Lucky Winner

Olavia Kite ofrece una entrega más de sus emocionantes aventuras en el mundo burocrático. Hoy: solicitando una visa de turismo en la Embajada de Estados Unidos en Tokio.

Saltémonos los preparativos. O mejor no. Anotemos que la foto del documento me la tomé acá en mi casa y la mandé imprimir en el combini mucho más barato de lo que cobra el fotomatón (bonita hora de enterarme). Anotemos también que volé en la bicicleta a menos cinco grados centígrados y recordé a los valientes soldados de la guerra de Corea porque llegué a la estación del Tsukuba Express sin dedos. Por último, y tal vez sin razón, reservemos un espacio a la visión de canastas y botas subiéndose al metro en Tsukiji y bajándose en Ginza, o a la inmensa y verdosa fachada de aquel lujoso hotel en Toranomon, congelado por siempre en 1962 con James Bond atrapado en uno de sus bares.

La Embajada, como era de esperarse, era un fortín custodiado por tanquetas y vigilantes que no permitían cruzar las calles aledañas. En vista de que llegué quince minutos demasiado temprano a mi entrevista, me puse a dar vueltas por ahí y encontré que en los combinis alrededor vendían onigiri de Spam (¡como en Hawaii!). Me habría comprado uno si no hubiera sido porque en el tren me había embutido uno de kanikama (palmitos de mar con sabor a cangrejo) y uno coreano picante buenísimo de cerdo con ajonjolí y gochujang. Además, los nervios me tenían sin rastro de hambre ni sed y a la entrada de la embajada confiscaban comestibles y tijeras.

Empujé una puerta pesada y me encontré en un lugar oscuro, con letreros improvisados mal colgados sobre las ventanillas y una multitud de sillas vinotinto organizadas en filas como una casa de oración de barrio. Me pregunté si todo estaba diseñado para bajarle la moral a la gente. El recinto estaba a reventar. Me ubiqué donde pude y abrí un libro. Pronto se sentó una mujer a mi lado, y segundos después llegó su olor. Era una nube repugnante que tardó en asentarse. Cada vez que ella se movía, el hedor remontaba vuelo para reacomodarse y me golpeaba la cara, interrumpiendo mi lectura contraída en una mueca agria. Aproveché la toma de huellas para buscar otro puesto, pero inexplicablemente ella se dio mañas para localizarme y volverse a sentar cerca. A veces me miraba. La ignoré como pude.

Lo que empezó a angustiarme no fue el paso del tiempo de por sí. Yo sabía que el tiempo pasaba pero no a qué velocidad, no había manera de saberlo con las vidrios ahumados y ningún reloj a la vista. Llamaban números y números y números a las ventanillas. Recordé varias veces el capítulo de Community en el que el estudiante con síndrome de Asperger sabotea sin querer un experimento aguantando 26 horas en una sala de espera. Yo también podría lograrlo. No me queda de otra, en todo caso. Tengo sed. Retomaré la lectura. No entiendo. A ver, otra vez. ¿Tanto tiempo llevo sin leer un libro en español? No logro saber de qué se trata esta novela. Miremos la contraportada. ¡No! ¡La regla es no leer las contraportadas! Oh, no, alcancé a leer media frase, ahora ya sé qué esperar. Trataré de olvidarlo. Volvamos adentro. Hay escritores de ciencia ficción. Yo quería ser escritora de ciencia ficción. ¿Será por eso que me regalaron este libro? Pero ya no se me ocurre nada. ¿Qué habrá pensado esta persona al sentarse a hacer este libro? ¿Cómo pudo escribir tanto? Me imagino al autor sin rostro en un trance dele y dele y dele al teclado a toda. Estas frases parecen escritas así, febrilmente. ¿Cómo se le ocurren a uno historias? ¿De dónde salen los personajes y cómo los sigue uno? Yo no puedo escribir cuentos. Nunca terminé uno. ¿Segura? Segura. ¡Otra vez te saltaste una página entera haciendo ademán de leerla!

Cerré el libro y me dediqué a observar a la gente que pasaba justo frente a mí. El señor encargado de la mayoría de entrevistas se veía simpático. Ojalá me toque ese. Las potenciales estudiantes de inglés—one year,… Nebraska,… hajimete…—recibían una hoja y decían “thank you so much!” como si acabaran de ganarse un premio. Los no-japoneses no corrían con tanta suerte. Una asiática de quién sabe qué país o algo así tuvo que recibir de vuelta su cerro de documentos después de un interrogatorio larguísimo. Dos soldados estadounidenses querían llevar a sus novias de paseo. La señora asquerosa, cuyo país no me atrevo a adivinar por miedo a imponer un estigma sobre todo un pueblo mil veces más limpio que ella, tenía una hija y estaba haciendo un doctorado. Iba a una conferencia. Un japonés especializado en manga tenía que remitir más pruebas de ser quien decía ser. ¿Tan poca gente queda en la sala? Cada vez eran más complicadas las conversaciones entre solicitantes y funcionarios. ¿Qué habré hecho mal yo para que hayan relegado mi solicitud al final? Ya sé: mi foto es muy oscura. Saipán no es un destino turístico válido. No imprimí como debía ser la hoja que mostraba la fecha y hora de mi cita. No entregué suficiente información. Me queda poco tiempo en Japón. Soy colombiana.

El amable rechazo de la solicitud de una pareja de amigos (¿mongoles?) que estaban a punto de graduarse de alguna institución —I’m sure you two are great guys, but…— me hizo preguntarme si estaba cargando aún la bolsa pesada porque el cuello me empezó a doler terriblemente (respuesta: no, era la tensión). Seguro me iba a decir a mí lo mismo. ¡Pero irme a vivir ilegalmente a Saipán sería una idea malísima!, diría yo inútilmente. Y entonces me tocaría correr a la universidad y pedir que me dieran el pasaje de regreso a Bogotá por Air Canada y me tocaría quedarme una noche en Toronto y no no no no no no no no…

El señor de la ventanilla de enfrente estaba teniendo problemas escaneando un código de barras de una carpeta de solicitud. Tomó el pasaporte que lo acompañaba. Miró la foto. Extendió la mirada al otro lado del vidrio. Me vio. Volvió a mirar la foto. Volvió a mirarme. Le sonreí con toda felicidad y asentí con la cabeza. El funcionario —en efecto, supremamente amable— me pidió disculpas por hacerme esperar tanto. “You must be the last one”, dijo. “Next to last”, corregí. Hubo entonces una mención de mi historial de viajes culminada en “You do a lot of travelling… and you get to go again!” “Yay!!!” fue lo único que atiné a responder. Conque así de fácil era. Ahora yo, como las estudiantes japonesas, era una feliz ganadora.

Me devolvieron mi teléfono y salí al sol. Eran las 12:30. En calidad de campeona, buscaría mi premio: un merecido almuerzo.

[ This Is It — Michael Jackson ]

4 Responses to “Lucky Winner”


  • Es en verdad un gusto leerte. A lo bien que sí.

    Yo también me he preguntado si todas las embajadas gringas están diseñadas para bajarle la moral a la gente. Me gusta creer que sí.

    Un abrazo.

  • Alfabravo (Nelson)

    Creería que no deben ser sólo las embajadas sino todo aquello en lo que buscan medir y clasificar. Hasta al presentar el TOEFL se topará uno con el mismo ambiente…

    • A mí me tocó presentar el ICFES en un lugar súper lúgubre. Creo que era una universidad pequeña, pero parecía una cárcel.

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