Olímpicos

Cada vez que leo la palabra “olímpicos” me acuerdo de una anécdota buenísima de mi hermana, pero no tiene gracia escribirla. Tiene algo que ver con un juego, unos pinos de esos que se podan en formitas, un mal cálculo de fuerza y un carro. Y, lo más importante, con el grito de guerra “¡olíiiiimpicooooooos!”. Un día les cuento, pero tiene que estar mi hermana presente porque sin su risa descontrolada no es lo mismo.

Ayer se acabaron los Juegos Olímpicos. A mí me gustó un montón poder ver tantas variaciones de lo que se resume en gente tratando de hacer cosas extraordinarias con su cuerpo. Darles a las piernas la cualidad del rayo (muy apropiado cuando se tiene el apellido Rayo), saltar como desafiando la falta de alas, dominar el agua, contorsionarse mil veces para verse hermoso durante apenas un instante. Me gustan los Juegos Olímpicos porque traen a colación aspectos muy básicos del ser humano. Le rendimos culto al fuego y en torno a él nos inventamos un conjunto de reglas para que alguien sea declarado el mejor del clan y reciba un objeto brillante. El tiempo podrá pasar y nosotros nos sentiremos más evolucionados, pero nunca dejaremos de acudir al llamado de los especímenes alfa y los misterios de la luz.

Por lo demás, siempre es bueno que aparezca periódicamente un elenco de ejemplos inspiradores para salir a correr al parque y no rendirse a media marcha. Obviamente son ejemplos que uno no podría igualar, ni siquiera acercárseles, a no ser que uno volviera a nacer y en la nueva vida supiera apreciar la clase de educación física y no fuera de esos niños a los que les bastan una agenda y un esfero para quedarse quietecitos en las salas de espera. Pero bueno, ya no hay nada que hacer. Sigamos saliendo al parque, que de Londres nos trajeron además una buena banda sonora para darle otra vuelta.

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