Lección para una coleccionista de islas

Colecciono islas. Es una afición que requiere paciencia; no se puede ir a todas al tiempo, y mucho menos se puede pretender abarcar todas en una sola vida. De todas maneras, una a una las voy visitando, dispuesta a que me enseñen cosas.

Rapa Nui es el lugar más inhóspito en el que he estado. En Hanga Roa (el único pueblo) hay casas y gente, sí, pero basta alejarse un poquito para quedar solo solo solo. Recorrí cuevas, caminé entre caballos salvajes galopantes, incluso tuve el placer —y quiero pensar que el honor— de tocar ukulele frente a un moai solitario sin nadie, absolutamente nadie, a mi alrededor.

Lo que llegué a entender estando allá era que llevaba mucho tiempo llorando por un amor perdido y ya era hora de dejarlo ir. Me refiero a Japón. No sé en qué momento entendí de repente que mi hogar durante cinco años no era el sueño de mi vida que yo había dejado escapar sino apenas un archipiélago en el mar donde está mi colección.

Desde que volví he estado estudiando japonés de a poquitos, al fin libre de la presión de sentirme una anomalía que fue allá pero no encajó lo suficiente, no se esforzó lo suficiente, no amó lo suficiente. Ya no siento la necesidad de desligarme de un idioma que aprendí, así que ahora lucho contra el olvido.

No sé cuál será la siguiente isla de la lista. En realidad, nunca se sabe. Vendrá cuando venga, y con ella, otra lección.

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