El aire frío de la ventana me sacó de un sueño intranquilo. No puedo decir que me despertó del todo, pero recuerdo el alivio de saberme en esa cama —de todas las camas posibles—, de encontrar fácilmente el pedazo faltante de cobija y proseguir con el descanso anidada en ella. Más tarde intenté recordar el sueño, pero fue inútil.
En este capítulo de mi vida, mis noches transcurren en una cama compartida. Siempre nos ponemos contentos de abrir los ojos y encontrar al otro al lado. La espera eterna que caracterizaba mi vida terminó de modo abrupto hace un tiempo.
A veces se proyecta la luz anaranjada del amanecer, potentísima, sobre uno de los muros de la habitación. Por la ventana se ven fachadas pintadas de efímero rosado. Aclara demasiado tarde. Es imposible levantarse así. Pero Cavorite siempre encuentra la entereza para salir antes que el sol y buscar el mejor ángulo de todos para ver la ciudad despertarse, más allá del puente, sobre las montañas. Mientras tanto, yo vacilo entre leer un rato o sentarme frente a mi computador agonizante y tratar de sacarle un poquito de jugo a mi cabeza, como si de un pedazo de limón seco y barbudo se tratara. Hoy ganó la segunda opción.
Después de la breve separación sigue el desayuno, minuciosamente planeado y ejecutado, y fuente de grandes alegrías, pero eso será tema para otro amanecer mientras espero a que Cavorite vuelva con su nariz helada del otro lado de la bahía.
❤️