Haight Ashbury, el cruce de calles donde el movimiento hippie de los años 60 alcanzó su clímax. Tomaron fotos hasta el cansancio, recorrieron tiendas, comieron helado de Ben & Jerry’s atendidos por un cálido joven de sonrisa tímida, miraron de reojo a una joven drogada que le gritaba “God bless you!” a todo el que pasaba.

Para terminar el día, caminaron por Lombard Street (donde su hotel se hallaba) hasta un restaurante que vendía sushi atendido por niñas lindas que a Laura le recordaban a las bogotanas en noche de fiesta. El sushi costó un ojo de la cara.

Estoy escuchando: Pretty Baby, de Vanessa Carlton

Me siento: Deleitada en mis recuerdos

Nada más que decir

Se acerca el día de regresar a Colombia. No hago sino soñar con ese momento; todas las noches veo distintas opciones del reencuentro. Que mente tan aburrida tengo, que sólo se fija en un tema y se muestra infinitamente displicente ante la propuesta de hacer algo más creativo. Además, a mi mente le está dando por pensar filosofía barata, de ésa que se pregunta si el hecho de odiar el hoy me va a hacer más difícil el mañana. No sé, algo así dice mi mente, repasando las dudas que tiene. ¿Si me quejo de mi presente, me arrepentiré en el futuro? Qué mente tan tonta, preguntándose eso en vez de sacar una buena idea de una vez por todas.

Si yo me quedara a vivir en Dubuque, Iowa, de seguro perdería preciosos años de mi vida. Además, dejaría de caminar (tal como lo he hecho hasta ahora), comería comida pésima, me vería muy mal (no sé qué tiene este ambiente que lo hace a uno ver como enfermo) y mi mente estaría al borde del abismo. Yo estaba acostumbrada a moverme mucho más que ahora, en serio, por más que yo a simple vista dé la impresión de ser una morsa completa.

También me disgusta mi manera de hablar ahora. No tengo ningún argumento. Mis palabras son “sí”, “no”, “no sé” y “jajaja”. En especial “jajaja”, que no es ni sí ni no ni no sé. Qué babosada. Miles de personas en el mundo trabajan duro mientras yo me dejo desgastar lentamente. Shakespeare me espera y es como una inyección de insulina para quien no está acostumbrado: increíblemente incómoda pero vital. Ay, Shakespeare, cómo me haces sufrir…

Qué más puedo escribir: la primavera ha llenado la grama de dientes de león, que, como decía la canción, brillarían de día si el cielo estuviera abajo y la tierra arriba. “Dandelions would shine by day, you couldn’t pick them up or throw them away!” Un aplauso para la ilustre profesora Miss Pollito, cuyo verdadero nombre ya olvidé. Qué populares se hacen los apodos. La primavera es espectacular si uno tiene en cuenta que no ha visto flores por más de seis meses. Miento. En California los árboles se estaban llenando de flores, y me recordaban tantas pero tantas cosas… Napa Valley es como el cielo, con montañas, viñedos, flores y mar… el inmenso mar… espantar gaviotas, acercarse al agua y huir de las olas, recoger conchitas y sentirse en el paraíso…

Esperen, esto merece entrada aparte.

Estoy escuchando: Electrical Storm, de U2

Me siento: Desperdiciada/Con fastidio de mi situación actual (como con ganas de salir corriendo y no parar)